Jugadores - Delillo Don 10 стр.


– Imposible que nadie se anticipe a ella.

– ¿Está permitido decir «los dineros», en plural?

– Por supuestísimo -dijo él.

A primera hora de la noche ella lo llevó en el coche a una estación de metro. Tuvo una larga conversación interior consigo mismo. Una de las voces era la de Lyle en calidad de antiguo astronauta que había llegado a pisar la luna. La otra era la de Lyle en calidad de mujer, que entrevistaba al astronauta en un estudio de televisión. La máscara del astronauta hablaba de un modo conmovedor acerca de la levedad, que calificaba de forma poética de la ansiedad y el aislamiento. En algún rincón de la cabeza original de Lyle, la entrevistadora sonrió antes de carraspear. Pasaron por delante de casas y más casas. Y llegaron a Main Street, en Flushing.

– Rosemary no sabe que yo soy Vilar. Piensa que me llamo Marina Ramírez.

– Vale, entendido.

– Pero tú sabes que soy Vilar.

– Así es.

La máscara de la mujer hizo preguntas acerca de las formas y ios colores, la soledad entre las estrellas. «Pisaremos alguna vez el planeta rojo», dijo. Hubo que esperar a que cambiasen los semáforos. La conversación se fue apagando. Se sintió idiota por haberla mantenido. Marina lo miraba a la vez que detenía el coche tras algunos otros.

– Aún nos queda por delante el intento de atacar en Wall, 11.

Él no reaccionó.

– Hay que hacerlo añicos en la medida en que podamos, antes de que decidan cerrar el edificio por sus propias razones. Ya se ve que se avecina una gran descentralización. ¿Es una reacción al terror imperante? Me divierte pensar que tienen un plan maestro para eliminar los blancos más destacados. Se pondrán a cubierto. O se electrizarán por completo. Nada más que olas y corrientes que se hablan unas con otras. Espíritus. Así, lo suyo sería atacar y destrozar en la mayor medida posible.

– De ahí vuestro interés en un segundo George.

– Con un George todo es más fácil.

– Ya me lo parecía.

– ¿No lo crees?

– Desde luego que sí.

– Claro está que un George no lo resuelve todo -dijo ella-. También nos hace falta un Vilar. Alguien capaz de manejar explosivos incluso dormido.

Lyle bajó del coche y automáticamente se revisó los bolsillos para comprobar que llevaba las llaves, monedas sueltas, la cartera, el tabaco. La vio avanzar palmo a palmo en medio del tráfico, que no era demasiado denso. Habían puesto matrículas de Ohio en el coche.

Se pasó lo que restaba de la tarde y la primera hora de la noche en el distrito. Estaba brumoso, el aire espeso, incluso a la orilla del río. Dos hombres hicieron caso omiso de un tercero, amigo de ambos, que orinaba; los dos peleaban a cámara lenta cerca de la cúpula de la cancha de tenis, a la entrada de Wall Street; uno de los dos intentaba alcanzar una botella que el otro llevaba en el bolsillo de atrás. Lyle dobló una esquina y caminó despacio hacia el oeste. Sabía que la falta de actividad era engañosa, a juzgar por la hora del día y el día de la semana; un alivio meramente ilusorio, un descanso del trajín de la ingeniería depredadora. Dentro de algunos de los cubos de granito, o de una torre de cromo, aquí y allá, la gente clasificaba dinero de diversos tipos, millones capaces de aturdir a cualquiera, propulsados por las máquinas, escaneado, codificado, archivado, limpio, envuelto y embalado en camiones, todo ello en medio de un estrépito de alta velocidad, ese desgarro sonoro e intrínseco a cualquier actividad próxima a la fecha límite. Había visto las salas donde se procedía a la codificación, el microfilmado de cheques, el desplazamiento del dinero, que se encogía al moverse y comenzaba a eludir todo intento de visualización, el paso de la existencia en papel a las secuencias electrónicas, su significado más complejo a cada nuevo paso, más difícil de nombrar. La totalidad del proceso era una condensación, un despojamiento de las propiedades accidentales del dinero, del tacto mismo del dinero. Había vuelto a South Street sin saber bien cómo. Ahora los tres hombres se habían enzarzado en la pelea, caminaban hacia atrás trazando círculos como gallos de pelea, como si la botella estuviera en el centro. Sus agarrones y embestidas eran más lentas que antes, una película de puñetazos y fintas y gestos esquivos mal sincronizados, y murmuraban y maldecían a la vez, sujetos a duras penas unos a otros. Lo que quedaba, pensó, a duras penas podría identificarse como dinero (en sí mismo, en sus formas normales, una compresión de la valía propia). El proceso sí restaba intacto, las olas y las cargas de Marina, una presencia ajena a la muerte. Lyle pensó en su propio dinero no como un medio de intercambio, sino como algo que debiera consignarse a un almacenamiento de datos, algo registrable sólo mediante destellos magnéticos. El dinero era la inmunidad espiritual frente a una pérdida futura y no susceptible de especificar. Existía en su propia mente en su forma más pura: mi dinero, una fuente reforzada de meditación. Vio a una mujer pasar de un teléfono a otro en una serie de cabinas abiertas, ante un edificio de oficinas, cerca del Mercado del Algodón. Esa visión del dinero, le pareció, distaba de ser la más sana. El secreteo, el afán de posesión, la racionalidad preñada de cáncer. La mujer, que no depositaba monedas en las ranuras, levantaba el teléfono del gancho de sujeción, vociferaba y lo dejaba descolgado. Tras hacerlo en todos y cada uno de los teléfonos, hasta el sexto y último de la hilera, que lanzó con gesto feroz, vio acercarse a Lyle y le sonrió, resquebrajándose su piel tersa. Cuando él le devolvió la sonrisa, pestañeó a su pesar.

– Chúpeme el ojete, señor -le dijo ella.

Él se detuvo y la vio alejarse cojeando por la calle. Tomó uno de los teléfonos descolgados y llamó a Rosemary Moore. Lo dejó que sonara sin cesar.

2

Pammy, con los pechos desnudos en la terraza, de madera de secuoya, vio a Ethan remar hacia la orilla, la luz variable entre ambos, ópalos de fuego y bronce de coníferas, una sombra ajedrezada desde la casa hasta la orilla, el mediodía azul allá detrás. Se sentó en un banco mientras Jack Law le cortaba el cabello. La casa era toda de cristal y de láminas de cedro, construida en vertical, sus superficies reflectantes adensadas por los árboles. Jack murmuraba instrucciones para sus adentros, aligerándole una zona tras la oreja izquierda. Ella miraba al oeste, hacia las colinas silueteadas del continente.

– ¿En qué andas ahí detrás?

– Tú querías dramatismo, ¿no? Un cambio drástico. Pues no me interrumpas.

– ¿Qué haremos para almorzar?

– Eso es todo io que hacemos aquí. Planeamos los almuerzos con tiempo de sobra, los planeamos largo y tendido, sin dejar de tener presente el asunto de las verduras frescas, la langosta fresca, los huevos frescos de corral, toda la rutina de los cojones. Lo hablamos despacio, ¿no? Luego hacemos los planes con todos los detalles. Luego preparamos el almuerzo. Luego nos sentamos a almorzar, y hablamos del almuerzo.

– Oye, no me apetece que me hagas nada en el pelo si estás con ese humor de perros.

– Y luego, pues recogemos, tiramos los restos, fregamos, secamos los platos. Y entonces llega la hora de hablar de la cena, del desayuno, del almuerzo, de la siguiente comida. Rápido, hay que ir a los puestos de la carretera. Unas moras, naranjada, maíz, vamos, deprisa.

– No es que tengas un humor como muy vitalista. Percibo muy poco calor humano, Jack.

– Cuando oscurezca -dijo él-. Cuando todo esté en calma.

– No me gusta que tengas las tijeras en la mano.

– ¿Te puedes creer cuánto oscurece?

– Se llama noche, Jack. A eso lo llamamos noche.

– No me imaginaba que las cosas pudieran ser así. Creí que al menos íbamos a nadar. ¿A tí te parece que eso es agua?

– Está fría, lo sé.

– Yo había pensado en nadar por las mañanas. Había pensado en que por fin nos veríamos Ubres de las playas atestadas de bañistas. Pero con esta agua… ¿cómo íbamos a suponerlo?

– Tampoco está totalmente fuera de toda cuestión.

– Esto es un asco.

– Prueba suerte otra vez -dijo ella-. A lo mejor, no es más que el día.

– Tienes unos pechos preciosos.

– Ahora mismo, un poco peludos.

– Unos pechos preciosos para ser chica.

– Yo sigo estando deseosa de saber qué haremos para almorzar.

– En el supuesto de que él llegue a supervisarlo.

– A mí me parece que sabe remar muy bien.

– El supervisor -dijo Tack-. En el supuesto de que llegue el supervisor.

– Siempre que Ethan esté dispuesto a alquilar una casa así de bonita, en un paisaje tan maravilloso, etcétera, etcétera, por mí no habrá ninguna pega en que sea él quien supervise lo que se le ponga en gana supervisar. -¿Qué es lo que ¡leva en ese bote? Por su forma de remar, cuatro toneladas de hierro en lingotes.

– A mí me gusta mirarlo. Me gusta ver remar a la gente. Y montar en bicicleta. Es agradable de ver. Una vez estuvimos en Inglaterra, y en algún lugar cercano al Castillo de Windsor vimos a unos chicos remando en unas traineras, por equipos, y por la orilla los seguía el instructor pedaleando en su bicicleta, por un camino de sirga, dándoles instrucciones a gritos.

– Yo esto lo hago por antonomasia.

– Remar y pedalear al mismo tiempo-dijo ella-. Chico, no veas qué maravilla para mi desgastado cráneo.

– Esto es un drama extraordinaire.

– Yo sólo quiero un nuevo corte de pelo. -Ya lo tienes, prenda.

Ella siempre había vivido en pisos. Aquélla era una casa en el bosque, a la orilla de la bahía, una casa que se impregnaba de la climatología reinante, de los cambios frecuentes de temperatura. Oía ruidos a lo largo de toda la noche. En el tejado y en la bodega vivían animalillos. Había murciélagos en la chimenea, que no se usaba. En la cama, acurrucada bajo las mantas y el edredón, no distinguía entre el sonido del viento y la lluvia, entre murciélagos y ardillas, entre la lluvia y los murciélagos. Se oían crujidos de madera de barco por todas partes, y el siseo de la leña carbonizada en el hogar, a veces algún chasquido, nunca el silencio. Cuando entraba la niebla desde la bahía parecía dar a entender un cambio elemental en el estado de la información. La humedad, con el mal tiempo, calaba hasta los huesos. Las aves se estampaban contra las inmensas cristaleras de los ventanales, pues veían el bosque en ellas, y quedaban sin sentido, o muertas.

Vieron a Ethan bajar del bote y arrastrarlo a la playa de guijarros, a salvo de la marea alta. Subió por los peldaños improvisados y por el sendero serpenteante, desapareciendo una o dos veces entre los árboles, para emerger cabizbajo. Pammy entró a buscar una camisa.

3

Lyle veía la televisión sentado muy cerca, con el mando en la mano. Rondaba la medianoche cuando recibió una llamada de J. Kinnear. Se imaginó a Kinnear mirando por la ventana mientras le hablaba, mirando el patio oscurecido.

– ¿Dónde estarás el martes a las once y media de la noche?

– Esto empieza a ir deprisa.

– Si yo fuera un oficial del servicio de inteligencia que tuviera que someterte a un período de prueba previo al reclutamiento, sentiría la inclinación de hacer las cosas muy despacio. Me sentiría inclinado, creo, a dejar que descubrieses tú mismo los límites de tu implicación, pero a un ritmo mucho más razonable.

– Hasta dónde estoy dispuesto a ir.

– Exacto.

– MÍ potencial clandestino.

– Preséntate en el juzgado de guardia, en Centre Síreet. Quizás quiera que conozcas a alguien.

– ¿Alguna idea de cómo puedo localizar a Rosemary?

– Ni la más remota -dijo J.

Dos días más tarde, después de la hora del cierre, vio el Volkswagen verde doblar la esquina y entrar por Wall Street desde Broadway. Marina se detuvo y él subió al coche. Condujo hasta llegar a la casa de madera gris. Kinnear estaba sentado en el porche de atrás, con las piernas cruzadas, escribiendo en un cuaderno. Desde el porche Lyle volvió la vista en busca de Marina, viéndola a través de una serie de umbrales, mientras ella pasaba la entrada del sótano, cerca de la entrada principal de la casa, al parecer conversando con alguien. Kinnear se acercó a Lyle y lo sujetó por el brazo a la vez que se estrechaban la mano y le lanzaba su rápido guiño, un gesto que decía «confianza, solidaridad, decisión». -Lyle con su ropa de trabajo. -Y su mejor corbata. -Ropa de trabajo a lo grande. -Se le olvidaron los Cheerios. El recuerdo titiló en los ojos de J. -Mmm… sí, si, así es, qué desastre, los Cheerios. Me echó a perder dos desayunos seguidos.

J. regresó a su silla, arrastrando en la mano derecha la sensación del reciente apretón de manos, y Lyle se sentó en las escaleras del porche. -¿Qué tal estás?

– Creemos que se han infiltrado entre nosotros. En consecuencia, se está distribuyendo cierta desinformación. A veces las cosas se complican. -¿Desinformación? ¿Y eso qué es? -Un término que emplean los servicios de inteligencia. El sentido está suficientemente claro, ¿no? -Información verosímil, pero errónea. -Y bien -dijo Kinnear-, hay un ligero sabor a meados de gato en el aire. Ambigüedad, confusión, desinformación. ¿Y ahora, qué?

– ¿Tú encabezas este grupo, o lo que sea?

– Ni lo confirmo ni lo niego. Sí y no. Pero no me atribuyas esas palabras. Soy un poco jesuita, Lyle. Los jesuitas saben cómo hacerse a codazos con el mejor sitio. Nunca se despiden pegándote un tiro.

– No se te informó del primer intento.

– Sí, bueno, claro, la intervención de los hermani-tos nos ha caído encima con una medida considerable del celo y las pretensiones de superioridad moral que se suelen dar en estos casos. Pero no pasa nada, eso en el fondo está perfectamente bien. No tenemos un folleto, no publicamos un informe anual de nuestras actividades. En cualquier caso, se supone que no tenias que saber lo de la infiltración. Pero quiero contar con toda tu confianza, Lyle. Con toda franqueza, hasta es muy posible que la necesite. Llevo ya bastantes años viviendo no ya bajo el puente, sino en las rendijas mismas de la acera, y así uno termina por confiarse por entero incluso a un desconocido, o se desvive por ganarse su confianza, ésa es una de las cosas que pasan. Uno alberga sentimientos complejos hacia su propia gente. Cuando alguien entra en la célula, joder, es que ni siquiera te imaginas con qué rapidez tiende uno a olvidar toda esa solidaridad de clan que lleva años construyendo con todo mimo. Se da por sentado que ese alguien, hombre o mujer o pájaro, aportará nombres y sitios. Las cosas cambian, puede que sea por los avances en las comunicaciones, no lo sé, pero a día de hoy no hay más que una sola red terrorista y un solo aparato policial. Lo malo es que a veces se solapan.

Kinnear se acercó hasta los peldaños y adelantó las manos hacia la cara de Lyle, enmarcándola. Recitó un número de teléfono, diciéndolo con exagerada claridad. Pidió a Lyie que lo memorizase y le instruyó que sólo lo marcase cuando el, J., se lo indicara específicamente. Volvió entonces a la silla y dio rienda suelta a sus aprensiones con una sonrisa pastueña. Era vulnerable, y lo era de esa manera especial, propia de los hombres que aún habitan la estructura física y hacen gran despliegue de todas las peculiaridades propias de cuando tenían veintitantos años, una edad de relativa inocencia. J. no tenía mayores dificultades en mantenerse esbelto, o ligero de pies, y ésos seguían siendo aún signos, sin embargo, de una calidez ansiosa y candida que asomaba a sus ojos. Su sinceridad era no obstante cruel, indicio de alguna deficiencia esencial en el hombre en sí, de su incapacidad de entender el engaño, quizás, o cualquier cosa que no fuese el engaño.

– Alguien como Vilar -dijo Lyle- sería un ejemplo, entiendo yo, de una de las redes.

Ésa era la tarde en que supuestamente debía presentarse en el juzgado de guardia para conocer a un amigo o socio o contacto de Kinnear. Le pareció que no sería muy «profesional» comentarlo, a menos que J. lo hiciera.

– Vilar… Buen ejemplo. Un hombre, según se cuenta, que está en busca y captura en x países. Vinculado, según afirman, con grupos separatistas de uno, con exilados en otro, con nacionalistas, guerrilleros, extremistas, izquierdistas, escuadrones de la muerte, dondequiera que estén. Espero que por su propio bien no tenga doble célula. Eso sí, es un pelín picajoso y muy excitable.

– ¿Y qué me dices de alguien como George? Te lo pregunto como si fuera yo un George. ¿Cómo se implicó George exactamente?

– A ver. George se implicó como sigue. Utilizábamos a Rosemary como correo. Entonces era azafata, volaba de Nueva York a San Francisco y de Nueva York a Munich, me parece. Es más seguro y es obviamente más barato emplear a la tripulación, en vez de contar con pasajeros regulares. Fuera como fuese, ella y George Sedbauer se conocieron en alguna parte, y él poco a poco fue formando parte más o menos de las cosas. Yo no diría que ella llegara a reclutarlo. No fue algo que obedeciera a un cuidadoso diagrama. Él le dijo que estaba endeudado. Ella lo trajo a nosotros. Le prometimos dinero, que nunca le llegamos a facilitar y que él sólo reclamó con la boca chica, sin demasiada convicción. Supongo que disfrutó con todas aquellas fotocopias que hizo.

– Pero puso la frontera en lo de las bombas.

– A George lo llaman por megafonía -dijo Kinnear-. Se acerca al mostrador y ve a Vilar. Es un día bastante tranquilo, sin ajetreo, de modo que George toma una chapa de identificación de visitante, que Vilar se cuelga del bolsillo de la chaqueta, y pasan por delante de los guardias de seguridad para llegar al parqué, a la Bolsa en sí. Traban conversación. George se pone suspicaz. ¿Qué me está contando este tipo? Siguen hablando. George ve la luz. Ese tipo quiere dejar explosivos, una batería y un temporizador programado en algún punto capital de la Bolsa. No es que Vilar se lo haya dicho con todas las letras, pero George se acaba de percatar, por fin lo capta. No cabe la menor duda de que abortará el intento. Acto seguido, se aleja de Vilar, quien va tras sus pasos. Se pelean. Vilar saca un arma y dispara. Alcanza a George una sola vez en los pulmones. ¿O fueron dos disparos?

– Buena pregunta.

– Si no -dijo Kinnear-, George recibió aquel día dos visitas en el parqué. Había un segundo francotirador. Fue una bala, o dos, disparada o disparadas por ese otro hombre, la que mató a George. No sólo eso, sino que también llegó a la calle. Si mal no recuerdo, los primeros informes hablaron de una persecución por las calles.

– Cierto.

– Y durante un tiempo la policía tuvo problemas con la identificación del asesino.

– Igual de cierto.

– El segundo francotirador era Luis Ramírez. No sólo llegó a la calle, sino que escapó indemne. ¿Quién es Ramírez exactamente? Digamos que es una figura harto oscura, que pasó algún tiempo en Oriente Medio y en Argentina, presumiblemente colaborando con los movimientos locales, es posible que aprovechando para aprender cosas que luego le serán de gran utilidad. Digamos que fue un programa de intercambio. En lo sucesivo será conocido como un experto en falsificar pasaportes. También es el cuñado de Vilar. Cualquier investigación pondrá de relieve la ineficacia policial de costumbre. Mostrará en concreto que la bala que acabó con la vida de George salió de una Mauser automática de siete punto seis cinco milímetros, no de una pistola de juez de atletismo, que es lo que encontraron en el lugar del crimen.

Kinnear tachó uno o dos renglones del cuaderno que tenía delante. A Lyle le apetecía beber algo frío. Se moría de ganas de tomar algo frío ya desde que salió de la Bolsa. Kinnear aún tachó alguna otra cosa, esta vez con un garabato.

– Si no -dijo-, George deambula por el parqué. En uno de los bolsillos lleva un explosivo en miniatura que incluye un detonador y un receptor. Lo ha adquirido con la ayuda y con el ánimo de su amante, Marina Ramírez, y en realidad no es mayor que una pletina de las que contienen seis cuchillas de afeitar. El plan es sencillísimo. Se trata de dejar el artilugio en uno de los casilleros de mensajes que hay en las cabinas. Salir como si tal cosa por la puerta principal de Wall, 11. Subir al Volkswagen, que está esperando. Conduce Marina hasta un punto situado a menos de un kilómetro. Desde allí, se activa el artilugio con una señal de radio que emite un transmisor. Explosión, muerte, caos. Lo que en realidad sucede es que a George lo ha seguido hasta el parqué Rafael Vilar, un hombre al que George ha visto en v-varios lugares, quizás medía docena de veces. Es una especie de figura marginal, a la que vio por última vez en Lake Placid, donde pasó todo un fin de semana jadeando en pos de Rosemary Moore. Resulta que Vilar es un agente de la policía. Mejor aún, es un extremista arrepentido. Como es natural, aborta el intento de atentado. El resto más o menos lo conoces. Una lucha. Un disparo, o dos. George muere. Vilar es retenido temporalmente, custodiado en un esfuerzo por salvaguardar la integridad del papel que ha representado, antes de jubilarse al norte de la frontera. Hay que reconocer que éste es el planteamiento más frágil. De entrada, los motivos de George nos resultan desconocidos. Hemos de asumir que Marina es la fuerza que lo motiva. Su pasión por Marina, etcétera, es la que lo lleva a someterse. Rosemary se lo ha pasado a Marina, ya ves qué cosas. Una especie de promoción, con todas las responsabilidades y riesgos concurrentes.

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