Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 16 стр.


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Cuando, después de haberme sacado de encima a todos mis perseguidores, tomaba la desigual y roja carretera que partía de nuestra casa de Vyra para internarse en los sembrados y los bosques, la animación y lustre de la jornada parecía rodearme de un estremecimiento de simpatía.

Recentísimas y oscurísimas erebias ligeas, que aparecían sólo cada dos años (oportunamente, el recuerdo se ha puesto aquí en fila), cruzaban fugaces por entre los abetos o revelaban sus manchas anaranjadas y sus bordes ajedrezados cuando tomaban el sol entre los helechos de los márgenes. Saltando por encima de la hierba una pequeña ninfa, la ninfa morena, burló mi red. Varias polillas rondaban también por allí: chillonas hembras amantes del sol volando de flor en flor como moscas coloreadas, o machos insomnes buscando hembras ocultas, como esa herrumbrosa lasio-campa quercusque atravesó velozmente el follaje. También llamó mi atención (y éste fue uno de los mayores misterios de mi infancia) un ala verde pálido atrapada en una telaraña (para entonces ya sabía de qué se trataba: parte de una geómetra esmeralda. La tremenda larva del coso, ostentosamente segmentada, de cabeza chata, color carne y brillo rojizo, una extraña criatura, «desnuda como una lombriz» por utilizar una comparación francesa, se cruzó en mi camino mientras buscaba frenéticamente un lugar en donde crisalidar (los terribles apremios de La Metamorfosis, el aura de un ataque vergonzoso en un lugar público). En la corteza de un abedul, ese tan robusto que crece junto al portillo del parque, había encontrado la primavera anterior a una oscura aberración de la Carmelita de Sievers (para el lector, otra polilla gris). En la cuneta, bajo el puentecillo, un zapatero se codeaba con una libélula (para mí, una simple libélula azul). De una flor salieron volando hasta una altura tremenda un par de lycaenas macho, peleándose mientras se remontaban por los aires, para después, pasado un rato, bajar como un rayo una de ellas a su cardo. Todos estos eran insectos conocidos, pero en cualquier momento podía aparecer alguno mejor que me forzaría a detenerme con una rápida inspiración. Recuerdo un día en el que acercaba cautelosamente mi red a una strymonidia poco común que se había posado delicadamente en una ramita. Podía ver claramente la W blanca sobre el envés color chocolate. Tenía las alas cerradas, y las inferiores se frotaban la una contra la otra en un curioso movimiento circular, produciendo posiblemente una levísima y alegre crepitación de tono demasiado elevado como para que pudiera captarlo un oído humano. Hacía mucho tiempo que anhelaba poseer esta especie en particular, y, cuando me situé a la distancia adecuada, lancé mi cazamariposas. Todo el mundo ha escuchado el gemido del campeón de tenis tras haber fallado un golpe fácil. Todo el mundo ha visto el rostro del mundialmente famoso maestro Wilhelm Edmundson cuando, durante una exhibición de partidas simultáneas celebrada en un café de Minsk, perdió su torre, por un absurdo descuido, ante un aficionado local, el pediatra doctor Schach, que finalmente le ganó. Pero no hubo nadie aquel día (excepto yo mismo de mayor) que pudiera verme sacudir el cazamariposas para hacer saltar la ramita que era su único contenido, y quedarme mirando pasmado el agujero de la tarlatana.

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Cerca de la intersección de dos caminos carreteros (uno de ellos, muy cuidado, que unía, en dirección norte-sur, nuestro parque «viejo» con el «nuevo», y el otro, enfangado y lleno de baches, que conducía, torciendo hacia el oeste, a Batovo), en un punto donde se amontonaban los álamos temblones a ambos lados de una pendiente, estaba seguro de encontrar en la tercera semana de junio grandes ninfálidas negroazuladas con listas de blanco purísimo, deslizándose y volando en círculos bajos sobre la rica arcilla cuyo color hacía juego con el de la cara inferior de sus alas cuando al posarse las cerraban. Eran los machos, tan amantes del estiércol, de aquella mariposa que los antiguos coleccionistas llamaban Poplar Admirable; más exactamente, pertenecían a su subespecie bucovínica. Yo era entonces un niño de nueve años, y no conocía esta raza, pero noté hasta qué punto eran diferentes nuestros especímenes rusos de la forma centroeuropea ilustrada de Hofmann, y cometí la temeridad de escribirle una carta a Kuznetsov, uno de los grandes lepidopterólogos rusos, e incluso mundiales, de todos los tiempos, bautizando mi subespecie con el nombre de «Limenitis populi rossica». Al cabo de un largo mes me devolvió mi descripción y mi acuarela de la «rossica Nabokov» con sólo un par de palabras garabateadas en la otra cara de mi carta: «bucovinensis Hormuzaki». ¡Cuánto detesté a Hormuzaki! ¡Y qué ofendido me sentí cuando en uno de los posteriores artículos de Kuznetsov localicé una malhumorada referencia a «esos colegiales que se empeñan en bautizar con su nombre ligerísimas variaciones de la ninfa mayor». Sin dejarme arredrar por el fracaso de la populi, al año siguiente «descubrí» una «nueva» mariposa nocturna. Aquel verano había estado cazando asiduamente todas las noches sin luna, en un claro del parque, a base de extender sobre la hierba y sus fastidiadas luciérnagas una sábana, sobre la que proyectaba la luz de una linterna de acetileno (que, seis años después brillaría sobre Tamara). Procedentes de la sólida oscuridad que me rodeaba, las mariposas nocturnas se lanzaban hacia este circo de luminosidad, y fue así, en esa sábana mágica, donde cacé una preciosa Plusia (actualmente Phytometra) que, según pude observar inmediatamente, se diferenciaba de su pariente más próximo por sus alas anteriores de colores malva y marrón (en lugar de pardodorado), una marca más estrecha en la bráctea, y que no estaba representada de forma reconocible en ninguno de mis libros. Envié su descripción y dibujo a Richard South, para que los publicara en The Enthomologist. El tampoco la conocía, pero con la mayor amabilidad del mundo fue a comprobar su existencia en la colección del Museo Británico, y averiguó que había sido descrita hacía mucho tiempo, y bautizada con el nombre de Plusia excelsapor Kretschmar. Encajé, con el mayor estoicismo, la triste noticia, redactada con enormes dosis de simpatía («... debe ser felicitado por haber obtenido... rarísimo espécimen del Volga... su admirable dibujo...»); pero al cabo de muchos años, gracias a un feliz azar (ya sé que no debería comentar públicamente estas cosas), ajusté mis cuentas con el primer descubridor de mi polilla dando su nombre a un ciego en una de mis novelas.

Permítaseme también evocar a las esfinges, esos aviones a reacción de mi adolescencia. En los atardeceres de junio los colores tenían una prolongada agonía. Las lilas en plena floración ante las que, cazamariposas en mano, yo aguardaba, mostraban en el crepúsculo sus arracimamientos de esponjoso gris, con un levísimo tinte purpúreo. Una húmeda y joven luna colgaba sobre la neblina de un prado vecino. A lo largo de los años posteriores me he encontrado también en muchos jardines como éste, aguardando en la misma actitud —Atenas, Antibes, Atlanta—, pero jamás he esperado con un deseo tan ardiente como cuando lo hacía junto a esas lilas que iban oscureciéndose poco a poco. Y de repente me llegaba un débil zumbido que avanzaba de flor en flor, un halo de vibraciones circundando el cuerpo aerodinámico, verde oliva y rosa, de una esfinge colibrí detenida en el aire sobre la corola en la que había introducido su larga lengua. Su bella larva negra (que parece una cobra diminuta cuando hincha sus ocelados segmentos delanteros) podía ser localizada un par de meses más tarde sobre las húmedas adelfillas. De este modo, cada hora y cada estación tenían sus encantos. Y, finalmente, en las frías noches de otoño, incluso cuando llegan las primeras heladas, se podían cazar mariposas nocturnas con trampas dulces, untando los troncos de los árboles con una mezcla de melaza, cerveza y ron. A través de la borrascosa negrura, la lámpara iluminaba los pegajosamente brillantes pliegues de la corteza, y las dos o tres mariposas nocturnas que bebían su dulzor con sus nerviosas alas semiabiertas, al estilo de la diurnas, dejaban ver en las inferiores la increíble seda carmesí parcialmente oculta por el gris liquen de las primarias. Y cuando, tropezando en la oscuridad, regresaba a casa para mostrarle las piezas cobradas a mi padre, gritaba en son de triunfo hacia las ventanas iluminadas:

—¡Catocala adultera!

6

El parque «inglés» que separaba la casa de los campos de heno era muy extenso y complicado, con senderos laberínticos y bancos turguenevianos, y robles de importación que se alzaban entre los abetos y abedules endémicos. Desde los tiempos de mi abuelo no había cesado la lucha por impedir que este parque regresara al estado salvaje, pero jamás se había alcanzado un éxito completo. Ningún jardinero era capaz de hacer frente a los montículos de rizada tierra negra que las manos rosadas de los topos se empeñaban en ir amontonando en la pulcra arena de la avenida central. Las malas hierbas y los hongos, y también algunas raíces de árboles, a modo de gruesas venas, cruzaban en todos los sentidos los senderos moteados por la luz del sol. En los años ochenta fueron eliminados los osos, pero de vez en cuando todavía visitaba estos terrenos algún que otro alce. Un pequeño fresno de montaña y un álamo temblón más pequeño incluso se habían encaramado, cogidos de la mano, como un par de torpes niños tímidos, a un pintoresco canto rodado. También había otros invasores más esquivos —excursionistas extraviados o alegres campesinos— que enloquecían a Ivan, nuestro canoso guardabosques, dejando dibujadas en los bancos y portales palabras obscenas. El proceso de desintegración continúa hoy en día, aunque en un sentido diferente, porque cuando trato ahora de seguir en mis recuerdos los serpenteantes senderos desde un punto dado a otro, noto alarmado que aparecen muchas lagunas, debidas al olvido o la ignorancia, semejantes a esos blancos correspondientes a zonas de tierra incógnita que los cartógrafos llamaban «bellas durmientes».

Más allá del parque comenzaban los sembrados, con un continuo temblor de alas de mariposas flotando sobre el temblor de las flores —margaritas, campánulas, escabiosas y otras— que actualmente pasan aprisa junto a mí en una calina coloreada, comparable a esos maravillosos y lujuriantes prados que vemos desde el vagón restaurante que nos lleva de un extremo a otro del continente, y que jamás podremos explorar. Al final de este herboso país de las maravillas se alzaba, como una muralla, el bosque. Por allí vagaba yo, escrutando los troncos (la parte encantada, silenciosa, de los árboles) para ver si encontraba ciertas polillas diminutas, que en Inglaterra llaman Pugs, delicadas criaturas que de día se cuelgan de superficies moteadas con las que se confunden sus alas planas y sus abdómenes doblados hacia arriba. Allí, en las profundidades de ese mar de verdor asaeteado de sol, giraba yo lentamente en torno a los más gruesos troncos. Nada del mundo me hubiera parecido tan maravilloso como poder añadir, gracias a un golpe de suerte, alguna notable especie nueva a la larga lista de Pugs bautizadas por otros. Y mi alborotada imaginación, humillándose ostensible y casi grotescamente ante mi deseo (pero, en todo momento, conspirando fantasmalmente entre bastidores, planeando fríamente los acontecimientos más remotos de mi destino), se empeñaba en proporcionarme ejemplos alucinatorios de textos en pequeña letra impresa: «... el único espécimen conocido hasta ahora...»«... el único espécimen conocido de la Eupithecica petropolitanafue obtenido por un colegial ruso...» «... por un joven coleccionista ruso...» «... por mí mismo en la región de San Petersburgo, distrito Tsarskoe Selo, en 1910... 1911... 1912... 1913...». Y luego, al cabo de treinta años, aquella maravillosa noche negra en Wasatch Range.

Al principio —cuando tenía, más o menos, ocho o nueve años— jamás erraba más allá de los campos y bosques que había entre Vyra y Batovo. Posteriormente, cuando me dirigía a cierto lugar especial situado a nueve o diez kilómetros, me iba en bicicleta hasta allí, con el cazamariposas atado al cuadro; pero no abundaban los senderos forestales que permitiesen el paso sobre dos ruedas; se podía penetrar hasta allí, naturalmente, a caballo, pero, debido a nuestros feroces tabánidos rusos, no se podía dejar a un caballo arrendado en un bosque ni un minuto: mi animoso bayo a punto estuvo un día de encaramarse a la copa de un árbol tratando de eludirlos: grandes energúmenos de sedosos y húmedos ojos y atigrados cuerpos, y otros más pequeños dotados de trompas más potentes incluso, pero mucho más lentos; cargarme a un par de estos sombríos borrachos con un golpe de mi mano enguantada mientras estaban pegados al cuello de mi montura suponía para mí un maravilloso alivio empático (que quizá no sabrían apreciar los dipterólogos). Fuera como fuese, en mis cacerías de mariposas, caminar era mi medio de locomoción preferido (con la excepción, claro está, de una silla voladora capaz de deslizarse agradablemente sobre las alfombras vegetales y las rocas de una montaña inexplorada, o flotar justo por encima del florido techo de un bosque tropical); porque al andar, sobre todo en las regiones que has estudiado a fondo, encuentras un placer exquisito cuando te alejas de tu itinerario para visitar, aquí y allá, a la vera del camino, tal claro, cual arboleda, esta o aquella combinación de tierra y flora, para hacerle una visita inesperada, por así decirlo, a una mariposa conocida en su habitat particular, a fin de comprobar si ya ha aparecido, y, suponiendo que sea así, ver qué tal le van las cosas.

Hubo una vez un día de julio —supongo que de 1910 aproximadamente— en el que sentí el impulso de explorar la vasta zona pantanosa que se encontraba en la otra orilla del Oredezh. Después de seguir los márgenes del río a lo largo de cinco o seis kilómetros, encontré un cimbreante puentecillo. Mientras lo cruzaba pude ver las chozas de un villorrio a mi izquierda, manzanos, hileras de rojizos troncos de pino yaciendo sobre una orilla verde, y las brillantes manchas de color que formaban sobre el césped las esparcidas ropas de unas muchachas campesinas que, completamente desnudas, en aguas poco profundas, alborotaban y chillaban, haciéndome tan poco caso como si yo fuera el descarnado portador de mis actuales reminiscencias.

Al otro lado del río, una densa multitud de pequeñas mariposas macho azul brillante que se embriagaban de una rica y pisoteada mezcla de barro con estiércol de vaca alzó conjuntamente el vuelo cuando yo pasé, y volvió a posarse en cuanto me fui.

Después de haberme abierto camino a través de algunas arboledas de pinos y matorrales de alisos, llegué a la ciénaga. En cuanto mi oído captó el zumbido de los dípteros a mi alrededor, el grito gutural de una agachadiza sobre mi cabeza y el gorgoteo del pantano bajo mis pies, supe que encontraría aquí esas especialísimas mariposas árticas cuyas imágenes o, mejor aún, cuyas descripciones no ilustradas, había venerado yo durante varias estaciones. Y al momento siguiente ya me rodeaban por todas partes. Sobre las bajas matas de arándanos que exponían sus frutos de tenue azul ensoñado, sobre el pardo ojo del agua estancada, sobre los musgos y los fangos, sobre los tallos floridos de la fragante orquídea palustre (la nochnaya fialkade los poetas rusos), una oscura y diminuta fritilaria bautizada con el nombre de una diosa noruega pasó en vuelo bajo, rasante. La bonita cordígera, una mariposa nocturna que parece una gema, zumbaba en torno a la planta pantanosa de la que se alimentaba. Perseguí coliasde rosados bordes, sátirosde jaspeados grises. Sin preocuparme por los mosquitos que cubrían mis antebrazos como un pelaje, me agaché con un gruñido de placer para extinguir la vida de cierto lepidóptero de alas tachonadas de plata que latía entre los pliegues de mi red. A través de los aromas del pantano, me llegó el sutil perfume de las alas de las mariposas en mis dedos, un perfume que varía según las especies: vainilla, o limón, o almizcle, o un olor dulzón y rancio que no es fácil definir. Lejos de sentirme saciado, seguí adelante. Finalmente vi que había llegado al final del pantano. La cuesta que se elevaba delante de mí era un paraíso de altramuces, aguileñas y pentstemons. Mariposa liliesbajo pinos ponderosa. A lo lejos, veloces sombras de nubes moteaban las laderas de tono verde deslustrado que se elevaban por encima del límite del bosque y del gris y blanco del Longs Peak.

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