Me divertía mirar a Annette cuando nos tomaba en el jardín instantáneas de color a Isabel y a mí. Me gustaba mucho pasear a la fascinada Isabel por los bosques de alerces y hayas junto al río Quirn Cascade, donde cada rayo de luz, cada mancha de sombra parecía contar con la entusiasta aprobación de la niña. Hasta consentí en pasar buena parte del verano de 1945 en "Rosas silvestres". Allí, al volver un día con la señora Langley de comprar un diario o una botella de vino, algo que dijo, una entonación o un gesto suscitó en mí el fugaz estremecimiento, la atroz sospecha de que esa desdichada mujer no se había enamorado de mi mujer sino de mí.
La tortuosa ternura que siempre había sentido yo por Annette se hizo más intensa a causa de los sentimientos que ambos compartíamos hacia nuestra hija. Yo "temblaba" por ella, como Ninella decía en su ruso torpe, quejándose de que eso quizá fuera nocivo para la niña, aun "restando importancia a mi exageración". Ese era el lado humano de nuestro matrimonio. El aspecto sexual había desaparecido por completo.
Durante un buen tiempo, cuando Annette volvió de la maternidad, ecos de sus dolores en los corredores más oscuros de mi mente y una aterradora ventana en cada ángulo —el espectro de un orificio lastimado— me persiguieron y adormecieron todo mi vigor. Cuando me sentí curado y se reanimó mi deseo por sus pálidos encantos, la violencia y el volumen de mis exigencias pusieron fin a los esfuerzos, enconados pero esencialmente ineficaces, que Annette hacía para restablecer una especie de armonía amorosa entre nosotros, aunque sin apartarse en lo más mínimo de la norma puritana. Ahora tenía el descaro (un lamentable descaro de chiquilla) de insistir para que consultara a un psiquiatra recomendado por la señora Langley, quien me ayudaría a "serenar" mis pensamientos en momentos de excesiva voracidad. Le dije que ella era una santurrona y su amiga un monstruo, y tuvimos la peor pelea conyugal en años.
Las mellizas de muslos lechosos ya habían regresado con sus bicicletas a su isla natal. Muchachas más feas las reemplazaron en las tareas domésticas. Hacia fines de 1945, ya había interrumpido mis visitas al frío dormitorio de mi mujer.
A mediados de mayo de 1946 viajé a Nueva York —cinco horas de tren— para almorzar con un editor que me ofrecía mejores condiciones que el bueno de Lodge por la publicación de una serie de cuentos, Exilio de Mayda. Después de la agradable comida, fui caminando en la bruma soleada de aquel día trivial hacia la Biblioteca Pública. Por un simple milagro de sincronización ella, Dolly von Borg, que ya tenía veinticuatro años, bajaba ágilmente las escaleras de la Biblioteca en el instante en que yo, famoso y gordo escritor en su imponente cuarentena, las subía con esfuerzo. Salvo por los reflejos grises en la abundante melena que había adoptado para mis conferencias en París, diez años antes, no creo que estuviera tan cambiado como para que ella dijera (como en efecto empezó a decir) que nunca me habría reconocido si no hubiera admirado tanto mi retrato meditabundo en la cubierta de Véase en Realidad. Por mi parte, la reconocí porque nunca había perdido de vista su imagen, corrigiéndola de cuando en cuando: el último retoque lo había hecho en 1939, cuando su abuela, en respuesta al saludo de Navidad enviado por mi mujer, nos mandó desde Londres una fotografía tamaño postal de una adolescente con pestañas postizas y abanico de plumas en una representación estudiantil, de una tremenda cursilería. En los dos minutos que permanecimos en aquellas escaleras —ella apretando un libro con ambas manos contra el pecho; yo en un nivel inferior, con el pie derecho sobre el escalón siguiente, golpeándome la rodilla con un guante en un gesto típico de tenor—, en esos dos minutos intercambiamos muchas informaciones triviales.
Dolly estudiaba Historia del Teatro en la Universidad de Columbia. Sus padres y abuelos estaban en Londres. Yo tenía una hija, ¿verdad? Mis zapatos eran muy elegantes. Los estudiantes decían que mis clases eran estupendas. ¿Me sentía feliz?
Sacudí la cabeza. ¿Cuándo y dónde podía verla?
Ella había estado siempre loca por mí, desde la época en que la sentaba en mis rodillas y la fascinaba representando el papel del cariñoso tío Gasper, con alguno que otro furcio. Ahora todo aquello había vuelto y ella no estaba dispuesta a perder la ocasión.
Su vocabulario era notable. La definía a las claras. Todo es según el color del cristal con que se mira: yo veía espejismos de acogedores hotelitos a la espera de nosotros. ¿Tenía ella automóvil?
¡Vaya, qué rápido iba yo! (Risas.) Quizá le pediría prestado el viejo sedan, aunque a él no le gustaría mucho la cosa (señalando a un joven indefinible que la esperaba en la acera). Acababa de comprarse un Hummer fabulso para salir con ella.
Por favor, ¿podía decirme cuándo podíamos encontrarnos?
Había leído todas mis novelas, por lo menos las traducidas al inglés. Estaba olvidándose del ruso.
¡Al diablo con mis novelas! ¿Cuándo?
Tenía que dejarla pensar. Tal vez fuera a visitarme al terminar las clases. Terry Todd (que ya medía las escaleras con la mirada, disponiéndose a subirlas) había sido estudiante mío durante algún tiempo; casi lo había aplazado en el primer examen y había dejado la universidad.
Le contesté que relegaba a un olvido eterno a los aplazados. Eso de "al terminar las clases" también podía equivaler a una eternidad. Exigí más precisión.
Ella me avisaría. Me llamaría la semana próxima. No, yo no la dejaría ir sin que me diera su número de teléfono. Me dijo que mirara al payaso (ya subía las escaleras). Paraísoera una palabra persa. Nuestro nuevo encuentro había sido sencillamente persa. Ella se aparecería alguna vez por mi oficina, para charlar sobre los viejos tiempos. Sabía qué ocupado...
—¡Oh, Terry, este es el escritor, el hombre que escribió Esmeralda y su Meandro).
No recuerdo para qué había ido yo a la Biblioteca. En todo caso, no en busca de ese libro desconocido. Vagué sin rumbo por varias salas, acabé en la abyección del water closet. Pero sólo castrándome habría podido sacarme de la cabeza la nueva imagen de Dolly, iluminada por su resplandor portátil (pálido cabello lacio, pecas, infantiles labios abultados, largos ojos de endemoniada), aunque sabía que ella era sólo lo que solía llamarse una "perdularia", y quizá porque lo era.
Di mi penúltima clase sobre "Obras maestras" en el semestre de primavera. Di la última. Mi ayudante distribuyó los cuadernos azules para el examen final de ese curso (que yo había abreviado por razones de salud) y los recogí mientras tres o cuatro ilusos ya desesperados seguían escribiendo como poseídos en diferentes lugares del aula. Continué con mi último seminario del año sobre Joyce. La pequeña baronesa Borg había olvidado el final del sueño.
En los últimos días del semestre de primavera, una baby-sitterparticularmente estúpida me dijo que había telefoneado una muchacha cuyo nombre no había entendido bien —Tallbird o Dalberg— para anunciarme que iría a verme a la universidad. Recordé que cierta Lily Talbot, una alumna de mi clase sobre Obras Maestras, había faltado al examen. Al día siguiente fui a mi oficina para someterme al tormento de corregir el montón de papeles sobre mi escritorio. "Cuadernos de Examen de la Universidad de Quirn." Todo el que emprende una tarea universitaria se dispone a algo espantoso. "Escriba su examen en las páginas consecutivas, pares e impares." ¿Qué significa "consecutivas", profesor? ¿Quiere usted que describamos todos los pájaros del relato o sólo uno? Por lo común, un décimo de los trescientos cerebros preferían la ortografía "Stern" a "Sterne" y "Austin" a "Austen".
Sonó el teléfono en mi amplio escritorio ("grande como cama para dos", solía decir mi procaz vecino, el profesor King) y esa Lily Talbot empezó a explicarme por qué había faltado al examen, locuaz, poco convincente y con voz deliciosa, aterciopelada, confidencial. Yo no recordaba su cara ni su silueta, pero la suave melodía que me tintineaba en el oído insinuaba tales encantos, tal mansa actitud de entrega que me reproché no haberme fijado en ella en la clase. Cuando estaba a punto de decirme lo más importante, me distrajo un enérgico golpe infantil en la puerta. Dolly entró sonriendo. Sonriendo me indicó con un movimiento del mentón que debía colgar el tubo. Sonriendo apartó los cuadernos sobre el escritorio y se sentó, con las piernas desnudas ante mi cara. Lo que prometía los ardores más refinados acabó en la escena más vulgar que recuerdo. Me apresuré a saciar una sed cuyo ardor había empezado a abrir un agujero en la turbia metáfora de mi vida desde la época, trece años antes, en que acariciaba a una Dolly muy diferente. La convulsión final sacudió la lámpara del escritorio, y del aula situada al otro lado del corredor llegó una salva de aplausos, al final de la clase con que el profesor King terminaba el semestre.
Cuando volví a casa, vi a mi mujer sentada a solas en el porche, meciéndose suavemente y medio de lado en su hamaca preferida. Leía un ejemplar de Krasnaya Nkva("Maíz rojo"), una revista bolchevique. Su proveedora de literatura estaba en la universidad, tomando examen final a los peores traductores del futuro. Isabel había jugado en el jardín y ahora dormía la siesta en su cuarto, situado sobre el porche.
En los días en que las bermudki(como las llamaba indecentemente Ninella) satisfacían mis humildes necesidades, no tenía sentimientos de culpa después del acto y miraba a mi mujer con mi habitual sonrisa, afectuosa e irónica. Pero en esa ocasión sentí mi carne enviscada de fango urticante y el corazón me dio un vuelco cuando Annette, levantando los ojos y señalando la línea con un dedo, dijo:
—¿Esa chica se puso en contacto contigo en la oficina?
Le contesté "en sentido afirmativo", como un personaje de novela.
—Parece que sus padres te escribieron —agregué— para anunciarte que vendría a estudiar a Nueva York. Pero nunca me mostraste la carta. Tant mieux, la chica es insoportable.
Annette me miró perpleja.
—Te he hablado, o he tratado de hablarte, de una estudiante llamada Lily Talbot que telefoneó hace una hora para explicar por qué no dio examen. ¿A qué chica te refieres tú?
Procedimos a individualizar a nuestras muchachas. Después de cierta vacilación moral ("Les debemos mucho a sus padres"), Annette admitió que en verdad no teníamos por qué mantener a chicas extraviadas. Parecía recordar la carta porque contenía una alusión a su madre viuda (ahora trasladada al cómodo hogar para ancianos en que yo había convertido poco antes mi villa de Carnavaux, a pesar de las objeciones bien intencionadas de mi abogado). Sí, sí, había perdido la carta... y algún día aparecería dentro de un libro nunca devuelto a la inalcanzable biblioteca pública de donde provenía. Una extraña calma empezó a fluir por mis venas. Los pormenores de sus distracciones siempre me hacían reír de buena gana. Reí de buena gana. Besé la piel infinitamente suave de su frente.
—¿Cómo está ahora Dolly Borg? —preguntó Annette—. Era una mocosa descarada. Repulsiva, a decir verdad.
—Lo es todavía —casi grité y entonces oímos que Isabel nos anunciaba " Ya prosnulas" ("Estoy despierta") por el bostezo de la ventana.
¡Con qué levedad se deslizaban las nubes primaverales! ¡Con qué destreza el zorzal de pecho rojo extraía del suelo del jardín su lombriz intacta! ¡Ah, al fin volvía Ninella, que bajaba de su auto sosteniendo bajo su brazo robusto cadáveres de cahiersatados con una cuerda! " ¡Vaya, al fin y al cabo hay algo simpático y acogedor en la vieja Ninel!" me dije en mi innoble euforia. Pero sólo unas pocas horas después se extinguió la luz del Infierno y me debatí, retorciendo mis cuatro miembros, sí, en la agonía del insomnio, procurando encontrar un compromiso entre almohada y espalda, sábana y hombro, pijama y pierna, que me ayudara, me ayudara, oh, sí, que me ayudara a llegar hasta el Edén de un amanecer lluvioso.
3
La creciente perturbación de mis nervios era tal que ni siquiera podía concebir el esfuerzo de obtener registro de conductor: no tenía, pues, más remedio que confiar en Dolly para que, sentada tras el volante del viejo y sucio sedan de Todd, buscara la oscuridad convencional de caminos campestres, difíciles de encontrar y decepcionantes, una vez encontrados. Tuvimos tres encuentros en esas condiciones, cerca de New Swivington, en la complicada vecindad nada menos que de Casanovia. A pesar de mis nervios, no pude sino darme cuenta de que a Dolly la complacían los ansiosos vagabundeos, los giros equivocados, los torrentes de lluvia que acompañaban nuestra aventurilla. Una noche de junio especialmente fangosa, en parajes desconocidos, me dijo:
—Piensa cuánto más simples serían las cosas si alguien contara a tu mujer en qué andamos. ¡Piénsalo!
Al advertir que había ido demasiado lejos al exponer esa idea, cambió de táctica y me llamó a mi oficina para decirme, con grandes muestras de entusiasmo, que Bridget Dolan, una estudiante de medicina prima de Todd, nos ofrecía por una escasa remuneración su departamento en Nueva York, las tardes de los lunes y los jueves, cuando trabajaba como enfermera en el Hospital San No Sé Cuántos. La inercia, más que Eros, me persuadió; con el pretexto de terminar la investigación literaria que debía hacer en la Biblioteca Pública viajaría de una pesadilla a otra en un pullman atestado.
Dolly me esperaba ante la puerta de la casa, pavoneándose con aire triunfal y blandiendo una llave donde centelleó un reflejo de sol en ese bochorno de invernáculo. El viaje me había dejado tan débil que me costó bajar del taxi. Dolly me acompañó hasta la puerta, charlando como una niña alegre. Por suerte el misterioso departamento estaba en la planta baja: no habría soportado la clausura y los espasmos del ascensor. Una ceñuda portera (que en mnemotecnia invertida me recordó las brujas cancerberas de los hoteles en la Siberia soviética donde me alojaría un par de décadas después) insistió para que escribiera mi nombre y dirección en un libro mayor. ("Esa es la norma", exclamó Dolly, que ya había adquirido modismos de la pronunciación local.) Tuve la presencia de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert Dumbert, Dumberton. Dolly, canturreando, colgó sin prisa mi impermeable entre los que ya había en un pasillo comunal. Si hubiera sentido alguna vez las punzadas del delirio neurálgico, no habría tanteado con esa llave, cuando sabía muy bien que la puerta de lo que debía ser un departamento exquisitamente privado ni siquiera estaba cerrada. Entramos en un living roominverosímil, obviamente ultramoderno, con muebles de madera pintada y una cunita blanca que en vez de un niño mohíno albergaba una rata bípeda de felpa.