Rey, Dama, Valet - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


Se abrió la portezuela, y un camarero excitado, heraldo de algún espantoso desastre, asomó de golpe la cabeza, ladró su mensaje, y desapareció camino del compartimento vecino a seguir dando la noticia.

En el fondo a Martha le parecían mal esas comidas fraudulentas y frívolas, por las que la empresa ferroviaria cobraba precios exorbitantes a cambio de platos mediocres, y esta sensación casi física de gasto innecesario, junto con la de que alguien, complacido y robusto, trataba de engañarla, la puso en tal tesitura que, de no ser por lo intenso del hambre que sentía, no habría ido por aquel camino largo y vacilante hacia el vagón restaurante. Martha envidió vagamente al gafudo muchacho que había metido la mano en el bolsillo de la gabardina que colgaba a su lado y sacado de él un sandwich. Se levantó y se puso el bolso bajo el brazo. Dreyer encontró la cinta violeta entre las páginas de su llibro, marcó con ella la que estaba leyendo y, tras esperar un par de segundos, como si necesitase tiempo para lanzarse a transición entre dos mundos, se dio un golpecito en las rodillas y se levantó también. Llenó de golpe el compartimento entero, pues era uno de esos hombres que, a pesar de no pasar su altura de mediana ni de moderada su corpulencia, dan la impresión de ser extraordinariamente voluminosos. Franz recogió los pies. Martha y su marido pasaron junto a él dando bandazos, y salieron.

Franz, con su vulgar sandwich, se quedó solo en el compartimento, ahora espacioso. Mordisqueó y miró por la ventana. Una loma verde se levantó ante él en diagonal hasta cubrir la ventana por completo. Y entonces, concretándose en un acorde de hierro, un puente resonó sobre su cabeza y en un instante la ladera verde desapareció, y el campo se abrió ante sus ojos: praderas, sauces, un abedul dorado, un arroyo serpenteante, macizos de coles. Franz terminó su sandwich, se movió con inquietud, cerró los ojos.

¡Berlín! Tan sólo el nombre de la metrópoli aún desconocida, la pesadez sorda de su primera sílaba y el resonar ligero de la segunda, le excitaba, como los nombres románticos de vinos buenos y mujeres malas. El expreso parecía correr ya por la famosa avenida flanqueada para él de gigantes y antiguos tilos bajo cuyas copas hervía para él una muchedumbre multicolor y llamativa. El expreso corría junto a aquellos tilos que tan lujuriantemente surgían del nombre mismo de la avenida («Derlín, derlín», repetía la campanilla del camarero conminando a los comensales retrasados), y ahora pasaba raudo bajo un enorme arco adornado con estrellas de madreperla. Más allá había una encantadora neblina donde otra tarjeta postal iluminada giró sobre su plinto para mostrar una torre translúcida contra un fondo negro. Se diluyó en el aire y, Franz se paseaba por un iluminadísimo bazar, entre maniquíes dorados, espejos límpidos y mostradores de cristal, con su chaqué y sus pantalones a rayas y sus botines blancos, indicando a los clientes con lánguidos ademanes los departamentos que buscaban. No era ya esto un juego mental totalmente consciente, ni tampoco, todavía, un sueño; y en el mismo momento en que el sueño estaba a punto de atraparle, Franz volvió a dominarse y a encauzar sus pensamientos según sus deseos. Se prometió a sí mismo divertirse él solo aquella noche. Desnudó los hombros de la mujer que acababa de estar sentada junto a la ventanilla, hizo una rápida comprobación mental (¿reaccionó el ciego Eros?, el torpe Eros reaccionó, despuntando sus pliegues en la obscuridad); luego, sin soltar los magníficos hombros, cambió la cabeza, poniendo en su lugar el rostro de la doncella de diecisiete años que había desaparecido con un cucharón de plata tan grande casi como ella, antes incluso de que él tuviera tiempo de declararle su amor; pero acabó borrando también esta cabeza y fijando en su lugar el rostro de una de esas bellezas berlinesas de ojos audaces y labios húmedos que se encuentran sobre todo en los anuncios de bebidas alcohólicas y de cigarrillos. Sólo entonces cobró vida la imagen: la muchacha de senos desnudos se llevó un vaso de vino a los labios carmesí, balanceando suavemente la pierna color albaricoque de cuyo pie se le iba deslizando poco a poco una zapatilla roja hasta caer al suelo. Entonces Franz, inclinándose para recogerla, se hundió con gran dulzura en oscuro sueño. Dormía con la boca abierta de par en par, de modo que su rostro pálido presentaba tres aberturas: dos relucientes (sus gafas) y una negra (la boca). Dreyer se fijó en esta simetría una hora después, al volver con Martha del vagón restaurante. Se detuvieron en silencio ante una pierna inmóvil. Martha puso su bolso sobre la mesita plegable de la ventanilla, y el cierre de níquel cobró vida enseguida, al bailotear un reflejo verde contra su ojo de gato. Dreyer sacó un puro, pero no lo encendió.

La comida, sobre todo el wiener schnitzel, había resultado bastante buena, y ahora Martha no sentía haberse decidido a ir al vagón restaurante. Su complexión se había vuelto más cálida, sus exquisitos ojos estaban húmedos, sus labios, recién pintados, brillaban. Sonreía, poniendo sólo al descubierto sus incisivos, y esta sonrisa preciosa y llena de contento permaneció en su rostro por unos instantes. Dreyer la admiró perezosamente, sus ojos se entrecerraron, saboreando aquella sonrisa igual que si fuera un regalo inesperado, pero por nada del mundo habría exteriorizado el placer que sentía. Cuando desapareció la sonrisa, apartó él los ojos del mismo modo en que el mirón satisfecho se aleja después de que el ciclista se ha levantado del suelo y el vendedor de frutas vuelto a poner en su carreta su mercancía desparramada.

Franz se cruzó de piernas con lentitud, sin llegar a despertar. El tren comenzaba a frenar con violencia. Pasaron ante una pared de ladrillo, una enorme chimenea, vagones de carga relegados a vía muerta. No tardó en oscurecer en el compartimento, se encontraban en una inmensa estación abovedada.

—Voy a salir, amor mío —dijo Dreyer, a quien gustaba fumar al aire libre.

Martha, al quedarse sola, se retrepó en su rincón, y, no teniendo otra cosa que hacer, se puso a contemplar el cadáver gañido del rincón opuesto, pensando con indiferencia que ésta podría ser la parada del joven, y la iba a perder. Dreyer se paseaba por el andén, tamborileando con cinco dedos contra el cristal de la ventanilla al pasar junto a ella, pero su mujer no volvió a sonreír. Exhalando una bocanada de humo, siguió adelante, las manos cogidas a la espalda y el puro precediéndole; pensaba en lo bello que sería poder pasearse algún día así bajo los arcos encristalados de alguna remota estación camino de Andalucía, Bagdad o Nishni Novgorod. La verdad era que podrían emprender el viaje en cualquier momento; el globo era enorme, y redondo, y él tenía suficiente dinero disponible para dar media docena de vueltas a su alrededor. Pero Martha se negaría al viaje, prefiriendo el bien recortado césped suburbano a la más exuberante de las selvas. Se limitaría a levantar sarcásticamente la nariz si se le ocurriese proponerle un viaje de un año. «Lo mejor», se dijo, «será comprar un periódico. Después de todo, la bolsa es también un tema interesante y complicado. Y tengo que enterarme de si nuestros dos aviadores —¿o no será todo ello más que una estupenda broma?— han conseguido repetir en dirección contraria la hazaña de hace cuatro meses del joven norteamericano ese: América, México, Palm Beach. Willy Wald estuvo allí, quería que le acompañásemos. Pero no hubo forma de persuadirla. Bueno, a ver, ¿dónde está el kiosco de los periódicos? Esa vieja máquina de coser, con su pedal artrítico bien envuelto en papel marrón se ve muy clara ahora mismo, y, sin embargo, dentro de una hora o dos la habré olvidado para siempre; se me habrá olvidado incluso que la miré, lo habré olvidado todo...» Justo en aquel momento sonó un pitido y el vagón de los equipajes se puso en movimiento. ¡Eh, mi tren!

Dreyer corrió al kiosco a todo trotar, escogió una moneda de las que tenía en la mano, cogió el periódico que quería, se le cayó al suelo, lo recogió, y volvió corriendo. Se subió de un salto, no muy elegantemente, al primer estribo que vio, pero no le fue posible abrir inmediatamente la portezuela. En el forcejeo se le cayó el puro, pero no el periódico. Riendo entre dientes y jadeando fue por el pasillo, pasó a otro vagón, a otro más. Finalmente, en el penúltimo pasillo, un sujeto grandote con abrigo negro que estaba cerrando una ventanilla se hizo a un lado para dejarle pasar. Dreyer vio el rostro sonriente de un hombre talludo con naricilla de mono. «Es curioso», pensó, «me gustaría encontrar un maniquí así para exhibir algo gracioso». En el vagón siguiente dio con su compartimento, pasó sobre la pierna sin vida, que ya se había convertido en un detalle familiar del ambiente, y se sentó sin hacer ruido. Le pareció que Martha estaba dormida. Abrió el periódico y sólo entonces se dio cuenta de que ella tenía los ojos fijos en él.

—Eres un imbécil —dijo, serena, y volvió a cerrar los ojos. Dreyer hizo una amable inclinación de cabeza y se sumergió en su periódico.

El primer capítulo de un viaje es siempre detallado y lento. Sus horas centrales son soñolientas, y las últimas rápidas. Franz no tardó en despertar e hizo algunos movimientos como de mordisquear con los labios. Sus compañeros de viaje dormían. La luz en la ventanilla se había amortiguado, pero, a modo de compensación, había aparecido en ella el reflejo de la pequeña golondrina reluciente de Martha. Franz se miró la muñeca, la esfera del reloj, reciamente protegida por su rejecilla metálica. Mucho tiempo había escapado de aquella celda. Sentía en la boca un gusto repulsivo. Se limpió cuidadosamente las gafas con un trapito especial y salió al pasillo en busca del retrete. Cogido de un asa de hierro, se dijo que era extraño y terrible estar sujeto a un boquete frío donde su flujo relucía y saltaba, con la tierra precipitándose tan cerca, oscura, desnuda y fatal.

Una hora más tarde despertaron también los Dreyer. Un camarero les trajo café-au-laity tazones. Martha criticaba cada sorbo que tomaba. La oscuridad se acentuaba sobre los campos desvanecientes, que parecían correr cada vez más veloces. Entonces la lluvia comenzó a golpetear suavemente contra la ventanilla: de vez en cuando se formaba un riachuelo en el cristal, serpenteaba, se detenía vacilante, y reanudaba luego su rápido y zigzagueante fluir hacia abajo. Fuera de las ventanillas del pasillo una estrecha y anaranjada puesta de sol ardía bajo un negro cúmulo que amenazaba tempestad. No tardó en encenderse la luz en el compartimento. Martha se miró largamente en un espejito, enseñando los dientes y levantando el labio superior.

Dreyer, ahito aún del agradable calor de su sueño, miraba las gotas de lluvia por la ventanilla azul oscura, pensando que mañana era domingo y por la mañana iría a jugar al tenis (costumbre reciente, adquirida con el ahínco desesperado de la edad madura), y que sería una lástima que el mal tiempo frustrase sus planes. Se preguntó si había hecho algún progreso, tensando inconscientemente el hombro derecho y recordando el campo de tenis soleado y magníficamente cuidado de su refugio tirolés favorito, recordó también al legendario jugador que se había presentado a jugar una partida local con abrigo de franela blanca, bufanda de club inglés en torno al cuello y tres raquetas bajo el brazo, que, sin prisas y con ademanes profesionales, se había despojado del abrigo, la bufanda de rayas y el jersey blanco que llevaba bajo el abrigo, y que finalmente, con un raudo movimiento del brazo, desnudo hasta el codo, había ofrecido retumbantemente al pobre Paul von Lepel el indolente y terrible regalo de la primera pelota de entrenamiento.

—Lluvia de otoño —dijo Martha, cerrando el bolso de golpe.

—Pse, llovizna —la corrigió Dreyer sin alzar la voz.

El tren, como si ya estuviera dentro del campo magnético de la metrópoli, iba ahora a increíble velocidad. Los cristales de la ventanilla estaban completamente oscuros: ni siquiera se distinguía el cielo. La tira llameante de un expreso pasó como un relámpago ante ellos en dirección contraria y desapareció estrepitosa, para siempre. Lo del viaje a América había sido una broma. Franz, que estaba de vuelta en el compartimento, se cogió de pronto, convulsivamente, un costado. Pasó otra hora y sólo lejanos racimos de luz, diamantinas conflagraciones, rompían las lóbregas tinieblas.

Dreyer se levantó poco después. Franz, con un escalofrío lleno de emoción que recorrió todo su cuerpo, se levantó también. Comenzaba el rito de la llegada. Dreyer bajó su equipaje de la red (le gustaba pasarles las maletas a los mozos desde la ventanilla), y Franz, poniéndose de puntillas, tiró también de su maleta. Chocaron, elásticas, ambas espaldas, y Dreyer rompió a reír. Franz empezó a ponerse la gabardina, pero no acertó al principio con el boquete de la manga, se puso su sombrero verde botella y salió al pasillo tirando de su reacia maleta. Más luces perforaban ahora la oscuridad y de pronto apareció, se diría que bajo sus mismos pies, una calle surcada por un tranvía iluminado; desapareció de nuevo detrás de paredes de casas que se barajaban rápidamente para volverse a tallar.

—¡Hale, date prisa! —imploró Franz.

Voló ante él una estación menor, un simple andén, un joyero a medio abrir, y todo se volvió de nuevo oscuro, como si no hubiera Berlín alguno en millas a la redonda. Finalmente, una luz de topacio se abrió sobre mil raíles e hileras de vagones mojados. Lenta, segura, suavemente, la enorme caverna de hierro de la estación atrajo al tren, que se volvió de pronto lento y pesado, y luego, de golpe, innecesario.

Franz bajó a la húmeda neblina. Al pasar junto al vagón en que había vivido vio a su compañero de viaje del bigote leonado bajar el cristal de la ventanilla y llamar a un mozo. Por un momento lamentó tener que separarse para siempre de la adorable, caprichosa dama de ojos endrinos. Entre la muchedumbre apresurada se alejó por el andén, inmensamente largo, entregó su billete al revisor con mano impaciente, y siguió, rebasando innumerables carteles, mostradores, floristerías, gente abrumada por maletas innecesarias, hasta una arcada: la libertad.

II

Niebla dorada, colcha esponjosa. Otro despertar, pero probablemente no el último todavía. Esto le ocurría con cierta frecuencia: vuelves en ti y te ves, pongamos por caso, sentado en un elegante compartimento de segunda clase, en compañía de una pareja de elegantes desconocidos; la verdad, sin embargo, es que se trata de un falso despertar, un simple estrato de tu sueño, como si te elevaras de estrato en estrato sin llegar nunca a la superficie, sin alcanzar nunca la realidad. Pero tu pensamiento encantado confunde cada estrato del sueño con la puerta de la realidad. Crees en ella, sales conteniendo el aliento de la estación a la que te llevaron fantasías inmemoriales, cruzas la plaza de la estación. Apenas distingues nada, porque la lluvia enturbia la noche, tus gafas están empañadas y lo que quieres es llegar cuanto antes al hotel fantasma que te espera al otro lado de la plaza, para lavarte la cara, cambiarte los puños de la camisa y lanzarte luego a merodear por las calles deslumbrantes. Algo ocurre, sin embargo —un contratiempo absurdo—, y lo que te parecía realidad pierde bruscamente todo picazón y gustillo de realidad. Tu consciencia se engañaba: sigues profundamente dormido. Un sueño incoherente embota tu cerebro. Y entonces llega un nuevo instante de aparente percepción: esta niebla dorada y la habitación de hotel en que te encuentras, cuyo nombre es «El Montevideo». Un tendero que conocías en tu tierra, un berlinés nostálgico, te lo había apuntado en un papel. Pero, a fin de cuentas, ¿quién sabe? ¿Es esto realidad, la realidad final, o de nuevo un simple sueño engañoso?

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