Tras lo cual volvió a su casa con el mismo paso elástico. La acera ya estaba vacía, excepto tres sillas azules que parecían haber sido colocadas por niños. Dentro del camión yacía un pequeño piano marrón en posición supina, atado para que no pudiera levantarse, y con sus dos suelas de metal en el aire. Por las escaleras vio bajar a los hombres del camión, con las rodillas hacia fuera, y, mientras pulsaba el timbre de su nueva vivienda, oyó voces y golpes de martillo en el piso superior. Le abrió su patrona y le dijo que le había dejado las llaves en la habitación. Esta mujer alemana, grande y rapaz, tenía un nombre extraño: Klara Stoboy —que para un oído ruso sonaba con sentimental firmeza como «Klara está contigo ( s to-boy)».
Y aquí está la habitación oblonga, con la maleta esperando pacientemente... y en este momento su alegre estado de ánimo se transformó en repulsión: ¡Dios no permita que alguien conozca el horrible y degradante tedio, la constante negativa a aceptar el yugo vil de constantes cambios de domicilio, la imposibilidad de vivir cara a cara con objetos totalmente extraños, el inevitable insomnio en ese diván!
Permaneció un buen rato junto a la ventana. En el cielo lechoso se formaban de vez en cuando concavidades opalinas donde el sol ciego circulaba, y, como respuesta, sobre el techo gris y convexo del camión las esbeltas sombras de las ramas de tilo se apresuraban hacia convertirse en sustancia, pero se disolvían sin haberse materializado. La casa de enfrente estaba medio oculta por el andamiaje, mientras la parte buena de su fachada de ladrillos estaba cubierta por una hiedra que invadía las ventanas. En el fondo del sendero que cruzaba el patio principal, divisó el letrero negro de una carbonería.
En sí mismo, todo esto era una vista, del mismo modo que la habitación en sí era una entidad separada; pero ahora había aparecido un intermediario, y ahora aquella vista se convirtió en la vista desde su habitación y en ninguna otra. El don de la vista que acababa de recibir no la mejoraba. Sería difícil, pensó, transformar el papel de la pared (amarillo pálido, con tulipanes azules) en una estepa lejana. Habría que cultivar durante largo tiempo el desierto del escritorio, para que pudiera hacer germinar sus primeras rimas. Y mucha ceniza de cigarrillo tendría que caer bajo el sillón y entre sus pliegues antes de que pudiera servirle para viajar.
La patrona fue a decirle que le llamaban por teléfono, y él bajando cortésmente los hombros, la siguió hasta el comedor. «En primer lugar, señor mío —dijo Alexander Yakovlevich Chernyshevski—, ¿por qué son tan reacios en su vieja pensión a facilitar su nuevo número? La dejó con un portazo, ¿verdad? En segundo lugar, quiero felicitarle... ¡Cómo! ¿Todavía no se ha enterado? ¿De verdad?» («Todavía no se ha enterado», observó Alexander Yakovlevich, volviendo el otro lado de su voz hacia alguien que estaba fuera del alcance del teléfono.) «Bien, en tal caso, agárrese fuerte y escuche esto —voy a leérselo: "La recién publicada colección de poemas de Fiodor Godunov-Cherdyntsev, autor hasta ahora desconocido, nos parece tan brillante y el talento poético del autor es tan indiscutible..." Escuche, no voy a seguir, será mejor que venga usted a vernos esta noche. Entonces conocerá todo el artículo. No, Fidor Konstantinovich, amigo mío, ahora no le diré nada más, ni quién ha escrito esta crítica, ni en qué periódico ruso ha aparecido, pero si quiere mi opinión personal, no ee ofenda, pero creo que este sujeto le trata con excesiva bondad. Así, pues, ¿vendrá usted? Excelente. Le esperaremos.»
Al colgar el auricular, Fiodor casi derribó de la mesa el bloque con varillas de acero flexible y un lápiz junto a ella; trató de cogerlo, y fue entonces cuando lo tumbó; después su cadera chocó contra la esquina del aparador; luego dejó caer un cigarrillo que estaba sacando del paquete mientras caminaba; y finalmente calculó mal el ímpetu de la puerta, que se abrió con tanta resonancia que Frau Stoboy, que pasaba en aquel momento por el pasillo con un plato de leche en la mano, emitió un glacial «¡Uf!». Él quería decirle que su vestido amarillo pálido con tulipanes azules era bonito, que la raya de sus cabellos rizados y las bolsas temblorosas de sus mejillas le prestaban una majestuosidad a lo George Sand; que su comedor era el colmo de la perfección; pero se conformó con una sonrisa radiante y casi tropezó con las rayas atigradas que no habían seguido al gato cuando éste saltó a un lado; pero, después de todo, nunca había dudado de que sería así, de que el mundo, en la persona de unos cuantos centenares de amantes de la literatura que habían dejado San Petersburgo, Moscú y Kiev, apreciaría inmediatamente su don.
Tenemos ante nosotros un delgado volumen titulado Poemas (sencilla librea de cola de golondrina que en los últimos años se ha hecho tan de rigueur como la trencilla de no hace tanto tiempo —desde «Ensueños lunares» al latín simbólico), que contiene unos cincuenta poemas de doce versos dedicados todos ellos a un único tema: la infancia. Mientras los componía fervientemente, el autor pretendía, por un lado, generalizar las reminiscencias seleccionando elementos característicos de cualquier infancia lograda— de ahí su aparente evidencia; y por otro lado, sólo ha permitido que en sus poemas penetrara su esencia genuina —de ahí su aparente escrupulosidad. Al mismo tiempo tuvo que esforzarse mucho por no perder el control del juego ni el punto de vista del juguete. La estrategia de la inspiración y la táctica de la mente, la carne de la poesía y el espectro de la prosa traslúcida —éstos son los epítetos que nos parecen caracterizar con suficiente exactitud el arte de este joven poeta... Y, después de cerrar su puerta con llave, cogió el libro y se tendió en el diván —tenía que releerlo inmediatamente, antes de que la excitación tuviera tiempo de enfriarse, a fin de comprobar la superior calidad de los poemas e imaginar por adelantado todos los detalles de la gran aprobación que les había concedido aquel crítico inteligente, encantador y todavía sin nombre. Y ahora, al repasarlos y ponerlos a prueba, hacía exactamente lo contrario de lo que había hecho poco rato antes, cuando repasaba todo el libro en un solo pensamiento instantáneo. Ahora, por así decirlo, leía en tres dimensiones, explorando cuidadosamente cada poema, entresacado del resto como un cubo y bañado por todos lados en aquel aire campestre, mullido y maravilloso, después del cual uno se siente tan cansado al atardecer. En otras palabras, mientras leía, volvía a hacer uso de todos los materiales ya elegidos otra vez por su memoria para la extracción de estos poemas, y lo reconstruía todo, absolutamente todo, del mismo modo que un viajero ve a su regreso en los ojos de un huérfano no sólo la sonrisa de su madre, a quien había conocido en su juventud, sino también una avenida que termina en un estallido de luz amarilla y aquella hoja rojiza sobre el banco, y todo lo demás, todo lo demás. La colección se iniciaba con el poema «La pelota perdida», y uno sentía que empezaba a llover. Uno de esos atardeceres, cargados de nubes, que casan tan bien con nuestros abetos septentrionales, se había condensado en torno a la casa. La avenida había vuelto del parque para pasar la noche, y su entrada se hallaba envuelta en penumbra. Ahora, las blancas persianas enrollables separan la habitación de la oscuridad exterior, hacia donde ya se han trasladado las partes más claras de diversos objetos caseros para ocupar vacilantes posiciones a diferentes niveles del jardín irremisiblemente negro. La hora de acostarse está muy cerca.
Los juegos se van haciendo desanimados y algo indiferentes. Ella es vieja y gime dolorosamente mientras se arrodilla en tres laboriosas etapas.
Mi pelota ha rodado bajo la cómoda de la niñera.
En el suelo, una vela
tira de los bordes de las sombras
hacia un lado y otro, pero la pelota ha desaparecido.
Entonces llega el torcido atizador.
Se arrastra y se desgañifa en vano,
hace salir un botón
y luego media galleta.
De pronto la pelota surge, corriendo
hacia la oscuridad temblorosa,
cruza toda la estancia y en seguida desaparece
bajo el sofá inexpugnable.
¿Por qué no me satisface del todo el calificativo «temblorosa»? ¿Será que la mano colosal del titiritero aparece por un instante entre las criaturas cuyo tamaño la vista había llegado a aceptar (de modo que la primera reacción del espectador al final del espectáculo es :«¡Cuánto he crecido!»)? Después de todo, la habitación temblaba realmente, y el movimiento intermitente, parecido a un tiovivo, de las sombras en la pared cuando se llevan la luz, o el abultamiento de las monstruosas gibas del difuso camello del techo cuando la niñera forcejea con el voluminoso e inestable biombo de cañas (cuya expansión es inversamente proporcional a su grado de equilibrio) —todo esto constituye mis primeros recuerdos, los más próximos a la fuente original. Mi pensamiento inquisitivo se vuelve a menudo hacia esa fuente original, hacia ese vacío invertido. Y así, el estado nebuloso del niño siempre se me antoja una convalecencia lenta tras una terrible enfermedad, y el apartamiento de una no existencia original se convierte en un acercamiento a ella cuando fuerzo la memoria hasta el mismo límite con objeto de saborear aquella oscuridad y utilizar sus lecciones como medio de prepararme para la oscuridad futura; pero al volver mi vida del revés, para que el nacimiento se convierta en muerte, no consigo ver al borde de esta muerte invertida nada que corresponda al terror ilimitado que, según dicen, experimenta incluso un centenario cuando se enfrenta con el final positivo; nada, excepto tal vez las susodichas sombras, que se levantan desde algún lugar bajo cuando la vela se dispone a abandonar la habitación (mientras la sombra de la bola de latón izquierda de los pies de mi cama pasa como una cabeza negra, hinchándose al moverse), ocupa su lugar acostumbrado sobre la cama de mi cuarto infantil, y en sus rincones parecen de bronce y sólo tienen una semejanza casual con sus modelos naturales.
En toda una colección de poemas, que desarman por su sinceridad... no, esto es una tontería —¿por qué hay que «desarmar» al lector? ¿Acaso es peligroso? En toda una colección de excelentes... o, para darle más énfasis, notables poemas, el autor no sólo canta a estas temibles sombras sino también a momentos más alegres. ¡Tonterías, he dicho! Mi panegirista desconocido y sin nombre no escribe así, y ha sido sólo por su causa que he poetizado el recuerdo de dos juguetes preciosos y, supongo, antiguos. El primero era una amplia maceta pintada que contenía una planta artificial de un país cálido, sobre la que descansaba un ave canora tropical, disecada, de aspecto tan asombrosamente vivo que parecía a punto de levantar el vuelo, con plumaje negro y pecho de amatista; y, cuando con halagos se obtenía la gran llave del ama de llaves Ivonna Ivanovna, y se introducía en un lado de la maceta y se hacía girar con fuerza varias veces, el pequeño ruiseñor malayo abría el pico... no, ni siquiera abría el pico, porque había ocurrido algo raro al viejo mecanismo, a uno u otro de los muelles, que, no obstante, reservaba su acción para más tarde: el pájaro no cantaba entonces, pero si uno se olvidaba de él y una semana después pasaba por casualidad frente a su elevada percha encima del armario, algún temblor misterioso le obligaba de pronto a emitir sus mágicos trinos —y qué maravillosa y largamente gorjeaba, hinchando el pecho encrespado; terminaba; entonces, cuando uno salía, pisaba otra tabla y, como respuesta especial, el pájaro emitía un último silbido y enmudecía a mitad de una nota. El otro de los juguetes poetizados, que estaba en otra habitación, también sobre un estante alto, se comportaba de manera similar, pero con una sombra burlona de imitación —del mismo modo que el espíritu de parodia siempre acompaña a la poesía auténtica. Se trataba de un payaso vestido de satén y pieles que se elevaba sobre dos enjalbegadas barras paralelas y solía ponerse en movimiento tras una sacudida accidental, al son de una música en miniatura de cómica pronunciación que sonaba bajo su pequeña plataforma mientras levantaba las piernas enfundadas en medias blancas y los zapatos con pompones, arriba, cada vez más arriba, con sacudidas apenas perceptibles —y de pronto todo se detenía y él queda inmóvil en una postura ladeada. ¿Tal vez ocurre lo mismo con mis poemas? Pero la veracidad de yuxtaposiciones y deducciones se preserva mejor a veces en el lado izquierdo de la dialéctica verbal.
Por la acumulación de piezas poéticas del libro obtenemos de manera gradual la imagen de un niño en extremo receptivo que vive en un ambiente favorable en grado superlativo. Nuestro poeta nació el 12 de julio de 1900, en la mansión de Leshino, que había sido durante generaciones la heredad de los Godunov-Cherdyntsev. Incluso antes de alcanzar la edad escolar, el niño ya había leído un considerable número de libros de la biblioteca de su padre. En sus interesantes memorias, fulano de tal recuerda el entusiasmo del pequeño Fedia y de su hermana Tania, dos años mayor que él, por el teatro de aficionados, y que incluso escribieron ellos mismos piezas teatrales para representarlas... Esto, buen hombre, puede ser cierto de otros poetas, pero en mi caso es una mentira. Siempre he sentido indiferencia por el teatro; aunque recuerdo que teníamos un teatro de marionetas, con árboles de cartón y un castillo almenado cuyas ventanas de celuloide, del color de la mermelada de frambuesa, dejaban ver llamas pintadas, como las del cuadro de Vereshchagin del «Incendio de Moscú», cuando dentro se encendía una vela, y fue precisamente esta vela lo que, no sin nuestra participación, causó finalmente el incendio de todo el edificio. ¡Oh, pero Tania y yo éramos muy exigentes en cuanto a juguetes! A menudo recibíamos cosas lamentables de personas indiferentes del exterior. Cualquier regalo que llegase en una caja plana de cartón, con la tapa ilustrada, presagiaba un desastre. A una tapa así traté de dedicarle mis estipulados doce versos, pero por alguna razón el poema no surgió. Una familia sentada en torno a una mesa circular iluminada por una lámpara; el niño luce un imposible traje de marinero con corbata roja, la niña lleva botas de cordones, también rojas; ambos, con expresiones de sensual deleite, están pasando cuentas de varios colores por varillas parecidas a pajas, haciendo cestitas, jaulas de pájaros y cajas; y, con similar entusiasmo, sus mentecatos padres participan en el mismo pasatiempo —el padre, con una considerable pelambrera en el rostro complacido, la madre, con sus imponentes pechos; el perro también mira hacia la mesa, y en último término puede verse acomodada a la envidiosa abuela. Ahora estos mismos niños han crecido y con frecuencia vuelvo a verlos en anuncios: él, con mejillas relucientes y morenas, chupa voluptuosamente un cigarrillo o sostiene en la mano bronceada, muestra también una sonrisa carnívora, un bocadillo que contiene algo rojo («¡coman más carne!»); ella sonríe a una media que lleva puesta o, con malvada afición, vierte nata artificial sobre frutas en conserva; y con el tiempo se convertirán en viejos vivaces, sonrosados y golosos —y aún tendrán ante sí la infernal belleza negra de ataúdes de roble en un escaparate decorado con palmeras... Así se desarrolla junto a nosotros un mundo de hermosos demonios, en una relación alegremente siniestra con nuestra existencia cotidiana; pero en el hermoso demonio hay siempre un defecto secreto, una verruga vergonzosa en el reverso de esta apariencia de perfección: el atractivo glotón del anuncio, atiborrándose de gelatina, nunca conocerá los tranquilos goces del gastrónomo, y sus modas (retrasándose junto a la cartelera mientras nosotros seguimos caminando) van siempre un poco a la zaga de las de la vida real. Algún día volveré para discutir sobre este vengador, que encuentra un punto débil para su golpe exactamente donde parece residir todo el sentido y el poder del ser a quien ataca.