La dádiva - Набоков Владимир Владимирович 4 стр.


Nos subíamos a una plataforma salpicada y rutilante... (El agua traída en cubos para verterla sobre el trineo había salpicado los peldaños de madera, por lo que tenían una capa de hielo rutilante, pero la bienintencionada aliteración no había podido incluir todo esto.)

Se trepaba a una salpicada y rutilante plataforma,

y se caía osadamente de barriga

sobre el trineo, que traqueteaba

al bajar por el azul; y luego,

cuando la escena sufría un cambio sombrío,

y en el cuarto infantil ardía tristemente

la escarlatina en Navidad,

o en Pascua, la difteria,

se bajaba, cual cohete, la brillante, quebradiza,

exagerada colina de nieve

en una especie de parque mitad tropical,

mitad Tavricheski

adonde, por la fuerza del delirio, el general Nikolai Mijailovich Przhevalski era transferido, junto con su camello de piedra, desde el parque Alexandrovski próximo a nosotros, y donde se convertía inmediatamente en una estatua de mi padre, que en aquel momento se encontraba entre Kokand y Ashjabad, por ejemplo, o en una ladera de la cordillera Tsinin. ¡Cuántas enfermedades padecimos Tania y yo! A veces juntos, a veces por turnos; y cuánto sufría yo cuando oía, entre el golpe de una puerta distante y el sonido tenue y contenido de otra, el estallido de sus pasos y risas, que sonaban celestialmente indiferentes hacia mí, que me ignoraban, distantes hasta el infinito de mi abultada compresa con relleno de hule marrón, mis piernas doloridas, la pesadez y el encogimiento de mi cuerpo; pero si era ella la enferma, ¡qué real y terreno, qué parecido a un elástico balón de fútbol me sentía yo cuando la veía en la cama, rodeada de un aire de lejanía, como si mirase hacia el otro mundo y sólo el fláccido forro de su ser estuviese vuelto hacia mí! Permítanme describir la última fase anterior a la capitulación, cuando, sin abandonar todavía el curso normal de la jornada, ocultándote a ti mismo la fiebre, el dolor de las articulaciones, y abrigándote al estilo mexicano, disfrazas la imperiosidad del escalofrío febril como las exigencias del juego; y cuando, una hora después, te has rendido y acabado en la cama, tu cuerpo ya no cree que hace poco rato estuviera jugando, arrastrándose a cuatro patas por el suelo del vestíbulo, por el parqué, por la alfombra. Describamos —la sonrisa inquisitiva y de alarma de mi madre cuando acaba de colocarme el termómetro en la axila (tarea que no confiaba ni al mayordomo ni a la institutriz). «Bueno, te has metido en un buen lío, ¿verdad?», dice, intentando todavía bromear al respecto. Luego, un minuto después: «Ya lo sabía ayer, sabía que tenías fiebre, no puedes engañarme.» Y tras otro minuto: «¿Cuánta crees que tienes?» Y, finalmente: «Me parece que ya podemos quitarlo». Acerca a la luz el tubo de cristal incandescente y, frunciendo sus bellas cejas de piel de foca —que Tania ha heredado—, mira durante largo tiempo... y entonces, sin decir nada, agita calmosamente el termómetro y lo devuelve a su funda, mirándome como si no me reconociera del todo, mientras mi padre cabalga al paso por una llanura vernal toda azulada de lirios; describamos también el estado delirante en que uno siente crecer unos números enormes, que le hinchan el cerebro, acompañados del parloteo incesante de alguien que no se refiere en absoluto a uno, como si en el oscuro jardín del manicomio del libro de contabilidad, algunos de sus personajes, salidos a medias (o con más precisión, salidos en un cincuenta y siete, coma, ciento once por ciento) de su terrible mundo de intereses acumulados, aparecieran en sus papeles de repertorio como vendedora de manzanas, cuatro cavadores de zanjas y Cierta Persona que ha legado a sus hijos una caravana de fracciones, y hablaran, acompañados por el susurro nocturno de los árboles, de algo en extremo tonto y doméstico, y por ello tanto más horrible, tanto más condenado a convertirse en aquellos mismos números, en aquel universo matemático que se extiende hasta el infinito (una expansión que a mi juicio proyecta una extraña luz sobre las teorías macrocósmicas de los físicos actuales). Describamos, finalmente, el restablecimiento, cuando ya no sirve de nada agitar el termómetro para que baje y se abandona con indiferencia sobre la mesilla de noche, donde una asamblea de libros ha venido a felicitarte y unos cuantos juguetes (mirones indolentes) han llegado para desplazar a los semivacíos frascos de turbias pociones.

Un recado de escribir, con mi papel de cartas es lo que veo más intensamente: las hojas están adornadas con una herradura y mi monograma. Me había convertido en todo un experto en iniciales retorcidas, sellos grabados, flores secas y estrujadas (que una niña me envió desde Niza) y lacre, de destellos rojos y broncíneos.

Ninguno de los poemas del libro alude a algo extraordinario que me ocurrió mientras convalecía de un caso de pulmonía especialmente grave. Cuando todo el mundo se había trasladado al salón (para usar una expresión victoriana), uno de los invitados que (para seguir usándola) había guardado silencio toda la velada... La fiebre había remitido durante la noche y por último me arrastré hasta tierra firme. Estaba, permítanme decirlo, débil, lleno de caprichos y transparente —tan transparente como un huevo de cristal tallado. Mi madre había salido a comprarme —no recuerdo exactamente qué —una de esas fruslerías que yo reclamaba de vez en cuando con la caprichosidad de una mujer embarazada, olvidándome por completo de ellas casi en seguida; pero mi madre hacía una lista de estos desiderata. Mientras yacía en la cama entre capas azuladas de crepúsculo interior, me sentía evolucionar hacia una lucidez increíble, como cuando una remota franja de cielo radiantemente pálido se dibuja entre largas y vespertinas nubes y uno puede divisar el cabo y las playas de Dios sabe qué lejanas islas —y se tiene la impresión de que si se da rienda suelta a la volátil mirada se llegará a discernir un barco rutilante, anclado en la húmeda arena, y huellas de pasos llenos de agua brillante. Creo que en aquel momento alcancé el límite máximo de la salud humana: mi mente acababa de sumergirse y aclararse en una negrura peligrosa, sobrenaturalmente limpia; y ahora, sin moverme y sin cerrar siquiera los ojos, vi con el pensamiento a mi madre, con un abrigo de chinchilla y velo de topos negros, que subía al trineo (que en la antigua Rusia parecía siempre tan pequeño comparado con el enorme y acolchado asiento del cochero) y sostenía contra el rostro el peludo manguito gris mientras se deslizaba tras un par de cabellos negros cubiertos con una red azul. Calle tras calle se sucedían sin ningún esfuerzo por mí parte; montones de nieve azotaban la parte delantera del trineo. Ahora se ha detenido. Vasili, el lacayo, baja de su estribo, al tiempo que desengancha la manta hecha de piel de oso, y mi madre avanza con rapidez hacia una tienda cuyo nombre y mercancía no tengo tiempo de identificar, ya que en aquel instante mi tío, su hermano, pasa por allí y la llama (pero ella ya ha desaparecido), y yo le sigo involuntariamente unos pasos, tratando de reconocer el rostro del caballero con quien habla mientras se aleja, pero, al darme cuenta, retrocedo y floto a toda prisa, por así decirlo, hasta el interior de la tienda, donde mi madre ya está pagando diez rublos por un lápiz verde Faber completamente corriente, que ahora dos dependientes envuelven con cariño en papel marrón y entregan a Vasili, que lo lleva detrás de mi madre hasta el trineo, el cual recorre velozmente unas calles anónimas y se detiene ante nuestra casa, que ahora se adelanta para recibirlo; pero aquí el curso cristalino de mi clarividencia quedó interrumpido por la llegada de Ivonna Ivanovna con caldo y tostadas. Yo necesitaba de su ayuda para incorporarme en ia cama. Dio una palmada a la almohada y colocó la bandeja plegable (con sus patas enanas y una zona perpetuamente pegajosa cerca de su esquina sudoccidental) sobre la manta y frente a mí. De improviso se abrió la puerta y entró mi madre, sonriendo, sostenía un paquete largo, envuelto en papel marrón, como si fuera una alabarda. De él emergió un lápiz Faber de un metro de longitud y grosor correspondiente: un gigante que había pendido horizontalmente en el escaparate como un anuncio y un día había despertado mi caprichoso anhelo. Yo aún debía encontrarme en aquel feliz estado en que cualquier extrañeza desciende sobre nosotros como un semidiós y se mezcla, inadvertida, con el gentío dominguero, puesto que en aquel momento no sentí ningún asombro ante lo ocurrido y sólo me dije para mis adentros que me había equivocado respecto al tamaño del objeto; pero más tarde, cuando hube adquirido más fuerza y tapado con pan ciertas rendijas, reflexioné con atisbos de superstición sobre mi acceso de clarividencia (el único que he experimentado en mi vida), del cual estaba tan avergonzado que lo oculté incluso de Tania; y casi derramé lágrimas de. confusión cuando nos encontramos por casualidad, el día de mi primera salida, con un pariente lejano de mi madre, un tal Gaydukov, que le dijo: «Tu hermano y yo te vimos el otro día cerca de Treumann», Mientras tanto, el aire de los poemas se ha hecho más cálido y nos estamos preparando para volver al campo, adonde solíamos trasladarnos incluso en abril durante los años anteriores a mi asistencia a la escuela (no la empecé hasta la edad de doce años).

La nieve, ausente de las laderas, acecha en los barrancos,

y la primavera de Petersburgo

está llena de excitación y anémonas

y de las primeras mariposas.

Pero no necesito a las vanesas del año anterior,

esas hibernantes descoloridas,

ni a las andrajosas de alas color de azufre

que vuelan por bosques transparentes.

Sin embargo, no dejaré de detectar

las cuatro hermosas alas de gasa

de la polilla geométrida más suave del mundo

Extendida sobre un pálido tronco de abedul.

Este poema es el favorito del autor, pero no lo incluyó en la colección porque, una vez más, el tema guarda relación con el de su padre y la economía artística le aconsejó no tocar ese tema antes del momento oportuno. En cambio reprodujo tales impresiones de primavera como la primera sensación que sigue inmediatamente a las postrimerías de la estación: la blandura del suelo, su familiar proximidad con el pie, y en torno a la cabeza, la corriente de aire totalmente incontenida. Compitiendo entre sí, derrochando furiosas invitaciones, de pie en el pescante y agitando su mano libre y mezclando en su chachara «sos» exagerados, los conductores de droshkillamaban a los recién llegados. Un poco más lejos, un coche abierto, carmesí por dentro y por fuera, nos esperaba: la idea de la velocidad ya había dado un vistazo al volante (los árboles del acantilado sabrán a qué me refiero), mientras su aspecto general aún retenía —por un falso sentido del decoro, supongo— un vínculo servil con la forma de una victoria; pero si esto era realmente un intento de imitación, lo destruía por completo el estruendo del motor con el tubo de escape abierto, un estruendo tan feroz que mucho antes de que apareciéramos, el campesino que venía de frente con su carro de heno saltaba a la cuneta y trataba de encapuchar a su caballo con un saco —tras lo cual él y su carro solían acabar en la zanja o incluso en el campo; donde, un minuto después, habiéndose olvidado de nosotros y nuestro polvo, el silencio rural volvía a ser, fresco y delicado, con sólo un minúsculo resquicio para el canto de una alondra.

Tal vez un día, con suelas extranjeras y tacones gastados desde hace mucho tiempo, sintiéndome un fantasma pese a la idiota materialidad de los aisladores, saldré una vez más de aquella estación y sin compañeros visibles enfilaré el sendero que acompaña a la carretera durante las diez y pico de verstas hasta Leshino. Uno tras otro, los postes telegráficos susurrarán a mi paso. Un cuervo se posará sobre una piedra —se posará y enderezará un ala mal doblada. El día será probablemente algo nublado. Cambios en el aspecto del paisaje circundante, que no puedo imaginar, así como algunos de los mojones más antiguos que por alguna razón se me han olvidado, me saludarán alternativamente, mezclándose incluso de vez en cuando. Creo que mientras camine emitiré algo parecido a un gemido, a tono con los postes. Cuando llegue a los lugares donde crecí y vea esto o aquello —o bien, debido a fuegos, operaciones de reconstrucción, de explotación maderera, o negligencia de la naturaleza, no vea esto ni aquello (pero aun así pueda reconocer algo que me es infinita e inconmoviblemente fiel, aunque sólo sea porque mis ojos, al fin y al cabo, están hechos de la misma materia que el color gris, la claridad, la humedad de aquellos lugares), entonces, después de toda la excitación, sentiré cierta saciedad de sufrimiento —tal vez en la montaña llegaré a una clase de felicidad que aún es prematuro que conozca (sólo sé que cuando la alcance, será con la pluma en la mano). Pero hay algo que definitivamente no encontraré allí esperándome —algo que, por cierto, ha hecho que toda la cuestión del exilio fuera digna de cultivarse: mi infancia y los frutos de mi infancia. Sus frutos —aquí están, hoy, ya maduros; mientras mi infancia ha desaparecido en una distancia aún más remota que la de nuestro norte ruso.

El autor ha encontrado palabras adecuadas para describir sensaciones experimentadas al hacer la transición al campo. Qué divertido es, dice, no tener que ponerse la gorra, o cambiarse las zapatillas para salir corriendo en primavera a la arena color de ladrillo del jardín.

A la edad de diez años se introdujo una diversión nueva. Todavía estábamos en la ciudad cuando la maravilla entró rodando. Durante bastante tiempo la conduje por sus cuernos de carnero de habitación en habitación; ¡con qué gracia tímida se movía por el suelo de parqué hasta que se empalaba en una tachuela! Comparada con mi viejo, lastimoso y desvencijado triciclo, cuyas ruedas eran tan delgadas que se encallaban incluso en la arena de la terraza del jardín, la recién llegada poseía una divina ligereza de movimiento. Esto está bien expresado por el poeta en los siguientes versos:

¡Oh, aquella primera bicicleta!

¡Su esplendor, su altura,

«Dux» o «Pobeda» inscrito en su marco,

el silencio de sus tensos neumáticos!

¡Los caracoleos y escarceos por la verde avenida

donde manchas de sol resbalan por las muñecas

y donde las toperas se antojan negras

y amenazan con provocar una caída!

Pero al otro día uno las roza

y no hay, como en sueños, ningún apoyo,

y confiando en esta sencillez del sueño,

la bicicleta no se desploma.

Y al día siguiente venía inevitablemente la idea de la «rueda libre» —dos palabras que aún hoy no puedo oír sin ver deslizarse una franja de terreno inclinado, suave y caliente, acompañado de un murmullo de goma apenas audible y el más tenue susurro del acero. Montar en bicicleta y a caballo, navegar y bañarse, tenis y croquet; merendar bajo los pinos; el hechizo del molino de agua y el henal —ésta es una lista general de los temas que emocionan a nuestro autor. ¿Qué hay de sus poemas desde el punto de vista de la forma? Éstos, naturalmente, son miniaturas, pero están escritos con una maestría extraordinariamente delicada que hace resaltar con claridad cada cabello, no porque todo esté delineado con un toque en exceso selectivo, sino porque la presencia del menor detalle se comunica involuntariamente al lector por la integridad y honradez de un talento que asegura la observancia por parte del autor de todos los artículos del convenio artístico. Se puede discutir si vale la pena revivir poesía de álbum, pero no puede negarse que, dentro de los límites que se ha fijado, Godunov-Cherdyntsev ha resuelto con corrección su problema métrico. Cada uno de sus poemas brilla con colores tornasolados. Cualquier aficionado a este género pintoresco apreciará este librito, que no tendría nada que decir al ciego que hay en la puerta de iglesia. ¡Qué visión tiene el autor! Al despertarse temprano por la mañana adivinaba qué clase de día haría mirando una rendija de la persiana, la cual mostraba un azul más azul que el azul y era apenas inferior en tono azulado a mi actual recuerdo de él.

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