En general, Tania y yo preferíamos los juegos movidos a los tranquilos —correr, el escondite, batallas. cuán notablemente la palabra «batalla» ( srashenie) sugiere el sonido de compresión elástica cuando introducíamos el proyectil en la pistola de juguete —un palito de madera coloreada, de quince centímetros, privado de su punta de goma para incrementar el choque contra la hojalata dorada de un peto (lucido por alguien mezcla de coracero y piel roja), que causaba una respetable abolladura pequeña.
...Cargas hasta el fondo el cañón,
con un crujido de muelles
que lo aprietan elásticamente contra el suelo,
y ves, medio oculto tras la puerta,
que tu doble se ha detenido en el espejo,
con las plumas multicolores de su tocado
completamente erizadas.
El autor tuvo ocasión de ocultarse (ahora estamos en la mansión de los Godunov-Cherdyntsev en el Muelle Inglés del Neva, donde aún hoy continúa emplazada) entre cortinajes, bajo las mesas, detrás de los tiesos almohadones de divanes de seda, en un armario, donde cristales de naftalina crujían bajo los pies (y desde donde podía observarse sin ser visto a un criado pasando lentamente, que parecía extrañamente distinto, vivo, etéreo, oliendo a manzanas y té), y también bajo una escalera en espiral o tras un solitario aparador olvidado en una habitación vacía sobre cuyos polvorientos estantes vegetaban objetos tales como un collar hecho de dientes de lobo; un pequeño y barrigudo ídolo de almástiga; otro de porcelana, con la lengua salida en un saludo nacional; un ajedrez con camellos en lugar de alfiles; un dragón articulado de madera; una caja de rapé Soyot de cristal empañado; ídem, de ágata; la pandereta de un chamán y la correspondiente pata de conejo; una bota de piel de wapiti, con doble suela hecha con la corteza de la madreselva azul; una moneda tibetana ensiforme; una copa de jade de Kara; un broche de plata con turquesas; una lámpara de lama; y un montón de trastos similares que —como polvo, como la postal de un balneario alemán con su «Gruss» en nácar— mi padre, que no podía soportar la etnografía, había traído por casualidad de sus fabulosos viajes. Los verdaderos tesoros —su colección de mariposas, su museo— se conservaban en tres salas cerradas con llave; pero el presente libro de poemas no contiene nada sobre ellos: una intuición especial advirtió al joven autor que algún día desearía hablar de un modo muy distinto, no en versos como miniaturas, cadenciosos y con magia, sino con palabras viriles, diferentes, muy diferentes, sobre su famoso padre.
Algo ha desafinado de nuevo, y puede oírse la voz petulante y átona del crítico (tal vez incluso del sexo femenino). Con cálido afecto, el poeta recuerda las habitaciones de la casa familiar donde pasó su infancia. Había sido capaz de infundir mucho lirismo a las descripciones poéticas de los objetos entre los cuales transcurrió. Cuando se escucha con atención... Cuando todos, atenta y devotamente... Los compases del pasado... Así, por ejemplo, describe pantallas, litografías de las paredes, el pupitre de la clase, la visita semanal de los pulidores del suelo (que dejan tras de sí un olor compuesto de «escarcha, sudor y almáciga»), y la comprobación de los relojes:
Los jueves viene de la relojería
un anciano cortés, que procede
a dar cuerda con mano pausada
a todos los relojes de la casa.
Echa una ojeada a su propio reloj
y pone en hora el reloj de la pared.
Se sube a una silla y espera
a que él reloj toque las doce
completamente. Entonces, tras haber hecho bien
su agradable tarea,
coloca sin ruido la silla en su lugar,
y con un ligero zumbido el reloj hace tictac.
Con un breve chasquido ocasional de su péndulo y observando una extraña pausa, como para acumular fuerzas antes de dar la hora. Su tictac, como un centímetro desenrollado, servía de ilimitada medición de mis insomnios. Para mí era tan difícil conciliar el sueño como estornudar sin haberme cosquilleado con algo el interior de la nariz, o suicidarme por un medio que estuviera a disposición del cuerpo (tragándome la lengua o algo parecido). Al principio de la angustiosa noche aún podía ganar tiempo subsistiendo a base de conversaciones con Tania, cuya cama estaba en la habitación contigua; pese a lo ordenado, abríamos un poco la puerta, y entonces, cuando oíamos a nuestra institutriz entrar en su habitación, adyacente a la de Tania, uno de nosotros la cerraba con suavidad: un salto con pies descalzos y luego una zambullida en la cama. Mientras la puerta estaba entreabierta podíamos intercambiar acertijos de dormitorio en dormitorio, enmudeciendo de vez en cuando (aún puedo oír el tono de este doble silencio en la oscuridad), ella para adivinar el mío, yo para pensar en otro. Los míos tendían siempre a ser fantásticos y tontos, mientras Tania era fiel a los modelos clásicos:
« Mon premier est un metal précieux,
mon second est un habitant des cieux,
et mon tout est un fruit délicieux .»
A veces se quedaba dormida mientras yo esperaba pacientemente, en la creencia de que luchaba con mi adivinanza, y ni mis súplicas ni mis imprecaciones lograban desvelarla. Después de esto viajaba durante más de una hora por la oscuridad de mi lecho, arqueando sobre mí la ropa de la cama, a fin de formar una caverna, en cuya distante salida podía vislumbrar un poco de luz oblicua y azulada que no tenía nada en común con mi dormitorio, ni con la noche del Neva, ni con los pliegues oscuros, traslúcidos y exuberantes de las cortinas de las ventanas. La caverna que estaba explorando ocultaba en sus recovecos y grietas una realidad tan soñadora, repleta de tan opresivo misterio, que en mi pecho y en mis oídos se iniciaba un latido semejante al de un tambor ahogado; allí dentro, en sus profundidades, donde mi padre había descubierto una nueva especie de murciélago, divisaba los pómulos altos de un ídolo tallado en la roca; y cuando finalmente me adormecía, una docena de manos fuertes me daban la vuelta y, con un horrible sonido de seda desgarrada, alguien me descosía de arriba a abajo y una mano ágil se introducía dentro de mí y me exprimía vigorosamente el corazón. O bien me convertía en un caballo, gritando con voz mongólica: chamanes tiraban con lazos de sus corvejones, hasta que sus patas se rompían con un crujido y caían en ángulos rectos en relación con el cuerpo —mi cuerpo—, que yacía con el pecho apretado contra la tierra amarilla, y, como señal de una agonía extrema, la cola del caballo se elevaba como una fuente; volvía a caer, y yo me despertaba.
Hora de levantarse. El calefactor da unas palmadas
al brillante revestimiento
de la estufa, para determinar
si el fuego ha llegado arriba.
Así es. Y a su cálido zumbido
la mañana responde con el silencio de la nieve,
un azul con matices rosados,
y una blancura inmaculada.
Es extraño que un recuerdo se convierta en una figura de cera y el querubín crezca sospechosamente en hermosura a medida que su marco se oscurece por la edad —extraños, muy extraños son los percances de la memoria. Emigré hace siete años; este país extranjero ya ha perdido su aureola de extranjerismo, del mismo modo que el mío propio ha dejado de ser una costumbre geográfica. El año siete. El espíritu vagabundo de un imperio adoptó inmediatamente este sistema de cálculo, afín al introducido previamente por el fogoso ciudadano francés en honor de la reciente libertad. Pero los años se suceden, y el honor no es un consuelo; los recuerdos se desvanecen o adquieren un brillo cadavérico, por lo que en vez de maravillosas apariciones, sólo nos queda un abanico de postales. No hay nada que sirva aquí, ni la poesía ni el estereoscopio —ese artilugio que en un siniestro silencio de ojos saltones solía dotar a una cúpula de tal convexidad y rodear a los bañistas de Karlsbad de tan diabólica semblanza de espacio que, tras esta diversión óptica, las pesadillas me atormentaban mucho más que después de un relato de torturas mongólicas. Recuerdo que esta cámara estereoscópica adornaba la sala de espera de nuestro dentista, el americano Lawson, cuya amante francesa, madame Ducamp, arpía de cabellos grises, se sentaba ante el escritorio entre frascos de rojo elixir Lawson, fruncía los labios y se rascaba nerviosamente el cuero cabelludo mientras intentaba encontrar una hora para Tania y para mí, y finalmente, con un esfuerzo y un chillido, conseguía meter su furiosa pluma entre la Princesse Toumanoff, con un borrón al final, y monsieurDanzas, con un borrón al principio. Ésta es la descripción de un viaje en coche a casa de este dentista, que la víspera había advertido que «éste tendrá que arrancarse»...
¿Cómo será estar sentado
dentro de media hora en esta berlina?
¿Con qué ojos miraré estos copos de nieve
y ramas negras de los árboles?
¿Cómo seguiré de nuevo con la vista
ese canto de acera cónico
con su casquete de algodón? ¿Cómo recordaré
en el camino de vuelta el camino de ida?
(Mientras, con aversión y ternura,
palpo constantemente el pañuelo
donde, envuelto con cuidado, hay algo,
un amuleto en forma de dije de marfil.)
Ese «casquete de algodón» no sólo es ambiguo, sino que ni siquiera empieza a expresar lo que yo quería decir —la nieve amontonada como un casquete sobre conos de granito unidos por una cadena en algún lugar de las proximidades de la estatua de Pedro el Grande. ¡Algún lugar! Ay, ya me resulta difícil recoger todas las partes del pasado; ya estoy olvidando relaciones y conexiones entre objetos que aún pululan en mi memoria, objetos que con ello condeno a la extinción. De ser así, qué burla tan insultante resulta afirmar con presunción que así una impresión previa subsiste dentro del hielo de la armonía.
¿Qué, entonces, me impulsa a componer poemas sobre mi infancia si, a pesar de todo, mis palabras se alejan de la verdad, o matan tanto al leopardo como al ciervo con la bala explosiva de un epíteto «certero»? Pero no hay que desesperarse. Este hombre dice que soy un verdadero poeta —lo cual significa que la caza no fue en vano.
Aquí hay otro poema de doce versos sobre los tormentos de la niñez. Trata de las penosas sensaciones del invierno en la ciudad cuando, por ejemplo, las medias irritan la parte posterior de las rodillas, o cuando la vendedora te ajusta en la mano un guante de piel demasiado estrecho, que hace poco yacía sobre el mostrador como un tajo de verdugo. Hay más: el doble pellizco del corchete (la primera vez que se suelta) mientras te mantienes con los brazos extendidos para que te ajusten el cuello de piel; pero en compensación por todo esto, qué divertido el cambio en la acústica, qué redondos todos los sonidos cuando se levanta el cuello; y ya que hemos rozado las orejas, qué inolvidable la música tensa, sedosa, zumbante mientras te atan las orejeras de la gorra (levanta la barbilla).
Alegremente, para acuñar una frase, la gente joven retoza en un día glacial. A la entrada del parque público tenemos al vendedor de globos; sobre su cabeza, un enorme y susurrante racimo, tres veces su tamaño. Mirad, niños, cómo se ondulan y chocan entre sí, todos llenos del sol de Dios, en tonos rojos, azules y verdes. ¡Una hermosa vista! Por favor, tío, quiero aquel tan grande (el blanco que tiene un gallo pintado y un embrión rojo flotando en su interior, que, cuando se destruye a su madre, escapa hasta el techo y baja al día siguiente, todo arrugado y completamente manso). Ahora los felices niños han comprado su globo de un rublo y el amable buhonero los ha soltado del ondeante manojo. Un momento, muchacho, no lo agarres, déjame cortar el hilo. Tras lo cual vuelve a calzarse los mitones, inspecciona el cordel que le rodea la cintura y del que penden las tijeras y, después de dar media vuelta, empieza a ascender con lentitud en una posición erguida, más y más arriba hacia el cielo azul: mira, ahora su racimo ya no es mayor que uno de uvas, mientras a sus pies se extiende el brumoso, dorado y armonioso San Petersburgo, un poco restaurado, ¡ay!, aquí y allí, según los mejores cuadros de nuestros pintores nacionales.
Pero, bromas aparte, todo era realmente muy hermoso, muy tranquilo. Los árboles del parque remedaban a sus propios fantasmas y el efecto entero revelaba un inmenso talento. Tania y yo nos burlábamos de los trineos de nuestros coetáneos, especialmente si estaban cubiertos de un material de alfombra, con flecos, y tenían un asiento elevado (incluso con respaldo) y riendas que el conductor sostenía mientras frenaba con sus botas de fieltro. Esta clase nunca llegaba al lomo de nieve final, sino que se desviaba casi inmediatamente y empezaba a girar con impotencia mientras continuaba descendiendo, transportando a un niño pálido y resuelto que se veía obligado, una vez extinguido el ímpetu del trineo, a trabajar con los pies a fin de alcanzar el final de la pista helada. Tania y yo teníamos pesados y curvos trineos de Sangalli; tales trineos consistían simplemente en un almohadón rectangular de terciopelo sobre patines curvados en los extremos. No había que arrastrarlos hasta la pendiente —se deslizaban con tan poco esfuerzo y tanta impaciencia por la nieve, barrida en vano, que te golpeaban los talones. Y ya estamos en la colina.