Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 12 стр.


Todo muy encantador, muy desértico. Pero, ¿qué estoy haciendo en este estereoscópico país de los sueños? ¿Cómo he llegado hasta aquí? No sé de qué modo, pero los dos trineos se han alejado, dejando atrás a un indocumentado espía en medio de esta carretera blanco azulada, con sus botas de nieve y su abrigo impermeable norteamericanos. La vibración que notan mis oídos ya no es la de las campanillas de esos trineos que se alejan sino, solamente, la del canturreo de mi sangre. Todo está tranquilo, hechizado, encantado por la luna, por ese espejo retrovisor de la fantasía. La nieve es real, sin embargo, y cuando me inclino hacia ella y cojo un puñado, sesenta años se desmenuzan entre mis dedos hasta quedar reducidos a centelleante polvo helado.

2

Una gran lámpara de petróleo con pie de alabastro avanza en la oscuridad. Flota y desciende muy despacio; la mano de la memoria, forrada ahora por el guante blanco de un criado, la coloca en el centro de una mesa redonda. La llama queda perfectamente graduada, y una pantalla rosa con volantes de seda y dibujos rococó de deportes invernales corona la reajustada (algodón hidrófilo en una de las orejas de Casimir) luz. Revelado: un cálido, brillante, elegante (estilo «imperio ruso») salón de una casa embozada de nieve —que pronto será conocida con el nombre de «le château»— construida por el abuelo de mi madre, el cual, debido a que temía los incendios, encargó una escalera de hierro de modo que cuando la casa se incendió hasta quedar reducida a cenizas, algún tiempo después de la Revolución Soviética, aquellos peldaños finamente forjados a través de cuyas contrahuellas caladas se veía el cielo, quedaron en pie, solitarios pero todavía conduciendo hacia arriba.

Algunos detalles más de ese salón, por favor. Las relucientes molduras blancas de los muebles, las rosas bordadas de la tapicería. El piano blanco. El espejo ovalado. Colgado de tensos cordones, inclinada su pura frente, se esfuerza por retener esos muebles que parecen a punto de volcarse y ese plano inclinado de brillante piso que se escabullen de su abrazo. Las lágrimas de la araña, que emiten un delicado tintineo (están cambiando de sitio las cosas en la habitación del piso de arriba donde se alojará Mademoiselle). Lápices de colores. La caja anuncia detalladamente una gama completa que nunca está representada del todo por los lápices que contiene. Estamos sentados a una mesa redonda mi hermano y yo y Miss Robinson, que mira de vez en cuando su reloj: con tanta nieve, los caminos deben de estar intransitables; de todos modos, la indefinida francesa que va a sustituirla tendrá que enfrentarse a los múltiples obstáculos profesionales que la aguardan.

Ahora los lápices de colores en movimiento. El verde, con un simple giro de la muñeca, era capaz de engendrar un encrespado árbol, o el remolino dejado por un cocodrilo al sumergirse. El azul trazaba una sencilla línea horizontal en la página: y ya teníamos el horizonte de todos los mares. Un indeterminado lápiz despuntado siempre se empeñaba en fastidiarnos. Había un lápiz ocre que solía tener la punta rota, y lo mismo ocurría con el rojo, pero a veces, inmediatamente después de que se partiera, todavía podíamos utilizarlo cogiéndolo de forma que la punta suelta quedara sujeta, de forma bastante insegura, por una astilla sobresaliente. El diminuto señor de morado, uno de mis preferidos, se había reducido tanto por el uso que casi no había modo de cogerlo. Sólo el blanco, ese larguirucho albino de la familia de los lápices, conservaba su longitud original, o así fue al menos hasta que descubrí que, lejos de ser una estafa porque no dejaba marcas sobre la página, era la herramienta ideal que me permitía imaginar lo que yo quisiera mientras garabateaba con él.

Estos lápices, ay, también han sido distribuidos entre los personajes de mis libros a fin de mantener ocupados a diversos niños ficticios; ahora ya no son del todo míos. En algún lugar, el piso de un capítulo, la habitación realquilada de un párrafo, también he situado ese espejo inclinado, y la lámpara de petróleo y la araña con sus gotas. Quedan pocas cosas, muchas han sido despilfarradas. ¿He regalado también a Box (hijo y esposo de Youlou, el Perro del ama de llaves), ese viejo dachshundpardo que duerme en el sofá? No, creo que todavía es mío. Su canoso hocico, con esa verruga en la arrugada comisura de los labios, está embutido en la curva de su corvejón, y un suspiro hincha de vez en cuando sus costillas. Es tan viejo y tiene un dormir tan acolchado de sueños (zapatillas masticables y algunos olores recientes) que ni siquiera se mueve cuando suenan afuera leves tintineos. Después, una puerta neumática resopla y se cierra con estrépito en el vestíbulo. Al final, Mademoiselle ha llegado; yo había confiado en que no fuera así.

3

Otro perro, el amable semental de una feroz familia, un gran danés al que no se le permitía entrar en casa, tuvo un agradable papel en una aventura que ocurrió, si no al día siguiente, al cabo de muy pocos. Resultó que mi hermano y yo nos quedamos a cargo de la recién llegada. Según la reconstrucción que hago ahora, mi madre se había ido probablemente, con su doncella y la joven Trainy, a San Petersburgo (un viaje de unos setenta y cinco kilómetros), en donde mi padre estaba muy comprometido en los graves acontecimientos políticos de aquel invierno. Estaba embarazada y muy nerviosa. Miss Robinson, en lugar de quedarse y explicarle sus deberes a Mademoiselle, también se había ido, para trabajar de nuevo con la familia de un embajador, de la que nosotros llegamos a saber tantas cosas como las que ellos sabrían de nosotros a partir de ese momento. A fin de demostrar que ésta no era forma de tratarnos, concebí inmediatamente el proyecto de repetir nuestra excitante empresa del año anterior, cuando nos escapamos de Miss Hunt en Wiesbaden. El campo que nos rodeaba esta vez era un desierto nevado, y resulta difícil imaginar cuál podía ser exactamente el objetivo del viaje que planeé. Acabábamos de regresar de nuestro primer paseo vespertino con Mademoiselle, y yo palpitaba de frustración y odio. Bastaron unos leves estímulos para conseguir que el mojigato Sergey sintiera también parte al menos de mi rabia. Tener que habérselas con alguien que hablaba un idioma desconocido (todo el francés que sabíamos se reducía a unas pocas frases cotidianas), y, por si esto fuera poco, ver contrariados todos nuestros hábitos más queridos, era más de lo que nadie puede soportar. La bonne promenadeque ella nos había prometido se convirtió en un tedioso paseo, sólo por aquellos caminos cercanos a la casa en los que la nieve había sido retirada, y el helado suelo cubierto de arena. Nos hizo ponernos cosas que jamás usábamos, ni siquiera en los días más fríos (espantosas polainas y capuchas que entorpecían todos nuestros movimientos). Nos llamó a su lado cuando yo intenté seducir a Sergey para que explorase conmigo las cremosas y tersas ondulaciones de nieve que se habían formado sobre lo que en verano eran parterres floridos. Tampoco nos permitió caminar por debajo de aquel sistema de carámbanos enormes que, a modo de tubos de órgano, colgaban de los aleros y ardían esplendorosamente a la luz del bajo sol. Y había rechazado, tachándolo de ignoble, uno de mis entretenimientos preferidos (inventado por Miss Robinson): tenderme boca abajo en un pequeño trineo de felpa con un cabo de cuerda atado a un extremo, del que tiraba una mano refugiada en un mitón de cuero, y que me llevaba por un camino nevado bajo arcadas de árboles blancos, mientras Sergey iba, no tendido sino sentado, en un segundo trineo, tapizado de felpa roja, y sujeto a la parte trasera del mío, que era azul, y los tacones de un par de botas de fieltro, justo delante de mi cara, caminando bastante aprisa, con las punteras vueltas hacia dentro, y, de vez en cuando, haciendo saltar un fragmento de hielo con una u otra suela. (La mano y los pies eran los de Dmitri, nuestro más antiguo y bajito jardinero, y el camino, la avenida de jóvenes robles que parece haber sido la principal arteria de mi infancia.)

Expliqué a mi hermano mi malvado plan, y le convencí de que lo aceptara. En cuanto regresamos de aquel paseo, dejamos a Mademoiselle resoplando en la escalera de la entrada y corrimos hacia el interior de la casa como si pretendiéramos escondernos en alguna habitación remota. De hecho, no paramos de correr hasta llegar al otro extremo de la casa y, una vez allí, cruzamos la terraza y volvimos a salir al jardín. El gran danés al que me he referido más arriba estaba acomodándose alborotadamente en un montón de nieve, pero mientras se preguntaba cuál de sus dos piernas traseras debía levantar primero, nos vio y nos siguió galopando alegremente.

Seguimos los tres un sendero sin mayores dificultades, y tras haber recorrido unas zonas en las que la nieve era más espesa, llegamos al camino que conducía al pueblo. A estas horas el sol ya se había puesto. La noche llegó con temible rapidez. Mi hermano declaró que tenía frío y estaba cansado, pero yo le apremié a que siguiera, y finalmente le hice montar en la grupa del perro (que era el único miembro del grupo que seguía pasándoselo en grande). Habíamos recorrido más de tres kilómetros, y la luna era fantásticamente luminosa, y mi hermano, en completo silencio, había empezado a caerse de vez en cuando de su montura, cuando Dmitri, provisto de una lámpara, nos alcanzó y nos llevó de vuelta a casa. «Giddy-eh, giddy-eh?», gritaba frenéticamente Mademoiselle desde el porche. Yo pasé rozándola sin decir palabra. Mi hermano rompió a llorar, y se entregó. El gran danés, que se llamaba Turka, volvió a sus interrumpidas ocupaciones relacionadas con los útiles e informativos montones de nieve que había alrededor de la casa.

4

Durante nuestra infancia aprendemos muchas cosas acerca de las manos, ya que viven y planean a la altura de nuestras cabezas; las de Mademoiselle eran desagradables, debido al lustre de rana de su tensa piel, que estaba además salpicada de pardas manchas equimosas. Antes de su llegada, ningún desconocido me había acariciado la cara. En cuanto se presentó, Mademoiselle me dejó desconcertado con aquellos golpecitos en la mejilla con los que pretendía demostrar su espontáneo afecto. En cuanto pienso en sus manos recuerdo sus peculiares costumbres. Su forma de pelar, más que afilar, los lápices, con la punta dirigida hacia su estupendo y estéril pecho enfundado en lana verde. Su costumbre de insertarse el meñique en la oreja, y hacerlo vibrar con gran rapidez. El ritual que observaba cada vez que me entregaba un nuevo cuaderno. Jadeando siempre un poco, con los labios entreabiertos y emitiendo en rápida sucesión una serie de resoplidos asmáticos, abría el cuaderno para marcarle el margen; a saber, grababa una profunda vertical con la uña del pulgar, doblaba el borde de la página, lo presionaba, lo soltaba, lo alisaba con el canto de la mano y, después de todo esto, daba media vuelta al cuaderno y me lo colocaba delante de mí para que empezara a usarlo. Después venía lo de la plumilla nueva; antes de dármela humedecía su brillante punta con sus susurrantes labios y luego la sumergía en el tintero bautismal. A continuación, deleitándome en cada uno de los trazos de cada una de las límpidas letras (debido sobre todo a que el anterior cuaderno había sido terminado con el mayor de los descuidos), yo inscribía con exquisito cuidado la palabra Dictéemientras Mademoiselle buscaba en su colección de pruebas ortográficas algún fragmento especialmente difícil.

5

Entretanto, el escenario ha cambiado. El árbol orlado y el alto montón de nieve con su hueco amarillento han sido retirados por un silencioso atrecista. Altas nubes que escalan el cielo avivan la tarde de primavera. Sombras oculares se agitan en los senderos del jardín. Terminan por fin las clases y Mademoiselle nos lee en la terraza, donde las esteras y las sillas de mimbre desprenden bajo el calor un penetrante aroma a galleta. En los blancos alféizares, en los alargados asientos de las ventanas, cubiertos de descolorido calicó, el sol se rompe en geométricas gemas después de atravesar los romboides y cuadrados de las cristaleras de colores. Esta es la época en la que Mademoiselle se encontraba más en forma.

¡Qué enorme cantidad de volúmenes nos leyó en esa terraza! Su tenue voz leía velozmente, sin debilitarse jamás, sin el menor tropiezo ni vacilación, pues era una formidable máquina lectora que actuaba con absoluta independencia de sus enfermos tubos bronquiales. Hubo de todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en Quatre Vingt Jours, Le Petit Chose, Les Miserables, Le Comte de Monte Cristo, y otros muchos. Se sentaba allí, y destilaba su voz lectora desde la quieta prisión de su persona. Aparte de los labios, lo único que se movía en su búdico bulto era una de sus sotabarbas, la más pequeña pero también la más auténtica. Los quevedos de montura negra reflejaban la eternidad. De vez en cuando alguna mosca se posaba en su severa frente y al instante saltaban sus tres arrugas juntas, como tres atletas sobre tres vallas. Pero no había nada capaz de cambiar la expresión de su cara, esa cara que tan a menudo he pretendido dibujar en mi cuaderno, pues su impasible y simple simetría ofrecían a mi vacilante lápiz una tentación mucho mayor que el ramo de flores o el cimbel que reposaban ante mí sobre la mesa, y que eran el modelo que se suponía que yo estaba dibujando.

Mi atención erraba después más lejos incluso, y era entonces, quizá, cuando la rara pureza de su rítmica voz lograba su verdadero propósito. Me quedaba mirando un árbol, y el temblor de sus hojas tomaba prestado aquel ritmo. Egor cuidaba de las peonías. Una cauda trémula daba unos pasos, se detenía como si de repente se hubiese acordado de algo, y después seguía su camino, haciendo honor a su nombre. Salida de ninguna parte, una c blanca se posaba en el umbral, se tostaba al sol con sus angulosas alas anaranjadas completamente abiertas, las cerraba luego de repente para mostrar la diminuta letra escrita con tiza en su oscuro dorso, y remontaba el vuelo con la misma brusquedad. Pero la más constante fuente de hechizo de aquellos ratos de lectura era el dibujo arlequinado de los cristales de colores incrustados en el blanco armazón que había a ambos extremos de la terraza. Visto a través de estos cristales mágicos, el jardín adquiría un aspecto extrañamente quieto y distante. Mirando por el cristal azul, la arena mudaba su color a un tono ceniza, mientras que unos árboles de tinta nadaban en un cielo tropical. El amarillo creaba un mundo ambarino empapado de un brebaje especialmente intenso de luz solar. El rojo hacía que el follaje se convirtiera en un goteo rubí oscuro que colgaba sobre un sendero rosa. El verde empapaba el verdor de un verde más verde. Y cuando, después de tanta intensidad, pasaba a un cuadrado de cristal corriente e insípido, con su mosquito solitario o su segador cojo, era como tomarse un trago de agua cuando no se siente sed, y sólo veía el vulgar banco blanco bajo unos árboles normales. Pero, de todas las ventanas, éste es el cristal a través del que, más adelante, siempre preferí mirar la sedienta nostalgia.

Mademoiselle no llegó nunca a saber cuán potente había sido el regular flujo de su voz. Sus declaraciones posteriores se referían a otras cosas. «Ah —suspiraba—, comme on s'aimait: ¡cómo nos queríamos! ¡Aquellos días felices en el château! ¡La muñeca de cera que enterramos aquel día bajo el roble! [No: era un Golliwogg relleno de lana.] Y aquella vez que tú y Sergey os escapasteis y me dejasteis perdida y gritando en la espesura del bosque! [Exageración.] Ah, la fessée que je vous ai flanquée: ¡Los azotes que os di! [Una vez trató de darme un cachete, pero jamás volvió a intentarlo.] ¡ Votre tante, la Princesse, a la que diste un puñetazo con tu manita porque se había comportado mal conmigo! [No lo recuerdo.] ¡Y tu costumbre de susurrarme al oído tus problemas infantiles! [¡Jamás!] ¡Y el rincón de mi cuarto en el que te encantaba refugiarte porque allí te sentías tranquilo y seguro!»

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