A mi madre le encantaban los juegos de habilidad y las apuestas. Gracias a sus expertas manos, los mil fragmentos de un rompecabezas gigante iban dando forma gradualmente a una escena inglesa de caza; lo que había parecido el miembro de un caballo resultaba pertenecer a un olmo, y la pieza que no había modo de colocar encajaba perfectamente en el moteado fondo, proporcionándonos así el delicado estremecimiento de una satisfacción abstracta pero táctil. Hubo una época en la que se aficionó mucho al poker, que había llegado a la sociedad de San Petersburgo a través de los círculos diplomáticos, de modo que algunas de las combinaciones tenían bonitos nombres franceses tales como brelanpara «trío», couleurpara «flush» y otros nombres parecidos. Se jugaba al draw poker, al que ocasionalmente se añadía el tintineo de los jackpoisy un omnivicario jocker. Cuando estábamos en la ciudad a veces jugaba al poker en casa de sus amistades hasta las tres de la mañana, pues en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial se había convertido en un entretenimiento social; más tarde, en el exilio, solía imaginar (con el mismo asombro y la misma consternación con que recordaba al viejo Dmitri) al chófer Pigorov, que todavía parecía estar esperándola en la implacable escarcha de una interminable noche, aunque, en el caso de Pinogov, el té con ron servido en alguna hospitalaria cecina debió de servirle de alivio en aquellas vigilias.
Uno de nuestros mayores placeres en verano era ese deporte tan ruso de salir a hodit' po grib'i[buscar setas]. Fritas con mantequilla y espesadas con cuajada, las deliciosas setas que solía encontrar mi madre aparecían regularmente en nuestra mesa. Y no es que el momento gustativo tuviera gran importancia. Lo que más disfrutaba ella era la búsqueda, y esta búsqueda tenía sus reglas. Así, no cogía ningún agárico; sólo se llevaba las especies comestibles del género Boletus (el leonado edulis, el pardo scaber, el rojo aurantiacus, y unas pocas especies próximas), a las que algunos llaman «setas de tubos» y que los micólogos definen fríamente como «hongos terrestres, carnosos, putrescentes y con estípite central». Sus compactos sombreros —cerrados en las setas más jóvenes, robustos y dotados de apetitosas cúpulas en las maduras— tienen una superficie inferior muy tersa (sin láminas), y un pie fuerte y pulcro. Por la simplicidad clásica de su forma, los boletusse diferencian considerablemente de la «auténtica seta», dotada de esas ridículas agallas y ese inútil anillo en torno al pie. No obstante, son estas últimas setas, los agáricos, tan feos y ramplones, los únicos que conocen y saborean las naciones de gustos timoratos, de modo que para la mentalidad profana de los angloamericanos, los aristocráticos boletosno son, como mucho, sino hongos venenosos levemente reformados.
El tiempo lluvioso hacía salir con profusión estas bellas plantas al pie de los abetos, abedules y álamos temblones de nuestro parque, sobre todo en su parte más antigua, al este del camino para carruajes que dividía el parque en dos mitades. Sus hondonadas más sombrías albergaban entonces ese especial olor a seta que hace que las narices rusas se dilaten: una oscura, húmeda y agradable combinación de musgo húmedo, tierra rica, hojas en putrefacción. Pero había que escrutar y buscar durante un buen rato en el húmedo sotobosque para llegar a descubrir y arrancar cuidadosamente del suelo algún ejemplar realmente bueno, como algún miembro joven de la especie edulis, con su característico sombrero, o la variedad jaspeada del scaber.
Las tardes nubladas, completamente sola bajo la llovizna, mi madre, provista de un cesto (manchado por dentro de azul por los arándanos que algún otro miembro de la familia había recogido), partía para una de sus largas expediciones recolectoras. Más o menos a la hora de cenar la veíamos emerger de las nebulosas profundidades de uno de los senderos del parque, envuelta en una capa de lana pardo verdosa, sobre la que innumerables gotitas de humedad formaban algo así como un manto de niebla. Cuando, saliendo de debajo de los goteantes árboles, se acercaba un poco más y me veía, su rostro adoptaba una extraña expresión carente de júbilo, que hubiera podido denotar un día sin suerte, pero que yo sabía que era la tensa beatitud, celosamente contenida, del cazador afortunado. Justo antes de llegar a mi lado, con un brusco ademán del brazo, bajando el hombro y emitiendo un «¡Uf!» de exagerado agotamiento, depositaba su cesto en el suelo a fin de subrayar su peso y su sobreabundante carga.
Junto a uno de los blancos bancos del jardín, en una mesa redonda de hierro, colocaba sus setas en círculos concéntricos a fin de contarlas y seleccionarlas. Las más viejas, de carne esponjosa y color más oscuro, eran eliminadas, y sólo conservaba las más tiernas. Durante un momento, antes de que se las llevara envueltas en un pañuelo algún criado que las arrojaría en un lugar acerca del cual nada sabía ella, y para ser condenadas a un destino que no le interesaba, se quedaba un momento admirándolas con tranquila satisfacción. Tal como solía ocurrir al final de los días lluviosos, el sol proyectaba un espectral resplandor antes de ponerse, y allí, en la redonda mesa mojada, permanecían sus setas, pródigas en color, algunas con rastros de vegetación extraña: una hoja de hierba pegada a un viscoso sombrero color cervato, o un poco de musgo arropando todavía la bulbosa base de un pie salpicado de motas oscuras. Y también aparecía alguna diminuta oruga anillada que iba midiendo, como la mano de un niño, el borde de la mesa, y que de vez en cuando se estiraba hacia arriba tratando, en vano, de encaramarse al arbusto del que había sido desalojada.
4
No solamente se abstenía mi madre de visitar la cocina y la zona del servicio, sino que ambas permanecían tan alejadas de su conciencia como si se tratase de los cuartos correspondientes de un hotel. Mi padre también carecía de toda propensión a llevar la casa. Pero se encargaba de los menús. Soltando un suspirillo, abría una suerte de álbum que le ponía delante el mayordomo una vez concluido el postre de la cena, y anotaba con su elegante y fluida caligrafía los platos que comeríamos al día siguiente. Tenía la curiosa costumbre de hacer vibrar el lápiz o la estilográfica justo encima del papel mientras reflexionaba sobre cuál sería la siguiente serie de palabras. Mi madre asentía con un vago gesto o bien torcía el gesto a las sugerencias que él iba haciendo. Nominalmente, la dirección de la casa estaba en manos de la que fuera la niñera de mi madre, que para entonces era una legañosa anciana increíblemente arrugada (había nacido esclava alrededor de 1830), con un rostro pequeño como el de una tortuga melancólica, y grandes pies que siempre arrastraba al andar. Solía vestirse con un monjil vestido pardo y desprendía un leve pero inolvidable olor a café y pudrición. Su temida felicitación en el día de nuestro santo y nuestro cumpleaños era el beso de servidumbre en el hombro. Con los años había adquirido una tacañería patológica, sobre todo en relación con el azúcar y las conservas, de modo que gradualmente, y con la sanción de mis padres, habían empezado a introducirse nuevas disposiciones domésticas que a ella se le ocultaban. Sin enterarse de nada (saberlo le hubiera destrozado el corazón), seguía colgando, por así decirlo, de su llavero, mientras mi madre hacía cuanto estaba en su mano por aplacar con palabras consoladoras los recelos que de vez en cuando aleteaban en el cada vez más débil cerebro de la vieja. Única señora de su enmohecido y remoto reino, que ella creía que era el real (de haber sido así nos hubiese matado de hambre), su figura era seguida por las miradas burlonas de los lacayos y doncellas cuando se arrastraba por los largos pasillos para guardar lejos del alcance de los demás media manzana o un par de partidas galletas Petit-Beurre que acababa de encontrar en un plato.
Entre tanto, con un personal permanente de unos cincuenta criados y sin que nadie se atreviese a criticarlo, tanto nuestra casa urbana como la campestre eran escenario de fantásticos torbellinos de latrocinio. Según nuestras fisgonas y ancianas tías, a las que nadie hacía caso pero que al final resultaron estar cargadas de razón, los principales cerebros de esta actividad eran el cocinero jefe, Nikolay Andreevich y el jardinero jefe, Egor, dos hombres de aspecto muy serio, con gafas, y las sienes encanecidas propias de los criados fieles. Enfrentado a ciertas facturas fabulosas e incomprensibles, o al repentino agotamiento de los fresales del jardín o de los melocotones del invernadero, mi padre, que era jurista y estadista, se sentía profesionalmente vejado al ver que era incapaz de controlar la economía de su propia casa; pero cada vez que salía a la luz algún complicado caso de robos de menor cuantía, ciertas dudas legales o ciertos escrúpulos le impedían obrar en consecuencia. Cuando el sentido común exigía el despido de algún pícaro criado, el hijito de quienfuera caía víctima de esta o aquella terrible enfermedad, y todas las demás consideraciones quedaban suspendidas ante la necesidad de conseguir que fuese atendido por los mejores médicos de la ciudad. Así, de una forma u otra, mi padre prefería dejar la marcha de la casa en un estado de precario equilibrio (que no carecía de cierto callado humor), mientras mi madre se consolaba pensando que mientras las cosas siguieran así nadie destruiría el mundo ilusorio de su vieja niñera.
Mi madre sabía muy bien lo doloroso que podía resultar el desvanecimiento de una ilusión. La más ridícula decepción adquiría para ella las dimensiones de un tremendo desastre. Una Nochebuena, en Vyra, poco antes de que naciera su cuarto bebé, se vio obligada a guardar cama debido a una indisposición sin importancia, e hizo que mi hermano y yo (que teníamos, respectivamente, cinco y seis años) le prometiéramos que no íbamos a mirar el contenido de los calcetines de Navidad que encontraríamos colgados de los postes de nuestras camas a la mañana siguiente, hasta reunirnos con ellos en su habitación, a fin de que ella pudiese contemplar nuestra alegría y disfrutarla. Al despertar, celebré una furtiva conferencia con mi hermano, tras la cual, con manos ansiosas, cada uno palpó su maravillosamente crujiente calcetín rebosante de pequeños regalos; uno por uno, los fuimos sacando, desatamos las cintas, abrimos el papel de seda, los inspeccionamos a la débil luz que se colaba por una grieta del postigo, volvimos a envolverlos, y los metimos otra vez en su calcetín. Recuerdo a continuación que ya estábamos sentados en la cama de mi madre, sosteniendo en la mano los abultados calcetines, y haciendo los mayores esfuerzos por brindarle el espectáculo que ella quería ver; pero habíamos envuelto tan mal los regalos, y tan de aficionados fue nuestra representación de la entusiasmada sorpresa (veo a mi hermano alzando la mirada al techo y exclamando, como hubiera hecho nuestra institutriz francesa: «Ah, que c'est beau!») que, después de observarnos un momento, nuestro público rompió a llorar. Transcurrió una década. Empezó la Primera Guerra Mundial. Una muchedumbre de patriotas y mi tío Ruka apedrearon la embajada alemana. Petersburgo degeneró en Petrogrado, en contra de todas las normas de prioridad en la nomenclatura. Beethoven resultó ser holandés. Los noticiarios cinematográficos mostraron fotogénicas explosiones, los espasmos de un cañón, Poincaré con sus polainas de cuero, sombríos charcos, el pobrecito Zarevich en uniforme circasiano con daga y cartucheras, y sus altas hermanas vestidas con escasa elegancia, largos trenes atestados de tropas.
Mi madre estableció un hospital privado para soldados heridos. La recuerdo, con el entonces de moda uniforme gris y blanco de enfermera que ella detestaba, denunciando con las mismas lágrimas infantiles tanto la impenetrable mansedumbre de aquellos campesinos mutilados como la ineficacia de la compasión a tiempo parcial. Y, más tarde incluso, ya en el exilio, cuando pasaba revista a su pasado se acusaba frecuentemente a sí misma (de forma injusta, según mi opinión actual) de no haberse visto tan afectada por la desdicha humana como por la carga emocional que el hombre vuelca sobre la inocente naturaleza: viejos árboles, viejos caballos, viejos perros.
Su especial cariño por los dachshunds pardos desconcertaba a mis criticonas tías. En los álbumes familiares que ilustran sus años jóvenes apenas aparecía ningún grupo que no incluyera a uno de esos pequeños animales, generalmente con alguna parte de su flexible cuerpo emborronada y siempre con esos extraños ojos paranoicos que muestran los dachshunds en las instatáneas. Un par de obesos vejestorios de esta especie, Box y Loulou, todavía dormitaban al sol en el porche cuando yo era niño. En algún momento de 1904 mi padre compró en una exposición de perros celebrada en Munich un cachorro que con el tiempo se convirtió en el malhumorado pero maravillosamente bonito Trainy(tal como le bauticé, porque era tan alargado y pardo como un coche-cama). Uno de los temas musicales de mi infancia es la histérica voz de Trainy persiguiendo a la liebre que jamás llegó a cazar por las profundidades de nuestro parque de Vyra, de donde regresaba al anochecer (después de que mi ansiosa madre se hubiera pasado largo rato silbando en la avenida de los robles) con el viejo cadáver de un topo entre los dientes y las orejas llenas de erizos. Alrededor de 1915 se le quedaron paralizadas las patas traseras, y hasta que no le dieron cloroformo se arrastró penosamente por el reluciente parque como un cul de jatte. Luego hubo alguien que nos regaló otro cachorro, Box II, cuyos abuelos habían sido Quina y Brom, los perros del doctor Anton Chejov.
Este último dachshundnos siguió en nuestro exilio, y en una fecha tan tardía como 1930 todavía podía ser visto, en un suburbio de Praga (donde mi enviudada madre pasó sus últimos años, viviendo de una pequeña pensión que le proporcionó el gobierno checo), saliendo de mala gana a pasear con su ama, anadeando rezagado y con cara de pocos amigos, terriblemente viejo y fastidiado por el largo bozal checo de alambre: un perro emigrado con abrigo remendado que no le iba a la medida.
Durante nuestros dos últimos años en Cambridge, mi hermano y yo solíamos ir a pasar las vacaciones a Berlín, donde nuestros padres, las dos chicas y Kirill, que tenía sólo diez años, ocupaban uno de esos enormes, sombríos y eminentemente burgueses pisos en los que he instalado a tantas de las familias de emigrados que aparecen en mis novelas y relatos. La noche del 28 de marzo de 1922, alrededor de las diez, en la sala en donde mi madre permanecía como de costumbre tendida en el sofá de felpa roja de la esquina, estaba yo casualmente leyéndole los poemas de Block sobre Italia —y acababa de terminar sus versos dedicados a Florencia, que Blok compara con la delicada y etérea flor de los lirios, y ella, sin dejar de hacer calceta, me decía: «Cierto, cierto, Florencia parece un dimniy iris, ¡es verdad! Recuerdo que...—, cuando sonó el teléfono.
Después de 1923, al irse ella a Praga, yo viví en Alemania y Francia, y no pude visitarla con frecuencia; tampoco estuve a su lado cuando murió, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Cada vez que conseguía desplazarme a Praga sentía esa punzada de advertencia, levemente anticipada y que te pilla de sorpresa, adoptando de nuevo su conocida máscara. En el triste alojamiento que compartía con su más querida compañera, Eugenia Konstantinovna Hofeld (1884-1957), que, en 1914, había sustituido a Miss Greenwood (la cual, a su vez, había sustituido a Miss Lavington) como institutriz de mis dos hermanas (Olga, nacida el 5 de enero de 1903, y Elena, nacida el 31 de marzo de 1906), solía tener esparcidos a su alrededor, sobre restos de decrépitos muebles de segunda mano, álbumes en los que, durante los últimos años, había copiado sus poemas preferidos, desde Mavkov hasta Mayakovski. Un vaciado de la mano de mi padre y una acuarela de su tumba en el cementerio ortodoxo griego de Tegel, que actualmente forma parte de Berlín Oriental, compartían los anaqueles con libros de escritores emigrados, tan propensos a la desintegración por culpa de sus baratas encuademaciones de papel. Una caja de jabón cubierta por una tela verde era el soporte de la serie de pequeñas y borrosas fotografías que gustaba tener cerca de su sofá. En realidad no las necesitaba, porque nada se había perdido. Del mismo modo que una compañía teatral que sale de gira lleva consigo a todas partes, mientras todavía recuerda el texto, un cerro ventoso, un castillo entre neblina y una isla encantada, también ella llevaba consigo todo lo que su alma había atesorado. Con gran claridad, puedo verla sentada a la mesa, estudiando serenamente las cartas de un solitario: se apoya en el codo izquierdo y presiona contra la mejilla el pulgar que le queda libre en la mano izquierda, que también sostiene, cerca de sus labios, un pitillo, mientras la mano derecha se adelanta a buscar el siguiente naipe. El doble brillo que aparece en el dedo anular corresponde a dos anillos de matrimonio, el suyo y el de mi padre, que, como es demasiado grande para ella, ha sido unido a su propio anillo con un poco de hilo negro.