– Pues sí.
– A mí me parece interesante. Me pregunto qué pudo pasar entre ellos. George tenía problemas con la Comisión, eso lo sabrás también. ¿No lo sabías? La Co misión de Directores de Bolsa. Parece ser que George tenía alguna manía que otra, o que era algo rarillo, vaya. No era el miembro corriente, el que paga sus cuotas y se ahorra complicaciones. Me pregunto en qué andaría liado con ese tipo que llevaba una chapa de visitante y una pistola en el bolsillo. Todos sobrevivimos a esos malditos días sin hacernos preguntas. Está todo organizadísimo. Hasta el ruido está organizado. A mí de veras me gustaría hacer alguna pregunta que otra, qué es eso, qué es aquello, dónde estamos, qué vida es la que llevo, por qué. Era una pistola de juez de atletismo, sólo que retocada. ¿Lo sabías?
– Sí.
– Mírala, ha dicho que sí. Pues qué bien informada estás. Y ahora, los dos muy educados dicen a la vez: ¿la cuenta, por favor?
Ella sonrió un poco con todo eso. Un progreso, pensó él. No era macabro, seguramente no, pero tenia un no sé qué sin duda propio y particular.
6
Pammy estaba redactando una de las cartas publicitarias para distribución por correo sobre la pena causada por la pérdida de un ser querido. Lo crucial era lograr que el cliente pidiera un folleto de Gestión de Duelo titulado «Para él, todo acaba el día en que muere; tú en cambio has de plantar cara al mañana». El panfleto peroraba sobre la muerte, definía el asunto conocido como gestión del duelo y el trastorno y ofrecía un resumen detallado sobre los programas de la compañía («Déjate ayudar a superarlo: ponte en manos de un profesional») y un listado de las sucursales regionales. Costaba un dólar.
Pammy había escrito el folleto meses antes. En uno de sus momentos de grandeza ficticia, Ethan lo había calificado como «un clásico sobre el desapasionamiento y el tacto». En la oficina, otros habían dicho que era demasiado «elemental y técnico», que parecía un cuadernillo de cuatro páginas sobre condensadores de radio para una publicación especializada.
– La muerte es una experiencia religiosa -había dicho Ethan-. También es algo elemental y técnico.
Hay un elemento que deja de funcionar técnicamente y te mueres. Una consecuencia lógica.
En un contexto en el que cada frase es susceptible de adquirir un sentido espantosamente cómico, a ella le parecía que no lo había hecho nada mal. Su trabajo, considerado en conjunto, era de puro chiste, al igual que lo era el entorno en el que lo desarrollaba. Sin embargo, estaba orgullosa de ese folleto. Había mantenido un tono de atinada sensatez. En casi todas y cada una de sus frases anidaba una verdad. No había consentido que se imprimiera a dos tintas. Si alguien quisiera dar propaganda a la angustia y a la muerte, y si alguien quisiera que sus sufrimientos fueran debidamente gestionados, todo el mundo debería dedicar a todo el asunto la necesaria discreción y el buen gusto de rigor.
– Dilo, dilo.
– Maine.
– Dilo otra vez -dijo él-. Por favor, ahora mismo, deprisa, por lo que más quieras.
– Maine -dijo ella-. Maine.
Había actividad en el parqué. Lyle dejó el puesto 5 y se detuvo ante el teletipo. Un mensajero joven pasó de largo; era rubio, con la melena por los hombros. Lyíe apretó la tecla E, luego GM. Para pasárselo a Ethan. El papel salió escupido y luego se detuvo. Hubo un segundo nivel de ruido, vítores y aplausos. Dio un paso atrás para echar un vistazo a la galería de las visitas. Una mujer atractiva, sentada tras la mampara de cristal blindado. Miró la impresora mientras regresaba a su puesto. La variedad del día. Los números salían en orden por la pantalla de anuncios. Come, come. Caga, come, caga. Nos alimenta en decimales. Agredir, enturbiar, enconar, decretar. Come, come, come.
V.R GM-12.33 2524
106.400
10.10 69
12.30 70
10.12 68 ½
12.33 + 70 + 1 ½
Se dirigió a la zona de fumadores, donde vio a Frank McKechnie de pie junto a un grupo bastante ruidoso, mordiéndose los pellejos del pulgar. Lyle aisló a dos de los integrantes del grupo y comenzó a realizar una de las rutinas aprendidas en la banda sonora de una comedia que había comprado recientemente. Era algo que, a su juicio, hacía francamente bien. Se adecuaba a las mil maravillas con su actitud pulcra, con la manera neutra con que su mirada registraba la presencia de un público. Era capaz de leer su deleite ante su reserva e independencia, la incongruencia del humor implícito. Comenzaron a formar corro. Lo miraban a los labios. Un tercer integrante se aproximó atraído por la risa, Lyle terminó la actuación antes de tiempo y se acercó a McKechnie, quien contemplaba el humo que se elevaba sobre la congregación.
– Así que ¿en qué estamos?
– Pues… quién sabe.
– Estamos dentro -dijo Lyle.
– Eso puedes darlo por sentado.
– Es evidente.
– Es evidente, porque si estuviéramos fuera los coches se me estarían subiendo por ¡a espalda.
– El mundo exterior.
– Así es -dijo McKechnie-. Pasan las cosas sin que uno pueda hacer nada. Sólo cabe esperar y confiar en que la cosa no se ponga cruda.
Lyle no sabía con demasiada exactitud de que estaban hablando. Intercambiaba a menudo con McKechnie diálogos de esa clase. En todo momento examinaba a su amigo con atención. McKechnie parecía tomárselo muy en serio. Él sí daba la impresión de saber de qué estaban hablando.
– Quería preguntarte por el tipo que le pegó el tiro a Sedbauer.
– Hoy sale a toda página en el periódico.
– Visitante del propio Sedbauer.
McKechnie hizo un gesto con el pulgar y el índice, como si trazara un titular de prensa.
– El misterio del asesinato en la Bolsa se desenreda despacio.
– De momento, me gusta.
– Pistolero, de oscuro origen, dum dum dum, que llevaba encima, no te lo pierdas, una bomba dum dum. Se sospecha de una red de terroristas. Su identidad es aun confusa. Se buscan vínculos, tachan. El tipo se niega en redondo a decir ni pío, a ver a un abogado, a salir de su celda.
– ¿Que llevaba una bomba encima? ¿Cuándo?
– Cuando lo detuvieron. Tras disparar contra George. Estaba allí plantado como si tal cosa. Con un paquete de explosivos miniatura. Cito textualmente.
– Pues no veas.
– ¿En qué estamos, Lyle, como tú mismo dijiste con tan bellas palabras?
– Estamos dentro.
– ¿Y dónde queremos estar?
– Dentro.
– Respuesta correcta en ambos casos.
– Me las había preparado.
– Pues ahora sólo cabe esperar y ver si la cosa se pone de veras cruda -dijo McKechnie-. Otra cosa no se puede hacer. Yo ya me he preparado para poner barricadas. Tenemos un grave problema de salud en la familia. Además, a mi hermano se le están amontonando las deudas de juego. Ha empezado a hacer llamadas telefónicas a medianoche, con abundantes susurros y sollozos. Los corredores, los tiburones prestamistas, las amenazas. Todo muy edificante. Los intereses ascienden a cada hora que pasa. Luego tengo a mi hijo mayor, que de entrada padece una sordera considerable y que ahora, de golpe y porrazo, ha aparecido sentado en el suelo de su cuarto, mirando a la pared como un pasmarote. La semana pasada dos veces. Le cuesta mover los brazos. No quiere hablar de nada. Aún es joven para haber tomado drogas. No es un problema de drogas. Lo llevamos al médico. Le hicieron todos los escáneres y demás pruebas que hacen ahora. Nada concreto. Hemos empezado a pensar en un psico especializado en niños. ¿Has tenido alguna vez la sensación de estar pillado en un torno que cada vez te aprieta más? Yo voy por ahí y no hago más que pensar en lo que ha pasado.
– Intentemos comer juntos la semana que viene.
McKechnie redujo la colilla de su cigarro a una mota de tabaco y una mota de papel, que tiró al suelo. Dio un salto con un pie y se posó sobre las motas.
– ¿Te ha gustado?
– Muy avanzado -dijo Lyle.
– Antes se me daba mejor. Tendrías que haberme visto.
– Pero es algo que no podrías hacer en el mundo exterior. Te señalarían con el dedo y te llamarían majareta.
– De hecho, ¿por qué no comemos juntos ahora mismo? En el piso de arriba.
– Yo ya nunca almuerzo arriba.
– ¿Por qué no?
– Pues no lo sé, Frank.
– Alguna razón tiene que haber.
– Supongo.
– Pero no sabes por qué.
– Sencillamente, hace tiempo que no voy ahí arriba.
– Lyle, no es que yo sea exactamente un promotor de costumbres sociales más bien reprimidillas. No tengo licoreras llenas de jerez que sirva en un carrito a mis invitados, que han aparcado sus Bentleys a la entrada. Pero te aseguro que no hay nada malo en almorzar en la Bolsa. Es bastante civilizado, y algo es algo.
– Es que está dentro.
– Está dentro, de acuerdo. Queda a mano, es rápido, es bueno, es agradable y es casi casi, qué quieres que te diga, es casi elegante, joder, lo cual no es moco de pavo en los tiempos que corren. Así que deja de portarte como un botarate. Hablas como un bobo.
– A mí no me jodas, Frank.
Pammy fue a cenar con Ethan y Jack. Fueron a un local del SoHo. Estaba emocionada. Cenar fuera, uau. En algún lugar impreciso de su conciencia en vigilia relucían destellos de anticipación cada vez que Ethan y Jack entraban en una sala, o cuando cogía el teléfono y era uno de los dos quien llamaba. La mayoría de las personas que poblaban su vida eran presencias desalentadas. Estaba deseosa de pasar un buen rato con los dos. Si Ethan dejase alguna vez su trabajo, ella se sumiría en el estupor y en el mutismo.
El restaurante estaba lleno de plantas colgantes. Llegó una joven con el vino y les dijo que los platos que habían pedido aún tardarían un rato.
– Es que se ha declarado en el sótano un pequeño incendio, con bastante humo. El personal de cocina está en plena discusión sobre si conviene o no mear encima para apagarlo. Yo me he negado, a menos que instalen un columpio. El lanzamiento a distancia no es lo mío. Mira, ahí está Peter Hearn, el artista conceptual, con su perro, Alfalfa se llama. Nunca consigo descorchar la botella sin romperme por los peores sitios por los que se puede una romper, a menos que el sexo no te parezca un asunto importante. ¿Te has fijado alguna vez cómo descorchan, poniéndoselas entre los muslos? Yo lo siento mucho, pero me niego. Es degradante. Me inclino un poco, que ya es bastante grotesco. Todo lo que vaya más allá está fuera de toda discusión, olvídalo, tendrás que irte con la música a otra parte.
Empezaron a tomar vino. El humo se colaba en la sala, pero nadie se marchaba de momento. A nadie se le servía la cena. Todo el mundo parecía sentirse obligado a hacer chistes y a beber un poco más deprisa que de costumbre. No sería posible permitir que evolucionara una situación así sin los comentarios cómicos de rigor, sin un poso de histeria y sofisticación. Los labios de Ethan fueron deslizándose hasta encajar en forma de sonrisa. Al otro extremo de la sala, una mujer tosió y agitó un pañuelo. Jack le llevó la botella vacía a la camarera, que volvió con otra que abrió el propio Jack. Pammy se preguntó si tendría manchas en la cara. Le pasaba a veces con el vino. El hombre que acompañaba a la mujer que tosía pidió otra ronda. Otro salió del sótano y comenzó a llevarse las plantas por la puerta de la calle. Llevaba insertada, bajo el labio inferior, una aguja de casi cinco centímetros de largo, un ornamento de alguna secta, que apuntaba hacia abajo en un ángulo de entrada de unos cuarenta y cinco grados. Jack golpeó la mesa y apartó la mirada tratando de contener la risa. El hombre dejó las plantas en la acera y volvió a recoger más. A Jack se le escapó el vino de la boca. La sala se iba llenando de humo. Había ruido en la calle, luego hubo gruesos rayos de luz entrelazados. Aparecieron unos diez bomberos. Pammy se echó a reír como si masticara el aire, la cara resplandeciente, clara, radiantemente sana como piedra roseta. Los bomberos fueron de un lado a otro, chocando entre sí. Ethan se ventiló otra copa. La sala parecía haber disminuido físicamente con la entrada de los bomberos. Eran de tamaño descomunal, con sus cascos y sus botas, sus pasos recios, y se movían como si llevasen esquíes. Pammy no podía dejar de reírse. Los bomberos despejaron el lugar más bien despacio. Todo el mundo tosía, con copas y botellas en las manos. Salieron en fila, decepcionados ante la ausencia de aplausos.
Era de noche. Había unas doscientas personas en la calle, Jack se encaramó al pescante que había en la trasera de uno de los camiones de bomberos. Se columpió de la barra vertical. El alborozo que se habían llevado a la calle se disolvió en cuestión de minutos. Ethan y Pam echaron a caminar por la calle, pero Jack no quería bajarse del camión de bomberos. Desde allí daba órdenes y emitía un ruido de sirena. Nadie le hacía ni caso. El hombre de la aguja bajo el labio salió con la última planta del local. Los bomberos arrastraron una manguera desde la boca de agua de la esquina. Ethan se plantó mirando a Jack, con una distancia cada vez mayor en la mirada.
– Me pregunto qué habrá sido de la lluvia que anunciaron -dijo Pammy.
Jack por fin se reunió con ellos. Doblaron una esquina y pusieron rumbo al sur, hacia Canal Street y la posibilidad de coger allí un taxi. De pie ante los edificios de hierro forjado había grandes cilindros de cartón que contenían residuos industriales de las fábricas albergadas en los lofts de la zona. Jack cargó contra uno de ellos, dándole un empellón con el hombro y derribándolo. Siguieron despacio mientras él hacía eses de lado a lado, tropezando con los contenedores. Al pasar Grand Street saltó por encima de un contenedor volcado y viró con precisión, el antebrazo extendido, agachado, para abalanzarse contra un cubo metálico de basura. Pammy se fijó entonces en que Ethan no había cambiado de paso, y tuvo que apretar el suyo para alcanzarlo. Jack estaba sentado en el bordillo y se sujetaba la rodilla. El cubo había caído de costado y rodaba levemente para adelante y para atrás, buena parte de su contenido todavía intacto, dentro, señal de su peso considerable. Para Pammy era en cierto modo de cajón. Jack parecía disponer siempre de reservas enormes de energía por despilfarrar. Para liarse a golpes con los cubos de basura. Lo vio ponerse en pie a duras penas. Aunque no había ni rastro de un taxi disponible, Ethan se asomó al poco tráfico de aquella hora con el brazo en alto.
– ¿Esto lo hace a menudo?
– Los martes y los jueves -repuso Ethan-. El resto de la semana habla en lenguas desconocidas.
Lyle a veces llevaba encima, durante días seguidos, trozos amarillos de papel de teletipo. Observaba los números y los símbolos de los activos, y veía en todo ello una artística reducción del mundo exterior a una mera producción impresa, el modelo codificado de la exactitud según la máquina. Un segundo de estudio, una simple mirada era todo lo que necesitaba para recuperar una impresión de realidad desconectada de la resonancia de sus sentidos. Se retinaba la agresividad, el instinto de posesión. Veía las fracciones, los decimales, los signos de adición y sustracción. Una representación gráfica del mecanismo competitivo del mundo, de los bordes dentados y engrasados de un engranaje, que no estaba a su alcance de ningún otro modo. El papel contenía impulsos nerviosos: un dígito sináptico, un fonema, un punto sin dimensión en el plano. Era sabedor de que a la gente le gusta ver su propia saliva goteante en la trama vista del arte. En la hoja de papel que tenia en la mano no había indicio de las vidas definidas en razón de los objetos que las rodean, hileras mórbidas de inmortalidad. Sólo veía cifras entintadas. Era una propiedad privada por derecho propio, escondida, su particular participación (a un grado de distancia) en el cuerpo animal que resollaba en la noche.
Cuando Pammy llegó a casa, él no estaba allí. Una decepción. Últimamente había descubierto que el material nutritivo de su vida sexual era algo que aportaban los demás, al margen de quién estuviera presente en una fiesta o en cualquier otra reunión u ocasión social. Se preguntó si acaso se habría vuelto demasiado compleja para que en el fondo le importase que los otros fueran homo u heterosexuales. Qué bien estaría, qué bien, que él apareciera en ese momento. No tardó en ponerse a hacer lo que hacía siempre que se incomodaba con Lyle. Se puso a limpiar a fondo el apartamento. Primero fregó el suelo de la cocina y luego el baño. Barrió la sala de estar y, cuando el suelo de la cocina estuvo seco, lavó rápidamente los platos. Era un ciclo intrincado de expiación y de virtud, un retorno a la autodisciplina. Siempre que las cosas se torcían entre ambos, se lo tomaba como una visión previa de lo que podría ser, imaginándose sola, en un apartamento como los chorros del oro, acogedor, donde todo estuviera en su sitio, donde todo estuviera inmaculado, una sensación de férrea independencia claramente manifiesta en toda esa organización. En mitad de la noche, cuando ya era tarde para pasar el aspirador, se dio una ducha, se puso el pijama y se metió en la cama a leer, sintiéndose a gusto consigo misma.
Llegó Lyle.
– Tienes manchas en la cara -le dijo. -Te vas a llevar una.
– ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo es que aún estás despierta? Es increíblemente tarde. Ahí fuera al menos es tardísimo. Tendrías que verlo. Anda, ve a la ventana y compruébalo. No, mejor que no. Así no te enterarás de nada. Quédate donde estás.
– Y ahora va y resulta que viene con ganas de hablar.
– Estuve en el centro. Estuve dando vueltas hasta ahora. Y qué tal te ha ido, preguntará ella. Bien, pues para empezar te diré que por fin ha refrescado, soplaba una brisa del río, no había nadie por ninguna parte, algún que otro borracho al principio, pero luego nadie, un coche, otro, otro coche en busca del túnel. El distrito, por fuera, es como el final del tiempo organizado, pero sólo por fuera, ojo. De noche es más bien como si a alguien se le hubiera olvidado qué sé yo. Se han ido todos. El misterio, eso es, del por qué todo el mundo abandonó esos magníficos pueblos.
– ¿Y por dentro?
– Pasan cosas. Hombrecillos con gafas de sol.
– Fascinante, qué perspicacia tiene el tío.
– ¿Qué te pasa, carita manchada? ¿Es que te fastidia mi falta de consideración? Te llamé y no estabas.
– Tendríamos que salir más a menudo.
– Ahí fuera no hay nada. A eso es a lo que iba. Se han ido todos. Se oyen batir las puertas por efecto del viento. Los científicos están perplejos.
7
Lyle cultivaba una particular suerte de autodominio. Como corolario de su extrema presencia de ánimo, construía un espacio que lo separase de la mayoría de las personas con las que probablemente tendría que lidiar a lo largo de un día normal y corriente. Era consciente de su andar estudiado por los pasillos de la sede de la empresa. Encantado de la vida parodiaba su propio talante volviéndose de pronto hacia una cara o dejando caer de pasada una mirada de anemia. Se le antojaba gratificante pararse en medio del parqué, por ejemplo durante un momento de descanso en plena sesión, o después del trabajo en un bar del distrito financiero, y notar cómo a algunas personas les gustaba exhibir sutilmente la relativa proximidad que tenían con él, mientras otras, al percatarse de su distanciamiento, o dándolo por hecho, optaban con gran diligencia por mantener las distancias rituales.
El camarero, de casi metro noventa, inclinó ligeramente la cabeza al tomar nota.
– Yo quiero algo así como del espacio exterior -dijo Lyle-. ¿Qué es un zombi? Da igual, tráigame uno.
Rosemary Moore pidió whisky con agua. Su jefe, Larry Zeltner, pidió un gintónic para él y otros dos para las dos chicas, de las que Lyle sólo sabía que se llamaban Jackie y Gail. Se había encontrado con ellos en el ascensor cuando se marchaba de las oficinas con Rosemary. Zeltner propuso que fueran todos a tomar algo. Lyle se mostró de acuerdo enseguida, tratando de dejar claro que Rosemary y él habían entrado juntos en el ascensor por pura casualidad, igual que ellos tres.
– Es lo que ya dije por la mañana -dijo Zeltner-. Es lo que siempre digo yo: ¿quién lo hará? Que alguien se ocupe de hacerlo y me tienes de tu parte. Si no, adiós muy buenas. Además está la situación reinante: qué total alcanzamos, quién se reconcilia con quién, dónde hay que apretar los indicadores.
Lyle se empeñó en conversar con Jackie, que no era atractiva. No supo por qué tomó esta precaución, ni supo qué significaba exactamente. Le pareció que era una opción segura. Se terminó la copa antes de que los demás mediaran las suyas. Jackie parecía estudiarlo mientras hablaba, medir su grado de atención, preguntarse por qué sus respuestas se habían reducido a meros gestos de asentimiento, a razón de tres cada diez segundos. Rosemary dijo que se tenía que marchar. El no dio el menor indicio gestual. Zeltner le dijo que no se molestase por el dinero, que la invitación corría de su cuenta, etcétera. Lyle la vio salir por la puerta. Ella no había dado a entender a ninguno de los demás, de ninguna manera, que hubiera cruzado nunca una sola palabra con él. No estuvo seguro de que fuese por deseo expreso o de que formase parte del código social prevaleciente en sus relaciones con los demás.