Rey, Dama, Valet - Набоков Владимир Владимирович 5 стр.


— Bitte? —dijo Franz.

—Me imagino —continuó ella— que, en esto, el verdadero factor no es el tiempo, sino la comunicación, el intercambio de ideas sobre la vida y las condiciones de vida. Dígame, ¿qué parentesco tiene usted exactamente con mi marido? Primos segundos, ¿no? Va usted a trabajar aquí, eso está bien, los chicos como usted deberían trabajar duro. El negocio es enorme, me refiero a la empresa de mi marido. Pero me imagino que usted habrá oído hablar de su famoso emporio. Es posible que la palabra emporiosea demasiado fuerte en este caso. El sólo se dedica a ropa de caballero, pero tiene de todo, de todo: corbatas, sombreros, artículos deportivos. Y luego están las oficinas, en otra parte de la ciudad, y diversas operaciones bancarias.

—Será difícil empezar —dijo Franz, tamborileando con los dedos—, tengo un poco de miedo. Pero sé que su marido es un hombre estupendo, un hombre muy amable y bueno. Mi madre tiene verdadera adoración por él.

En aquel momento apareció, no se sabía de dónde, como una muestra de simpatía, el espectro de un perro que resultó ser, una vez examinado de cerca, de raza alsaciana. Bajando la cabeza, el perro puso algo a los pies de Franz. Luego se apartó un poco, se disolvió un instante, esperando con impaciencia.

—Es Tom —dijo Martha—, Tom ganó un premio en la exposición. ¿No es cierto, Tom? (Sólo hablaba a Tom cuando había invitados.)

Por respeto a su anfitriona, Franz recogió el objeto que le ofrecía el perro. Era una pelota húmeda, de madera, llena de incisiones de dientes perceptibles al tacto. En cuanto la hubo cogido y se la hubo acercado al rostro, el espectro del perro emergió de un salto de la neblina de calor, se volvió animado, cálido, activo, y casi le tiró de la silla. El se deshizo enseguida de la pelota. Tom despareció.

La pelota aterrizó justo entre las dalias, pero, naturalmente, Franz no se dio cuenta de esto.

—Bello animal —observó con repulsión, secándose la mano húmeda contra la tela del brazo del sillón. Martha había apartado la vista, fijándola, preocupada, en la tormenta que estaba teniendo lugar en el arriate, donde Tom pisoteaba ahora en frenética búsqueda de su juguete. Dio unas palmadas. Franz, cortés, la imitó en esto, confundiendo la reprimenda con el aplauso. Menos mal que en aquel momento pasó a su lado un muchacho en bicicleta, y Tom, olvidando al instante la pelota, corrió como loco hacia la valla del jardín y costeó toda su longitud ladrando furiosamente. Inmediatamente después se calmó, volvió al trote y se sentó junto al portal bajo los ojos fríos de Martha, con la lengua pendiente y doblando hacia atrás una pezuña, como los leones.

Mientras Franz escuchaba lo que Martha le decía, con el tono vibrante y quisquilloso al que ya estaba acostumbrándose, sobre el Tirol, se dijo que el perro no se había alejado demasiado y podría volver en cualquier momento a ofrecerle aquel objeto pegajoso. Recordó con nostalgia el perrito viejo y repulsivo de una repulsiva vieja (parienta y gran enemiga del perro de su madre), al que, en varias ocasiones, había conseguido dar astutas patadas.

—Pero, en cierto modo, le diré —estaba diciéndole Martha—, una se sentía cercada. Una imaginaba que esas montañas podrían caérsele encima al hotel en plena noche, justo sobre nuestra cama, enterrarnos bajo su mole a mí y a mi marido, matar a todo el mundo. Estábamos pensando en irnos a Italia, pero, no sé cómo, la verdad; el caso es que se me quitaron las ganas. Nuestro Tom es bastante estúpido. Los perros que juegan con pelotas son siempre estúpidos. En cuanto llega un señor completamente extraño, Tom le trata como si fuera un nuevo miembro de la familia. Esta es su primera visita a nuestra gran ciudad, ¿no?, ¿y qué?, ¿le gusta?

Franz se señaló los ojos con un cortés parpadeo:

—Estoy completamente cegato —dijo— hasta que me compre gafas nuevas. No lo puedo ver todo. No veo más que colores, lo que, al fin y al cabo, no resulta muy interesante. Pero, en general, me gusta. Y aquí se está tan tranquilo, debajo de este árbol amarillo....

Se le ocurrió, sin saber por qué —un golpe de fugitivo capricho— que en aquel momento su madre estaría volviendo de la iglesia con Frau Kamelspinner, la mujer del taxidermista. Y, entretanto —maravilla de maravillas— él se hallaba sumido en una difícil pero deliciosa conversación con esta nebulosa dama en esta radiante neblina. Todo ello le parecía muy peligroso; cualquier palabra que dijera podría ser causa de un traspié.

Martha notó su ligera tartamudez y su manera nerviosa de resollar de vez en cuando. «Deslumbrado y nervioso, y tan joven», reflexionó entre desdeñosa y tierna «es cera cálida, sana, joven, se puede manipular y moldear hasta que adopte una forma al gusto de uno. Pero debería haberse afeitado». Y le dijo, a modo de experimento, únicamente para ver su reacción:

—Si tiene usted intención de trabajar en un gran almacén elegante, caballero, tendrá que mostrar más aplomo, quitarse el vello ese de sus viriles quijadas.

Como Martha había pensado, Franz perdió toda su sangre fría:

—Me voy a comprar gafas nuevas, regafas quiero decir —alegó, con amigable reproche, o tal parecía deducirse de su aturdido balbuceo.

Ella dejó que su confusión se fuera diluyendo, diciéndose que le estaba bien empleado. Y Franz se sintió realmente incómodo por un instante, pero no tanto como ella se imaginaba. Lo que le había desconcertado no fue la represión, sino la súbita aspereza del tono de Martha, una especie de gutural advertencia, como si, para dar ejemplo, hubiera echado hacia atrás los hombros al pronunciar la palabra «aplomo». Y esto no encajaba en absoluto con la borrosa imagen que se había hecho de ella.

La chirriante interpolación pasó enseguida: Martha volvió a fundirse con la encantadora neblina del mundo que le rodeaba y reanudó su elegante conversación:

—El otoño es más frío por aquí que en su tierra natal. A mí me encanta la fruta muy dulce, pero tampoco me parecen mal los días frescos. Tengo la piel de una textura y una temperatura que reacciona siempre con alegría ante la brisa o cuando hiela de verdad. También es cierto que tengo que pagarlo.

—En mi tierra todavía nos bañamos —observó Franz. Iba a hablarle del famoso río, límpido y lírico, que cruzaba su ciudad natal, fluyendo bajo los arcos de sus puentes, y luego entre campos de mieses y viñedos; de lo agradable que era bañarse allí en cueros vivos, tirándose de la pequeña balsa, que se podía alquilar por unas perras; pero en aquel mismo momento se oyó el claxon de un coche que se detenía ante la puerta del jardín, y Martha dijo:

—Mi marido.

Fijó los ojos en Dreyer, preguntándose si su aspecto impresionaría al joven primo, y olvidando que Franz ya le había visto y apenas le iba a ser posible verle ahora. Dreyer llegó a paso rápido y vigoroso. Llevaba un amplio abrigo blanco y una bufanda también blanca. Bajo su brazo asomaban tres raquetas, cada una en un estuche de tela de distinto color —castaño, azul, morado— y su rostro, con su bigote leonado, relucía como una hoja otoñal. Martha se sintió irritada, y no tanto por su exótico atuendo como porque la conversación había quedado interrumpida y ella no estaba ya mano a mano con Franz, embelesándole y sorprendiéndole a solas. Sin siquiera darse cuenta, su actitud para con Franz cambió, como si hubiera habido «algo» entre ellos y la presencia súbita de su marido les indujese a mostrar ahora mayor reserva. Además, tampoco quería en absoluto que Dreyer se diese cuenta de que el pariente pobre a quien había criticado antes de conocerle no le resultaba, al fin y al cabo, tan mal. Por eso, cuando Dreyer se unió a ellos, quiso transmitirle, por medio de una pantomima apenas perceptible, que su llegada iba a liberarla por fin del deber de atender a un invitado pesado. Fue una pena que Dreyer, al acercarse a ellos, no apartase los ojos de Franz, quien, atisbando la parte de la moteada neblina que se iba condensando gradualmente, se levantó y se dispuso a hacer una inclinación. Dreyer, que era observador a su manera y aficionado a pequeños trucos mnemotécnicos (con frecuencia hacía juegos consigo mismo, tratando de recordar los cuadros de una sala de espera, esos limbos patéticos de los cuadros), había reconocido inmediatamente y a distancia a su reciente compañero de viaje, preguntándose si sería que venía a traerles intacta la carta de una sombrerera que Martha había perdido en el viaje. Pero, de pronto, se le ocurrió otra idea más divertida. Martha, acostumbrada a los fuegos de artificio de su rostro, vio contraerse el bigote recortado y temblar y multiplicarse las arrugas que surcaban la parte entre sus ojos y las sienes. En el instante siguiente Dreyer rompió a reír con tal violencia que Tom, que saltaba en torno a él, no pudo contenerse y se puso a ladrar. No era sólo la coincidencia lo que tanto divertía a Dreyer, sino también la conjetura de que Martha, probablemente, había dicho algo desagradable sobre su pariente cuando el pariente en cuestión estaba sentado junto a ellos, en el mismo compartimento. No le era posible recordar ahora lo que había dicho Martha, ni si Franz pudo o no oírlo, pero tuvo que haber dicho algo, y esta cosquilleante incertidumbre acrecentaba el aspecto humorístico de la coincidencia. En la zona intemporal del pensamiento humano recordó también —mientras el perro ahogaba el saludo de su sobrino— una ocasión en que un conocido le había telefoneado estando él en la ducha, y Martha, había gritado a través de la puerta del cuarto de baño: «Es el tonto de Wasserschluss que te llama», cuando, a cinco pasos de distancia, el auricular del teléfono aguzaba el oído como el fisgón escondido de una comedia.

Estrechó la mano de Franz sin dejar de reír, y seguía riendo al dejarse caer sobre una de las sillas de mimbre. Tom seguía ladrando. De pronto Martha se inclinó bruscamente hacia adelante y el dorso de su mano llameante de anillos dio tal bofetada al perro que le hizo daño; Tom, gimiendo, escapó de allí.

—Delicioso —dijo Dreyer (el deleite ya había terminado), secándose los ojos con un gran pañuelo de seda—, de modo que tú eres Franz, el hijo de Lina. En vista de tal coincidencia, lo mejor es dejar a un lado el protocolo, me vas a hacer el favor de no tratarme de usted y llamarme tío, querido tío.

«Evitemos los vocativos», pensó Franz inmediatamente. A pesar de todo, empezaba a sentirse a gusto. Dreyer, sonándose la nariz en la neblina, estaba borroso, absurdo, inofensivo como esos seres completamente ajenos que encarnan a personas a quienes conocemos en sueños y nos hablan con voz falsa como amigos de toda la vida.

—Hoy estaba en forma —dijo Dreyer a su mujer—, y te voy a decir una cosa: tengo hambre. Me imagino que también el joven Franz estará hambriento.

—En un momento estará la comida —dijo Martha. Se levantó y desapareció.

Franz, sintiéndose más a gusto, dijo:

—Tengo que pedir excusas. Se me rompieron las gafas y apenas veo nada, de modo que me confundo un poco.

—¿Dónde te hospedas? —preguntó Dreyer.

—En el Video —dijo Franz—, junto a la estación. Me lo recomendó una persona que lo conoce.

—Muy bien. Sí, Tom, eres un buen perro. Y ahora lo primero será encontrarte una buena habitación cerca de aquí. Por cuarenta o cincuenta marcos al mes. ¿Juegas al tenis?

—Sí, por supuesto —replicó Franz, recordando el patio, la raqueta oscura de segunda mano comprada por un marco, bajo un busto de Wagner, en una tienda de chucherías, la pelota de goma negra y la pared de ladrillo reacia a toda cooperación y con un aciago agujero cuadrado donde crecía un alhelí.

—Ah, muy bien, pues jugaremos juntos los domingos. Te hará falta un traje como es debido, camisas, cuellos flexibles, corbatas, todo eso. ¿Qué tal te llevas con mi mujer?

Franz hizo una mueca, sin saber qué contestar.

—Estupendo —dijo Dreyer—, me figuro que ya estará la comida. Luego hablaremos de negocios. De negocios aquí se habla tomando café.

Su mujer apareció en la puerta. Le dirigió una mirada larga y fría, hizo un frío movimiento de cabeza, volvió a entrar en la casa. «Ese tono odioso, falsamente simpático, indigno, que adopta siempre con los inferiores», se dijo, cruzando el vestíbulo, de un color blanco marfil, donde había un peine blanco, impecable y hospitalario, junto con un cepillo de dorso también blanco, ambos sobre una servilleta bordada, bajo un espejo alto encajado en la pared. El chalet entero, desde la terraza enjalbegada hasta la antena de la radio, era así: pulcro, de perfiles preciosos y limpios, y, en conjunto, aséptico e insustancial. Al amo de la casa le parecía una broma. Y, en cuanto a la señora, su gusto no se guiaba por consideraciones estéticas o sentimentales; se limitaba a pensar que un hombre de negocios alemán razonablemente rico en plenos años veinte del siglo en curso, y en la parte oeste de Berlín, tenía que tener una casa exactamente como ésta, o sea, del mismo tipo, propio de las afueras, que los otros de su clase. Tenía todas las comodidades, y la mayor parte de ellas se desaprovechaban. Por ejemplo, en el cuarto de baño había un espejo redondo giratorio, del tamaño del rostro: era una grotesca lente de aumento con su propia luz eléctrica. Martha se la había dado tiempo hacía a su marido para que se afeitase, pero éste le cogió manía casi desde el principio; resultaba insoportable, por las mañanas, verse la barbilla brillantemente iluminada, ampliada hasta tres veces su volumen natural, puntuada por cerdas color herrín surgidas durante la noche. Las sillas del salón parecían de exposición en una tienda de lujo. Un escritorio con una innecesaria serie de cajoncillos sostenía, en lugar de una lámpara, un caballero de bronce levantando un farol en el aire. Había multitud de animales de porcelana de relucientes grupas, tan libres de polvo como privados de caricias, y cojines multicolores que ninguna mejilla humana había oprimido jamás en busca de abrigo; y álbumes —enormes objetos rebuscados y afectados, con fotografías de porcelana danesa y muebles de Hagenkopp— que sólo abrían los invitados más aburridos o tímidos. Todo lo que contenía la casa, incluidos los tarros cuya etiqueta decía «azúcar», «clavo», «achicoria», en las baldas de la idílica cocina, había sido elegido por Martha, a quien, siete años antes, su marido había regalado el recién construido chalet, vacío aún y preparado para gustar, sobre una bandeja de césped verde. Martha compró cuadros para distribuirlos por las habitaciones, bajo la supervisión de un pintor que estaba entonces muy de moda y pensaba que cualquier cuadro valía con tal de que fuese feo y carente de sentido, con gruesos grumos de pintura, cuanto más sucio y confuso mejor. Siguiendo el consejo del conde, Martha compró en subastas unos pocos cuadros al óleo, entre ellos el magnífico retrato de un patilludo caballero, de aspecto noble, con elegante chaqué, apoyado sobre un fino bastón, su figura iluminada como por un fusilazo contra un espeso fondo marrón. Junto a este cuadro, en la pared del comedor, puso un daguerrotipo de su abuelo, comerciante en carbón muerto hacía largo tiempo, de quien se sospechaba que había ahogado a su primera mujer en un pequeño lago alpino hacia 1860, aunque nunca fue posible probarle nada. También tenía grandes patillas y llevaba chaqué y se apoyaba en un fino bastón; de modo que su proximidad al suntuoso óleo (firmado por Heinrich von Hildebrand) transformaba a éste por arte de magia en retrato de familia.

—Mi abuelo —solía decir Martha, señalando el objeto genuino con un amplio ademán de su mano, describiendo un indolente arco que incluía al anónimo aristócrata, hacia el que inevitablemente se dirigía la mirada del embaucado invitado.

Lamentablemente, sin embargo, Franz resultó incapaz de distinguir ambos cuadros, ni tampoco pudo ver la porcelana, por muy hábilmente que Martha dirigiera su atención hacia las atracciones de la habitación. Percibía una delicada mezcla de colores, sentía el frescor de abundantes flores, apreciaba la dúctil suavidad de la alfombra bajo sus pies, y, de esta forma, por un capricho del destino, le fue posible darse cuenta de la calidad misma de que el mobiliario carecía, pero, según Martha debería tener, puesto que había pagado por ello: un aura de lujo, en la que, después de la segunda copa de vino pálido y dorado, Franz comenzó lentamente a disolverse. Dreyer se la volvió a llenar, y Franz, que no había desayunado, ni osado probar el enigmático primer plato, sintió que sus extremidades inferiores estaban ya completamente desvanecidas. Tomó dos veces el antebrazo desnudo de la doncella por el de Martha, pero enseguida se dio cuenta de que su anfitriona estaba sentada lejos de él, como un fantasma con el color dorado del vino. Dreyer, igualmente fantasmal, pero cálido y rubicundo, le estaba contando un vuelo que había hecho, dos o tres años antes, de Munich a Viena, en medio de una fuerte tormenta que agitaba y sacudía al avión, tanto que él se sintió tentado de gritarle al piloto: «Haga el favor de parar un momento», mientras su casual compañero de viaje, un inglés viejo, seguía con su crucigrama como si nada. Franz, oyéndole, se sumía en fantásticas dificultades con su vol-au-ventprimero, y con el postre después. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, su cuerpo entero se iba a fundir por completo, dejando sólo la cabeza intacta, y que ésta, con la boca taponada por un buñuelo, comenzaría entonces a flotar por la habitación como un globo. El café y el curaçaoestuvieron a punto de acabar con él. Dreyer, girando lentamente ante él como una rueda llameante con brazos humanos en lugar de radios, comenzó a hablarle del empleo que le esperaba. Dándose cuenta del estado en que se encontraba el pobre muchacho, prefirió no entrar en detalles. Sí dijo, sin embargo, que Franz se iba a convertir enseguida en un excelente vendedor, que el principal enemigo del aviador no es el viento, sino la niebla, y que, como su sueldo, al principio, no iba a ser gran cosa, se encargaría él de pagarle el alquiler de la habitación y se alegraría de que Franz les visitase todas las tardes si lo deseaba, aunque no le sorprendería nada que para el año que viene hubiese ya línea aérea entre Europa y América. El tiovivo que giraba en la cabeza de Franz no acababa de detenerse; su sofá daba vueltas por la habitación en dorados círculos. Dreyer le miró con amable sonrisa y, anticipándose a la riña con que Martha iba a premiarle por tanta jovialidad, siguió vertiendo sobre la cabeza de Franz el contenido de un enorme cuerno de la abundancia, ya que tenía que recompensarle por la tremenda gracia que le había hecho el duendecillo de la coincidencia por intermedio de Franz. Y no sólo tenía que recompensarle a él, sino también a su prima Lina por la verruga de su mejilla y por su perrito, por la mecedora con su reposacabezas verde y en forma de salchicha, que llevaba bordada la leyenda: «Sólo media horita». Más tarde, cuando Franz, exudando vino y gratitud, se despidió de su tío, bajó cuidadosamente los escalones del jardín, salió cuidadosa y difícilmente por la puerta y, aún con el sombrero en la mano, desapareció doblando la esquina, Dreyer imaginó que el pobre muchacho se sumiría en una grata siesta en su cuarto de hotel, al tiempo que él mismo sentía descender sobre su persona el dichoso peso de la somnolencia y se retiraba al dormitorio.

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