Hasta aquí las cosas bien. Pero esta frase no es más que un clisé remanido. Y el problema que debía resolver en París a fines de los años treinta era precisamente este: ¿sería yo capaz de desechar fórmulas y lugares comunes idiomáticos, y apartarme de mi glorioso ruso autodesarrollado para aventurarme no ya en el océano de un inglés chato y plomizo, con maniquíes vestidos de marinero, sino un inglés genuinamente mío, en todas sus luces cambiantes y movimientos imprevistos?
No dudo que el lector común salteará la descripción de mis problemas literarios; pensando en mí mismo, más que en él, me demoraré en describir una situación que ya era bastante mala antes de mi partida de Europa y estuvo a punto de acabar conmigo en la travesía.
Durante años, el ruso y el inglés habían existido en mi mente como dos mundos separados. (Sólo ahora se ha establecido entre ambos cierto contacto interespacial.
En su astuto ensayo sobre mi Ardis, 1970, George Oakwood escribe: "Conocer algo de ruso permitirá saborear los juegos de palabras en la más inglesa de las novelas inglesas del autor. Por ejemplo: 'The chimp and the champ carne all the way from Omsk to Neochomsk'[El chimpancé y el campeón hicieron todo el viaje desde Omsk hasta Neochomsk]. ¡Qué deliciosa relación entre un lugar real y esa tierra de nadie creada por la moderna filosofía lingüística!") Yo tenía aguda conciencia del abismo sintáctico que separaba las estructuras de ambos idiomas. Temía (de manera irrazonable, como se demostraría con los años) que mi fidelidad a la gramática rusa crearía dificultades a mi noviazgo apóstata. Tomemos el caso de los tiempos verbales, por ejemplo: qué diferente es su minué estricto y calculado en inglés, del juego libre y fluido que entablan el presente y el pretérito en ruso (Ian Bunyan lo ha comparado de manera.muy divertida con "una danza de los velos ejecutada por una dama rolliza y graciosa en un círculo de borrachos que la vitorean"). Me perturbaba la increíble cantidad de nombres corrientes que los ingleses y los norteamericanos usan en sentido técnico. ¿Cuál es el término exacto para denominar la pequeña taza en que se ponen los diamantes para tallarlos? (La llamamos dop, que es la crisálida de la mariposa, me dijo el viejo joyero de Boston a quien compré el anillo para mi tercera mujer.) ¿No existe una palabra simpática para nombrar al lechoncito? Necesito la palabra exacta para describir cómo se quiebra la voz de un chico en la pubertad, dije a un amable cantante de ópera tendido junto a mí en una reposera durante mi primer viaje transatlántico. "Creo que se dice ponticello—contestó—, puentecito, un petit pont, mostik... Oh, ¿no es usted ruso?
La travesía de mi puente personal terminó, semanas después de tocar tierra, en un encantador departamento de Nueva York (que nos prestó a Annette y a mí un generoso pariente y desde el cual se veía el flamígero crepúsculo, más allá de Central Park). La neuralgia de mi antebrazo derecho era sólo una gris insinuación, comparada con el sólido, negro dolor de cabeza que ninguna píldora lograba perforar. Annette llamó a James Lodge quien, impulsado por su confundida benevolencia, me hizo revisar por un viejo y minúsculo médico de origen ruso. El pobre tipo me enloqueció aún más: no sólo insistió en explicar mis síntomas en una execrable versión del idioma que yo procuraba desechar, sino que además tradujo a él varios términos absurdos, empleados por el Curandero vienés y sus apóstoles ( simbolizirovanie, mortidnik). Debo confesar, sin embargo, que a la vuelta de los años recuerdo esa consulta médica como una coda muy artística.
TERCERA PARTE
1
Ni Asesinato bajo el sol (título que dieron a la versión inglesa de Camera Lucidamientras yo estaba hospitalizado en Nueva York) ni El sombrero de copa rojose vendieron bien. Mi ambiciosa, hermosa, extraña novela Véase en Realidadbrilló fugazmente al final de la lista de bestsellers de un diario del oeste y desapareció de allí para siempre. En tales circunstancias, no pude sino dar la conferencia a que me invitó en 1940 la Universidad de Quirn, entusiasmada por mi renombre europeo. Después me nombraron profesor en la misma universidad y llegué a ocupar en ella un cargo importante en 1950 o 1955: no encuentro la fecha en mis notas.
Aunque recibía una remuneración aceptable por mis dos clases semanales sobre Obras Maestras Europeas y por mi seminario de los jueves sobre el Ulisesde Joyce (empecé con 5.000 dólares anuales y llegué a ganar 15.000 por los años cincuenta) y me habían pagado de manera espléndida los cuentos publicados en El dandy y la mariposa, la revista más bondadosa del mundo, no me sentí cómodo hasta que mi Un reino junto al mar(1962) compensó en parte la pérdida de mi fortuna rusa (1917) y disipó toda preocupación financiera. No suelo conservar recortes de críticas adversas y reproches envidiosos, pero atesoro la siguiente definición: "Este es el único caso en la historia en que un europeo se ha convertido en su tío rico norteamericano ( amerikanskiy dyad-yushka)". La frase es de mi fiel Zoilus, Demian Basilevski, uno de los pocos y enormes saurios del pantano emigréque me siguieron en 1939 a la hospitalaria y admirable Norteamérica, donde en menos que canta un gallo fundó un periódico en ruso que aún hoy, al cabo de treinta y cinco años, sigue dirigiendo en su heroica chochez.
El departamento amueblado que por fin alquilamos en el último piso de una hermosa casa en Buffalo Street me gustaba mucho a causa de un estudio excepcionalmente cómodo, con una gran biblioteca llena de obras sobre Norteamérica, entre ellas una enciclopedia en veinte volúmenes. Annette habría preferido una de las estructuras estilo dachaque nos mostró el administrador; pero cedió ante mis argumentos: lo que en verano parecía abrigado y curioso, sería gélido y sórdido en el resto del año.
La salud emocional de Annette me preocupaba: su cuello grácil parecía aún más largo y delgado. Una expresión de suave melancolía daba una nueva, ingrata belleza a su rostro boticelliano: el hueco bajo los pómulos se acentuaba con el hábito de hundir las mejillas cuando estaba pensativa o vacilante. Todos sus fríos pétalos permanecían cerrados en las raras ocasiones en que hacíamos el amor. Su distracción se volvió peligrosa: los gatos noctámbulos sabían que la misma deidad excéntrica que no había cerrado la ventana de la cocina dejaría abierta la puerta de la frigidaire; el cuarto de baño solía inundarse mientras ella hablaba por teléfono, frunciendo la límpida frente (¡qué poco le importaban mis dolores, mi creciente locura!), para averiguar cómo seguía la jaqueca o la menopausia de la ocupante del primer piso. Esa distracción de Annette con respecto a mí fue la culpable de que olvidara tomar una precaución: en el otoño, después que nos mudamos a la maldita casa de la señora Langley, me dijo que el médico a quien había consultado era idéntico a Oksman y que estaba embarazada de dos meses.
Un ángel espera ahora bajo mis inquietos talones. Mi pobre Annette se desesperaba al tratar de cumplir con sus funciones de ama de casa. La propietaria de nuestro departamento, que vivía en el primer piso, resolvió sus problemas en un abrir y cerrar de ojos. Dos muchachas con traseros de fascinante movimiento, naturales de las Bermudas y vestidas con su traje nacional (pantalones cortos de franela y camisas abiertas), idénticas como mellizas y alumnas en la frecuentada carrera de "hotelería" en mi universidad, que cocinaban y carbonizaban para ella, nos ofreció los servicios de ambas.
—Es un verdadero ángel —me confió Annette en su conmovedor seudoinglés.
Reconocí en la mujer a la profesora ayudante de ruso que me habían presentado en la universidad, cuando el jefe de esa lamentable sección, el viejo, sumiso, miope Noteboke, me invitó a asistir a una clase con alumnos avanzados ( My govorim porusski. Vy govorite? Pogovorimte íogda: tonterías por el estilo). Por suerte yo no tenía relación con la gramática rusa en la universidad, aunque mi mujer encontró refugio contra el insoportable aburrimiento cuando la señora Langley la puso a cargo de los alumnos principiantes.
Ninel Ilinishna Langley, persona fuera de lugar en más de un sentido, acababa de dejar a su marido, el "gran" Langley, autor de la Historia marxista de Norteamérica(agotada), la biblia de toda una generación de imbéciles. No sé por qué se separaron (al cabo de un año de sexo norteamericano, según dijo la mujer a Annette, que me trasmitió la información en tono de irritante condolencia). Pero tuve ocasión de conocer y odiar al profesor Langley durante una cena que se le ofreció la víspera de su partida a Oxford. Lo odié porque se atrevió a desaprobar mi manera de enseñar el Ulisesde Joyce: un comentario del texto sin alegorías orgánicas, mitos cuasi griegos ni esa clase de idioteces. Por otro lado, el "marxismo" de Langley era bastante cómico y moderado (demasiado moderado, quizá, para los gustos de su mujer), en comparación con esa actitud de admiración ignorante que los intelectuales norteamericanos tenían ante la Rusia soviética. Recuerdo el súbito silencio, el intercambio furtivo de gestos asombrados durante una fiesta que me ofreció el miembro más importante de la sección de Literatura Inglesa, cuando describí el gobierno bolchevique como filisteo en estado de reposo y bestial en la acción, rival internacional de la mantis religiosa por su rapacidad, aficionado a sanear la mediocridad de su literatura mediante el recurso de perdonar a algunos pocos talentos del período previo sólo para ahogarlos después en su propia sangre. Un profesor, moralista de izquierda y esforzado muralista (ese año experimentaba con pintura para automóviles) se fue de la casa. Pero al día siguiente me escribió una carta de disculpas magnífica y muy larga, diciéndome que no podía enojarse con el autor de Esmeralda y su Parandro(1941), libro que a pesar de "su estilo sobrecargado y sus metáforas barrocas" era una obra maestra donde se "tocaban cuerdas de íntima emoción que él jamás haría vibrar en sí mismo". Los críticos de mis libros seguían esa línea: me reprochaban formalmente que subestimara la "grandeza" de Lenin, pero me hacían cumplidos que, a la larga, eran conmovedores, inclusive para mí, autor desdeñoso y austero, ignorado en París. Hasta el rector de la universidad, que de puro timorato simpatizaba con los izquierdistas a la moda, estaba en el fondo de mi parte: cuando fue a visitarnos (incitando a Ninel a subir a nuestro piso y aguzar el oído tras nuestra puerta), me dijo que estaba orgulloso, etc., y que había encontrado "muy interesante mi último (?) libro, aunque lamentaba que yo no desperdiciara oportunidad para criticar en mis clases a "nuestra gran aliada". Le contesté, riendo, que esa crítica era una caricia de niño comparada con la conferencia pública sobre "El tractor en la literatura soviética" que pensaba dar al final del período de clases. También él rió, y preguntó a Annette cómo era vivir con un genio (ella se limitó a encoger sus hermosos hombros). Todo eso fue très américainy derritió una aurícula de mi congelado corazón.
Pero volvamos a la buena Ninel.
La habían bautizado con el nombre de Nonna, en 1902; veinte años después le habían dado el nuevo nombre de Ninel (o Ninella) a pedido de su padre, un Héroe del Trabajo y un servil adulador. Ella firmaba con ese nombre, pero sus amigos la llamaban Ninette o Nelly, así como el nombre de pila de mi mujer era Anna (como se complacía en señalar Norma) pero se había convertido en Annette o en Netty.
Ninella Langley era un personaje corpulento, de cara roja y sonrosada (ambos matices azarosamente distribuidos), pelo corto teñido de un color barcino como el de las suegras, ojos castaños aún más demenciales que los míos, labios muy delgados, gorda nariz rusa y tres o cuatro pelos en el mentón. Antes de que el lector joven se encamine hacia Lesbos deseo aclarar que, en la medida en que había podido averiguarlo (y soy un espía muy diestro), no había nada sexual en el afecto ridículo e ilimitado que sentía por mi mujer. Yo no había comprado todavía el automóvil blanco que Annette nunca llegó a ver, de manera que era Ninella quien la llevaba de compras en un armatoste desvencijado, mientras su ingenioso inquilino, ahorrándose los ejemplares de sus novelas, autografiaba a las agradecidas mellizas novelas de misterio y panfletos ilegibles tomados de la colección Langley, en el altillo, cuya ventana daba, afortunadamente, hacia la calle que iba y venía del Shopping Center. Era Ninella quien mantenía a su adorada "Netty" bien abastecida de lana de tejer blanca. Era Ninella quien dos veces por día la invitaba a tomar una taza de café o té en su departamento: la mujer evitaba escrupulosamente nuestro piso, al menos cuando estábamos en él, so pretexto de que aún apestaba al tabaco de su marido. Le expliqué que era el de mi pipa; más tarde, ese mismo día, Annette me dijo que no debería fumar tanto, sobre todo en los interiores; además me trasmitió otra absurda queja de su amiga, molesta porque yo me pasaba largas horas de la noche yendo y viniendo exactamente sobre su cabeza. Sí. Y un tercer reclamo: ¿por qué no ponía los volúmenes de la enciclopedia en orden alfabético, como siempre hacía su cuidadoso marido, ya que (decía él) "un libro mal ubicado es un libro perdido"? Todo un aforismo.
A nuestra querida señora Langley no le gustaba mucho su trabajo. Era dueña de una cabaña junto al lago ("Rosas silvestres"), a cincuenta kilómetros al norte de Quirn, no muy lejos del Honeywell College, donde daba cursos de verano y donde pensaba concentrar todas sus actividades si continuaba la "atmósfera reaccionaria" en Quirn. En realidad, su único motivo de rencor era la decrépita Madame de Korchakov, que la había acusado en público de hablar ruso con sdobnyy("un dejo de") acento soviético y con vocabulario provinciano, cosas que no podían negarse aunque Annette sostenía que yo era un burgués desalmado al decir eso.
2
En mi conciencia los primeros cuatro años de vida de Isabel están a tal punto separados por un vacío de siete años de la adolescencia de Bel, que tengo la sensación de ser el padre de dos hijas distintas: una niña alegre y de mejillas sonrosadas, y su hermana mayor, pálida y taciturna.
Me había provisto de una cantidad de tapones para los oídos. Resultaron innecesarios, ya que del cuarto de niños no llegaba el menor llanto que perturbara mi trabajo: La doctora Olga Repnin, historia ficticia de una profesora de ruso en Norteamérica que, después de aparecer por entregas (cosa que me obligó a infinitas correcciones de pruebas), Lodge publicaría en 1946, el mismo año en que Annette me abandonó. La novela fue aclamada como "una mezcla de humorismo y humanismo" por críticos propensos a la aliteración que no sabían aún las obras que quince años después yo escribiría para su horrorizado deleite.