Jugadores - Delillo Don 9 стр.


DOS

1

Ella introdujo el coche en un callejón sin salida. Era domingo, todo estaba en calma a media tarde. Lyle miró por la ventanilla con aire soñador, el brazo colgando por fuera, un surfista que regresa tras pasar el día entero en la playa. La mujer aparcó el coche, apagó la llave de contacto, siguió sentada. Lyle aguardó. Sólo estaba pavimentada una de las dos aceras. La casa era de madera gris, de dos plantas, con matorrales a la entrada, un único árbol. Ella emitió un ruidito de irritación rutinaria al encorvarse para salir del coche. Miró a Lyle, que no había hecho ademán de localizar la manilla de la puerta.

– Se me han olvidado los Cheerios -dijo ella-. Eso precipitará una pequeña crisis por la mañana. ¿Está bien dicho, «precipitará»?

– Eso creo -dijo él-. Puede que no del todo.

Ella alcanzó las bolsas de comestibles.

– ¿Entro ahora? -dijo él-. ¿O espero aquí?

– No, mejor que vengas dentro. Sí, ahora mismo. Creo que de eso se trata.

Oyeron música de piano procedente de la parte posterior de la casa, un tocadiscos al parecer, desde la última planta. La mujer, al reaccionar al sonido, encendió la radio. Hizo a Lyle un gesto y éste se acomodó en un sillón de inmensos brazos laminados. La mujer, Marina Vilar, estaba tras la mesa sobre la que se encontraba la radio, buscando en la parte superior del aparato el dial. Por la ventana, a sus espaldas, Lyle alcanzó a ver parte de un puente, fuera el de Whitestone, fuera el de Throgs Neck. Sabía que no estaban lejos de la frontera del condado de Nassau, pero no llegaba a recordar en ese momento cuál de los dos puentes estaba situado más al este. La mujer encontró lo que buscaba, una emisora en la que un locutor largaba a toda velocidad entre canción y canción, y subió el volumen con satisfacción adusta, mirando directamente a lo alto de la escalera. Marina era rechoncha, poco menos que carente de formas, vestía lo que podrían pasar por ropas de segunda mano. Su rostro era en cambio de rasgos precisos, de huesos poderosos, un residuo de la campesina de los pintores del realismo socialista, cejas amplias, sombras. Llevaba el pelo con raya al medio, recogido sobre las orejas. Sus ojos se concentraban intensamente en lo que mirase, no renunciaban con facilidad a su reafirmación personal. Creía en una cosa, le pareció a él, que excluía todo lo demás. Aunque por el momento no había llegado a saber qué fuera esa cosa, estaba seguro de que ella la había dotado de una especialísima pureza, de una luz salvaje y noble.

– No conoció usted a mi hermano, y es una desgracia. Sólo a Rosemary, ¿no es así? Mi hermano fabricó los cohetes en Tempelhof. Lo planificó todo hasta el último detalle.

– No sé si me acuerdo.

– Alcanzaron a un avión que no correspondía. Alcanzaron al DC-9. Fueron completamente estúpidos. Uno lo planea todo hasta el mayor de los detalles, con un grado absoluto de precisión, ¿y qué sucede?

– Que van y estallan al dar contra el avión que no correspondía -dijo él.

El sitio estaba lleno de muebles de madera clara, de segunda mano, de los que se encuentran en las salas de recreo o en los pisos de realojamiento. Todo tenía una veta química. Marina guardó los comestibles e hizo algunas llamadas telefónicas, sin tomarse la molestia de bajar el volumen de la radio. En el transcurso de la tercera llamada bajó por las escaleras J. Kinnear. Se desplazaba deprisa, con los pies bien separados, y bajó los últimos peldaños con una carrerilla rítmica. Metro sesenta, metro sesenta y tantos, calculó Lyle, identificando de ese modo a otro sospechoso más para el detective de turno. Camisa de cuadros, pantalones marrones, mocasines marrones, más avejentado de lo que a primera vista parecía.

– Hola. Soy J. Encantado. Lo que te apetece es un cambio, ¿se trata de eso?

Sonrió y estrechó la mano de Lyle con un medio guiño, y se sentó sobre una pila de listines telefónicos, algo inclinado hacia delante, abrazado a las rodillas con ambas manos. Su postura daba a entender que eran ambos compañeros en la misma fe cuyos caminos hubieran divergido sólo por causa de fuerza mayor, debido a espantosas circunstancias. Por si fuera poco, estaba ansioso por conocer la historia entera. No carecía de humor el modo en que Kinnear organizaba esa actitud de intimidad aduladora. Se hallaba a cierta distancia, aunque no de un modo destinado a engañar a nadie. Había bajado las manos hasta los tobillos, que se rascaba con aire ausente. Marina apagó la radio e hizo aún otra llamada telefónica. La estancia vibraba mientras los dos hombres aguardaban a que ella hablase, antes de reanudar su propia conversación. Kinnear tenía una mirada que no llegaba a penetrar en su objetivo. SÍ existiera algo así como el hecho de sentirse mirado, pero de un modo evasivo, Lyle entendió que era eso lo que estaba experimentando. Cabello castaño herrumbroso. Restos de abundantes pecas. Arrugas en torno a los ojos y en las comisuras de la boca.

– Un hombre del mismísimo parqué.

– Del parqué de los parqués.

– Encantado, estoy encantado.

– ¿Y ahora qué pasa?

Kinnear se echó a reír. Dijo que había hecho recientemente abundantes viajes a la costa. Dijo que las cosas empezaban a ponerse interesantes. Lyle dedujo que no le correspondía formular preguntas. Hacía calor en la estancia. Le entraron ganas de echarse a dormir. No atinaba a entender por qué no estaba más alerta, más interesado. Desde el comienzo, cuando Marina Vilar lo recogió delante de una librería de la Cuarta Avenida y tomó una ruta que distaba mucho de ser la más corta al Mid-town Tunnel, Lyle no logró sentirse del todo implicado en nada. De algún modo, las cosas sucedían a su alrededor; él se deslizaba a través de las cosas. Una obra teatral. Ésa era en cierto modo la sensación. A menudo reconocía aburrirse en el teatro (aunque eso nunca le pasaba en el cine), incluso cuando sabia, veía con sus propios ojos, oía y entendía que la obra y el montaje eran excepcionales, que merecían toda su atención. Esa clase de sopor lo generaban los cuerpos tridimensionales, el espacio real, por oposición a la profundidad manipulada del cine. Así pues, quizás le llevase un rato captar del todo las cosas en esa situación, soltar un par de sacudidas, aguantar un par de verdugones. Entretanto, ella lo había llevado a hacer la compra. Él la siguió por los pasillos de un pequeño supermercado en Bayside.

– Lo curioso -dijo a Kinnear- es la pequeña reversión que aquí se produce. Yo no soy un obrero. Soy un intruso. Ése era el sueño secreto del trabajador por cuenta ajena que no se mancha las manos ni se gana el pan con el sudor de su frente, sino de otro modo. Hacer una llamada desde un teléfono público en plena noche. Llamar a alguna instancia del gobierno, a algún departamento oficial, eso es, del Estado. «Tengo información sobre tal y cual.» Mejor aún, recibir una visita, que vengan ellos a verte. «Tal vez tenga usted la posibilidad de entregar un documento microfilmado, señor, cuando haga una visita a tal o cual parte», si es que es así como hacen las cosas. «Tal vez pueda usted convertirse en gancho para nuevos afiliados, con nómina a nuestro cargo, señor.» Imagínate qué molón podría ser un asunto así para el hombre de negocios o el profesor, fieles los dos hasta la médula. Qué increíble emoción nocturna. El atractivo de los laberintos, de los entresijos de la tecnología avanzada. La sugestión de la doble vida. «Fantástico, apúnteme ahora mismo, estoy más que dispuesto.» «Pero claro está, señor, que no podrá decir nada a nadie al respecto, ni siquiera a sus seres más queridos, más cercanos.» «Me encanta, me encanta, firmaré ahora mismo.» En cambio, ¿qué es lo que está pasando aquí, J…? Ahí está el busilis. Tienes a un tipo como George Sedbauer, por poner un solo ejemplo de lo que trato de explicar, y, digo yo, ¿en qué andaba metido el viejo George, un trabajador por cuenta ajena, limpio de polvo y paja, como el viejo George? Andaba por ahí trabando relación con los radicales más salvajes, con los arroja-bombas. Andaba haciendo negocietes con los del otro bando. Un trabajador que no se ganaba el pan con el sudor de su frente, ojo. ¿Qué fue, me digo, del buró, del servicio, de la agencia?

La sonrisa de Kinnear se vació del todo a medida que hablaba Lyle. Cesó la música de piano. No es que cambiara de expresión: meramente vació su sonrisa y dejó tan sólo una ondulación de la piel en su lugar. La mujer pasó entre ambos y subió por ¡as escaleras. Hubo una pausa. Aguardaron a que menguasen los efectos de su presencia, la simple distracción de su cuerpo en tránsito.

– Nuestra factura de teléfono es irreal. Y no tenemos ni dos chavos que frotar uno con otro.

– Pero que alguien como Sedbauer estuviera involucrado con unos terroristas, con chalados de tomo y lomo desde el punto de vista del mundo normal, ¿qué fe hace pensar, J.?

– Quiero enseñarte una cosa. Será como tu iniciación en el laberinto del que hablabas antes. Tengo la estúpida idea de que una vez hayas visto lo que te voy a enseñar, estarás dentro de lleno. Es una idea casi mística, lo sé.

Kinnear se encaminó al sótano. Había una puerta pasada la caldera. Abrió el pestillo y entró en esa habitación recóndita. Lyle lo vio levantar un lienzo manchado de pintura de una mesa de gran tamaño. Sobre la mesa, y también debajo, había un alijo de armas. Kinnear se sacudió el polvo de las manos, manteniéndolas bien separadas del cuerpo.

– No sé cuánta munición de ametralladora hay ahí en total.

Se cepilló la pernera de los pantalones, concentrándose en quitar hasta el último rastro de polvo, y entonces tomó la palabra un poco antes de volverse hacia Lyle desde el otro lado de la mesa.

– Es irónico, pero por el momento no disponemos de ametralladoras. Sí tenemos las recortadas de costumbre, rifles de caza, pistolas. Algunos chalecos antíbaias. Hay porras y cascos antidisturbios. Explosivos y componentes para la fabricación de explosivos de distintas clases, por ejemplo, Pento-Mex, nitrato de amonio, otros derivados de la pólvora, compuestos. Ah, y también un despertador, adivina para qué. Hay dianas silueteadas para entrenamientos, hay cartuchos y cargadores, hay balas trazadoras, abundantes pilas de nueve voltios. No sé cuántas latas de spray antiagresiones y de gases lacrimógenos.

A partir de ese punto, bajo la luz escueta, pareció dispuesto a acoger de buen grado una o dos preguntas a lo sumo, ladeada la cabeza, con un punto de seriedad y de expectativa en su apostura, como si en general aún marcase las distancias. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón, los pulgares a la vista.

– ¿No habría que tener mejor escondido todo este arsenal?

– No existe razón alguna para que nadie sospeche que esta casa se sale de lo corriente.

– Y si alguien viene a arreglar la caldera…

– Yo bajo con él.

– Por otra parte, enseñas todo esto con demasiadas libertades, ¿no te parece? ¿Qué es lo que sabes de mí, J.?

– Eso es lo mismo que diría ella. O su hermano. Yo en cambio opero a niveles básicos, realmente viscerales. El terror es purificador. Cuando uno emprende la liberación de una sociedad para purgarla de todos sus elementos represivos, inmediatamente se convierte en un blanco contra el que cualquiera puede disparar, cualquiera, sea quien sea. No hay nadie que en su sano juicio no pudiera dártela con queso. La posibilidad de que te maten, o te traicionen, a veces parece ser la razón última de todo esto. En cuanto a lo que yo sepa acerca de ti, Lyle, yo diría lisa y llanamente que eres el sucesor de George Sedbauer. Eso lo tengo claro. Una diferencia: George nunca supo para quién trabajaba. George creía que estábamos involucrados en… comillas, espionaje industrial, y cierro comillas, del más alto nivel. Le hicimos creer que representábamos los intereses de la banca internacional y de las navieras. Copió toda suerte de documentos secretos de los archivos de su empresa, de las cajas de seguridad, y nos contó punto por punto todo lo que sabía acerca de la Bolsa. Él creía que Vilar era el enlace de un cártel secreto de banqueros. Nunca se le ocurrió, hasta el final, literalmente hasta el último instante, diría yo, que Vilar lo que quería era hacer volar la Bolsa por los aires.

– Bum.

– Vilar, para mi gusto, era demasiado aficionadillo a las bombas. Pero es lo que hay. George, entretanto, estaba desgastando la Xerox a marchas forzadas.

– Sin saberlo.

– Me caía bien George. Nos llevábamos bien. Era un tipo interesante. Pasábamos bastante tiempo juntos.

– ¿Qué hiciste con todo el material que te copió?

– No servía para nada.

– Un montón de papel mojado.

– Tú mira bien todo esto -dijo Kinnear-. Escudos antidisturbios, gases lacrimógenos, todo el material para reprimir manifestaciones propio de los años sesenta. Son artefactos. Recuerdos del pasado. Aparte de los explosivos, no creo que todo esto aún funcione como debiera. Y por los explosivos tampoco podría poner la mano en el fuego. A lo mejor, todos esos productos químicos tienen una vida eficaz que caducó hace unos diez minutos. Pero míralo, míralo bien. Es evidente que es producto de un robo de un arsenal de la Guardia Na cional, en plena noche, una primavera. Pura nostalgia, Lyle. No obstante, quería que lo vieses. Se me había ocurrido que una colección de armas tal vez tuviera un contenido emocional complejo para una persona de tu posición. A fin de cuentas, sigue siendo un arsenal. Es de justicia que sepas cuál es la naturaleza del juego que nos traemos entre manos.

Apoyó una de las dianas silueteadas contra la pared. Sacó un pañuelo y limpió el polvo de una caja de leche vuelta del revés, para sentarse en ella frente a la diana. Apoyó el dedo varias veces sobre la capa de polvo que cubría la cara de la diana. Puro entretenimiento, pensó Lyle. Un poco de espectáculo.

– Se trata de la incertidumbre de las fuentes y los objetivos -dijo Kinnear-. Está donde los busques, ¿no? Laberintos, dices, y tienes toda la razón. Tecnología intrincada. En el pasado, el gran problema que hemos tenido como nación es que nunca concedimos a nuestro gobierno la debida credibilidad, nunca reconocimos que fuera una fuerza tan total y absolutamente liante, como en efecto es. Era muchísimo mayor el mal de lo que jamás imaginamos. Mucho mayor, más perverso, mucho más interesante. Asesinatos, chantajes, torturas, intrigas de una inverosimilitud inmensa. Infinidad de circunvoluciones y relaciones ocultas. Un surtido de episodios sexuales. Terrible, terriblemente interesante todo ello, sin desperdicio. Cámaras, micrófonos, etcétera. Creíamos que ellos bombardeaban poblados, mataban a niños en aras de la tecnología, para que saliera a relucir, y también en nombre de ciertas abstracciones. No les dimos ninguna credibilidad por todo lo demás. Tras cada hecho visible y desnudo nos encontramos sucesivas capas de ambigüedad. Es algo completamente ajeno al espíritu del liberalismo. Es una maravilla que lo toleren todo. Esta bruma de conspiraciones y de interpretaciones múltiples. Hasta ahí la gran visión del gobierno federal, tan instructiva.

Se apartó de la diana para darle la cara a Lyle, que se encontraba al otro lado de la mesa.

– ¿Qué sucedió en realidad? -dijo Kinnear-. ¿Quién encargó pinchar los teléfonos? ¿Por qué estaban hechos trizas los periódicos, qué se decía en ellos? ¿Por qué difiere un informe de la autopsia de otro de la misma autopsia? ¿Fue una bala, fueron más? ¿Quién borró las cintas? ¿Fue la muerte de fulano mero accidente, o fue un asesinato? ¿Cómo se implicó el crimen organizado? Mejor dicho, ¿quién les dio vela en el entierro? ¿"Hasta qué punto están las grandes corporaciones implicadas en tal o cual misterio, en tal o cual crimen, en estos asesinatos, en los programas de tortura sistemática? ¿Quién dio la orden de iniciar un programa de vigilancia en masa? ¿Por qué desaparecen los testigos de la faz de la tierra? ¿Dónde están los archivos? ¿Dónde están los fragmentos del proyectil que faltan? ¿Trabajaba ese sospechoso para los servicios de inteligencia, si o no? ¿Por qué no casan ni de lejos las versiones de cuatro testigos oculares? ¿Qué sucedió, Lyle, aquel día en el parqué?

– Creía que tarde o temprano iba a poder hacerte esa misma pregunta.

– Yo no estuve presente -dijo J.-. Tú sí. Yo ni siquiera sabía que estaba previsto que sucediera lo que sucedió. Lo hicieron por su cuenta y riesgo. Una intervención de los dos hermanitos.

– Así que quieres saber qué sucedió.

– ¿Qué sucedió, Lyle? ¿Cuántos disparos se hicieron? ¿Fue una sola persona o fueron varias? ¿Llegaste a ver el arma? ¿Qué pinta tenía el sospechoso, o los sospechosos?

Kinnear marcó en ese punto una pausa, haciendo acopio de energía forense para el chiste que se avecinaba.

– Cuando el gobierno se torna demasiado interesante, es que el final está a la vista. Su caída no está contenida en sus transgresiones, como es obvio, sino en los despojos que fluyen desde esas playas, que en un momento determinado son siniestros, son pérfidos, y al momento siguiente son irrisorios, o poco menos. Los gobiernos no deben llegar a ser tan interesantes. Es algo que desequilibra al cuerpo político del Estado. Casi me dan ganas de decir que dieron muestras de una imaginación excesiva. Pero no es el caso, ¿verdad que no?

– Puras fantasías.

– Tenían demasiadas fantasías. De acuerdo. Pero es que eran nuestras fantasías, ¿no te parece? En definitiva lo eran. En toda su variedad. Nuestros líderes sencillamente las agotaron. Nuestros representantes electos. Es justo, pues, y nada más que justo, adecuado, y fuimos un hatajo de cegatos, tanto que no nos dimos cuenta, ni siquiera nos lo olimos. Nos habría bastado con conocer a fondo nuestros propios sueños.

– Tendrías que hacer una gira por todo el país para dar esta conferencia -dijo Lyle-. Eso lo pagan bien.

– Me percato de que lo estás disfrutando. Esto es algo que te hace falta, ¿no es cierto? Una sensación de estructura precisa. Una base lógica para toda exposición ulterior.

Lyle oyó pasos exactamente encima de él. Se cerró una puerta, que provocó ligeras vibraciones. Empuñó lo que a primera vista le pareció un M-16. Pesaba más de lo que supuso. Lo sostuvo a la altura de la barriga, sopesándolo con ambas manos. A través de un ventanuco en lo alto de la pared atinó a ver el enrejado que remataba el porche de atrás. El arma le hacía sentirse incómodo. El mero tacto de la misma entrañaba la severidad de sus fines. «Ar-r-r-rma», pensó. No puso en duda su autoridad. Hasta la más diminuta de sus hendiduras espirales era con toda claridad un artilugio ideado y fabricado para funcionar con una precisión heladora. El recuerdo de un sabor a cobre, de juguete, en la lengua. Aquel objeto era casi perfecto. Podría matar a un hombre antes de que registrase mentalmente el color del cañón. Lo dejó sobre la mesa, convencido de que Kinnear era homosexual.

Después pasó un rato sentado en la parte de atrás con Marina. No sabía quién era quién en realidad, pero tampoco le parecía extraño estar en donde estaba. Podría haberse adormilado en la silla con facilidad, la mano extendida sobre la hierba. Marina leía un periódico. Lo zarandeaba de continuo para que e! viento no se lo desmadejase.

– Me gustaría preguntar, si es que puedo.

– ¿El qué?

– ¿Exactamente por qué escogiste la Bolsa para dar el golpe? ¿O es demasiado evidente?

– Fue por George.

– Él te facilitó el acceso.

– Reciben amenazas. Están al tanto. Hay vigilantes a cada paso. Pero matar a alguien en el parqué… Nos vino dado. Sabíamos que algo íbamos a hacer. Rafael quería trastocar ese sistema, la idea del dinero mundial. Ése es el sistema que, según creemos, encierra su poder secreto. Es algo que flota sobre el parqué. Corrientes de vida invisible. Ése es el centro de su existencia. El sistema electrónico. Las olas, las cargas de uno u otro signo. Los números verdes en la pantalla. Eso es lo que mi hermano llama su manera de continuar, de seguir a pesar de la carne podrida, su prueba más íntima de la inmortalidad. No es por el grueso de ese dinero, tantísimo dinero, una montonera de dinero. Es el sistema en sí, la corriente. Así es Rafael. El bombardeo visto por un doctor en filosofía. «Los financieros son individuos espiritualmente más avanzados que los monjes de una isla.» Rafael. Ése era su secreto, el que deseábamos destruir: ese poder invisible. Está todo en el sistema, bip-bip-bip-bip, el fluir de la corriente eléctrica que aúna los dineros, lo digo en plural, del mundo entero. Ésa es la mayor de sus fuerzas, ni lo dudes.

– ¿Y qué piensa Kinnear de todo esto?

– Ellos tienen el dinero, nosotros el poder de destrucción. ¿Qué?

– J. ¿Qué piensa J. de todo esto?

Ella volvió a concentrarse en el periódico. Lyle sospechó que era importante hacer preguntas que no la decepcionasen. Quizás ahí hubiese errado el tiro. Kinnear estaba en la ventana, encima de ellos, con un teléfono en la mano.

– Si lo hubiera sabido con antelación, le habría parecido atractivo. No la bomba en sí. El pensamiento subyacente. Se habría sentado a discutirlo hasta la saciedad. J. es pura teoría. Está a la espera de que los instrumentos de represión mundial salten hechos pedazos por sí solos. Es algo que sucederá místicamente, envuelto en una luz rosácea. La gente dará un paso al frente y asunto concluido. Una de las maneras de traicionar la revolución es adelantar teorías al respecto. Nosotros no sólo fabricamos doctrinas, mí hermano y yo. Estamos aquí para destruir. Cuando dinamitamos aquello de Bruselas, en la embajada, fue una maravilla, porque actuamos como técnicos que terminan una operación. Visto y no visto. El trabajo más limpio que se pueda imaginar. La teoría es una diversión afeminada. Su propósito es incrementar el amor propio de los propios teóricos. La única doctrina que vale la pena es la demencia calculada al milímetro.

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