La habitación de Mademoiselle, tanto en el campo como en la ciudad, era para mí un lugar misterioso: algo así como un invernadero que cobijaba una planta de gruesas hojas empapadas de un pesado olor a incontinencia mingitoria. Aunque, cuando éramos pequeños, estaba al lado de las nuestras, no parecía formar parte de nuestra agradable y aireada casa. En aquella nauseabunda neblina empapada de, entre otros efluvios más confusos, el pardo olor de la piel de manzana oxidada, la llama de la lámpara permanecía siempre baja, y en el escritorio centelleaban extraños objetos: una caja lacada donde guardaba la regaliz, de la que cogía negros segmentos que troceaba con su navaja para ponerlos luego a fundir debajo de la lengua; una postal de un lago y un castillo cuyas ventanas eran lentejuelas de nácar; una amorfa pelota de papel de plata procedente de los bombones de chocolate que solía consumir por las noches; fotografías de un difunto sobrino suyo, de su madre, que había firmado el retrato con las palabras Mater Dolorosa, y de un tal Monsieurde Marante, a quien su familia le obligó a contraer matrimonio con una rica viuda.
Presidiendo todas las demás, se encontraba otra foto colocada en un marco de fantasía con incrustaciones de granates; mostraba, de tres cuartos, a una joven morena y delgada con un vestido muy ajustado, y de mirada valiente y cabello abundante. «¡Una trenza gruesa como mi brazo, que me llegaba a los tobillos!», era el melodramático comentario de Mademoiselle. Porque ésta había sido ella; pero en vano trataron mis ojos de escrutar su forma conocida en un intento de localizar en ella al bello ser que albergaba en su interior. Esta clase de descubrimientos realizados por mi hermano y por mí no hicieron más que aumentar las dificultades de esa tarea; porque los adultos que durante el día contemplaban a una densamente vestida Mademoiselle jamás vieron lo que nosotros, los niños, veíamos cuando, levantada de su cama por los gritos que soltaba uno de nosotros en medio de una pesadilla, despeinada, con la vela en la mano, un destello de encaje dorado bordeando el salto de cama rojo sangre que no conseguía envolver del todo sus estremecidas carnes, convertida en la cadavérica Jezabel de la absurda obra de Racine, irrumpía con las fuertes pisadas de sus pies descalzos en nuestra habitación.
Toda mi vida me ha costado mucho ir-a-acostarme. Esos pasajeros de los trenes que dejan a un lado el periódico, cruzan sus estúpidos brazos, e inmediatamente, con una actitud de ofensiva familiaridad, empiezan a roncar, me dejan tan perplejo como el tipo desinhibido que defeca cómodamente en presencia de cualquier parlanchín usuario de la bañera, o que participa en grandes manifestaciones, o que ingresa en algún sindicato con intención de disolverse en él. El sueño es la más imbécil de todas las fraternidades humanas, la que más derechos reclama y la que exige rituales más ordinarios. Es una tortura mental que a mí me parece envilecedora. Las tensiones y agotamientos de la escritura me obligan a menudo, ay, a tragarme una fuerte píldora que me produce una o dos horas de temibles pesadillas, o incluso a tener que aceptar el cómico alivio de una siesta, de la misma manera que un libertino senil podría ir trotando al eutanasio más próximo; pero me resultaba sencillamente imposible acostumbrarme a esa cotidiana traición nocturna a la razón, a la humanidad, al talento. Por muy agotado que me encuentre, el dolor que siento al despedirme de la conciencia me parece indeciblemente repulsivo. Aborrezco a Somnus, ese verdugo de negro antifaz que me ata al tajo; y si, con el paso de los años, a medida que se acerca una desintegración más completa y risible incluso, que, lo confieso, les resta últimamente gran parte de sus méritos a los terrores rutinarios del sueño, he acabado por acostumbrarme tanto a mi ordalía nocturna que casi avanzo contoneándome hacia ella mientras el hacha familiar sale de su gran caja de contrabajo forrada de terciopelo, inicialmente carecía de este consuelo o defensa: no tenía nada, excepto un indicio de luz en el potencialmente luminoso candelabro de la habitación de Mademoiselle, cuya puerta, por orden del médico de la familia (¡Yo te saludo, doctor Sokolov!), permanecía un poco abierta. Su débil línea de suave luminosidad vertical (que las lágrimas de un niño podían transformar en deslumbrantes rayos de misericordia) era algo a lo que aferrarme, ya que en la oscuridad completa mi cabeza navegaba y mi mente se derretía en una travestida versión de la lucha con la muerte.
La noche del sábado solía ser o hubiera debido ser una perspectiva agradable, porque esa era la noche en la que Mademoiselle, que pertenecía a la escuela higiénica clásica y pensaba que nuestras toquades anglaisesno servían más que para pillar resfriados, se concedía el peligroso lujo de su baño semanal, proporcionando así una vida más prolongada a mi tenue luz. Pero después empezaba un tormento más sutil.
Ahora nos hemos desplazado a nuestra casa de la ciudad, una construcción italianizante de granito finlandés, construida por mi abuelo alrededor de 1885, con frescos florales encima del tercer piso (el último) y un mirador en el segundo, situada en el número 47 de la calle Morskaya (actualmente calle Hertzen) de San Petersburgo (actualmente Leningrado). Los niños ocupábamos el tercer piso. En 1908, año elegido aquí, seguía compartiendo con mi hermano el cuarto de los niños. El baño asignado a Mademoiselleestaba al final de un pasillo en forma de Z, a unos veinte latidos de distancia de mi cama, y entre el temor de su prematuro regreso del baño a su iluminada habitación contigua a la nuestra, y la envidia que sentía al oír los regulares silbidos de la respiración que mi hermano emitía desde el otro lado del biombo japonés que nos separaba, jamás pude sacarle provecho, durmiéndome, al rato adicional en el que un resquicio de luz en la oscuridad seguía dando testimonio de una motita de mí mismo en medio de la nada. Finalmente empezaban a acercarse aquellos pasos inexorables, avanzando trabajosamente por el pasillo y haciendo que algún frágil objeto de cristal, que había estado compartiendo secretamente conmigo la vigilia, vibrara desesperanzado en un estante.
Ahora ya ha entrado en su habitación. Un rápido intercambio de valores luminosos me dice que la vela de su mesilla de noche ha sustituido al grupo de bombillas del techo, las cuales, tras haber recorrido con un par de secos chasquidos dos pasos adicionales de luminosidad, primero natural y luego sobrenatural, se apagan del todo. Mi línea de luz sigue ahí, pero ahora es vieja y macilenta, y se estremece cada vez que Mademoiselle hace crujir su cama al moverse. Porque sigo oyéndola. Ahora es un crujido metálico que dice «Suchard»; luego el trk-trk-trk de un cuchillo de postre abriendo las páginas de La Revue des Deux Mondes. Ha comenzado una fase decadente: ahora lee a Bourget. Ni una sola palabra del testamento de ese escritor le sobrevivirá. El fin está cerca. Siento una intensa angustia mientras intento engatusar al sueño, mientras abro cada pocos segundos los ojos a fin de comprobar que el deslucido brillo sigue ahí, mientras imagino el paraíso, que para mí es un lugar en donde un vecino insomne lee un libro inacabable a la luz de una vela eterna.
Ocurre lo inevitable: la caja de los quevedos se cierra con un chasquido, la revista golpea el mármol de la mesilla de noche, y los fruncidos labios de Mademoiselle emiten una ráfaga; fracasa el primer intento, la llama queda grogui pero se retuerce y finta; luego llega la segunda arremetida, y la luz cede. En esa negrura total me desoriento, mi cama parece ir lentamente a la deriva, el pánico me fuerza a sentarme y mirar; hasta que mis ojos, adaptados a la oscuridad, disciernen, por entre flotadores entópticos, ciertos contornos imprecisos pero valiosos que vagan en una amnesia sin rumbo hasta que, gracias a un vago recuerdo, adquieren la solidez de los borrosos pliegues de las cortinas de la ventana, al otro lado de la cual las farolas de la calle conservan una vida remota.
¡Qué profundamente ajenas a estas turbadas noches eran aquellas mañanas de San Petersburgo en las que, fiera y tierna, húmeda y deslumbrante, la primavera ártica facturaba lejos de nosotros los bloques de hielo que arrastraba con su corriente aquel Neva tan luminoso como el mar! Esa primavera hacía brillar los tejados. Pintaba la enlodada nieve de las calles de una intensa tonalidad morada del azul que luego no he vuelto a ver en ningún lugar. En aquellos días espléndidos on allait se promener en équipage, una expresión europea corriente en nuestro mundo. Puedo volver a sentir fácilmente la jubilosa sustitución de aquel polushubokacolchado que me llegaba hasta las rodillas —con su caliente cuello de castor—, por la corta chaqueta azul marino con unos botones de latón que llevaban grabada una áncora. En el landó abierto, el valle de una manta de viaje me une a los ocupantes del interesantísimo asiento posterior: la majestuosa Mademoiselle, y el triunfal y enlagrimado Sergey, con quien acabo de tener una pelea en casa. Voy dándole pataditas, de vez en cuando, por debajo de la manta compartida, hasta que Mademoiselle me dice con severidad que pare. Nos deslizamos por delante de los escaparates de Fabergé, cuyas monstruosidades minerales, enjoyadas troikas apoyadas en marmóreos huevos de avestruz, y otros engendros, tan apreciadísimos por la familia imperial, eran para nosotros emblemas de grotesca horterada. Doblan las campanas de las iglesias, la primera mariposa limonera vuela por encima del Arco de Palacio, dentro de un mes regresaremos al campo; y al alzar la vista puedo contemplar, colgando de unas cuerdas tendidas de fachada a fachada, elevadas por encima de la calle, grandes estandartes semitransparentes, tensamente lisos, con tres anchas franjas —rojo pálido, azul pálido y simplemente pálido—, desprovistos por culpa del sol y de las errantes sombras de las nubes de toda conexión demasiado directa con una fiesta nacional, pero que celebran sin duda ahora, en la ciudad del recuerdo, la esencia de ese día primaveral, el crujido del barro, los primeros indicios de las paperas, el rizado pájaro exótico con un ojo inyectado en sangre del sombrero de Mademoiselle.
6
Estuvo siete años con nosotros, y sus lecciones fueron haciéndose más aisladas y su carácter empeorando poco a poco. De todos modos, parecía una roca sombríamente duradera en comparación con el flujo y reflujo de institutrices inglesas y preceptores rusos que se sucedieron en nuestra amplia familia. Mademoiselle tenía malas relaciones con todos sus miembros. En verano eran raras las ocasiones en las que éramos menos de quince a la mesa, y cuando, en los cumpleaños, este número aumentaba hasta treinta o más, el asunto de la colocación de los comensales resultaba muy candente para Mademoiselle. Tíos y tías y primos llegaban en esas ocasiones de las fincas vecinas, y venía el médico en su dogcart, y se oía al maestro del pueblo sonándose las narices en el fresco vestíbulo, en donde pasaba de espejo en espejo llevando en la mano su verdoso, húmedo y rumoroso ramito de muguete, o de quebradizos acianos azul celeste.
Si Mademoiselle creía que la habían puesto en un asiento excesivamente apartado hacia uno de los extremos de la enorme mesa, y especialmente si alguna pariente pobre casi tan gorda como ella ( «Je suis une sylphide a côté d'elle», decía Mademoiselle con un despectivo encogimiento de hombros) estaba mejor situada, la ofensa que sentía le hacía torcer el gesto en una sonrisa pretendidamente irónica, y cuando un ingenuo vecino le devolvía la sonrisa, ella sacudía la cabeza de forma brusca, como si acabara de salir de cierta reflexión muy profunda, y decía:
—Excusez-moi, je sonriáis à mes tristes pensées.
Y como si la naturaleza no hubiese querido perdonarle ninguna de las circunstancias que nos hacen especialmente susceptibles, era dura de oído. A veces, sentados a la mesa, los niños captábamos de repente la presencia de un par de lagrimones que se deslizaban por las anchas mejillas de Mademoiselle. «No os preocupéis por mí», decía con su vocecita, y seguía comiendo hasta que las no secadas lágrimas la cegaban; entonces, con un hipo que expresaba lo destrozado que tenía el corazón, se ponía en pie y abandonaba a tientas el comedor. Poco a poco acababa sabiéndose la verdad. La conversación general había girado, por ejemplo, en torno al tema del buque de guerra que comandaba mi tío, y ella había percibido en esto una malévola indirecta contra su Suiza natal, que carecía de Armada. O bien era debido a que imaginaba que cada vez que se hablaba en francés, el juego consistía en impedirle deliberadamente que ella llevara y adornara la conversación. Pobre mujer, siempre tenía unas prisas tan nerviosas por hacerse con el control de cualquier conversación inteligible de sobremesa, antes de que recayera de nuevo en el ruso, que no era de extrañar que, al llegarle el turno de intervención, siempre metiera la pata.
—¿Y su Parlamento, señor, qué tal marcha? —estallaba de golpe y porrazo desde su extremo de la mesa, desafiando a mi padre, que, tras una jornada llena de preocupaciones, no estaba precisamente ansioso por discutir asuntos de estado con una persona singularmente irreal que ni los conocía ni sentía verdadero interés por ellos. Creyendo que alguien había hablado de música, podía por ejemplo borbotear:
—Pero el Silencio también puede ser muy bello. De hecho, una tarde, en un desolado valle de los Alpes, recuerdo haber oído el Silencio.
Esta clase de salidas, sobre todo cuando la sordera empezó a inducirla a contestar preguntas que nadie había formulado, no disparaba los cohetes de una animada causeriesino que solía provocar una dolorosa mudez generalizada.
Aunque, la verdad, su francés era realmente encantador.
¿Hubiera debido importarnos la superficialidad de su cultura, la acritud de su carácter, la trivialidad de su mente, cuando susurraba y centelleaba aquel perlado lenguaje tan suyo, tan inocente de sentido como los aliterativos pecados del pío verso de Racine? Fue la biblioteca de mi padre, y no el limitado saber popular de Mademoiselle, lo que me enseñó a apreciar la poesía auténtica; no obstante, algún elemento de la limpidez y lustre de su verbo ha producido un efecto singularmente vigorizante en mí, a la manera de esas sales efervescentes que se usan para purificar la sangre. Esta es la razón por la que siento tanta tristeza cuando imagino ahora la angustia que debió de sentir Mademoiselle al ver cómo se perdía, cómo se subvaloraba la vocecita de ruiseñor que salía de su cuerpo de elefante. Estuvo con nosotros mucho, demasiado tiempo, confiando obstinadamente en que tarde o temprano ocurriría algún milagro que la transformaría en algo así como Madame de Rambouillet, y le permitiría reunir en torno a sí un dorado y satinado salón de poetas y estadistas congregados por su brillante hechizo.
Y hubiera seguido albergando esas esperanzas de no ser por la llegada de un tal Lenski, un joven preceptor ruso de blanda mirada miope y radicales opiniones políticas, que había sido contratado para que nos impartiera diversas enseñanzas y participara en nuestras actividades deportivas. Había tenido varios predecesores, ninguno de los cuales gustó a Mademoiselle, pero éste fue «le comble», por decirlo con sus propias palabras. Aunque veneraba a mi padre, Lenski no fue capaz de digerir algunos elementos de nuestra vida doméstica, tales como los lacayos y los franceses, que eran según él una convención aristocrática impropia de un hogar liberal. Por otro lado, Mademoiselle llegó a la conclusión de que si Lenski sólo contestaba a sus preguntas a bocajarro con breves gruñidos (que, a falta de un idioma más próximo, él intentaba cargar de acento alemán), no se debía a que no entendiese el francés, sino a que quería insultarla delante de todos.