Risa en la oscuridad - Набоков Владимир Владимирович 6 стр.


—Estás bromeando —dijo Paul, impresionado.

—No, no en absoluto. Estaba en mi estudio, oí algo raro en la puerta, y...

—Puede haberse llevado algo; miremos, y habrá que informar a la Policía por si acaso —dijo Paul.

—¡Oh!, no tuvo tiempo de nada —dijo Albinus—; todo ocurrió en un segundo; el susto que le di le hizo salir corriendo.

—¿Cómo era?

—Un hombre sencillo, con una gorra. Un larguirucho. Parecía muy recio.

—¡Pudo haberte herido! ¡Qué asunto más desagradable! Vamos; tenemos que dar un vistazo..

Recorrieron las habitaciones. Examinaron los cerrojos. Todo estaba en orden. Al pasar por la biblioteca, una súbita sacudida de horror conmovió a Albinus; allí, en un rincón, entre los estantes, justamente detrás de un marco de anaqueles giratorios, asomaba el extremo rojo chillón del vestido de Margot. Por fortuna, Paul no lo vio, a pesar de que estaba metiendo las narices a conciencia. En la estancia contigua había una colección de miniaturas y se puso a escudriñar inclinado tras el cristal.

—Ya basta, Paul —dijo Albinus con voz ronca—. No tiene sentido seguir buscando. Está claro que no se llevó nada.

—¡Qué aspecto tan agitado tienes! —exclamó Paul mientras volvían al estudio—. ¡Pobre chico! Mira, tienes que hacer cambiar la cerradura, o echar siempre el pestillo. ¿Qué hacemos con la Policía? ¿Quieres que yo me encargue...?

—Chitón.

Oyeron voces cerca, y entró Elisabeth, seguida de Irma, la institutriz y una de las amiguitas de la niña, una criatura obesa que, a pesar de su cara de boba, sabía ser escandalosa en extremo. Albinus tuvo la sensación de que todo aquello era una pesadilla. La presencia de Margot en la casa era algo monstruoso, intolerable... La criada volvió con los libros; no había encontrado la dirección. La pesadilla se hizo más alucinante. Sugirió que podían ir al teatro aquella noche, pero Elisabeth dijo que estaba cansada. Durante la cena estuvo tan ocupado manteniendo sus oídos en alerta de cualquier sonido sospechoso que ni siquiera advirtió lo que comía (que, a propósito, era ternera fría con pepinillos). Paul seguía mirando en torno suyo, emitiendo tosecitas, profiriendo susurros —si al menos aquel tonto entrometido se estuviera en su sitio, pensó Albinus, sin dar vueltas por todas partes—. Pero existía otra espantosa posibilidad: que las niñas rompieran a correr por todas las habitaciones; y no se atrevía a ir a cerrar la puerta de la biblioteca; eso podría redundar en complicaciones inimaginables. Gracias a Dios, la amiguita de Irma se marchó pronto, y acostaron a la niña. Pero la tensión se mantenía. Tenía la impresión de que todos, Elisabeth, Paul, la criada y él mismo, estaban trotando por toda la casa en lugar de mantenerse agrupados, que es lo que tenían que hacer para que Margot tuviera una oportunidad de escaparse; naturalmente, si era ésa su intención.

Por último, a eso de las once, Paul se marchó. Como de costumbre, Frieda pasó la cadena y echó el cerrojo. ¡Margot no podría salir ya!

—Tengo un sueño horrible —dijo Albinus a su esposa, bostezando nerviosamente.

Se fueron a la cama. En la casa, todo estaba tranquilo; Elisabeth, a punto de apagar la luz.

—Duerme —dijo Albinus—. Yo leeré un rato.

Ella sonrió amodorrada, ajena a la inquietud de su esposo.

—No me despiertes cuando vengas —murmuró.

Todo estaba demasiado quieto para ser natural. Parecía como si el silencio estuviera creciendo, creciendo, y que de pronto fuera a sobrepasar su propio margen y estallar en una carcajada. Había saltado de la cama y caminaba silenciosamente en pijama, con sus zapatillas de fieltro, corredor abajo. La pesadilla se había disuelto, convirtiéndose en una aguda y dulce sensación de absoluta libertad, propia de los sueños pecaminosos.

Albinus deshizo el cuello de su pijama mientras avanzaba. Temblaba de arriba a abajo. «Dentro de un momento, dentro de un momento será mía», pensó. Abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca y encendió con ansiedad la tenue luz.

—Margot, pequeña loca —susurró, febril.

Pero no era más que un cojín de seda escarlata que él mismo había llevado allí, unos días antes, para reclinarse mientras consultaba la Historia del Artede Nonnenmacher (diez volúmenes, tamaño folio).

7

Margot informó a su patrona de que pronto se marcharía. En su visita al piso de Albinus comprendió la solidez de los bienes de su admirador. Además, a juzgar por la fotografía de su mesita de noche, la esposa no era en absoluto lo que ella había imaginado: una mujer grande y augusta con expresión entristecida y un puño de hierro. Por el contrario, aparentaba ser una especie de criatura desvaída y apacible a quien podría sacarse de en medio sin demasiado trabajo. Todo iba espléndidamente.

Y Albinus le gustaba de verdad: era un caballero apuesto, que olía a polvo de talco y a tabaco. Desde luego, no debía esperar que se repitiese el arrobo de su primera aventura amorosa. Y no se permitiría a sí misma pensar en Miller, en sus hundidas mejillas, blancas como la tiza, en su negro cabello desgreñado, en sus manos hábiles.

Albinus podría consolarla y mitigar su fiebre, como aquellas frescas hojas de llantén que eran tan agradables de aplicar a una región inflamada. Y había algo más: no sólo era un hombre de buena posición, sino que pertenecía a un mundo con fácil acceso a escenarios y palcos. A menudo, cuando estaba sola, ensayaba toda clase de maravillosas expresiones ante el espejo de su cómoda, y retrocedía ante el tambor de un revólver imaginario. Estaba convencida de poder reír afectadamente y esbozar pretenciosas sonrisas igual a cualquier actriz de la pantalla.

Después de una escrupulosa y agotadora búsqueda, encontró un apartamento muy lindo y no menos agradablemente emplazado. Albinus se mostró tan confuso, después de su visita, que ella se afligió por él y puso nuevos inconvenientes a tomar el grueso fajo de billetes que él embutió en su bolso durante su paseo vespertino. Además, le dejó que la besara al amparo de un porche. El fuego de este beso fulgía aún a su alrededor, al igual que una aureola de colores, cuando regresó a casa... No pudo dejarlo aparte en el recibidor, como hizo con su sombrero de fieltro negro, y al entrar en el dormitorio pensaba que su esposa habría de advertir aquel halo.

Pero a la plácida Elisabeth, a la Elisabeth de treinta y cinco años, nunca se le ocurrió que su marido pudiera engañarla. Le constaba que tuvo pocas aventuras antes de su matrimonio, y recordaba que ella misma, cuando era una muchachita, estuvo enamorada en secreto de un viejo actor que solía visitar a su padre y animar la cena con bellas imitaciones de sonidos de corral. Había leído y oído que los maridos y las esposas se engañaban constantemente unos a otros; de hecho, el adulterio era tema de los chismes, de la poesía romántica, de las historias jocosas y de las óperas de nombre. Pero ella estaba convencida, de forma más simple e inconmovible, de que su matrimonio era un vínculo muy especial, precioso y puro, que nunca podría ser roto.

Las veladas que su marido pasaba fuera de que, explicaba él, transcurrían entre algunos artistas interesados en aquella idea cinematográfica suya, no le merecieron nunca la más leve sospecha. Su irritabilidad y su inquietud las atribuía al tiempo, de lo más insólito teniendo en cuenta que estaban en mayo. A ratos hacía calor, a ratos caían torrentes de lluvia gélida, mezclada con granizo, que se estrellaban contra los alféizares como si fueran diminutas pelotas de tenis.

—¿Quieres que hagamos un viaje a algún sitio? —propuso ella, casualmente, un día-¿El Tirol? ¿Roma?

—Ve tú si lo deseas —contestó Albinus—. Tengo un trabajo horroroso, querida.

—¡Oh, no!, no era más que una idea —dijo ella.

Y salió para ir al Zoo con Irma, a fin de ver a un elefantito, que resultó tener apenas tronco y espalda festoneada a todo lo largo por una franja de pelos erizados.

Con Paul la cosa fue distinta. El episodio de la puerta cerrada le produjo un extraño malestar. Albinus, además de no naber querido notificarlo a las autoridades, se mostraba realmente molesto cuando se volvía al tema. De forma que Paul no lograba dejar de reflexionar sobre lo ocurrido. Trató de recordar si había visto algún tipo sospechoso al entrar en la casa y dirigirse al ascensor. Era muy observador. Por ejemplo, advirtió un gato que saltó al pasar él escapando, con pasos vacilantes, por entre los barrotes del barandal del jardín; una colegiala vestida de rojo, a quien abrió la puerta para que pasara, y una carcajada radiofónica procedente del receptor del portero, que, como de costumbre, lo tenía conectado en su cabina. Sí, el ladrón tuvo que escaparse escaleras abajo al subir él en el ascensor. Pero, ¿qué le hacía concebir aquel sentimiento de desasosiego?

La felicidad del matrimonio de su hermana era, para él, una cosa sagrada. Cuando, unos días más tarde, le pusieron al teléfono con Albinus, mientras éste se hallaba aún hablando, y cogió al vuelo ciertas palabras (el método clásico del destino: la indiscreción), estuvo a punto de tragarse un palillo con que se estaba hurgando los dientes.

—No me preguntes; no tienes más que comprar lo que quieras.

—Pero no ves, Albert... —dijo una voz femenina vulgar, caprichosa.

Con una sacudida de repugnancia, Paul colgó el auricular como si, inadvertidamente, hubiera cogido una culebra.

Aquella noche, de sobremesa con su hermana y su cuñado, no sabía de qué hablar. Se limitó a quedarse sentado, consciente de sí mismo, inquieto, frotándose el mentón, cruzando una y otra vez sus piernas gordezuelas, consultando su reloj y devolviéndolo al bolsillo de su chaleco. Era uno de esos seres sensibles que se avergüenzan, por un sentido de culpabilidad cuando otra persona comete un despropósito.

¿Podía aquel hombre, a quien amaba y reverenciaba, estar engañando a Elisabeth? «No, no, es un error, un tonto equívoco», se repetía al mirar a Albinus, que estaba leyendo un libro con semblante impávido, aclarándose la garganta de vez en cuando y cortando cuidadosamente las hojas con un cortapapeles de marfil. «¡Imposible! Esa puerta cerrada del dormitorio, se me ha quedado fija en la imaginación. Las palabras que oí admiten, sin duda, alguna explicación que revele su inocencia. ¿Cómo podría nadie engañar a Elisabeth?»

Ella estaba apoltronada en un ángulo del sofá, relatando, lenta y minuciosamente, el tema de una obra teatral que había visto. Sus ojos, pálidos, con los tenues barros debajo, eran tan cándidos como lo habían sido los de su madre, y su nariz, sin polvos, brillaba patéticamente. Paul sacudió la cabeza y sonrió. Por lo que a él respectaba, era como si Elisabeth estuviera hablando en ruso. Entonces, súbitamente y sólo por un segundo, captó la mirada de los ojos de Albinus, que le escrutaban por encima del libro que tenía en la mano.

8

Entretanto, Margot había alquilado el piso y procedió a comprar varios artículos domésticos, empezando por un refrigerador. Aunque Albinus le daba el dinero con esplendidez, con una emoción placentera, se lo entregaba por pura confianza, pues no sólo no había visto el piso, sino que ni siquiera conocía la dirección. Ella le dijo que sería divertido que no viera el piso en tanto no estuviese dispuesto totalmente.

Pasó una semana. Imaginaba que Margot le telefonearía el sábado. Estuvo todo el día esperando junto al teléfono, pero el aparato permaneció mudo. El lunes estaba ya convencido de que Margot le había tomado el pelo y se había esfumado para siempre. Por la tarde vino Paul. Éstas visitas eran un infierno para ambos, a aquellas alturas. Y para que nada faltase, Elisabeth no estaba en casa. Paul tomó asiento en el estudio, frente a Albinus. Fumó, y miró la punta de su cigarro. Había adelgazado últimamente. «Lo sabe todo —pensó Albinus—. Pero, ¿qué importa? Es un hombre; tiene que comprender.»

Irma entró saltando y el semblante de Paul esbozó una sonrisa. La sentó en su regazo y emitió un gracioso gruñidito cuando ella le dio un golpe casi imperceptible, con su pequeño puño, mientras se acomodaba.

Más tarde regresó Elisabeth de su partida de bridge. Al pensar en la cena y en la larga velada que la sucedería, Albinus pensó, súbitamente, que era más de lo que podía soportar. Dijo a su esposa que no iba a cenar en casa; ella le preguntó, bondadosamente, por qué na lo había dicho antes.

Tenía un único deseo: encontrar a Margot inmediatamente, sin que importara el precio. No tenía derecho a estafarle el destino que tanto le prometiera. Estaba tan desesperado que decidió dar un paso muy atrevido. Sabía la dirección del piso en que Margot vivía con su parienta. Allí se dirigió. Al atravesar el patio trasero vio a una sirvienta que hacía una cama, junto a una ventana abierta en la planta baja, y le preguntó.

—¿ FräuleinPeters? —repitió la criada, sos teniendo la almohada que había estado ahuecando—. ¡Oh!, creo que se ha trasladado. Pero mejor haría en averiguarlo usted mismo. Quinto piso, la puerta de la izquierda.

Una mujer desaliñada, con ojos inyectados en sangre, entreabrió la puerta sin quitar la cadena, y le preguntó qué deseaba.

—Quiero saber la nueva dirección de FräuleinPeters. Vivió aquí con su tía.

—¿Ah, sí? — dijo la mujer no sin curiosidad y con súbito interés, desenganchando la cadena.

Le hizo pasar a una pequeña salita donde todos los objetos se movían y trepidaban al menor movimiento. Sobre un pedazo de paño americano, con pardas manchas circulares, aparecía un plato de patatas aplastadas, una bolsa rota, con sal, y tres botellas vacías de cerveza. Con una sonrisa misteriosa, la mujer le invitó a sentarse.

—Si yo fuera su tía —dijo con un guiño—, probablemente no conocería su dirección. No ,-añadió con una cierta vehemencia—, no tiene ninguna tía.

«Está borracha», se dijo Albinus, hastiado. Y dirigiéndose a la mujer dijo en voz alta:

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