¡Mira los arlequines! - Набоков Владимир Владимирович 14 стр.


Le gustaban los largos paseos por el parque, entre las tranquilas hayas y los niños que eran la imagen del futuro; la estusiasmaban los cafés, los desfiles de modelos, los partidos de tenis, las carreras circulares de bicicletas en el Vélodrome y sobre todo el cinematógrafo. Pronto advertí que esas diversiones le despertaban ganas de hacer el amor; y en aquellos días de París yo era fuerte, tremendamente amoroso e incapaz de soportar negativas caprichosas. Sin embargo, evité las dosis excesivas de deportes atléticos (una metronómica pelota de tenis yendo y viniendo, o las horribles piernas peludas de jorobados sobre ruedas).

La segunda mitad de la década del treinta que pasamos en París se caracterizó por un maravilloso auge de las artes exiliadas. Y sería presuntuoso y necio de mi parte no admitir que pese a lo que escribieron sobre mí algunos de los críticos más deshonestos, permanecí en la cumbre de ese período. En los salones de conferencias, en las trastiendas de los cafés más frecuentados, en las reuniones literarias, me divertía señalar a mi silenciosa y elegante compañera a los diversos necrófagos del infierno, a los peores rastreros, a las benévolas nulidades, a los despóticos jefes de grupo, a los chiflados, a los piadosos pederastas, a las lesbianas de encantadora histeria, a los viejos realistas de mechones grises, a los talentosos, iletrados, intuitivos nuevos críticos (Adam Atropovich era su inolvidable jefe).

Advertí con una especie de erudito placer (semejante al de practicar lecturas paralelas) qué atentos, qué deseosos de agradarla se mostraban los tres o cuatro grandes maestros de las letras rusas, siempre vestidos de negro (hombres a quienes admiraba con agradecido fervor no sólo porque los altos principios de su arte habían fascinado mis primeros años, sino también porque la prohibición de sus libros, por los bolcheviques representaba la interdicción más importante, absoluta e inmortal del régimen stalinista y leninista). No menos emprcssc's en torno a ella (quizás con la ansiedad subliminal de ganarse el raro elogio que yo concedía a la pura voz de los impuros) se mostraban algunos jóvenes escritores a quienes su dios había creado con dos caras: despreciablemente corrompida o inane a un lado de su ser, y deslumbrante de genio al otro lado. En una palabra, la aparición de Annette en el beau monde de la literatura émigrée reproducía de manera harto divertida el Capítulo Octavo de Eugene Onegin, con la princesa de N. moviéndose altiva entre la multitud aduladora del salón de baile.

Quizá me habría disgustado el excesivo interés con que mi mujer escuchaba a Basilevski (cuyas obras desconocía por completo y de cuya extravagante reputación apenas tenía idea), si no se me hubiera ocurrido que el tema de la simpatía de Annette reiteraba, por así decirlo, la fase amistosa de mis relaciones iniciales con aquel faux bonhomme. Oculto tras una columna más o menos dórica, lo oí preguntar a mi candorosa y dulce Annette si sabía por qué yo detestaba a tal punto a Gorki (por quien él tenía absoluta veneración). ¿Acaso era porque me enfurecía la fama mundial de un proletario? ¿Me habría tomado el trabajo de leer alguno de los libros de ese escritor maravilloso? Annette pareció desconcertada, pero de pronto una encantadora sonrisa infantil le iluminó el rostro y recordó La madre, una anticuada película soviética que yo había criticado, dijo, "porque las lágrimas que rodaban por las mejillas eran demasiado grandes y lentas".

—¡Ah! Eso lo explica todo —declaró Basilevski con lóbrega satisfacción.

10

Recibí las traducciones de El sombrero de copa rojoy de Camera Lucidacasi al mismo tiempo, en el otoño de 1937. Resultaron aún más innobles de lo que esperaba. La señorita Haworth, inglesa, había pasado tres años felices en Moscú, donde su padre había sido embajador; el señor Kulich era un anciano neoyorkino nacido en Rusia que firmaba sus cartas con el nombre Ben. Ambos cometieron errores idénticos, eligiendo la acepción equivocada en sus diccionarios idénticos y, con idéntica audacia, evitándose la molestia de verificar el sentido del traidor homónimo de una palabra que les parecía conocida. Eran ciegos para los matices de color contextúales y sordos para las gradaciones de sonido. Sus clasificaciones de los objetos solían descender de la clase a la familia y, con más frecuencia aún, al género. Confundían el espécimen con la especie; Brinco, Salto y Pirueta llevaban para ellos el monótono uniforme de la sinonimia regimentada y no había página donde no hicieran una plancha. Lo que me parecía especialmente fascinante (en un sentido terrible, diabólico) era que dieran por sentado que un autor respetable hubiera escrito tal o cual pasaje descriptivo, reducido por su ignorancia y descuido a los gritos y gruñidos de un débil mental. Los hábitos de expresión de Ben Kulich y la señorita Haworth eran tan parecidos que, pienso ahora, quizá estuvieran casados en secreto y se escribieran con regularidad cuando procuraban entender un párrafo difícil; o tal vez resolvieran encontrarse a mitad de camino para celebrar picnics campestres sobre la hierba, al borde de un cráter en las Azores.

Me llevó varios meses examinar esas atrocidades y dictar mis revisiones a Annette. Su inglés provenía de los cuatro años que había pasado en un internado norteamericano de Constantinopla (1920-1924), la primera etapa de los Blagovo en su expatriación hacia el oeste. Era asombroso comprobar cómo crecía y mejoraba el vocabulario de Annette durante el desempeño de sus nuevas funciones; y me divertía el orgullo con que transcribía correctamente los exabruptos y sarcasmos dirigidos por carta a Allan & Overton de Londres y a James Lodge de Nueva York. A decir verdad, su doigté era mejor en inglés (y en francés) que cuando mecanografiaba textos rusos. Desde luego, daba algunos traspiés sin importancia en cualquiera de esos lenguajes. Descubrí un desliz trivial, una mera errata (" here" [aquí] en lugar de " hero" [héroe], o quizá " that" [que] en lugar de " hat" [sombrero]: ni siquiera lo recuerdo, pero creo que había una "h" en alguna parte), que sin embargo dio a la frase un sentido terriblemente chato, aunque no, por desgracia, implausible (la verosimilitud ha sido la perdición de muchos concienzudos correctores de pruebas). Un telegrama podía disipar el error de inmediato. Pero para un» escritor enervado por el exceso de trabajo esos equívocos son muy irritantes; declaré mi fastidio con injustificada vehemencia. Annette se puso a buscar formularios de telegrama en el cajón donde no los había y sin levantar la cabeza dijo:

—Ella te habría sido mucho más útil que yo, aunque hago todo lo que puedo ( strashno s taray w').

Nunca mencionábamos a Iris —era una cláusula tácita en el código de nuestro matrimonio—, pero en seguida comprendí que Annette se refería a ella y no a la inepta muchacha inglesa que me había enviado una agencia varias semanas antes y que había devuelto con el papel y el hilo de envolver. Por algún motivo oculto (una vez más, el exceso de trabajo), sentí que me saltaban las lágrimas y antes de poder levantarme y salir del cuarto, me encontré sollozando sin pudor y golpeando con el puño un libro anónimo y voluminoso. Annette, también llorando, se deslizó entre mis brazos y esa misma noche fuimos a ver la última película de Rene Clair, seguida de una cena en el Grand Velour.

Durante esos meses que pasé corrigiendo y reescribiendo en parte El sombrero de copa rojoy el otro libro, empecé a sentir los espasmos de una extraña transformación. No desperté una mañana en Europa Central convertido en un enorme escarabajo con más patas que cualquier otro insecto, pero me atormentó el desgarramiento de ciertos tejidos secretos. Ya había enviado a Patriael final de El audaz. Annette y yo planeábamos pasar la primavera en Inglaterra (proyecto nunca realizado) y el verano de 1939 en los Estados Unidos (donde ella moriría catorce años después). A mediados de 1938, ya me sentía capaz de sentarme a disfrutar cómodamente no sólo de los elogios privados que Andoverton y Lodge me hacían en sus cartas, sino también de las acusaciones públicas de algunos criticastros burlones en los suplementos literarios: censuraban la aristocrática oscuridad en determinados pasajes de mis dos novelas, surgidos del delirio interpretativo de mis traductores al inglés. Pero era un problema muy diferente "trabajar sin red", como dicen los acróbatas rusos, e intentar escribir una novela directamente en inglés, sin la seguridad de una red rusa tendida entre mis proezas y el círculo iluminado de la arena.

Como sucedería también con mis demás libros en inglés (inclusive este borrador), el título del primero se me ocurrió en el momento de la fecundación, mucho antes del nacimiento y el desarrollo. Sosteniendo ese título contra la luz, percibí todo el contenido de la cápsula semitrasparente. El título debía ser, sin posibilidad de alternativa o de cambio, Véase en Realidad. Ni siquiera lograron disuadirme las tribulaciones que semejante título padecería en los catálogos de las bibliotecas públicas.

La idea del libro quizá haya sido un efecto colateral de ese insulto a mi cuidadoso estilo que fueron las traducciones de los dos chapuceros: Un novelista inglés, artista brillante e incomparable, acaba de morir. Hamlet Godman, dinamarqués de Oxford, caracterizado por su ignorancia, su torpeza y su malevolencia, resuelve pergeñar la.biografía del novelista, viendo en esa tarea grotesca un desquite kovalevskiano de los fracasos literarios debidos a su innata mediocridad. El indignado hermano del novelista muerto decide poner en su lugar a Godman y emprende la revisión de la biografía. El deleite y la magia de mi libro empiezan en el primer capítulo, no bien se inician los ataques viperinos de Godman al insinuar en el novelista un "complejo de masturbación" y adjudicarle la castración de soldaditos de plomo. El hermano agrega notas al pie de página, cada una, de doce líneas por lo menos; siguen más notas, y después muchas más aún, que ponen en duda, refutan y reducen al absurdo las anécdotas fraguadas y las vulgares invenciones del supuesto biógrafo. La multiplicación de esas notas al pie de página redunda en un aumento amenazador (que sin duda perturba a los lectores selectos o convalecientes) de los símbolos astronómicos que salpican el texto. Hacia el fin de la época universitaria del biografiado, la altura del aparato crítico ha llegado a un tercio de cada página. Anuncios de una catástrofe nacional —campos inundados, etc.— acompañan el aumento del nivel del agua. Hacia la página 200, el material de las notas ocupa los tres cuartos del texto y la tipografía de los comentarios ha cambiado de tamaño, por lo menos psicológicamente (detesto los jugueteos tipográficos en los libros). En los últimos capítulos, esos comentarios no sólo han reemplazado el texto mismo, sino que aparecen con una tipografía de frondosidad delirante. "Presenciamos aquí el admirable fenómeno de una biographie romancee fraudulenta reemplazada poco a poco por la verdadera historia de la vida de un gran hombre." Por añadidura, el libro se cierra con un informe de tres páginas sobre la carrera universitaria del anotador: "En la actualidad enseña Literatura Moderna (incluyendo las obras de su hermano) en Paragon University, Oregon."

He descrito una novela escrita hace casi cuarenta y cinco años y sin duda olvidada por el público. Nunca la releí porque sólo he releído ( je relis, perechityvayu: bromeo con una amante adorable) las pruebas de página de mis ediciones en rústica. Y por razones que, estoy seguro, J. Lodge encuentra muy justificadas, esta obra no ha pasado de la edición encuadernada a la edición en rústica. Pero en la rosada perspectiva del recuerdo, la veo como algo placentero y la he disociado por completo de los terrores y tormentos que me acechaban mientras escribía aquella sátira sin presunciones.

La verdad es que la composición de esa sátira, a pesar del deleite (quizás nocivo en sí mismo) que las burbujas iridiscentes de mis alambiques me proporcionaron después de una noche de inspiración, esfuerzo y triunfo (¡miren los arlequines, mírenlos todas: Iris, Annette, Bel, Louise y tú, la última, la inmortal!) me llevó casi a la parálisis general que temí desde mi juventud.

En el mundo de los deportes creo que no ha existido nunca un campeón mundial de tenis y esquí. Pero he sido el primero en cumplir esa hazaña en dos literaturas tan diferentes como la hierba y la nieve. Como nada tengo de atlético y las páginas deportivas de los diarios me aburren casi tanto como las de cocina, ignoro qué destreza física se necesita para lograr un día una serie de treinta y seis tiros perfectos al nivel del mar de la cancha de tenis, y remontarse al día siguiente en un salto de esquí ciento treinta y seis metros en el aire luminoso de la montaña. Una fuerza colosal, sin duda, y quizás inconcebible. Pero yo me las he arreglado para superar las torturas de La Metamorfosisliteraria.

Pensamos con imágenes, no con palabras; sin embargo, cuando componemos, recordamos o reelaboramos mentalmente, a medianoche, algo que deseamos decir en el sermón del día siguiente, o que hemos dicho a Dolly en un sueño reciente, o que desearíamos haber dicho veinte años antes a un celador impertinente, las imágenes con que pensamos son, desde luego, verbales y hasta audibles, cuando somos viejos y estamos solos. No solemos pensar con palabras, ya que casi todo el vivir es un mimodrama. Pero sin duda imaginamos palabras cuando las necesitamos, así como imaginamos todo lo que puede percibirse en este mundo y hasta en otro mundo aún más improbable. En mi mente el libro se presentó, bajo mi mejilla derecha (duermo sobre el lado opuesto al corazón), como una procesión multicolor con cabeza y cola, avanzando como un dragón hacia el oeste a través de una aldea fascinada. Los niños que hay en ustedes y todos mis antiguos yos en sus humildes asistían a la promesa de un espectácuIo asombroso. Entonces vi él espectáculo con los más vivos detalles, cada escena en su sitio, cada trapecio en las estrellas. Pero no era una mascarada ni un circo, sino un libro encuadernado, una novela breve escrita en un idioma tan alejado de la prosa ilusoria que engendré en el desierto del exilio como lo estaría el tracto o el pahlavi. Sentí una náusea al sólo pensar en el esfuerzo de imaginar cien mil palabras adecuadas; prendí la luz y llamé a Annette en el dormitorio contiguo para que me diera una de mis píldoras estrictamente racionadas.

La evolución de mi inglés, como la de los pájaros, tuvo sus alternativas. Desde 1900, cuando tenía un año de edad, hasta 1903, estuve al cuidado de una querida niñera cockney. La sucedieron tres institutrices inglesas (1903-1906, 1907-1909 y noviembre de 1909, Navidad de ese mismo año), a quienes veo, por encima del hombro del tiempo, representando mitológicamente a la Prosa Didáctica, la Poesía Dramática y el Idilio Erótico. Mi tía abuela, una mujer encantadora de mentalidad insólitamente liberal, cedió al fin ante las exigencias del decoro hogareño y despidió a Cherry Neaple, mi última pastora. Tras un interludio de pedagogía rusa y francesa, dos tutores ingleses se alternaron con cierta regularidad entre 1912 y 1916, aunque se superpusieron de manera bastante cómica en la primavera de 1914, cuando compitieron por los favores de una joven belleza aldeana que ya había estado en mis brazos. Hacia 1910 dejé de leer los cuentos de hadas ingleses por el B.O.P., que en seguida reemplacé por todos los volúmenes del Tauchnitz acumulados en las bibliotecas familiares. Durante la adolescencia leí, a pares, Oteloy Onegin, Tyuchev y Tennyson, Browning y Blok. Durante mis tres años universitarios de Cambridge (1919-1922) y hasta el 23 de abril de 1930, mi lengua doméstica continuó siendo el inglés, mientras el cuerpo de mis obras en ruso empezaba a crecer y pronto habría de sacar de órbita a mis penates.

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