Risa en la oscuridad - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


De esta forma transcurrían los días, y Margot no albergaba más que una vaga idea de lo que deseaba hacer, aunque perdurase siempre aquella visión de sí misma como belleza de la pantalla, cubierta de exuberantes pieles y aguardaba a la puerta por un lujoso automóvil con un portero bajo un paraguas gigantesco. Estaba aún preguntándose cómo saltar a aquel mundo de brillo y diamantes directamente, desde la desvaída alfombra del estudio, cuando Frau Levandovsky le habló por primera vez de un joven de provincias, enfermo de amor.

—No puede estar usted sin novio —declaró complacientemente la dama mientras bebía su café—. Es usted una muchacha demasiado vital para no necesitar un compañero, y este modesto joven está deseoso de hallar un alma pura en esta ciudad de maldades.

Margot retenía en un regazo al grueso perro bassetde la Levandovsky. Alzó las suaves y sedosas orejas del animal a fin de hacer que se encontraran por encima de la dulce cabecita (las orejas, en su interior, semejaban papel secante de color rosa oscuro, muy usado), y contestó sin levantar la mirada:

—¡Oh!, aún no hay necesidad de eso. Tengo dieciséis años, ¿sabe usted? Y ¿para qué me va a servir? ¿Conduce eso a algún sitio? Conozco a esos tipos.

—Es usted tonta —dijo Frau Levandovsky apaciblemente—. No le estoy hablando de ningún bribón, sino de un caballero generoso que la vio a usted en la calle y desde entonces ha estado soñando con usted.

—Algún viejo achacoso, me imagino —dijo Margot besando al animal.

—Tonta —repitió Frau Levandovsky—. Tiene treinta años, va rasurado, es distinguido, lleva una corbata de seda y fuma en boquilla de oro.

—Vamos, vamos a dar un paseo —dijo Margot al perro.

Y el bassetsaltó de su regazo al suelo, con un «plop», y se fue zanqueando a lo largo del pasillo.

Pero el hombre a quien se refiriera la Levandovsky era cualquier cosa menos un tímido joven de provincias. Había entrado en contacto con la dama a través de dos afables viajantes de comercio con quienes había jugado al póquer, en el tren de enlace marítimo durante todo el trayecto desde Bremen a Berlín. En principio, nada se dijo en cuanto a precios: la procuradora se había limitado a enseñarle una fotografía de una muchacha sonriente, de ojos iluminados por el sol y un motivo canino en sus brazos, y Miller (pues tal era el nombre que dio,) limitóse a asentir con un movimiento de cabeza. El día que habían fijado para la cita, la Levandovsky compró unos pasteles e hizo mucho café. De forma muy astuta, aconsejó a Margot que se pusiera su vieja bata roja. Hacia las seis sonó el timbre.

«No corro ningún riesgo —pensó Margot—, ninguno. Si no me gusta, se lo diré a ella llanamente, y si es al revés, me tomaré tiempo para decidir.»

Desgraciadamente, no era cosa tan simple el decidir qué hacer con Miller. En primer lugar, tenía una cara sorprendente. Su cabello, negro y deslustrado, peinado hacia atrás de cualquier manera, largo y con un extraño aspecto de sequedad, no era, por cierto, una peluca, pero lo parecía de una forma extraordinaria. Sus mejillas, que parecían hundidas a causa de aquellos pómulos tan protuberantes, eran de piel opacamente blanca, como si estuviera cubierta de una delgada capa de polvo. Sus ojos, agudos y parpadeantes, y aquellas graciosas aletas nasales de tres lados que le nacían pensar a uno en un lince, no estaban quietos un solo momento. No podía decirse lo mismo de la mitad inferior de su cara, surcada por dos grietas inmóviles en las comisuras de los labios. Su atuendo resultaba algo extranjero; por ejemplo, lo era aquella camisa tan azul, su corbata brillante del mismo color y el traje azul marino de enormes pantalones. Era alto y delgado, y sus cuadrados hombros se movían espléndidamente cuando sorteaba el afelpado mobiliario de Frau Levandovsky. Margot se había hecho una imagen completamente distinta de él, y ahora se encontraba allí, sentada, con los brazos prietamente cruzados y sintiéndose bastante chasqueada e infeliz, mientras que Miller se la comía con los ojos a sus anchas. Con voz ronca le preguntó su nombre. Ella se lo dijo.

—Pues yo soy el pequeño Axel —dijo, emitiendo una risa breve.

Y volviendo bruscamente la cabeza reemprendió su conversación con Frau Levandovsky. Hablaron con tranquilidad sobre diferentes aspectos de Berlín, y él se mostró burlonamente cortés con su anfitriona.

De pronto se sumió en un silencio, encendió un cigarrillo y, desprendiendo una mota del papel de fumar que se había adherido a su labio, grueso, y muy rojo (¿dónde estaba su boquilla de oro?), dijo:

—Tengo una idea, querida señora. Hay aquí en Berlín, un quiosco donde tocan música de Wagner; estoy seguro de que le ha de gustar; Así que póngase su sombrero y vaya. Tome un taxi; yo se lo pago.

Frau Levandovsky le dio las gracias, pero replicó, con cierta dignidad, que prefería quedarse en casa.

—¿Puedo hablar un momento a solas con usted? —preguntó Miller, obviamente molesto, mientras se levantaba de su silla.

—Tome un poco más de café —sugirió la dama con frialdad.

Miller, fastidiado, volvió a sentarse. Sonrió y, con un nuevo y simpático ataque, se embarcó en una divertida historia relacionada con un amigo suyo, cantor de ópera, que, una vez, interpretando Lohengrin, hallábase un poco bebido y no logró coger el primer cisnea tiempo, y tuvo que esperar a que llegara el siguiente. Margot se mordió los labios y luego, de pronto, se inclinó hacia delante, abandonándose a los más pueriles accesos de risa. Frau Levandovsky se rió también, bamboleándose sus voluminosos senos suavemente.

«Está bien —pensó Miller—, si esa perra vieja quiere que haga el tonto enamorado, lo haré. Más concienzuda y felizmente de lo que supone, además. Y me vengaré...»

Por lo tanto, se presentó al día siguiente, y luego otra vez, y otra vez más. Frau Levandovsky, que había recibido tan sólo un pequeño anticipo y quería cobrar la suma entera, no perdía de vista a la pareja ni un momento. Pero algunas veces, cuando Margot sacaba al perro a pasear, a últimas horas de la tarde, Miller surgía, insospechadamente de la oscuridad y, colocándose junto a Margot, la acompañaba. Esto la azaraba tanto que, involuntariamente, apretaba el paso, olvidando al perro, que les seguía arrastrando tras de ellos su cuerpo cónico. Frau Levandovsky se enteró de estos encuentros secretos, y a partir de entonces sacó ella al perro.

Más de una semana transcurrió de esta forma. Miller resolvió actuar. Era absurdo pagar aquel enorme precio a la alcahueta cuando estaba a punto de obtener lo que quería sin necesidad de su ayuda. Una noche contó a las dos mujeres tres historietas, las más graciosas que ellas le habían escuchado, bebió tres tazas de café y, de pronto, acercándose a Frau Levandovsky, la tomó en volandas, se la llevó corriendo al lavabo la metió dentro, sacó la llave de la cerradura y cerró desde fuera. La pobre mujer estaba tan completamente aturdida al principio que durante por lo menos cinco segundos su boca no se abrió, pero, luego, ¡oh, cielos...!

—Recoge tus cosas y sigúeme —dijo él volviéndose a Margot, que permanecía en pie en mitad de la habitación oprimiéndose la cabeza con ambas manos.

Y Miller le gustó enormemente. ¡Había algo tan satisfaciente en la presión de sus manos, en el contacto de sus gruesos labios...! No hablaba mucho con ella, pero a menudo la sentaba en sus rodillas y se reía quedamente mientras rumiaba algo desconocido. Margot no pudo adivinar qué era lo que hacía en Berlín, ni su auténtica personalidad. Ni tampoco pudo averiguar en qué hotel se hospedaba; y cuando una vez trató de registrar sus bolsillos le dio un golpe tal en las manos, que Margot decidió hacerlo mejor en otra ocasión; pero él era cauto en exceso. Cada vez que se iba, ella temía que no regresase más; por lo demás, se sentía extraordinariamente feliz y deseaba que siempre estuvieran juntos. De vez en cuando, él le regalaba algo —unas medias de seda, una borla para los polvos— no excesivamente caro. Pero la llevaba a buenos restaurantes, al cine, y, al salir del cine, al café. Una vez, al quedarse ella sin aliento porque un famoso artista de cine estaba sentado dos mesas más allá, Miller dirigió al artista una mirada y cambió un saludo con él, lo cual hizo su asfixia más dulce aún.

Por su parte, a Miller le llegó a gustar tanto Margot que, a menudo, cuando estaba a punto de marcharse, lanzaba su sombrero en un rincón (dicho sea de paso, Margot había descubierto que su dueño estuvo en Nueva York) y decidía quedarse. Todo esto duró exactamente un mes. Luego él se levantó una mañana más temprano que de costumbre y dijo que tenía que marcharse. Margot le preguntó que por cuánto tiempo. Él, vistiendo aún su pijama púrpura, la miró y paseó por la habitación de un lado a otro, frotándose las manos como si se las lavara.

—Para siempre, creo —declaró de pronto, y empezó a vestirse sin mirarla.

Ella pensó que tal vez le gastaba una broma, apartó las ropas de la cama con una patadita, pues hacía mucho calor en la estancia, y volvió su cara a la pared.

—Es una pena que no tenga una foto tuya —dijo Miller mientras se estaba poniendo los pantalones.

Luego ella le oyó llenar y cerrar la pequeña maleta en que él guardaba las pequeñas cosas que traía al piso. Después de unos pocos minutos dijo:

—No te muevas, y no te vuelvas, tampoco.

Ella ni pestañeó. ¿Qué estaba haciendo? Cambió la posición de su desnudo hombro.

—No te muevas —repitió él.

Durante un par de minutos reinó un silencio sólo quebrado por un sonido chirriante que, en cierto modo, le resultaba familiar.

—Ya puedes mirar —dijo Miller.

Pero Margot se quedó inmóvil. Él se le acercó, le besó el oído y salió a toda prisa. El chasquido del beso se mantuvo vivo en su oreja durante un buen rato.

Se quedó en la cama durante todo el día. El no volvió más.

A la mañana siguiente le entregaron un telegrama de Bremen: «Habitaciones, pagada hasta julio. Adieu, dulce diablesa.»

—¡Cielo santo! ¿Cómo me las arreglaré sin él? —exclamó Margot a viva voz.

Se acercó a la ventana, la abrió de par en par y estuvo a punto de lanzarse abajo. Pero en aquel momento, un coche de los de bombero color rojo y oro remontaba la calle, jadeando sonoramente, para detenerse ante la casa de enfrente. Se congregó una muchedumbre; de la última ventana del edificio salía humo, como impulsado por un fuelle, y en el aire flotaban negros jirones de papel calcinado. El incendio la distrajo tanto que olvidó su intención.

Se había quedado con muy poco dinero. En su desesperación, fue a un baile, como hacen las damiselas abandonadas de las películas. Se le acercaron dos caballeros japoneses, y, como fuese que había tomado ya más cócteles de lo conveniente, aceptó pasar la noche con ellos. A la mañana siguiente, los caballeros japoneses le dieron tres cincuenta en calderilla y la echaron escaleras abajo. Margot se determinó a ser más astuta en el futuro.

Una noche, en un bar, un hombre gordo, que tenía una nariz semejante a una pera demasiado madura, puso su arrugada mano sobre su rodilla de seda y dijo vehementemente:

»—Encantado de verte de nuevo, Dora. ¿Recuerdas aún lo que nos divertimos el verano pasado?

Margot se rió y le indicó que estaba en un error. El viejo le preguntó con un suspiro qué quería tomar. Luego la llevó a casa y cuando aún estaban en su interior, se puso tan asqueroso que ella saltó fuera. El la siguió y le suplicó casi llorando que le dejara verla de nuevo. Margot le dio su número de teléfono. Cuando le hubo pagado la habitación hasta noviembre, dándole también dinero suficiente para comprarse un chaquetón de piel, le permitió que subiera a su habitación. El gordo fue un plácido compañero de cama que se quedaba dormido en cuanto dejaba de jadear. Una noche no asistió a la cita, y cuando ella se decidió a llamarlo a su oficina le dijeron que había muerto.

Vendió su chaquetón de pieles, y aquel dinero la mantuvo hasta la primavera. Dos días antes de esta transacción sintió un ardiente deseo de mostrarse ante sus padres en todo su esplendor, de forma que pasó por la casa en taxi. Era sábado y su madre estaba abrillantando el pomo de la puerta cochera. Cuando vio a su hija quedó paralizada de asombro.

—¡Pero mira, tú! —exclamó con mucho sentimiento.

Margot sonrió silenciosamente y volvió al taxi. Por la ventanilla trasera vio a su hermano salir corriendo de la casa. La persiguió barbotando algo, mientras agitaba su puño en alto.

Margot alquiló una habitación más barata. Medio desnuda, sus pequeños pies descalzos, solía sentarse al borde de la cama, en la oscuridad, y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Su patrona, una mujer simpática, le hacía una visita de vez en cuando y charlaba con ella cordialmente. Un día le dijo que una prima suya tenía un cine que marchaba muy bien; Margot miró en torno suyo buscando algo que empeñar: aquella puesta de sol, acaso.

«¿Y ahora qué hago?», pensó.

Una cruda mañana azul, hallándose plena de coraje, se maquilló dando a su rostro una expresión asombrosa, buscó una firma cinematográfica con nombre prometedor y logró obtener una cita para ver al director en su despacho. Resultó ser un hombre de edad, con su ojo derecho cubierto por un paño negro y un destello penetrante en el izquierdo. Margot empezó por garantizarle que había actuado anteriormente y con mucho éxito.

—¿En qué película? —preguntó el director mirando benévolamente la cara excitada de la muchacha.

Intrépida, mencionó una firma, una película. El hombre guardó silencio. Cerró su ojo izquierdo (de ser visible el otro, aquello hubiera sido un parpadeo) y dijo:

—Ha tenido usted suerte en dar conmigo. Otro, en mi lugar, hubiera podido sentirse tentado por su... hmm... juventud, para hacerle montones de lindas promesas. Bueno, ¿para qué contarle?, hubiera seguido usted el camino de todas, sin convertirse jamás en ese espectro de romance, al menos de la clase especial de romance que nosotros tratamos. Yo, como puede usted ver, ya no soy joven, y lo que yo no haya visto de la vida no vale la pena verse. Y por esa razón, me gustaría decirle algo, mi querida pequeña: no ha sido usted jamás actriz, ni lo será nunca, con toda probabilidad. Váyase a casa, piénselo de nuevo, hable usted con sus padres, si es que se habla usted con ellos, cosa que dudo...

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