¿Llegaría a nacer el niño? Albinus recorría en todas direcciones la galería encalada y esmaltada de blanco, en cuyo extremo, al final de unas escaleras, estaba aquella palmera de pesadilla. Odiaba la palmera; odiaba la desesperante blancura del lugar y las nurses del hospital, de rojos carrillos y cofias blancas, que, deslizándose, trataban de sacarle de allí. Por último, el cirujano asistente apareció y dijo tétricamente:
—Bueno, se acabó todo.
Los ojos de Albinus vislumbraron como una oscura y fina lluvia, igual a la de una película muy antigua (una del año 1910 que representaba una animada y espasmódica procesión funeraria, las piernas de cuyos componentes se movían con excesiva rapidez). Entró en la habitación. Elisabeth había dado felizmente a luz una niña.
Al principio, ésta ofrecía el aspecto rojo y arrugado de un balón de juguete en decadencia. Sin embargo, su cara no tardó en rellenarse, y, doce meses más tarde, empezó a hablar. A la edad de ocho años era mucho menos expresiva, pues había heredado la naturaleza reservada de su madre. Su alegría era también, como la de Elisabeth, singularmente discreta.
Y a través de todos estos años, Albinus permaneció fiel, mientras la dualidad de sus sentimientos le intrigaba lo indecible. Sabía que amaba a su esposa sincera, tiernamente —tanto, en realidad, como fuese capaz de amar cualquier ser humano—, y se mostraba con ella absolutamente franco en todo, salvo en lo concerniente a aquel absurdo reconcomio, aquel sueño, aquella lascivia que estaba practicando una grieta en su vida. Elisabeth leía todas sus cartas, las que recibía y las que él redactaba; le gustaba conocer los detalles de sus negocios, en especial los vinculados a su comercio de viejos y sombríos cuadros. Habían hecno algunos viajes encantadores al extranjero y pasado muchas veladas bellamente apacibles en su hogar, ocasiones éstas en que ambos se sentaban en el balcón, dominando desde la altura las calles azules, con sus cables y chimeneas dibujados en tinta china sobre el crepúsculo. Albinus concluyó que era feliz, que esta felicidad excedía sus merecimientos.
Una noche (siete días antes de la charla acerca de Axel Rex), Albinus advirtió, al dirigirse a un café donde había concertado una cita de negocios, que su reloj había enloquecido (por lo demás, no era aquélla la primera vez que ocurría) y que contaba con toda una hora, dádiva que usar de una u otra forma. Por supuesto, era absurdo regresar a casa, al otro extremo de la ciudad; tampoco se sentía con ganas para sentarse y esperar. Caminando sin rumbo llegó a un pequeño cinema, cuyas luces proyectaban un resplandor escarlata sobre la nieve. Dirigió una mirada al cartel, que mostraba un hombre contemplando una ventana en la que aparecía una niña en camisa de dormir, y, después de un titubeo, compró una entrada.
Apenas se había internado en la oscuridad de terciopelo cuando el haz de luz oval de una linterna eléctrica brilló en dirección a él (como suele ocurrir), y no menos suave y ligeramente le condujo a lo largo del fosco pasillo, extendido en suave desnivel. En el momento en que la luz lamió el boleto que llevaba en la mano, Albinus distinguió vagamente la inclinada cara de la muchacha, y luego, al acomodarse, su figura tenue y la serena ligereza de sus movimientos desapasionados. Al alejarse la luz, casualmente iluminado por esta, captó el límpido brillo de un ojo de la muchacha y el perfil difuminado de una mejilla, que parecía pintada por un gran artista, contra un rico segundo plano oscuro. No había nada fuera de lo corriente en todo esto; cosas por el estilo le habían ocurrido con anterioridad, y le constaba que no era juicioso esperar nada de ellas. Ella se alejó, perdiéndose en la oscuridad, y él se sintió de pronto aburrido y triste. Había entrado al final de la película: una joven reculaba por entre muebles derribados ante un hombre enmascarado que la seguía con una pistola. No tenía ningún interés en observar hechos que le eran incomprensibles.
En el entreacto, no bien fueron encendidas las luces, la advirtió de nuevo: se hallaba en pie, en la entrada, junto a la horrible cortina púrpura que acababa de correr a un lado; los que salían se mezclaban a lo lejos. Ella mantenía una mano en el bolsillo de su corto delantal bordado, y su bata negra se adhería muy tensa a sus brazos y senos. Albinus la miró a la cara, casi asustado. Era una cara pálida, sombría, dolorosamente bella. Pensó que podía tener alrededor de dieciocho años.
Luego, vacío ya casi el local y cuando nuevos espectadores empezaron a repartirse a lo largo de las filas de butacas, la muchacha fue de un lado a otro, algunas veces muy próxima a él; pero Albinus volvió la cabeza porque le hería mirarla y porque no dejaba de pensar en las muchas veces que la belleza —o lo que él llamaba belleza— había pasado junto a él, desvaneciéndose.
Durante otra media hora estuvo sentado en la oscuridad, sus prominentes ojos fijos en la pantalla. Luego se levantó y remontó el pasillo. Ella apartó la cortina a su paso, produciendo un leve repique de argollas de madera.
«De todos modos, volveré otra vez», pensó Albinus en su desventura.
Creyó ver que los labios de la muchacha se fruncían un poco antes de dejar caer la cortina.
Se encontró en un charco de sangre roja; la nieve se estaba fundiendo, la noche era húmeda y los rápidos colores de las luces callejeras corrían y se disolvían todos. «Argus», buen nombre aquél para un cine.
Tres días después no había logrado olvidar a la muchacha.
Al entrar de nuevo en el local se sintió ridículamente excitado. Todo ocurrió exactamente como la primera vez: la resbaladiza luz de la linterna, los ojos selénicos, el rápido recorrido en la oscuridad, el lindo movimiento de su brazo de negras mangas al correr a un lado la cortina. «Cualquier hombre normal sabría qué hacer», pensó Albinus. Un coche corría calle abajo, con metálicas sacudidas.
Al marcharse trató de buscar su mirada, pero no tuvo éxito. Caía un firme aguacero y el asfalto desprendía un resplandor carmesí.
De no haber ido allí aquella segunda vez, acaso hubiera podido olvidar esta aventura fantasmagórica, pero era ya demasiado tarde. Acudió una tercera vez, firmemente resuelto a sonreír a la muchacha —y ¡qué desesperado intento hubiera sido aquél, de haberlo llegado a realizar!— Pero su corazón batió de tal forma que perdió su oportunidad.
Y al día siguiente cenó con Paul, discutieron el asunto de Rex, la pequeña Irma engulló su crema de chocolate y Elisabeth formuló sus preguntas habituales.
—¡Qué! ¿Estás en la luna? —preguntó él, tratando más tarde de compensar esta falta de amabilidad con una risita retrasada.
Después de la cena se sentó al lado de su esposa en el amplio sofá y le dispensó menudos besos mientras ella miraba vestidos y cosas en una revista femenina. De una forma opaca se dijo a sí mismo:
«¡Qué diantres! Soy feliz. ¿Qué más quiero? Esa criatura deslizándose en la oscuridad... Como para estrujar su hermosa garganta. En fin, de todas formas está muerta, porque no volveré más allí.»
3
Se llamaba Margot Peters. Su padre, portero de una casa, había quedado muy mal a raíz de la explosión de una bomba. Su cabeza gris temblaba sin cesar en confirmación de agravio y congoja. Su madre, joven todavía, estaba también bastante estropeada; era una mujer grosera e insensible cuya roja palma no se levantaba sino para dar golpes. Su cabeza aparecía por lo general envuelta en un pañuelo para proteger el cabello del polvo, durante el trabajo, pero después de su gran limpieza del sábado, en la que se ayudaba con un aspirador ingeniosamente conectado al montacargas, se vestía e iba de visitas. Esta mujer no tenía simpatías entre los vecinos debido a su insolencia y a su forma grosera de ordenar a la gente que se limpiara los pies en el felpudo. La escalera era el mayor ídolo de su existencia, no como símbolo de gloriosa ascensión, sino como algo que debía mantenerse amorosamente pulido, de forma que su peor pesadilla (cuando tomaba una dosis excesiva de patatas y sauerkraut) era ver un tramo manchado por el negro rastro de una bota, a derecha e izquierda. Una pobre mujer, en realidad, a la que no había que hacer objeto de burla.
Otto, el hermano de Margot, tenía tres años más que ella. Trabajaba en una fábrica de bicicletas, aborrecía el tímido republicanismo de su padre, surgía en las discusiones políticas de la taberna del barrio y descargaba su puño contra la mesa, para declarar:
—Lo primero que tiene que tener un hombre es la barriga llena.
Era su principio básico, muy sano por cierto.
De niña, Margot fue a la escuela, y allí le tiraron de las orejas con menos frecuencia que en su casa. El movimiento instintivo de una gata es un suave y repentino salto que suele repetirse en serie; el de ella era alzar rápidamente el codo para protegerse el rostro. A pesar de ello, creció y convirtióse en una muchacha brillante y vivaz. Cuando no contaba más que ocho años, se unía con auténtica afición a los ensordecedores y denodados partidos de fútbol que los escolares organizaban en mitad de la calle, valiéndose de una pelota de goma del tamaño de una naranja. A los diez, aprendió a montar en la bicicleta de su hermano. Con los brazos desnudos y sus negras trenzas al aire, recorría la calle en ambas direcciones como un rayo, deteniéndose luego, pensativa, con un pie apoyado en el bordillo. Al cumplir los doce, se tornó menos estrepitosa. Nada le causaba entonces más placer que quedarse en la puerta, charlando a media voz con la hija del carbonero, intercambiando opiniones sobre las mujeres que visitaban a uno de los inquilinos y haciendo comentarios sobre los sombreros que pasaban ante ellas. Una vez encontró en la escalera una vieja bolsa de mano que contenía una pequeña pastilla de jabón de almendra con un delgado y curvo pelo adherido a ella, y media docena de fotos muy raras. En otra ocasión, el muchacho pelirrojo que siempre solía echársele encima cuando jugaba, la besó en la nuca. Más tarde, una noche, tuvo un ataque de histeria, por lo cual recibió un concienzudo baño de agua fría seguido de una buena azotaina.
Transcurrido un año era notablemente bonita, llevaba una corta bata roja y vivía loca por las películas. Más tarde recordó este período de su vida con un sentimiento de opresion: las noches livianas, calmas, apacibles. El sonido de las tiendas a la hora del cierre; su padre, sentado a horcajadas en una silla, a la puerta de la casa, fumando su pipa y sacudiendo la cabeza; su madre, plantada en jarras; la planta de lilas que se doblaba sobre la baranda; Frau Von Brock volviendo a casa, con sus compras en una bolsa de cuerdas de color verde; Martha, la criada, esperando cruzar la calle con el galgo y los dos terriers de pelo erizado... Anochecía más. Su hermano regresaba con un par de fornidos compañeros que la rodeaban y se le echaban encima, pellizcándole los brazos desnudos. Los ojos de uno de ellos se parecían a los de Veidt, el actor de cine. La calle, con los últimos pisos de sus casas bañados aún en una luz amarilla, se quedaba muy silenciosa. Tan sólo, del otro lado, llegaban, audibles, las risotadas y los porrazos de dos calvos que jugaban a las cartas, sentados en un balcón.
Cuando apenas había cumplido los dieciséis años hizo amistad con la muchacha que despachaba tras el mostrador de una pequeña papelería de la esquina. La hermana menor de aquella muchacha ganaba ya un buen sueldo trabajando como modelo de un artista. Por tanto, Margot soñó en llegar a modelo, y, luego, actriz de cine. Esta transición se le antojaba una cosa de lo más simple: allí estaba el cielo esperando su estrella. Aproximadamente en la misma época aprendió a bailar, y, de vez el cuando, asistía con su amiga al baile «El Paraíso», donde hombres maduros le hicieron proposiciones extremadamente francas, al son del bombo y los platillos del jazz band.
Un día, mientras esperaba en una calle, se le acercó un tipo montado en una motocicleta roja a quien ya había visto una o dos veces, para sugerirle que dieran un paseo. El motorista tenía el cabello blondo, peinado hacia atrás, y la camisa muy arrugada en la espalda, llena aún del aire que había tomado en su carrera. Margot sonrió, montó detrás de él, se compuso la falda y un minuto más tarde viajaban a una velocidad terrorífica, mientras la corbata del chico volaba ante su cara. Su galán la llevó fuera de la ciudad y allí se detuvo. Era un atardecer soleado, y un pequeño grupo de libélulas hendía el aire. Todo estaba tranquilo, con la quietud del pino y del brezo. Se sentaron juntos, al borde de una zanja, y él refirió cómo el año anterior se había plantado en España así, por las buenas. Luego, pasándole el brazo por los hombros, la abrazó, empezando a manosearla y a besarla, todo tan violentamente que la incomodidad que sentía al principio se tornó aturdimiento. Se liberó de él y empezó a gritar.
—Puedes besarme —sollozó—, pero no de esa forma, por favor.
El joven se encogió de hombros, puso en marcha su máquina, la hizo rodar, saltó sobre ella y desapareció tras una serie de estallidos, dejándola sola, sentada sobre un poste miliar. Tuvo que volver a casa a pie. Otto, que la había visto marchar, le descargó un puño sobre el cuello, y luego la pateó habilidosamente, de forma que fue a caer, hiriéndose, contra la máquina de coser.
El invierno siguiente, la hermana de la dependienta la presentó a Frau Levandovsky, una mujer de edad y buenas proporciones, dotada de gentiles maneras, bien que afeadas por un cierto olor de boca y un antojo color púrpura grande como una mano, que le cubría la mejilla, cosa que, explicaba, se debía a que su madre se asustó por un incendio poco antes de dar a luz. Margot se trasladó a casa de la Levandovsky, instalándose en un pequeño cuarto destinado a la servidumbre. Sus padres se mostraron contentos de sacársela de encima, tanto más así, cuanto creían que cualquier trabajo quedaba santificado por el dinero que aportaba al hogar; y, afortunadamente, su hermano, que vivía tan sólo para hablar en términos amenazadores de los capitalistas que compraban a las hijas de los pobres, se hallaba fuera por una temporada, trabajando en Breslau.
Primero, Margot posó en el aula de una escuela de muchachas; más tarde, en un estudio de verdad, donde la dibujaban no tan sólo mujeres, sino hombres también, la mayoría de ellos muy jóvenes. Se sentaba sobre una pequeña estera, con su suave pelo lindamente cortado, completamente desnuda, sentada sobre sus pies, apoyada sobre su brazo hendido por venas azules, con su esbelta espalda (que desprendía un vivo resplandor entre los bonitos hombros, uno de los cuales estaba levantado hacia su brillante mejilla) inclinada hacia delante en actitud de ávido aburrimiento. Miraba de soslayo a los estudiantes alzar y bajar los ojos, y escuchaba el leve rasgueo de los lápices carbón, que rechinaban al ensombrecer esta o aquella curva. Impulsada por su hastío indecible, eligió al hombre más guapo para lanzarle una líquida mirada oscura, cuando quiera que él, separados los labios, alzaba el rostro, frunciendo el entrecejo al comparar los objetos de su trabajo. Nunca consiguió alterar su tono de atención, y esto la vejaba. Antes, al imaginarse a sí misma posando en aquella forma, había imaginado que sería algo muy apasionante. Pero todo lo que ocurría era que se ponía rígida. Para divertirse, se maquilló la cara antes de posar, pintó su seca boca ardiente, ensombreció sus párpados, aunque en rigor estaban ya bastante ensombrecidos, e incluso, en una ocasión, se dio un toquecito en los pezones con su lápiz de labios. A causa de ello recibió una buena reprimenda de la Levandovsky.