¡Mira los arlequines! - Набоков Владимир Владимирович 9 стр.


Nadezhda Gordonovna llegó a París desde alguna de las islas Orkney acompañada de un amigo eclesiástico, después del entierro de su marido. Impulsada por un falso sentido del deber, intentó verme para contármelo "todo". La evité con eficacia. Pero Nadezhda Gordonovna se las arregló para encontrarse con Ivor en Londres, antes de que él regresara a los Estados Unidos. No pregunté nada a ese extravagante amigo mío, que tampoco me reveló nunca en qué consistía ese "todo". Me niego a creer que fuera algo demasiado importante (y por otro lado, ya sabía demasiado). No soy hombre vengativo; pero me complace imaginar ese trencito que da vueltas sin cesar, eternamente.

SEGUNDA PARTE

1

Una curiosa forma del instinto de conservación nos impulsa a librarnos inmediatamente, irrevocablemente, de todo cuando ha pertenecido a urr ser amado a quien hemos perdido. De lo contrario, las cosas que ese ser ha tocado cada día y ha mantenido en su contexto habitual mediante el acto de utilizarlas, adquieren una espantosa y frenética vida propia. Las ropas se llenan de sí mismas, los libros empiezan a volver sus propias páginas. Nos ahogamos en el círculo cada vez más estrecho de esos monstruos desubicados, deformados porque su dueño no puede asistirlos. Y ni siquiera el más valiente de nosotros es capaz de soportar la mirada del ser desaparecido en el espejo que lo sobrevive.

Cómo librarse de esos objetos es otro problema. No podía ahogarlos como gatos recién nacidos: a decir verdad, era incapaz de ahogar un gato, sin hablar ya del cepillo o el bolso de Iris. Tampoco podía soportar la idea de que un extraño se llevara esas cosas y volviera en busca de otras. De manera que resolví abandonar el departamento y ordené a la criada que dispusiera a su antojo de todas esas cosas repudiadas. ¡Repudiadas! En el momento de partir, me parecieron normales, inofensivas; hasta diría que tenían un aire de perplejo abandono.

Al principio traté de instalarme en un hotel de tercer orden en el centro de París. Me proponía luchar contra el terror y la soledad trabajando el día entero. Terminé una novela, empecé otra, escribí cuarenta poemas (el trigo y la cizaña en el mismo granero), una docena de cuentos, siete ensayos, tres reseñas devastadoras, una parodia. Durante las noches, el recurso para no perder el juicio consistía en tragar una píldora especialmente poderosa o en pagarme una compañera de lecho.

Recuerdo un peligroso amanecer de mayo (¿1931 o 1932?). Todos los pájaros (en su mayoría gorriones) cantaban como en el mayo de Heine con fuerza demoníaca: por eso sé que debió ser una maravillosa mañana de mayo. Estaba acostado, con la cara vuelta hacia la pared, pensando de manera confusa si acaso no "nos" convendría trasladarnos en el automóvil a Villa Iris más temprano que de costumbre. Pero un obstáculo impedía ese viaje: el auto y la casa estaban vendidos, según me había dicho la propia Iris en el cementerio protestante (los amos de su fe y su destino prohibían la cremación). Me volví en la cama hacia la ventana: Iris yacía a mi lado, con la oscura melena dirigida hacia mí. Di un puntapié a las sábanas. Iris estaba desnuda, aunque conservaba puestas las medias negras (cosa extraña, pero que al mismo tiempo recordaba algo de un mundo paralelo, pues mi mente cabalgaba simultáneamente en dos caballos de circo). En una nota erótica al pie de página me recordé a mí mismo, por milésima vez, que debía mencionar en alguna parte hasta qué punto es seductora la espalda de una muchacha con el contorno de la cadera acentuado por la posición yacente, una pierna apenas doblada. J'ai froid, dijo la muchacha cuando le toqué el hombro.

El término ruso para indicar cualquier clase de traición, infidelidad, deslealtad, es la serpeante, untuosa palabra izmena, basada en la idea de cambio, desvío, metamorfosis. Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en una prostituta. Eso suscitó en mí una estrepitosa protesta. Un vecino golpeó la pared; otro llamó a la puerta. La muchacha, aterrorizada, tomó su bolso, mi impermeable y huyó del cuarto para dejar paso a un individuo de barba, grotescamente ataviado con un camisón y chanclos de goma. El crescendo de mis gritos —gritos de rabia y desesperación—, terminó en un acceso de histeria. Creí que intentaban llevarme a un hospital. En todo caso, era preciso que encontrara otro alojamiento sms tarder, frase que no podía oír sin un espasmo de angustia por asociación mental con la carta del amante de Iris.

La imagen de un paisaje flotaba sin cesar ante mis ojos como una alucinación visual. Dejé vagar el índice al azar por un mapa del norte de Francia. La uña se detuvo en la ciudad de Petiver o Petit Ver, un verso o un gusano pequeño, que me pareció idílica. Un ómnibus me llevó a una estación que no estaba lejos de Orléans, según creo. Todo lo que recuerdo de la casa donde viví es el piso extrañamente inclinado, que correspondía a la inclinación del techo del café situado bajo mi cuarto. También recuerdo un parque verde pastel, hacia el este de la aldea, y un viejo castillo. El verano que pasé allí es una mezcla de colores en el espejo empañado de mi mente. Pero escribí algunos poemas, el último de los cuales (sobre una compañía de acróbatas que se exhiben en el atrio de una iglesia) ha aparecido reimpreso muchas veces en el trascurso de cuarenta años.

Cuando volví a París me encontré con que mi buen amigo Stepan Ivanovich Stepanov, un destacado periodista en buena situación económica (era uno de los pocos rusos que habían tenido la idea de transferirse a sí mismos al extranjero junto con sus bienes, antes del coupbolchevique) no sólo había organizado mi segunda o tercera lectura pública ( vecher, "atardecer" es el término ruso destinado a esa clase de actuación), sino que además me proponía que me quedara en una de las diez habitaciones de su anticuado caserón. (¿Avenue Koch? ¿Roche? Estaba o está cerca de la estatua de un general cuyo nombre se me escapa, pero que sin duda acecha en algunas de mis viejas notas.)

Los residentes de la casa eran por ese entonces el señor y la señora Stepanov, la hija casada de ambos, la baronesa Borg, un hijo de once años" de esta última (el barón, hombre de negocios, estaba en Inglaterra enviado por su compañía) y Grigoriy Reich (¿1899-1942?), un dulce, melancólico, esbelto joven poeta sin el menor talento que con el seudónimo Lunin enviaba una elegía semanal al Novostiy trabajaba como secretario de Stepanov.

No podía resistirse a la tentación de bajar todas las noches para asistir a las frecuentes reuniones de personajes literarios y políticos, en el ornado salón o en el comedor, con su inmensa mesa ovalada y el retrato al óleo, en pied, del joven hijo de Stepanov, muerto en 1920 al tratar de salvar a un camarada de escuela que se ahogaba. Miope, lleno de brusca animación, Alexander Kerenski solía estar presente, levantando con violencia el monóculo para mirar a un extraño o saludar a un viejo amigo con un veloz chiste dicho en voz ronca, ensordecida durante el fragor de la revolución. Ivan Shipogradov, eminente novelista y reciente premio Nobel, también solía estar presente en esas reuniones, irradiando talento y gracia, y —después de unos tragos de vodka— deJcitando a sus íntimos con los típicos cuentos verdes rusos, cuyo arte consiste en el rústico entusiasmo y el cariñoso respeto con que aluden a nuestros órganos más privados. Mucho menos interesante era la figura de Vasiliy Sokolovski, el viejo rival de I. A. Shipogradov, un frágil hombrecito de traje abolsado a quien I. A. se refería con el curioso apodo de "Jeremy" y que desde el comienzo del siglo dedicaba volumen tras volumen a la historia mística y social de un clan ucraniano, iniciado como una humilde familia de tres miembros en el siglo xvi y convertido en toda una aldea, desbordante Je mito y folklore, en el volumen sexto (1920). Era reconfortante ver los rasgos duros, inteligentes, del viejo Morozov, su melena descuidada, sus ojos brillantes, cristalinos. Y por un motivo especial, yo observaba atentamente al rechoncho y solemne Basilevski: no porque pareciera a punto de iniciar o de terminar una pelea con su joven amante —una belleza felina que escribía versos ramplones y coqueteaba vulgarmente conmigo—, sino porque tenía la esperanza de que ya hubiera averiguado cómo me había burlado de él en el último número de una revista literaria en que ambos colaborábamos. Aunque su inglés era insuficiente para interpretar, por ejemplo, a Keats (a quien definía como "un esteta prewildeano en los comienzos de la era industrial"), Basilevski se complacía en esos intentos. Al analizar el "no del todo desagradable preciosismo" de mis propias obras, él había citado imprudentemente un verso muy popular de Keats, traduciéndolo así:

Vsegda nos raduet krasivaya vesbchitsa,

frase que, retraducida, significa:

"Una linda chuchería siempre nos alegra."

Pero nuestra conversación fue demasiado breve como para permitirme comprobar si Basilevski había apreciado o no mi divertida lección. Me preguntó qué pensaba del nuevo libro acerca del cual monologaba frente a Morozov. Era la "impresionante obra sobre Byron" de Maurois. Cuando le contesté que me parecía un montón de basura, mi austero crítico murmuró: "No creo que lo haya usted leído" y siguió instruyendo al sereno viejo poeta.

Solía escabullirme antes de que esas reuniones terminaran. El murmullo de las despedidas me llegaba cuando empezaba a deslizarme en el insomnio.

Pasaba casi todo el día trabajando, hundido en un profundo sillón, con mis herramientas de trabajo descansando ante mí en una mesa especial que me había suministrado mi huésped, muy aficionado a los aparatos prácticos. Desde la muerte de Iris, había empezado a engordar y ya debía hacer dos o tres intentos para poder zafarme de mi posesivo sillón. Sólo una persona me visitaba; para ella dejaba entreabierta la puerta. El borde más próximo de la mesa de trabajo tenii una cortés curva para acomodar el abdomen del escritor; el borde opuesto estaba equipado con bandas de goma —y abrazaderas para sostener papeles y lápices. Me habitué a tal punto a esas comodidades que echaba de menos, con ingratitud, la ausencia de inodoros inmediatos, tales como esas cañas huecas que, según dicen, usan los orientales.

Todas las tardes, a la misma hora, una mano silenciosa empujaba la puerta y Dolly, la nieta de los Stepanov, me alcanzaba una bandeja con un gran vaso de té muy cargado y un plato de ascéticos bizcochos. Avanzaba con los ojos bajos, moviendo cautelosamente los pies con medias blancas y zapatillas de goma azules; se paraba cuando el té se sacudía para avanzar de nuevo con los lentos pasos de una muñeca mecánica. Tenía el pelo muy rubio y la nariz pecosa, cuando resolví que sus pasitos avanzaran hasta el libro que escribía por entonces ( El sombrero de copa rojo, en el cual Dolly se convierte en la graciosa Amy, la ambigua consoladora del hombre condenado), le puse un vestido de tela floreada con brillante cinturón negro.

¡Qué encantadoras pausas eran esas! Se oía a la baronesa y a su madre tocando a quatre mains en el salón de la planta baja, como habían tocado una y otra vez, sin duda, durante los últimos quince años. Yo tenía una caja de bizcochos de chocolate para suplementar los zwiebacksy tentar a mi pequeña visitante. Después de apartar la mesa de trabajo, la reemplazaba por los miembros de la niña. Dolly hablaba ruso con fluidez, pero mechándolo con interjecciones e interrogaciones parisienses, y esos trinos como de pájaros conferían un tono mágico a las respuestas que daba, meciendo una pierna y mordisqueando el bizcocho, a las preguntas que yo le hacía, las típicas preguntas que suele hacerse a los niños. De pronto, en medio de nuestra charla, Dolly se desasía de mis brazos y corría a la puerta, como si alguien la llamara, aunque sólo se oía el piano en la casa y nada había interrumpido la felicidad hogareña de la que yo no formaba parte y que, en verdad, jamás había conocido.

Los Stepanov me habían invitado por dos semanas: me quedé dos meses. Al principio me sentía relativamente bien, o al menos cómodo y tranquilo. Pero una nueva píldora para dormir que me había dado excelentes resultados en sus seductores comienzos, se negó después a. coincidir con ciertas ensoñaciones a las que, como sugería su increíble culminación, yo hubiese debido sucumbir como un hombre para librarme de ellas de una vez. En cambio, saqué ventaja del hecho de que trasladaran a Dolly a Londres para buscar una nueva morada para mi mísero esqueleto. La encontré en un cuarto de una ruinosa pero apacible casa de vecindad en la Rive Gauche, "en la esquina de la rue St. Supplice", como dice mi diario de bolsillo con inexorable imprecisión. Una especie de antiguo armario contenía una ducha; era la única comodidad de que disponía. Salir dos o tres veces por día para comer, tomar una taza de café o hacer alguna compra extravagante en una fiambrería eran mis breves distracciones. En la calle siguiente descubrí un cinematógrafo especializado en películas de cowboys y un minúsculo burdel con cuatro prostitutas cuyas edades oscilaban entre los dieciocho y los treinta y ocho años: la más joven era también la más fea.

Había de pasar muchos años en París, unido a esa melancólica ciudad por los lazos de mi vida de escritor ruso. En París, nada tenía entonces ni tiene ahora el hechizo que cautivaba a mis compatriotas. No pienso en la mancha de sangre sobre la piedra más oscura de su calle más oscura: eso es algo hors concours en materia de horror. Sólo quiero decir que París, con sus días grises y sus noches negras, era tan sólo para mí el ocasional escenario de mis más auténticas y fieles alegrías: la frase colorida que giraba en mi mente, bajo la llovizna; la página en blanco, bajo la lámpara del escritorio, que me esperaba en mi humilde hogar.

2

Desde 1925 había escrito y publicado cuatro novelas; a principios de 1934 estaba a punto de terminar la quinta, Krasnyy Tsilindr (El sombrero de copa rojo), la historia de una decapitación. Ninguno de esos libros pasaba de las noventa mil palabras, pero el método que empleaba para componerlos nada tenía que ver con un recurso para ahorrar tiempo.

Un primer borrador, escrito con lápiz, llenaba varios cuadernos azules de los que usan los escolares; cuando la revisión llegaba al punto de saturación, el borrador era un caos de tachaduras y serpenteantes enmiendas. A esto correspondía el desorden del texto, que sólo seguía un curso regular durante unas pocas páginas, súbitamente interrumpido por algún denso pasaje perteneciente a una parte anterior o posterior del relato. Después de clasificar y recompaginar ese caos, iniciaba la etapa siguiente: la copia en limpio. La escribía cuidadosamente con una estilográfica en un voluminoso cuaderno o en un libra de cuentas. Después, una orgía de nuevas correcciones iba anulando poco a poco el placer de la perfección engañosa. La tercera etapa empezaba cuando la legibilidad se interrumpía. Apretando con mis dedos lentos y rígidos las teclas de mi fiel mashinka(máquina), regalo de bodas del conde Starov, lograba copiar unas trescientas palabras en una hora, en cambio del millar que un popular novelista del siglo pasado lograba acumular escribiendo a mano.

Sin embargo, en el caso de El sombrero de copa rojolos dolores neurálgicos que en los últimos tres años habían ido apoderándose de mi esqueleto como una persona interior toda hecha de puntas y garras, ya habían alcanzado mis extremidades, haciendo de la tarea de escribir a máquina una afortunada imposibilidad. Calculé que si me privaba de mis alimentos favoritos, tales como el foie grasy el whiskyescocés, y posponía la hechura de un traje nuevo, mi modesta renta me permitiría contratar a una mecanógrafa experta a quien dictaría mi manuscrito corregido durante unas treinta tardes cuidadosamente programadas. De manera que publiqué un anuncio muy visible en el Novosti, con mi nombre y mi número de teléfono.

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