¡Mira los arlequines! - Набоков Владимир Владимирович 10 стр.


Entre las tres o cuatro mecanógrafas que me ofrecieron sus servicios elegí a Lyubov Serafimovna Savich, nieta de un sacerdote rural e hija de un famoso RS (revolucionario social) muerto poco antes en Meudon, después de completar su biografía de Alejandro Primero (una tediosa obra en dos volúmenes titulada El monarca y el místico, ahora al alcance de los estudiantes norteamericanos en una traducción mediocre, Harvard, 1970).

Lyuba Savich empezó a trabajar para mí el 1° de febrero de 1934. Iba a mi casa todas las veces que era necesario y se mostraba dispuesta a quedarse cualquier número de horas (la marca que alcanzó en una memorable ocasión fue de una a ocho). Si hubiera existido una Miss Rusia y la edad de las candidatas a los premios de belleza se hubiera prolongado hasta el borde de los treinta, la hermosa Lyuba habría ganado el título. Era una mujer alta, de caderas estrechas, pechos generosos, hombros anchos, alegres ojos de un azul grisáceo en la cara redonda y rosada. El pelo castaño debía de inspirarle la sensación de un inminente desorden, porque cuando hablaba conmigo siempre se tocaba una onda al costado, levantando con gracia el codo. Zdraste, y una vez más zdraste, Lyubov Serafimovna. ¡Y qué deliciosa amalgama era esa, ya que lyubovsignifica "amor" y Serafim("serafín") era el nombre de pila de un terrorista reformado!

Como mecanógrafa, L. S. era magnífica. No acababa yo de dictarle una frase, yendo y viniendo por el cuarto, cuando mis palabras ya habían caído en su surco como un puñado de grano y ella me miraba, una ceja alzada, esperando la próxima simiente. Si en mitad de la sesión se me ocurría un cambio súbito, prefería no alterar el ritmo maravilloso de nuestro trabajo introduciendo penosas pausas para sopesar las palabras —pausas especialmente irritantes y estériles cuando un autor cohibido es consciente de que la sagaz dama que espera ante la máquina de escribir anhela contribuir con una útil sugerencia—; me contentaba, pues, con señalar el pasaje en mi manuscrito para profanar después con mis garabatos la inmaculada creación de Lyuba. Desde luego, ella siempre estaba dispuesta a copiar una vez más la página.

Solíamos hacer un intervalo de diez minutos a eso de las cuatro, a las cuatro y media si yo no lograba sofrenar de inmediato a mi piafante Pegaso. Lyuba iba a la humilde toilette situada al otro extremo del corredor, cerrando puerta tras puerta con inverosímil suavidad, y reaparecía un minuto después con la nariz recién empolvada y los labios pintados de nuevo. Yo la esperaba con un vaso de vin ordinairey una gaufretterosada. Fue durante esos intervalos cuando se inició unv movimiento temático por parte del destino! —¿Sabe usted una cosa?

Sorbo dilatorio; otra pausa para pasarse la lengua por los labios. Bueno, ella había asistido a todas mis lecturas en la Salle Planiol, desde la primera, el 3 de setiembre de 1928; había aplaudido hasta sentir dolor en las manos (un ademán para mostrármelas) y había resuelto que en la próxima ocasión se las ingeniaría para abrirse paso entre la multitud (sí, multitud, nada de sonrisas irónicas) con la firme intención de darme la mano y abrir su alma en una sola palabra que, sin embargo, no podía encontrar: por eso, inexorablemente, se quedaba de pie, sonriendo como una idiota, en medio de la sala vacía. ¿Me reiría de ella al saber que conservaba pegadas en un álbum todas las reseñas de mis libros (los encantadores ensayos de Morozov y Yablokov, así como esa basura que eran las diatribas de Boris Nyet y Boyarski)? ¿Sabía que era ella quien había dejado aquel misterioso ramo de lirios en el sitio donde habían sepultado la urna con las cenizas de mi mujer, cuatro años antes? ¿Podía imaginar que ella podía recitar de memoria todos los poemas que yo había publicado en los diarios emigres de media docena de países? ¿O que recordaba miles de deliciosos detalles tomados de todas mis novelas, tales como el cuac-cuac del pato real (en Tamara), "que al final de nuestras vidas nos sabe a pan de centeno ruso, porque durante nuestra niñez lo hemos compartido con patos", o el juego de ajedrez (en El peón se come a la reina), en el cual faltaba un caballo que "había sido reemplazado por una especie de ficha de otro juego desconocido"?

Todas esas confidencias hábilmente destiladas fueron surgiendo a lo largo de varias sesiones, y ya a fines de febrero, cuando una impecable copia a máquina de El sombrero de copa rojoen un sobre opulento fue depositada (por Lyuba, desde luego) en las oficinas de Patria(la revista rusa más importante en París) me sentía envuelto en una red fastidiosa.

Nunca había sentido siquiera un asomo de deseo hacia la hermosa Lyuba; más aún, la indiferencia de mis sentidos se convertía en verdadera repulsión. Cuanto más suaves eran sus miradas, menos caballeresca era mi reacción. Su refinamiento misjno tenía un dejo de vulgaridad que infestaba con la dulzura de la podredumbre su personalidad. Empecé a advertir con creciente irritación detalles tan patéticos como su olor, un respetable perfume ( Adoration, creo que se llamaba) que cubría apenas el tufo natural del cuerpo de una doncella rusa poco bañado: Adorationpersistía durante casi una hora, pero después los olores subterráneos hacían incursiones cada vez más frecuentes y cuando Lyuba levantaba los brazos para ponerse el sombrero... Pero dejemos esto. Lyuba era una mujer de grandes virtudes y espero que hoy sea una abuela feliz.

Sería un canalla si relatara nuestro último encuentro (el 19 de marzo del mismo año). Baste decir que mientras yo le dictaba una traducción al ruso, en verso, de "Al otoño" de Keats ("estación de brumas y frutos maduros"), Lyuba no pudo contenerse y me atormentó hasta las ocho con sus confesiones y sus lágrimas. Cuando al fin se fue, perdí otra hora escribiendo una carta donde le pedía que no volviera. Entre paréntesis, esa fue la primera vez que Lyuba dejó una hoja sin terminar en mi máquina de escribir. La saqué de la máquina y varias semanas después la descubrí entre mis papeles. Después la conservé porque fue Annette quien completó la tarea, con un par de erratas y una tachadura hecha con equis en el último verso. En esa yuxtaposición hubo algo que estimuló mi placer combinacional.

3

En estas memorias, mis mujeres y mis libros se entrelazan como las letras de un monograma o los dibujos de una marca de agua o un ex libris. Y al escribir esta autobiografía —tangencial, porque no se atiene a la historia pedestre, sino a los espejismos de la vida romántica y literaria— hago un esfuerzo sobrehumano para referirme lo menos posible a mi enfermedad mental. Sin embargo, Demencia es uno de los personajes de mi relato.

A mediados de la década del treinta, poco había cambiado mi salud desde la primera mitad de 1922, con sus espantosos tormentos. Mi batalla con el respetable vivir objetivo aún consistía en súbitas confusiones, súbitas reconstrucciones —caleidoscópicas, semejantes a los vidrios coloreados de un ventanal— del espacio fragmentado. La Gravedad, esa infernal y humillante contribución a nuestro mundo perceptible, crecía en mí como una garra monstruosa que me atormentaba con dolores insoportables (cosa incomprensible para el dichoso inocente que no ve nada fantástico ni tremendo en el lápiz o la moneda que rueda bajo algo: bajo el escritorio frente al cual vivimos, bajo la cama en que moriremos. Todavía me era imposible abstraer la dirección en el espacio, de modo que un determinado lugar del mundo estaba para mí siempre "a la derecha" o siempre "a la izquierda", posiciones que sólo podía cambiar mediante un esfuerzo de la voluntad que me dejaba agotado. ¡Oh, amada mía, era imposible explicarte hasta qué punto me torturaban las cosas y la gente! Por lo demás, aún no habías nacido por entonces.

A mediados de la década del treinta, en la negra, execrable París, recuerdo que visité a una pariente lejana (sobrina de la dama de ¡Mira los arlequines!). Era una dulce anciana extranjera. Permanecía el día entero sentada en una mecedora de respaldo recto, expuesta a los continuos ataques de tres, cuatro, más de cuatro niños infernales a quienes cuidaba (era un empleo que le había ofrecido la Asociación de Ayuda a las Damas Nobles Rusas Indigentes), mientras sus padres trabajaban en lugares quizá menos sórdidos que los medios de transporte utilizados para trasladarse a ellos. Me senté a los pies de la anciana en un viejo escabel. Sus palabras fluían suavemente, sin pausa, reflejando la imagen de días luminosos, llenos de riqueza, serenidad y bondad. Pero mientras tanto, uno de esos niños monstruosos, bizco y con boca de negrero, se arrojaba sobre ella desde su escondrijo tras un biombo o bajo una mesa y le sacudía la mecedora o le tiraba de la falda. Cuando los chillidos aumentaban demasiado, la dama pestañeaba apenas, sin que ello alterara su sonrisa reminiscente. Tenía al alcance de la mano un espantamoscas que de cuando en cuando esgrimía para alejar a los agresores más audaces; pero jamás interrumpía su tenue monólogo, y yo comprendí que también debía ignorar la barahúnda y el alboroto que la rodeaban.

Debo admitir que mi vida, mi modo de conducirme, la voz de las palabras que era mi única alegría y la secreta lucha con la forma engañosa de las cosas se parecían de algún modo a la actitud de la pobre anciana. Y advierto que esos eran mis mejores días, apenas perturbados por las muecas de un grupo de duendes que lograba mantener a raya.

El brío, la fuerza, la claridad de mi arte permanecían intactos —al menos en cierta medida. Disfrutaba, me obligaba a mí mismo a disfrutar de la soledad del trabajo y esa otra soledad, aún más sutil, del escritor que tras el brillante escudo de su manuscrito enfrenta un público amorfo, apenas visible en su oscura platea.

La confusión de obstáculos espaciales que separaban mi lámpara de cabecera y el atril que usaba para las lecturas públicas me era evitada gracias a la solicitud de amigos que me ayudaban a trasladarme a algún salón remoto sin que tuviera que luchar con los boletos de ómnibus, horriblemente pequeños, delgados, pegajosos, o sin necesidad de aventurarme en el estrepitoso laberinto del Metro. No bien me sentía a salvo en el estrado, con mis páginas escritas a mano o mecanografiadas a la altura de mi esternón sobre el atril, olvidaba por completo la presencia de trescientos oyentes. Un botellón de agua con vodka, mi único estimulante para las lecturas, era también mi único vínculo con el universo material. Como el foco de luz proyectado por un pintor sobre la oscura frente de un extático sacerdote en el momento de la revelación divina, la iluminación que me enmarcaba revelaba con precisión oracular las imperfecciones de mi texto. Un biógrafo ha anotado que no sólo aminoraba de cuando en cuando el ritmo de mi lectura mientras tomaba un lápiz y reemplazaba una coma por un punto y coma, sino que además solía detenerme y fruncir el ceño ante una frase, para releerla, tacharla, agregar una corrección y "releer una vez más el pasaje entero con una especie de desafiante complacencia".

Mi letra era muy legible en las copias definitivas, pero me sentía más cómodo con una página mecanografiada. Pero ya no tenía mecanógrafa. Publicar el mismo aviso en el mismo periódico habría sido un desatino: era incitar a que Lyuba regresara henchida de renovadas esperanzas para iniciar de nuevo su insoportable ciclo.

Llamé a Stepanov, pensando que podría ayudarme; me dijo que quizá pudiera y, después de un aparte con su puntillosa mujer, a milímetros del teléfono (todo cuanto pude entender fue "los locos son imprevisibles"), ella resolvió encargarse del asunto. Conocían a una muchacha muy decente que había trabajado en el jardín de infantes ruso Passy na Rousial que Dolly había ido cuatro o cinco años antes. La muchacha se llamaba Anna Ivanovna Blagovo. ¿Conocía yo a Oksman, el dueño de la librería rusa de la rue Cuvier?

—Sí, un poco. Pero quisiera preguntarle...

—Bueno —siguió la señora Stepanov, interrumpiéndome—, Annette sekretarstvovcda para él cuando la mecanógrafa que empleaba se enfermó. Pero como ahora la mecanógrafa se ha repuesto, usted podría...

—Muy bien —dije—. Pero quiero preguntarle algo, Berta Abramovna: ¿por qué me ha acusado de ser "un loco imprevisible"? Puedo asegurarle que no tengo la costumbre de violar a las muchachas...

—Gospod's vami, golubchik! (¡Qué idea, querido!) —exclamó la señora Stepanov, y me explicó que había dicho la frase a su marido, al verlo sentarse distraídamente sobre su cartera nueva cuando atendió el teléfono.

Aunque no creí una sola palabra de su versión (¡tan rápida, tan traída de los pelos!) fingí aceptarla y prometí ir a ver al librero. Pocos minutos después estaba a punto de abrir la ventana y desnudarme frente a ella (en momentos de penosa viudez una apacible noche primaveral es la mejor voyeuse que pueda imaginarse), Berta Stepanov me telefoneó para decirme que Oksman solía quedarse hasta el amanecer entre la pesadilla de sus estanterías. (Asocié el nombre Oksman a la palabra inglesa oxman: boyero. ¡Qué estremecimiento provocaban en mi Iris algunos episodios en el zoológico de la isla del doctor Moreau, sobre todo aquella "forma aullante", aún semivendada, que escapaba del laboratorio!) La señora Stepanov sabía muy bien, je-je (ironía rusa), que yo era un noctámbulo. Quizá podría ir hasta la librería de Oksman sans tarder, sin tardanza, frase abominable. Sí, iría hasta allí.

Después de ese desapacible llamado, no encontré demasiado que elegir entre mi lucha contra el insomnio y un paseo hasta la rue Cuvier, que da al Sena, donde según las estadísticas policiales, en el período entre ambas guerras se ahogó cada año un término medio de cuarenta extranjeros y sabe Dios cuántos desdichados franceses. Nunca he sentido la menor inclinación hacia el suicidio, ese absurdo despilfarro del Yo (una piedra preciosa bajo cualquier luz). Pero debo admitir que esa noche, en el cuarto, quinto o quincuagésimo aniversario de la muerte de mi amada, debía tener un aspecto harto sospechoso (con mi traje negro y mi dramática bufanda) ante los ojos de cualquier policía de la zona ribereña. Y es muy mala señal que un hombre sin sombrero ande por las calles sollozando, conmovido no por versos que él mismo podría haber escrito, sino por algo que abominablemente confunde con su propia obra; un hombre que pronto se acobarda, pero es demasiado cobarde para rectificarse:

Zvezdoobraznost' nebesnyh zvyozd

Vidish' tol'ko skvoz' ilyozy...

(Los astros celestiales sólo se ven como estrellas

a través de lágrimas.)

Ahora soy mucho más valiente, desde luego, más valiente y orgulloso que el ambiguo matón que avanzaba aquella noche entre una cerca que parecía infinita, cubierta de carteles en jirones, y una hilera de faroles espaciados cuya luz elegía exquisitamente para, su desgarrador juego en las alturas a una joven hofa de tilo, brillante como una esmeralda. Confieso que aquella noche, y la siguiente, así como las que las precedieron, me perturbaba la vaga sensación de que mi vida era una hermana gemela no idéntica, una parodia, una variante de la vida de otro hombre que vivía en alguna parte de esta o de otra tierra. Sentía que un demonio me obligaba a imitar a ese otro hombre, a ese otro escritor que era y sería siempre incomparablemente más grande, más sano, más cruel que este humilde servidor.

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