Margot hizo resonar su guante contra el borde de la mesa, se puso en pie y salió con un recio taconeo, su rostro contraído por la ira. Otra compañía tenía sus oficinas en el mismo edificio, pero allí ni siquiera la dejaron entrar. Llena de ira, volvió a casa. Su patrona le hirvió dos huevos y le dio unas palmaditas en los hombros, mientras Margot comía con voracidad y cólera. Luego, la buena mujer trajo un poco de coñac y dos vasitos, los llenó con temblorosa mano, repuso el corcho en la botella cuidadosamente y la sacó de allí.
—Brindo por su buena suerte —dijo sentándose otra vez en la desvencijada mesa—. Todo saldrá bien, querida. Mañana veré a mi prima y le hablaré de usted.
La conversación fue un éxito completo. Al principio, a Margot le divertía su ocupación, aunque, por supuesto, era un poco humillante empezar su carrera cinematográfica de aquella forma. Tres días más tarde tenía la sensación de no haber hecho en su vida otra cosa que acompañar a sus asientos a gentes que andaban a tientas. Sin embargo, el sábado hubo un cambio de programa, y aquello la animó. Estuvo en pie en la oscuridad, apoyada contra la pared, y vio a Greta Garbo. Pero al cabo de poco estaba ya hasta la coronilla. Transcurrió otra semana. Un hombre que salía se detuvo un poco en la puerta y la miró con una expresión desesperada. Dos o tres noches después fue de nuevo. Vestía perfectamente y sus azules ojos la miraban hambrientos.
«No está nada mal el tipo —se dijo Margot—. Tal vez un poco desabrido.»
Cuando él regresó por cuarta o quinta vez —y no a causa de la película, porque era Ia misma—, Margot sintió una sacudida de agradable emoción.
¡Pero qué tímido era aquel individuo! Al marcharse a casa una noche, le advirtió en la otra acera.
Ella siguió caminando sin volverse, pero con el rabillo del ojo le espiaba, esperando que la siguiera. Pero no lo hizo; simplemente se esfumó. Luego, cuando su conquista volvió otra vez al «Argus», tenía un aspecto desmayado, morboso, muy interesante. Terminada su tarea, Margot salió de puntillas a la calle; se detuvo; abrió su paraguas. Allí estaba él, de pie, en la acera de enfrente. Ella cruzó calmosamente en aquella dirección. Pero cuando vio que se acercaba, él se puso a andar en el acto.
Albinus se sentía necio y enfermo. Sabía que la muchacha caminaba detrás, y por lo tanto temía andar demasiado rápido, no fuera que la perdiese. Pero, por otra parte, más bien le asustaba aminorar su paso, por miedo a que ella le alcanzase. En la encrucijada se vio obligado a detenerse mientras, uno tras otro, los coches cruzaban veloces ante él. Ella le dio alcance, pero, a punto de resbalar ante una furgoneta, se hizo atrás y chocó con él. Apretó fuerte su delgado codo, y cruzaron juntos.
Ahora empieza todo —pensó Albinus, amoldando torpemente su paso al de ella—. Nunca había caminado con una mujer tan pequeña.
—Está usted calado —dijo ella con una sonrisa.
Albinus le tomó el paraguas de la mano; ella se estrechó aún más contra él. Por un momento, Albinus temió que su corazón fuera a estallar, pero luego, de pronto, algo se relajó en él deliciosamente, como si hubiera cogido el ritmo de su éxtasis, aquel húmedo éxtasis que tamborileaba contra la tersa seda del paraguas. Sus palabras fluían ahora libremente, y él por primera vez disfrutaba a sus anchas.
Dejó de llover, pero ellos siguieron caminando bajo el paraguas. Cuando llegaron ante la puerta de Margot, Albinus cerró el húmedo, brillante y hermoso objeto, devolviéndoselo.
—No se vaya aún —rogó él. Mantenía una mano en el bolsillo, tratando de hacer saltar con el pulgar su anillo de casado—. No se vaya. —El anillo estaba ya fuera.
—Se hace tarde —dijo Margot—; mi tía se va a enfadar.
Él la sujetó por las muñecas y con la violencia de la timidez trató de besarla, pero ella se zafó y los labios de Albinus no encontraron otra cosa que su sombrerito de terciopelo.
—Déjeme marchar —murmuró ella con la cabeza baja—. Sabe usted que no debía haber hecho eso.
—Pero no se vaya; no tengo a nadie en el mundo sino a usted.
—No puedo, no puedo —contestó ella y, dando la vuelta a la llave en la cerradura, empujó la gran puerta con su pequeño hombro.
—La esperaré de nuevo mañana —dijo Albinus.
Ella le sonrió desde detrás de la vidriera y luego recorrió el oscuro corredor hacia el patio trasero.
Albinus respiró hondo, se palpó los bolsillos buscando su pañuelo, se sonó la nariz, abotonó y desabotonó cuidadosamente su sobretodo, notando lo liviana y desnuda que sentía su mano, y apresuradamente se puso el anillo aún caliente.
4
En su casa nada había cambiado, y esto le pareció notable. Elisabeth, Irma y Paul pertenecían, por así decirlo, a otro mundo, límpido y tranquilo, como los segundos términos de los antiguos maestros italianos. Paul, después de trabajar todo el día en su oficina, gustaba de pasar una velada apacible en casa de su hermana. Sentía un profundo respeto po Albinus, por su cultura y gusto, por las bellas cosas que le rodeaban, por el Gobelino verde espinaca del comedor, representando una cacería en el bosque.
Cuando Albinus abrió la puerta de su piso tuvo como un extraño ahogo en la base del estómago, al pensar que dentro de un momento vería a su esposa. ¿Leería ella su perfidia en el rostro? Aquel paseo bajo la lluvia había sido una traición; todo lo ocurrido anteriormente era tan sólo ideas y sueños. Pero sus actos podían haber sido desdichadamente vistos y referidos. ¿Olería Elisabeth, acaso, la dulce esencia barata que usaba Margot? Al entrar en el vestíbulo urdió rápidamente en su cerebro una historia que podía serle útil. La historia de una joven artista, de su pobreza y talento y de cómo él trataba de ayudarla. Pero nada había cambiado. Ni la blanca puerta tras la cual dormía su hija, al final del pasillo, ni el vasto sobretodo de su cuñado, que pendía de su colgador (un colgador especial cubierto de seda roja), la casa seguía tan tranquila y respetablemente como siempre.
Entró en la sala. Allí estaban: Elisabeth, con su traje de tweed; Paul, fumando su cigarro puro, y una anciana dama, amiga de la casa, una baronesa viuda que se había arruinado con la inflación y que ahora regentaba un pequeño negocio de alfombras y cuadros. Poco importaba lo que discutieran; el ritmo de la vida cotidiana era tan sosegado que sintió un espasmo de gozo: no le habían descubierto.
Y más tarde, tendido al lado de su esposa en el dormitorio tenuemente alumbrado, con su mobiliario sedante, contemplando, como de costumbre, parte del aparato de calefacción central (pintado en blanco) que se reflejaba en el espejo, Albinus se maravilló de su doble naturaleza: su afecto por Elisabeth estaba perfectamente seguro, perfectamente íntegro; pero, al mismo tiempo, en su cerebro ardía el pensamiento de que al día siguiente, cuando más tarde... Sí, sin duda al día siguiente.
Pero no resultó tan fácil. En su siguiente encuentro, Margot ideó hábilmente evitar que Ie hiciera el amor, y no le dio la más mínima oportunidad de que la llevara a un hotel. Apenas habló a Albinus de sí misma —tan solo le dijo que era huérfana, hija de un pintor (curiosa coincidencia aquélla), y que vivía con la hermana de su padre; que pasaba muchas dificutades económicas, pero deseaba dejar su agotador trabajo.
Albinus se le presentó bajo el nombre apresuradamente adoptado de Schiffermiller, y Margot pensó con amargura: «Otro Miller, tan pronto», añadiendo, en voz alta:
—¡Oh!, miente usted, por supuesto.
Era un marzo lluvioso. Estos paseos nocturnos bajo el paraguas torturaban a Albinus de modo que no tardó en proponer que un café sería un sitio más agradable. Eligió un rinconcillo coquetón donde estaba seguro de no encontrar a ningún conocido.
Tenía la costumbre, al sentarse a una mesa, de sacar en seguida su pitillera y encendedor. Margot captó las iniciales grabadas; no hizo comentarios, pero, tras una breve reflexión, rogó a Albinus que le consiguiese la lista de teléfonos. Mientras él se dirigía a la cabina con su paso cansino, tomó el sombrero de la silla y examinó rápidamente el forro: allí estaba su nombre (se lo hizo poner para combatir los descuidos de los artistas en las fiestas).
Albinus regresó poco después con el índice telefónico, sosteniéndolo como si fuera una Biblia, sonriendo tiernamente, y, mientras él contemplaba las largas pestañas de la joven, Margot recorrió la A en un volapié, dando con la dirección y el número de teléfono de su conquista. Cerró con lentitud el compacto volumen azul.
—Quítese la chaqueta —murmuró Albinus.
Sin tomarse la molestia de ponerse en pie, ella empezó a librarse de las mangas, inclinando su bonito cuello y echando hacia delante su hombro izquierdo primero y luego el derecho. Al ayudarla, Albinus percibió un hálito de violetas y vio moverse sus paletillas, contraerse la delgada piel, para volver seguidamente a recobrar su tersura. Ella se sacó el sombrero y, después de humedecer la punta del índice, se ajustó los chavos de sus sienes, mirándose en su espejo de bolsillo.
Albinus, sentado junto a ella, miraba una y otra vez aquel rostro en el cual todo era encantador: las arreboladas mejillas, los labios impregnados aún del licor de cerezas, la pueril solemnidad de aquellos grandes ojos pardos, con el pequeño lunar velloso bajo el izquierdo.
«Si supiera que tendría que pagarlo con la horca —pensó—, seguiría mirándola, a pesar de todo.»
Incluso su vulgar dialecto berlinés favorecía el encanto de su voz gutural y sus grandes y blancos dientes. Al reír cerraba los ojos a medias y en su mejilla bailaba un hoyuelo. Albinus cogió su menuda mano, pero ella la retiró aprisa.
—Me estás volviendo loco.
Margot le dio unas palmaditas en la bocamanga y dijo:
—Vamos, sé buen chico.
A la mañana siguiente, el primer pensamiento de Albinus fue: «Esto no puede seguir así; es imposible. Tengo que encontrarle una habitación. Al diablo con su tía. Estaremos solos, solos de verdad. Un manual de amor para principiantes. ¡Oh, las cosas que voy a enseñarle! Tan joven, tan pura, tan enloquecedora...»
—¿Duermes? —preguntó Elisabeth quedamente.
Albinus ejecutó el perfecto bostezo y abrió los ojos. Su esposa, con su camisa de dormir azul pálido, estaba sentada al borde de la cama; y repasaba el correo.
—¿Algo interesante? —inquirió Albinus, mirando con aburrida ponderación el albo hombro de su esposa.
—Sí, vuelve a pedir dinero. Dice que su esposa y su madre política han estado enfermas y que la gente conspira contra él. Dice que no puede comprar pinturas. Tendremos que ayudarle de nuevo, supongo.
—Por descontado —dijo Albinus, mientras en su mente se formaba una extraordinaria y vívida imagen del padre de Margot; también él había sido, a no dudarlo, un artista descamisado, colérico y sin demasiadas dotes, a quien la vida había tratado con aspereza.
—Ha llegado una invitación para el Club de los Artistas. Esta vez tendremos que asistir. Y aquí hay una carta que viene de los Estados Unidos.
—Léela en voz alta —pidió él.
—«Querido señor: Me temo que no tengo muchas nuevas que participarle, pero, sin embargo, hay algunas cosas que quisiera añadir, a mi larga y última carta, que, entre paréntesis, no ha contestado usted aún. Como quiera que quizá vaya a Berlín en otoño...»
En aquel momento sonó el teléfono de la mesita de noche.
—¡Vaya! —dijo Elisabeth inclinándose hacia delante.
Albinus siguió distraídamente los movimientos de sus delicados dedos al tomar el blanco receptor y ceñirse en torno a él; oyó un vago espectro de voz silabeando al otro extremo del hilo.
—Oh, buenos días —exclamó Elisabeth, asumiendo al mismo tiempo cierta expresión ante su marido, signo inconfundible de que era la baronesa quien hablaba, y hablaba de lo lindo. Albinus extendió la mano para hacerse con la carta americana y dirigió una ojeada a la fecha. Era gracioso que aún no hubiera contestado a la última. Irma entró para saludar a sus padres, como hacía cada mañana. En silencio, besó a su padre y después a su madre, que escuchaba la charla telefónica con los ojos cerrados, emitiendo, de vez en cuando, un vago aserto de fingido asombro.
—A ver si eres una niñita buena hoy —murmuró Albinus a su hija.
Sonriendo, Irma le enseñó un puñado de canicas. No era bonita en absoluto; su pálida y abultada frente estaba cubierta de barros; sus pestañas eran demasiado rubias; su nariz, larga en exceso para su cara.
—No se preocupe —dijo Elisabeth, suspirando aliviada al colgar.
Albinus se dispuso a seguir con la carta. Elisabeth tenía a su hija cogida por las muñecas y le estaba contando algo divertido, riendo, besándola y dándole un pequeño papirotazo después de cada frase. Irma seguía sonriendo con gravedad, mientras restregaba el pie contra el suelo. El teléfono sonó otra vez. Ahora fue Albinus quien atendió la llamada.
—Buenos días, Alberto, querido —dijo un voz femenina.
—¿Cómo...? —empezó a decir Albinus. Y, de pronto, tuvo la desasosegada impresión de descender en un ascensor muy rápido.
—No fue demasiado amable por tu parte darme un nombre falso —continuó diciendo la voz—, pero te perdono. Tan sólo quería decirte...
—Se equivoca de número —dijo Albinus bruscamente, y colgó el auricular con un golpe. Al mismo tiempo, pensó con malestar que Elisabeth podía haber oído algo, de la misma forma que él había oído la voz lejana de la baronesa.
—¿Qué fue? —preguntó ella—. ¿Por qué t has puesto tan colorado?
—¡Es absurdo! Irma, hija, márchate un rato, no trastees tanto. Absurdo por demás. Ésta es la décima equivocación en dos días. Dice que probablemente vendrá a finales de año. Me gustará verle.