Hubo otro cambio más amplio, que coincidió con mi ardiente interés adolescente por las mariposas y las polillas. La especie victoriana y staundegeriana, hermética y homogénea, con «variedades» (alpina, polar, insular) de tipo misceláneo adscritas con criterios exteriores, a modo, por así decirlo, de apéndices accesorios, fue reemplazada por una nueva forma de especie multiforme y fluida, que consistía orgánicamente en sus razas o subespecies geográficas. Los aspectos evolutivos fueron de este modo destacados con mayor claridad, por medio de métodos clasificatorios más flexibles, y las investigaciones biológicas establecieron nuevos vínculos entre las mariposas y los problemas esenciales del estudio de la naturaleza.
A mí me atrajeron en especial los misterios del mimetismo. Sus fenómenos mostraban una perfección artística que sólo se relaciona generalmente con las cosas hechas por el hombre. Considérese por ejemplo la imitación de los jugos venenosos que realizan las máculas en forma de burbuja que poseen las alas de algunas mariposas (en la que no falta ni la semi-refracción), o la producida por sus lustrosos botones amarillos en el caso de las crisálidas («No me comas: ya me han aplastado, observado y rechazado»). Considérense los trucos de ciertas orugas acrobáticas (las del guerrero del haya) que en su infancia tienen aspecto de excremento de pájaro pero que después de su metamorfosis presentan unos apéndices ásperos de tipo himenopteroideo, así como otras características no menos barrocas, que permiten a estos extraordinarios individuos interpretar dos papeles a la vez (como el actor del teatro oriental que se convierte en una pareja de inextricables luchadores): el de serpenteante larva y el de la enorme hormiga que la ha capturado. Cuando cierta polilla se parece a cierta avispa, también camina y mueve sus antenas a la manera de las avispas en lugar de hacerlo como una mariposa. Cuando una mariposa tiene que parecer una hoja, no solamente reproduce de forma bellísima todos los detalles de la hoja, sino que tiene, además, numerosas marcas que imitan los agujeros perforados por los gusanos. La «selección natural», en el sentido darwiniano de la expresión, no bastaba para explicar la milagrosa coincidencia de la apariencia imitativa y el comportamiento imitativo; tampoco me parecía suficiente apelar a la teoría de la «lucha por la vida» cuando comprobaba hasta qué extremos de sutileza, exuberancia y lujo miméticos podía ser llevado un mecanismo defensivo, que en cualquier caso va muchísimo más lejos de de lo que pueda apreciar ningún predador. Descubrí así en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de hechizos y engaños complicadísimos.
3
He cazado mariposas en diversos climas y con diversos disfraces: como guapo niño con pantalones cortos y gorra de marinero; como larguirucho expatriado cosmopolita con pantalones anchos de franela y boina; como gordo anciano de calzón corto y cabeza descubierta. La mayor parte de mis vitrinas han tenido el mismo destino que nuestra casa de Vyra. Las que guardaba en la casa de San Petersburgo, y las escasas adiciones que dejé en el Museo de Yalta, fueron destruidas, sin duda, por los escarabajos de las alfombras y otras plagas. Una colección de material sudeuropeo que había comenzado a reunir en el exilio desapareció durante la Segunda Guerra Mundial. Todas las mariposas cazadas en Norteamérica de 1940 a 1960 (varios miles de especímenes entre los que se contaban grandes rarezas y tipos) se encuentran en el Museo de Zooogía Comp., el Mus. de Hist. Nat. Norteam. y el Mus. de Entom. de la Univ. de Cornell, donde están mucho más seguras que en Tomsk o en Atomsk. Recuerdos increíblemente felices, perfectamente comparables, de hecho, con los de mi adolescencia rusa, aparecen relacionados con mis trabajos de investigación en el MZC de Cambridge, Mass. (1941-1948). No menos felices han sido los numerosos viajes de coleccionista realizados casi cada verano, durante veinte años, a través de la mayor parte de los estados de mi país adoptivo.
En Jackson Hole y en el Gran Cañón, en las laderas de las montañas que se elevan sobre Telluride (Colorado) y en un famoso pino estéril que se encuentra cerca de Albany (Nueva York), habitan, y seguirán habitando, en generaciones más numerosas que las ediciones, las mariposas que he sido el primero en describir. Varios de mis descubrimientos han sido también objeto de los trabajos de otros investigadores; algunos han sido bautizados con mi nombre. Uno de estos últimos, el Doguillo de Nabokov (Eupithecia nabokovt, McDunnough), que una noche de 1943 cacé con una caja en el gran ventanal de Alta Lodge, la casa de James Laughlin en Utah, armoniza de manera muy filosófica con la espiral temática que comenzó en un bosque de las orillas del Oredezh alrededor de 1910, o quizás antes incluso, en aquel río de Nueva Zembla, hace un siglo y medio.
Pocas cosas he conocido, en el terreno de la emoción o de los apetitos, de la ambición o del logro, que puedan superar en riqueza e intensidad la excitación del explorador entomológico. Desde su comienzo mismo, esta actividad tuvo muchas facetas que centelleaban de forma combinada. Una de ellas era el agudo deseo de soledad, ya que cualquier acompañante, por silencioso que sea, entorpecía el concentrado disfrute de mi manía. Su gratificación no admitía compromisos ni excepciones. Ya a mis diez años, preceptores e institutrices sabían que la mañana era mía y procuraban alejarse cautelosamente.
Respecto a esta cuestión recuerdo la visita de un compañero de colegio, un muchacho al que yo apreciaba mucho y con quien me divertía horrores. Llegó una noche de verano —creo que en 1913— de un pueblo que estaba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Su padre había perecido hacía poco en un accidente, la familia estaba arruinada y el valeroso muchacho, que no podía pagarse el billete de tren, recorrió en bicicleta esos kilómetros para pasar unos días conmigo.
La mañana siguiente al día de su llegada hice todo lo que pude por salir de casa para mi expedición a pie sin que él se enterarse de adonde me había ido. Sin desayunar, con histérico apresuramiento, cogí mi cazamariposas, mis cajas de píldoras, mi frasco de veneno y escapé por la ventana. En cuanto entré en el bosque ya me sentí seguro, pero seguí andando, con los gemelos temblorosos, los ojos empapados de ardientes lágrimas, todo mi ser estremecido de vergüenza y asco de mí mismo, pues podía ver a mi pobre amigo, con su alargada cara pálida y su lazo negro, paseando abatido por el jardín, acariciando a los jadeantes perros a falta de mejores entretenimientos, y esforzándose por encontrar una justificación para mi ausencia.
Permítaseme que observe mi manía objetivamente. Exceptuando sólo a mis padres, nadie comprendía mi obsesión, y todavía tardé muchos años en encontrar a alguien que también la padeciese. Una de las primeras cosas que aprendí fue a no confiar en la ayuda de los otros para ampliar mi colección. Una tarde de verano, en 1911, Mademoiselle entró en mi habitación con un libro en la mano, y empezó a decir que quería mostrarme con qué ingenio denunciaba Rousseau la zoología (en favor de la botánica), pero en ese momento ya estaba demasiado avanzada en el proceso gravitatorio por medio del cual acomodaba su masa en una butaca para que mi aullido de angustia pudiera detenerla: en aquel asiento había dejado yo por casualidad una caja con tapa de cristal que contenía una amplia y maravillosa serie de mariposas de la col. La primera reacción de Mademoiselle fue de vanidad herida: ¿cómo podía nadie echarle la culpa a su peso de haber estropeado lo que de hecho había destruido por completo?; la segunda fue un intento de consolarme: Allons donc, ce ne sont que des papillons de potager!, lo cual no hizo sino empeorar las cosas. Una pareja de mariposas sicilianas que acababa de comprar a la empresa de Staudinger había quedado aplastada y estropeada. Un enorme ejemplar de Biarritz quedó hecho papilla. También encontré aplastados algunos de mis más selectos descubrimientos locales. Entre estos últimos, una aberración parecida a la raza canaria de esta especie podía ser reparada con un poco de pegamento; pero un precioso ginandromorfo, con el lado izquierdo macho y el derecho hembra, cuyo abdomen había desaparecido y cuyas alas se habían desprendido, se perdió para siempre: aún se podían volver a pegar las alas, pero nadie hubiera podido demostrar que las cuatro pertenecían a ese tórax decapitado que todavía permanecía ensartado en un doblado alfiler. A la mañana siguiente, dándose aires de misterio, la pobre Mademoiselle se fue a San Petersburgo y regresó por la noche trayéndome («es mucho mejor que tus mariposas de la col») una trivial mariposa nocturna de la familia de las uraniidaemontada sobre una tablilla de yeso.
—¡Cómo me abrazaste, cómo te pusiste a bailar de alegría! —exclamó Mademoiselle diez años más tarde, inventando así un nuevo pasado.
Nuestro médico del campo, a cuyo cuidado dejé la crisálida de una infrecuente polilla con ocasión de un viaje al extranjero, me escribió una carta diciéndome que la incubación había sido perfecta; pero en realidad la preciosa larva había sido presa de una rata, y el mentiroso anciano me entregó a mi regreso un par de ninfálidas corrientes que, imagino, cazó apresuradamente en su jardín e introdujo en la jaula de incubación como plausibles sustitutas (o eso creyó él). Mucho mejor que él era un entusiasta pinche de cocina que a veces tomaba prestado mi equipo y regresaba eufóricamente triunfal al cabo de un par de horas, con una bolsa llena de agitados seres invertebrados más otros de diversa naturaleza. Abría luego la boca de la red que llevaba atada con una cuerda, y vertía aquel cuerno de la abundancia sobre la mesa: un montón de saltamontes, un poco de arena, las dos partes de una seta que había cogido camino de casa, más saltamontes, más arena, y una estropeada blanquita de la col.
En las obras de los grandes poetas rusos sólo he sabido descubrir un par de imágenes lepidoptéricas de auténtica sensualidad: la impecable evocación que hace Bunin de una mariposa que sin duda es una ninfálida:
Y entonces entrará volando
Una colorida mariposa vestida de seda
Que aleteará, rumoreará y latirá
En el azul techo...
más el soliloquio «Mariposa» de Fet:
De dónde he venido y a dónde me lleva mi prisa
No preguntes;
Ahora en una graciosa flor me he posado
Y ahora respiro.
En la poesía francesa sorprenden los conocidos versos de Musset (en Le Saule):
La phalétie doré dans sa course légére
Traverse les prés embaumés
que es una descripción absolutamente exacta del vuelo crepuscular del macho de una geométrida que en Inglaterra es conocida por el nombre de Orange moth; y también encontramos esa frase fascinantemente adecuada de Fargue (en Les Quatre Journées) acerca de un jardín que, al anochecer, se glace de bleu comme l'aile du grand Sylvain(la ninfa mayor). Y entre las escasísimas imágenes auténticamente lepidoptéricas de la poesía inglesa, mi favorita es la de Browning:
On our other side is the straight-up rock;
And a path is kept 'twixt the gorge and it
By boulder-stones where lichens mock
The marks of a moth, and small ferns fit
Their teeth to the polished block.
(«By the Fire-side»)
«Y al otro lado está la pared vertical de roca; / Y entre ella y la garganta discurre un sendero / Junto a cantos rodados donde los líquenes imitan burlones / Las marcas de las polillas, y pequeños helechos encajan / Sus dientes en el bruñido bloque.» («Junto al fuego».)
Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas. «Ninguna», me contestó tranquilamente el fuerte autostopista suizo con un Camus en la mochila cuando le pregunté aposta, y para beneficio de mi incrédulo acompañante, si había visto alguna mariposa mientras bajaba por el sendero en el que mi compañero y yo habíamos disfrutado viéndolas a enjambres. También es verdad que cuando evoco la imagen de cierto camino recordado con todo detalle pero perteneciente a un verano anterior a aquel de 1906, es decir anterior a la fecha de mi primera etiqueta de localización, y al que no he vuelto a regresar nunca, no consigo distinguir ni un ala o un aleteo o un destello añil o una sola flor perlada de mariposas, como si un hechizo maligno hubiese castigado la costa adriática convirtiendo en invisibles todos sus «leps» (como solemos decir los que tenemos propensión al argot). Exactamente esto mismo puede llegar a sentir un entomólogo al caminar algún día junto a un jubiloso y ya desencasquetado botánico por entre la espantosa flora de un planeta paralelo, y sin un solo insecto a la vista; y así (a modo de singular prueba del singular fenómeno consistente en la repetida utilización del escenario de nuestra infancia por parte de un austero director de escena como ambiente prefabricado para nuestros sueños de adulto) la ladera de una costa que aparece en cierta pesadilla que sueño con frecuencia, y en la que cuelo de contrabando el cazamariposas plegable de mis estados de vigilia, muestra alegres matas de tomillo y meliloto, pero está incomprensiblemente desprovista de todas las mariposas que deberían encontrarse allí.
También averigüé muy pronto que cuando un «lepist» se dedica a su tranquila búsqueda puede provocar las más extrañas reacciones en otros seres. Muy a menudo, cuando, al realizarse los preparativos de una excursión por el campo, intentaba tímidamente guardar mis humildes utensilios en el charabón de alquitranados aromas (se utilizaba un preparado a base de alquitrán para impedir que las moscas molestaran a los caballos) o en el «Opel» descapotable con olor a té (hace cuarenta años, la bencina olía así), siempre aparecía alguno de mis primos o tías que comentaba:
—¿Tienes que llevarte forzosamente ese cazamariposas? ¿No podrías entretenerte como los niños corrientes? ¿No te parece que estás fastidiando a todo el mundo?
Cerca de un cartel que decía NACH BODENLAUBE, en Bad Kissingen (Baviera), cuando estaba a punto de iniciar con mi padre y con el majestuoso y anciano Muromtsev (que, cuatro años atrás, en 1906, había sido presidente del primer Parlamento ruso), un paseo, este último volvió su marmórea testa hacia mí, apenas un niño de once años, y me dijo con su famosa solemnidad:
—Puedes acompañarnos, desde luego, pero no caces mariposas, niño. Interrumpe el ritmo del paseo.
En un camino que se elevaba sobre el mar Negro, en la península de Crimea, y entre matorrales de flores que parecían de cera, en marzo de 1918, un estevado centinela bolchevique intentó arrestarme por haberle hecho señales (con mi cazamariposas, dijo) a un buque de la Armada británica. En verano de 1929, cada vez que atravesaba andando un pueblo del Pirineo oriental, y volvía casualmente la cabeza, veía detrás de mí a los campesinos congelados en las diversas poses en las que mi paso les había encontrado, como si yo fuese Sodoma y ellos la mujer de Lot. Un decenio después, en los Alpes marítimos, noté una vez que la hierba se ondulaba de forma serpentina a mi espalda, porque un gordo policía rural se arrastraba sobre su barriga tras de mí para asegurarse de que no intentaba cazar pajarillos. Norteamérica me ha mostrado más ejemplos incluso que otros países de este interés morboso por mis actividades rederas, quizá porque cuando llegué aquí ya era cuarentón, y cuanto más viejo sea el cazador de mariposas, más ridículo parece con un cazamariposas en la mano. Severos granjeros me han señalado los carteles que decían PROHIBIDO PESCAR; desde los coches que pasaban por la carretera me han lanzado aullidos de burla; perros adormilados que hacían caso omiso hasta de los vagabundos de peor aspecto se han reanimado para acercárseme gruñendo; diminutos críos me han señalado con el dedo a sus desconcertadas mamás; veraneantes de mentalidad tolerante me han preguntado si cazaba chinches para usarlas como cebo; y una mañana, en un erial iluminado por altas yucas en flor, cerca de Santa Fe, una enorme yegua negra estuvo siguiéndome casi dos kilómetros.