Rey, Dama, Valet - Набоков Владимир Владимирович 4 стр.


Echado en la cama, Franz miró la neblina azul de un techo con los ojos entornados, de miope, y luego, de lado, una mancha radiante que indudablemente era una ventana. Y con objeto de liberarse de esta dorada vaguedad, con tantas reminiscencias aún de un sueño, alargó la mano hacia la mesita de noche y tanteó en busca de las gafas.

Y sólo cuando sus dedos las tocaron, o, más exactamente, el pañuelo en que estaban envueltas como en un sudario, sólo entonces recordó Franz el absurdo contratiempo en el estrato inferior del sueño. Al entrar en la habitación por primera vez, mirando en torno a sí y abriendo la ventana (para descubrir que daba a un patio oscuro y a un árbol oscuro y ruidoso) se había quitado ante todo de un tirón el cuello sucio que le apretaba y, acto seguido, comenzado apresuradamente a lavarse la cara. Como un imbécil, había dejado las gafas en el borde del lavado junto a la palangana, y, al levantarla, pesada como era, para vaciarla en el cubo, no sólo tiró violentamente las gafas, sino que, haciéndose enseguida a un lado con torpeza y sin soltar la palangana, oyó bajo sus pies el ruido de algo que se rompía.

Tratando de reconstruir mentalmente este suceso, Franz hizo un gesto y gimió. Su bota había borrado de golpe todas las luces festivas de la Friedrichsstrasse. Ahora tendría que llevar las gafas a que se las arreglaran: sólo quedaba una lente en su sitio, y aun ésta agrietada. Palpó, más que examinó, la lente rota. Mentalmente ya estaba en la calle, camino de la tienda adecuada. Eso, lo primero; luego la importante y muy temida visita. Y, recordando la insistencia de su madre en que dedicase a esa visita la primera mañana de su estancia en Berlín («Es justo el día en que los hombres de negocios se quedan en su casa»), Franz recordó también que era domingo.

Chasqueó la lengua y siguió echado, sin moverse.

La complicada pero familiar pobreza (incapaz de sufragar artículos caros de repuesto). Le producía ahora una sensación de pánico primigenio. Sin sus gafas estaba casi ciego, a pesar de lo cual iba a tener que lanzarse a un arriesgado viaje por una ciudad extraña. Imaginó los espectros rapaces que se congregaban la pasada noche cerca de la estación, sus motores en marcha y sus portezuelas cerrándose de golpe, cuando él, aún en posesión de sus gafas, pero con la visión empañada por la noche lluviosa, comenzaba a cruzar la plaza oscura. Se había acostado inmediatamente después del contratiempo, sin darse el paseo con el que tanto había soñado, sin gozar del primer contacto con Berlín en la hora misma de su voluptuoso relucir y hervir. En su lugar, y a modo de lamentable autocompensación volvió a sucumbir aquella primera noche al ejercicio solitario que había jurado abandonar antes de salir de viaje.

Pero pasar el día entero en aquella habitación hostil de hotel, entre objetos hostiles y desdibujados, esperando, sin nada qué hacer, a que llegase el lunes y se abriera una tienda con un rótulo (¡aviso clarísimo!) en forma de gigantescos anteojos azules, era una perspectiva que se le antojaba intolerable. Franz apartó de sí la colcha y fue, descalzo y silencioso, a la ventana.

Le dio la bienvenida una mañana levemente azul y delicada, maravillosamente soleada. Ocupaba la mayor parte del patio el terciopelo negro de lo que parecía la sombra extendida y mate de un árbol, sobre la que apenas pudo distinguir el confuso tono naranja de lo que se diría exuberante follaje. ¡Pingüe ciudad, por cierto! Afuera todo parecía tan tranquilo como en la remota serenidad de un luminoso otoño rural.

¡Vaya, era en la habitación donde estaba el ruido! Su alboroto se componía del zumbido hueco de tediosos pensamientos humanos, el estruendo de una silla que se mueve, bajo la que se escondía desde hacía tiempo a sus ojos cegatos un calcetín imprescindible, el chapoteo del agua, el tintinear de monedas tontamente caídas de un esquivo chaleco, el roce de su maleta al arrastrarla a un rincón lejano donde no habría peligro de volver a tropezar con ella; y, luego, un ruido extra de fondo: gemidos y estrépito de la habitación misma, como la voz amplificada de una concha marina, en contraste con esa quietud soleada, sobrecogedora, milagrosa, conservada como un vino caro en las frescas profundidades del patio.

Finalmente Franz consiguió dominar los borrones y los obstáculos de la niebla, dio con su sombrero, rehuyó el abrazo del grotesco espejo y se dirigió a la puerta. Sólo su rostro estaba desnudo. Una vez superadas las escaleras, donde un ángel cantaba mientras daba lustre al pasamano, mostró al empleado de recepción la dirección en la inestimable tarjeta, y éste le dijo qué autobús coger y dónde esperarlo.

Vaciló un momento, tentado por la mágica y majestuosa posibilidad de un taxi, y si la rechazó no fue sólo por lo que pudiese costarle, sino también porque su patrono en potencia podría considerarle un despilfarrador si llegaba en tal pompa.

Una vez en la calle fue absorbido por un esplendor torrencial: no había perfiles, los colores carecían de substancia. Como el vestido levísimo de una mujer que se ha caído de su percha, la ciudad rielaba y se concretaba en fantásticos pliegues que no estaban sujetos a nada, una iridiscencia descarnada, suspendida laciamente en el cerúleo aire otoñal. Más allá del nacarado desierto de la plaza, al otro lado de la cual un coche pasaba de vez en cuando, raudo, con un estruendo de cláxones que para él era nuevo, se levantaban grandes edificios rosados, y de pronto, un rayo de luz, un relucir de cristal, le apuñalaba dolorosamente la pupila.

Franz llegó a una plausible esquina entre dos calles. Después de mucho agitarse y bizquear consiguió descubrir el manchón rojo de la parada del autobús, que ondeaba y fluctuaba como los pilares de una casa de baños cuando se bucea debajo de ella. El espejismo amarillo de un autobús se presentó ante él casi inmediatamente. Pisándole un pie a alguien, que, sin más, se disolvió a sus pies, como todo se disolvía a su paso, Franz se asió al pasamano, y una voz —la del cobrador sin duda— le ladró en la oreja:

—¡Arriba!

Era la primera vez que subía por este tipo de escalerilla en espiral (en su ciudad natal sólo había unos pocos tranvías), y cuando el autobús, con una sacudida, se puso en movimiento, y Franz entrevió el asfalto, que se levantaba aterrador, como un muro plateado, se agarró al hombro de alguien, y, arrebatado por la fuerza de una curva inexorable, durante la que el autobús entero le pareció a punto de zozobrar, levantó el vuelo y superó los últimos escalones, hasta verse en el piso superior. Se sentó y miró a su alrededor con indignación impotente. Flotaba muy alto, por encima de la ciudad. En la calle, a sus pies, la gente se escurría como medusas cada vez que se congelaba el tráfico. Entonces el autobús arrancó de nuevo, y las casas, sombras azules a un lado de la calle, desdibujadas por el sol al otro, embramadas de sol en el lado, pasaban de largo como nubes, fundiéndose imperceptiblemente con el cielo delicado. Así es como vio Franz la ciudad por primera vez: fantasmal, etérea, impregnada de colores acuosos, en nada parecida a su tosco sueño provinciano.

¿No se habría equivocado de autobús? No, le dijo el cobrador.

El aire limpio silbaba en sus oídos, y los cláxones se llamaban entre sí con voces celestiales. Captó una vaharada de hojas secas y una rama casi le rozó. Preguntó a un vecino dónde tendría que bajarse, pero todavía le quedaba mucho trayecto. Se puso a contar las paradas, a fin de no tener que volver a preguntar, y trató, en vano, de distinguir las encrucijadas. La velocidad, la vaporosidad, el olor a otoño, la calidad, semejante a un espejo, del mundo, se fundían para Franz en una sensación tan extraña de incorporeidad que movió deliberadamente la cabeza a fin de sentir la dureza del botón del cuello postizo, que, en aquel momento, le parecía prueba única de su existencia carnal.

Finalmente llegó su parada. Bajó casi a gatas la escalerilla pendiente y salió con gran cautela a la acera. Desde alturas que se alejaban de él un viajero sin rostro le gritó:

—¡A la derecha! ¡La primera calle a la...!

Franz, vibrando obedientemente, llegó a la esquina y torció a la derecha. Quietud, soledad, una neblina soleada. Le parecía estar perdiéndose, fundiéndose con la neblina, y, más importante que ninguna otra cosa, no conseguía distinguir los números de las casas. Se sentía débil y sudoroso. Acabó por entrever a un transeúnte, se le acercó y le preguntó dónde estaba el número cinco. El peatón se hallaba muy cerca de él, y la sombra del follaje jugueteaba de manera tan extraña contra su rostro que, por un instante, Franz pensó reconocer al hombre de quien había huido el día anterior. Se podía sostener con certidumbre casi completa que se trataba de un moteado capricho de sol y sombra; así y todo Franz se asustó de tal manera que tuvo que apartar la vista de él. —Justo enfrente, donde se ve la valla blanca —le dijo el otro animadamente, y siguió su camino.

Franz no veía valla alguna, pero dio con un postigo: fue buscando con los dedos el botón, y lo apretó. Sonó un zumbido en el postigo. Esperó un poco y volvió a apretar. Oyó de nuevo el zumbido, pero sin que nadie viniera a abrir el postigo. Al otro lado había una neblina verduzca que era un jardín y una casa que flotaba sobre él como un reflejo indistinto. Trató de abrir el postigo, pero no cedía. Mordiéndose los labios apretó el botón una vez más, largamente, sin soltarlo. El mismo zumbido monótono. De pronto comprendió el truco: apoyándose contra él al tiempo que apretaba el botón, lo abrió, pero tan indignado estaba que a punto estuvo de caerse. Oyó que alguien le gritaba:

—¿A quién quiere ver?

Se volvió hacia la voz y distinguió a una mujer con un vestido claro en el camino de gravilla que conducía a la casa.

—Mi marido todavía no ha vuelto —dijo la voz al cabo de una pausa, después de oír la respuesta de Franz.

Entrecerrando los ojos, distinguió un relámpago de pendientes y una cabellera negra y suave. No era que la mujer fuese asustadiza o caprichosa, sino que Franz, llevado de su avidez por ver mejor, se le acercó hasta el punto de hacerle temer, por un ridículo instante, que aquel impetuoso intruso estaba a punto de cogerle la cabeza entre las manos.

—Es muy importante —dijo Franz—. Verá usted, es que soy pariente suyo.

Situándose delante de ella sacó su cartera y se puso a buscar la famosa tarjeta.

Ella se preguntaba dónde le habría visto antes. Las orejas de Franz eran de un rojo traslúcido contra el sol, y gotitas diminutas de sudor le perlaban la frente inocente hasta las raíces mismas de su oscuro pelo corto. Un recuerdo súbito, como por arte de magia, puso gafas en aquel rostro inclinado y volvió a quitárselas al instante. Martha sonrió. Al mismo tiempo daba Franz con la carta y levantaba la cabeza.

—Aquí está —dijo—, me dijeron que viniera en domingo.

Ella miró la tarjeta y volvió a sonreír.

—Su tío ha salido a jugar al tenis. Volverá a la hora de comer. Pero usted y yo nos conocemos ya.

— Bitte? —dijo Franz, forzando sus ojos.

Más tarde, recordando este encuentro, el espejismo del jardín, el vestido que se fundía con el sol, se maravilló de haber tardado tanto tiempo en reconocerla. A tres pasos de distancia era capaz de captar las facciones de una persona con tanta claridad por lo menos como un ojo humano normal a través de una gasa. Se dijo con cierta ingenuidad que nunca hasta entonces la había visto sin sombrero, ni podía suponer que iba a llevar el pelo peinado con raya en medio y rematado por un moño (era éste el único detalle en que Martha no seguía la moda); pero, a pesar de todo, no resultaba sencillo explicar cómo le fue posible, incluso ante aquella visión indistinta y fantasmal, no sentir de nuevo el mismo temblor, la misma magia que le fascinara el día antes. Más adelante le pareció que aquella mañana se había sumido en un mundo vago e irreproducible que sólo existió durante un breve domingo, un modo en el que todo era delicado e ingrávido, radiante e inestable. En este sueño podía ocurrir cualquier cosa: resultó, a fin de cuentas, que Franz no se había despertado en su cama de hotel aquella mañana, sino, simplemente, pasado de un estrato onírico al siguiente. En el esplendor inconsistente de su miopía Martha no se parecía en absoluto a aquella dama del tren que refulgía como un cuadro y bostezaba como una tigresa. Su belleza de madonna, entrevista por él y luego perdida, aparecía ahora en plenitud como si fuera ésta su verdadera esencia, floreciendo a sus ojos sin mezcla alguna, sin la menor imperfección o límite. No le hubiera sido posible decir con certeza si encontraba atractiva a esta borrosa dama. La miopía es casta. Y, además, era la esposa del hombre de quien dependía su porvenir entero, de quien le había sido ordenado exprimir cuanto le fuese posible, y este hecho, por sí solo, la volvía, en el momento mismo de conocerla, más distante, más inaccesible que la bella extraña del día anterior. Mientras seguía a Martha por la vereda del jardín, Franz gesticulaba, insistiendo en excusarse por su achaque, por las gafas rotas, por las tiendas cerradas, y alabando las maravillas de la coincidencia, tan ebrio era su deseo de ponerla cuanto antes de su lado.

En el césped, junto a la puerta, había una sombrilla muy alta, y debajo de ella una mesita y varios sillones de mimbre. Martha se sentó, y Franz, sonriendo y parpadeando, se sentó a su lado. Ella llegó a la conclusión de que le había pasmado por completo con el panorama de su pequeño pero caro jardín, que contenía, entre otras cosas, cinco arriates de dalias, tres alerces, dos sauces llorones y un magnolio, y no se preocupó de si aquellos pobres ojos eran o no capaces de distinguir una sombrilla de playa de un árbol ornamental. Disfrutó recibiéndole tan elegantemente auf englische weise, y asombrándole con tan increíble riqueza. Sentía impaciencia por mostrarle el chalet, las miniaturas del salón, la madera satinada de India del dormitorio, y por oír los gemidos de respetuosa admiración de tan apuesto muchacho. Y, como, en general, sus visitantes eran gente de su propio círculo, a quienes hacía mucho tiempo se había hartado de deslumbrar, se sintió llena de enternecido agradecimiento por este provinciano de cuello almidonado y pantalones estrechos que ahora le daba una oportunidad de renovar el orgullo que sintiera en los primeros meses de su matrimonio.

—Qué tranquilo se está aquí —dijo Franz—. Y yo que pensaba que Berlín sería ruidoso...

—Bueno, pero es que nosotros vivimos casi en el campo —respondió ella, y, sintiéndose siete años más joven, añadió—, el chalet de al lado pertenece a un conde, como lo oye. Un viejo muy simpático, le vemos con mucha frecuencia.

—Muy agradable, un ambiente muy sencillo —dijo Franz, desarrollando metódicamente el tema, pero previendo ya cercano un callejón sin salida.

Ella miró su mano pálida, de nudillos rosados, con un bonito índice aplastado contra la mesa. Los dedos finos temblaban ligeramente.

—Con frecuencia me he preguntado —dijo— a quién conocemos mejor: a alguien que ha pasado cinco horas con uno en la misma habitación o a quien vemos cinco minutos diarios durante un mes entero.

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