Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 6 стр.


Cada vez que los veo en mis sueños, los muertos parecen silenciosos, preocupados, extrañamente deprimidos, muy diferentes a su querida y alegre forma de ser. Los encuentro, sin el menor asombro, en lugares que jamás visitaron durante su vida terrena, en casa de algún amigo mío al que nunca llegaron a conocer. Se sientan aparte, mirando ceñudos al suelo, como si la muerte fuese una oscura mancha, un vergonzoso secreto de familia. No es desde luego entonces —no es en los sueños— sino en plena vigilia, en momentos de robusta alegría y de triunfo, en la más elevada terraza de la conciencia, cuando la mortalidad aprovecha la ocasión para mirar más allá de sus propios límites, desde el mástil, desde el pasado y el torreón de su castillo. Y aunque apenas puede vislumbrarse nada por entre la niebla, tengo en cierto sentido la bendita sensación de que miro hacia donde debo mirar.

CAPITULO TERCERO

1

Los blasonistas inexpertos recuerdan a esos viajeros medievales que regresan de Oriente cargados de fantasías faunísticas más influidas por el bestiario que ya poseían antes de partir que por la exploración zoológica directa. Así, en la primera versión de este capítulo, al describir el escudo de armas de los Nabokov (descuidadamente vislumbrado entre algunas chucherías familiares varios años atrás), conseguí de algún modo transformarlo en una extraña composición en la que dos osos posaban sosteniendo entre ambos un gran tablero de ajedrez. Ahora he vuelto a mirar ese blasón, y me he decepcionado al comprobar que no hay más que un par de leones —parduscos y, quizá, más lanudos de la cuenta, pero nada osunos en realidad— relamiéndose el hocico, rampantes, reguardantes, mostrando con arrogancia un escudo que no es más que la decimosexta parte de un damero, de colores alternados, azures y gules, con una cruz botonéede plata en cada rectángulo. Encima de él asoman los restos del desgraciado caballero: su duro yelmo y su incomestible gorjal, así como un valiente brazo que sale desde detrás de un adorno foliado, gules y azur, y que todavía blande una corta espada. Za hrabrost', «por valor», dice la leyenda.

Según Vladimir Viktorovich Golubtsov, primo hermano de mi padre y aficionado a las antigüedades rusas, al que consulté en 1930, el fundador de nuestra familia fue Nabok Murza (floruit1380), un rusificado príncipe tártaro de Muscovy. Mi propio primo hermano, Sergey Sergeevich Nabokov, experto en genealogía, me informa que durante el siglo XV nuestros antepasados poseían terrenos en el principado de Moscú. Me remitió a un documento (publicado por Yushkov en Actas de los siglos XIII-XVIII, Moscú, 1899) relativo a una disputa rural que, en 1494, bajo el reinado de Iván III, enfrentó al señor Kulyakin con sus vecinos, Evdokim y Vías, hijos de Luka Nabokov. Durante los siglos siguientes los Nabokov fueron funcionarios y militares. Mi tatarabuelo, el general Alexandr Ivanovich Nabokov (1749-1807), fue, en el reinado de Pablo I, jefe del regimiento de la guarnición de Novgorod que en los documentos oficiales lleva el nombre de «Regimiento de Nabokov». El más joven de sus hijos, mi bisabuelo Nikolay Aleksandrovich Nabokov, era un joven oficial de la Armada en 1817, fecha en la que participó, con los futuros almirantes Barón von Wrangel y Conde Litke, y a las órdenes del capitán (y posteriormente vice-almirante) Vasiliy Mijailovich Golovnin, en una expedición destinada a levantar el mapa de Nueva Zembla (nada menos), en donde el «río Nabokov» lleva el nombre de mi antepasado. El recuerdo del jefe de la expedición se conserva en numerosos toponímicos, uno de los cuales es la Laguna de Golovnin, en la Península de Seaward, en Alaska Occidental, donde el doctor Holland descubrió una mariposa, la Pamassius phoebus golovinus(aquí un gran sic); pero mi bisabuelo no puede jactarse más que de ese riachuelo azulísimo, de un azul casi añil, hasta indignantemente azul, que serpentea entre rocas húmedas; pues abandonó pronto la Armada n'ayant pas le pied marin(como dice mi primo Sergey Sergeevich que me informó acerca de él), para ingresar en la Guardia de Moscú. Contrajo matrimonio con Anna Aleksandrovna Nazimov (hermana del decembrista). No sé nada de su carrera militar; fuera como fuese, no hubiera podido competir con la de su hermano, Ivan Aleksandrovich Nabokov (1787-1852), uno de los héroes de las guerras napoleónicas y, en su ancianidad, comandante de la fortaleza Pedro-y-Pablo de San Petersburgo, donde (en 1849) uno de sus prisioneros fue el escritor Dostoyevski, autor de El doble, etc., a quien el amable general prestaba libros. Es considerablemente más interesante, sin embargo, que estuviera casado con Ekaterina Puschchin, hermana de Ivan Puschchin, que fuera compañero de colegio y amigo de Pushkin. Atención, impresores: dos «chin» y un «kin».

El sobrino de Ivan e hijo de Nikolay fue mi abuelo paterno, Dmitri Nabokov (1827-1904), ministro de Justicia durante ocho años, bajo dos zares. Se casó (el 24 de septiembre de 1859) con María, una muchacha de diecisiete años que era hija del Barón Ferdinand Nicolaus Viktor von Korff (1805-1869), general alemán al servicio del ejército ruso.

En las familias antiguas y tenaces, ciertas características faciales suelen ir repitiéndose como indicadores y marcas de sus hacedores. La nariz de los Nabokov (por ejemplo, la de mi abuelo) es del tipo ruso, con una suave punta arremangada y, de perfil, con una leve curvatura cóncava; la nariz de los Korff (por ejemplo, la mía) es un bello órgano germánico con un puente de osada osatura y una terminación algo torcida, visiblemente estriada, y carnosa. Los Nabokov superciliares o sorprendidos tienen cejas en ángulo, vellosas en el centro, y tendentes a desaparecer camino de las sienes; la ceja Korff tiene un arco más fino pero también es poco poblada. Por lo demás, los Nabokov, a medida que retroceden hacia las sombras en la galería de retratos del tiempo, se unen pronto a los indistintos Rukavishnikov, de los que conocí sólo a mi madre y a su hermano Vasiliy, una muestra demasiado limitada para los fines que aquí persigo. Por otro lado, veo con gran claridad a las mujeres de la línea Korff, bellas muchachas lirio-y-rosa, con salientes y sonrojadas pommettes, ojos azul pálido y esa pequita en una mejilla, casi como un lunar postizo, que mi abuela, mi padre, tres o cuatro de sus hermanos, algunos de mis veinticinco primos, mi hermana pequeña y mi hijo Dmitri heredaron en diversos estadios de intensidad, a modo de copias más o menos idénticas del mismo original.

Mi bisabuelo alemán, el barón Ferdinand von Korff, que se casó con Nina Aleksandrovna Shishkov (1819-1895), nació en Königsberg el año 1805, y tras una triunfal carrera militar murió el año 1896 en las tierras del Volga que poseía su esposa cerca de Saratov. Era nieto de Wilhelm Carl, barón von Korff (1739-1799) y de Eleonore Margarethe, baronesa von der Osten-Sacken (1731-1786), e hijo de Nicholaus von Korff (fallecido en 1812), comandante del ejército prusiano, y de Antoinette Theodora Graun (fallecida en 1859), que era nieta de Carl Heinrich Graun, compositor. La madre de Antoinette, Elisabeth néeFischer (nacida en 1760), era hija de Regina Hartung (1732-1805), hija a su vez de Johann Heinrich Hartung (1699-1765), director de una conocida editorial de Königsberg. Elisabeth era famosa por su belleza. Tras divorciarse en 1795 de su primer marido, el Justizrat Graun, hijo del compositor, se casó con un poeta menor, Christian August von Stägemann, y fue «maternalmente amiga», según la expresión de la fuente alemana que utilizo, de un escritor mucho más conocido, Heinrich von Kleist (1777-1811), quien, a los treinta y tres años, se enamoró apasionadamente de la hija de Elisabeth, Hedwig Marie (más tarde von Olfers), que sólo tenía doce años. Se dice que Kleist fue a visitar a la familia para decir adieuantes de partir hacia Wansce —donde tenía intención de cumplir la promesa de suicidio que le había hecho a una dama enferma—, pero no se le recibió debido a que aquel era día de la colada en casa de los Stägemann. El número y la diversidad de contactos que tuvieron mis antepasados con el mundo de las letras son verdaderamente notables.

Carl Heinrich Graun, bisabuelo de Ferdinand von Korff, que era mi bisabuelo, nació el año 1701 en Wahrenbrück, Sajonia. Su padre August Graun (nacido en 1670), recaudador de impuestos ( «Königlicher Polnischer und Kurfürstlicher Sachsischer Akzisen-einnehmer», en donde el elector en cuestión era su tocayo, Augusto II, Rey de Polonia), procedía de un largo linaje de sacerdotes. Su tatarabuelo, Wolfgang Graun, fue, en 1575, organista de Plauen (cerca de Wahrenbrück), en donde una estatua de su descendiente, el compositor, adorna ahora un jardín público. Carl Heinrich Graun murió a los cincuenta y ocho años, en 1759, en Berlín, donde diecisiete años antes se inauguró el nuevo teatro de la ópera con su César y Cleopatra. Fue uno de los más eminentes compositores de su época, e incluso los más grandes se sintieron afectados, según los necrólogos del lugar, por el dolor de su real mecenas. Graun aparece (póstumamente) en pie, y en actitud algo reservada, con los brazos cruzados, en el cuadro de Menzel que representa a Federico el Grande tocando una composición de Graun para flauta; diversas reproducciones de este cuadro me persiguieron por todos los alojamientos alemanes en los que viví durante mis años de exilio. Me han contado que en el Palacio Sans-Souci de Potsdam hay un óleo de la época que representa a Graun y a su esposa, Dorothea Rehkopp, sentados ante un mismo clavecín. Las enciclopedias musicales suelen reproducir el retrato que hay en el teatro de la ópera de Berlín, en el que se parece mucho al compositor Nikolay Dmitrievich Nabokov, mi primo hermano. Un simpático eco, valorado en 250 dólares, de todos aquellos conciertos dados bajo los techos pintados de un pasado dorado, me llegó dulcemente en el Berlín heil-hitlerantede 1936, cuando el legado de la familia Graun, poca cosa más que una colección de tabaqueras y chucherías cuyo valor, después de pasar muchos avatares en el banco estatal de Prusia se había reducido a 43.000 reichsmarks(unos 10.000 dólares), fue distribuido entre los descendientes del próvido compositor, los clanes von Korff, von Wissmann y Nabokov (un cuarto linaje, los condes Asinari di San Marzano había desaparecido sin descendencia).

Las dos baronesas von Korff dejaron su huella en los ficheros de la policía de París. Una de ellas, Anna-Christina Stegelman, hija de un banquero sueco, era viuda del barón Fromhold Christian von Korff, coronel del ejército ruso, tío-bisabuelo de mi abuela. Anna-Christina fue también prima, o novia, o ambas cosas, de otro soldado, el famoso conde Axel von Fersen; y fue ella quien, en París, el año 1791, prestó su pasaporte y su carruaje, nuevo a estrenar y hecho a la medida (un suntuoso coche montado sobre altas ruedas rojas, tapizado con terciopelo blanco de Utrecht, con cortinas verde oscuro y toda clase de complementos, entonces modernos, tales como un vase de voyage) a la familia real, para su huida a Varennes. La reina fingió ser ella, y el rey, el preceptor de los dos niños. La otra anécdota policíaca tuvo que ver con una mascarada menos dramática.

Una semana antes del Carnaval, en París, hace más de un siglo, el conde de Morny invitó al baile de disfraces que se celebraba en su casa, a «une noble dame que la Russie a prétée cet hiver a la France» (según informó Henrys en la Gazette du Valais, sección de la lllustration, 1859, p. 251). Se trataba de Nina, baronesa von Korff, a la que ya he mencionado; María (1842-1926), la mayor de cinco hermanas, se casaría en septiembre de ese mismo año, 1859, con Dmitri Nikolaevich Nabokov (1827-1904), un amigo de la familia que también se encontraba en París por aquel entonces. Con motivo del baile, la señora encargó unos vestidos de florista para María y Olga, a doscientos veinte francos cada uno. Su precio, según el elocuente y poco veraz reportero de la lllustration, representaba seiscientos cuarenta y tres días «de nourriture, de loyer et d'entretien du père Crépin[comida, alquiler y calzado]», lo cual suena raro. Cuando los vestidos estuvieron listos, Mme. de Korff los encontró «trop décolletés» y se negó a quedárselos. La modista le envió a un huissier[ujier], cuya visita provocó un tremendo escándalo, y mi bisabuela (una mujer bella, apasionada y, siento decirlo, mucho menos austera en lo que se refería a su moral particular de lo que pudiera sugerir su actitud ante los grandes escotes) demandó por daños y perjuicios a la modista.

Sostuvo que las demoiselles de magazinque fueron a llevarle los vestidos eran unas «péronelles[lagartas]», y que, en respuesta a su objeción relativa a que los vestidos tenían unos escotes tan grandes que ninguna dama se prestaría a ponérselos, «se sont permis d'exposer des théories égalitaires du plus mauvais goût[se atrevieron a exponer teorías igualitarias del peor gusto]»; dijo que ya era demasiado tarde para que les hicieran otros disfraces y que sus hijas no pudieron ir al baile; acusó al huissiery a sus acólitos de repanchingarse en los asientos más muelles y obligar a las damas a utilizar los más duros; también se quejó, furiosa y amargamente, de que el ujier hubiese llegado a amenazar con la cárcel a MonsieurDmitri Nabokoff «Conseiller d'État, homme sage et plein de mesure[persona sensata y reservada]» sólo porque el susodicho caballero intentó arrojar al huissierpor la ventana. No eran argumentos muy convincentes, pero la modista perdió el caso. Tuvo que quedarse con sus vestidos, devolver lo que le habían pagado por ellos, y pagar además mil francos a la demandante; por otro lado, la factura que el fabricante de su carruaje le presentó en 1791 a Christina, una nadería de cinco mil novecientas cuarenta y cuatro libras, jamás llegó a ser pagada.

Dmitri Nabokov (la terminación en ff no era más que una vieja manía europea), ministro de Estado de Justicia entre 1878 y 1885, hizo cuanto estuvo en su mano por proteger, ya que no reforzar, las reformas liberales de los años sesenta (la institución del jurado, por ejemplo) frente a los feroces ataques reaccionarios. «Actuó —dice uno de sus biógrafos (la Enciclopedia Brockhaus, segunda edición rusa)— como el capitán de un buque en plena tormenta, que es capaz de arrojar por la borda parte del cargamento para salvar el resto.» El epitáfico símil repite inconscientemente un tema epigráfico: el anterior intento realizado por mi abuelo de arrojar al representante de la ley por la ventana.

Cuando se retiró, Alejandro III le ofreció elegir entre el título de conde y una suma de dinero, presumiblemente grande; no sé cuánto valía exactamente un título de conde en Rusia, pero, en contra de las frugales esperanzas del Zar, mi abuelo (al igual que su tío Ivan, a quien Nicolás había ofrecido una elección similar) se zambulló de cabeza en pos de la más sólida de las recompensas. ( «Encore un comte raté», comenta con guasa Sergey Sergeevich.) A partir de entonces vivió casi siempre en el extranjero. Durante los primeros años de este siglo se le nubló la mente y se aferró a la creencia de que mientras permaneciera en la región mediterránea no le pasaría nada. Los médicos sostenían la opinión contraria, y creían que viviría más tiempo en el clima de alguna estación de montaña o en el norte de Rusia. Hay una anécdota extraordinaria, cuyas piezas no he podido reunir por completo, que cuenta cómo escapó, en algún lugar de Italia, de quienes le atendían. Luego estuvo errando por la zona, denunciando con vehemencia comparable a la del rey Lear la actitud de sus hijos, ante desconocidos que respondían con una sonrisa de burla, hasta que fue capturado en un remoto y salvaje rincón rocoso por unos carabinieride marcado sentido práctico. Durante el invierno de 1903, mi madre, la única persona cuya presencia podía soportar el anciano en sus momentos de locura, estuvo constantemente a su lado en Niza. Mi hermano y yo, que teníamos respectivamente tres y cuatro años, también estábamos allí con nuestra institutriz inglesa; recuerdo el sonoro estremecimiento de los cristales de las ventanas a la menor brisa, y el asombroso dolor que me causó una gota de lacre que me cayó en el dedo. Utilizando la llama de una vela (diluida hasta una engañosa palidez por el sol que invadía las losas en las que estaba arrodillado), había estado dedicándome a transformar goteantes barritas de aquella materia en pegajosas manchas de maravilloso olor y de tonos rojo y azul y broncíneo. Momentos después empecé a berrear en el suelo, y mi madre corrió a rescatarme, mientras no lejos de allí mi abuelo, en su silla de ruedas, daba resonantes porrazos con su bastón. Mi madre se las vio y se las deseó para tratarle. Utilizaba palabras malsonantes. Confundía una y otra vez al criado que empujaba su silla por el Promenadedes Anglais con el conde Loris-Melikov, uno de sus compañeros (fallecido hacía mucho tiempo) del gabinete ministerial de los años ochenta. «Qui est cette femme —chassez la !», le decía gritando a mi madre mientras señalaba con su tembloroso índice a la reina de Bélgica o de Holanda, que se había detenido para interesarse por su salud. Recuerdo confusamente haber corrido hasta su silla para enseñarle una bonita piedrecilla, que él examinaba lentamente y se llevaba luego a la boca. Ojalá hubiese sido más curioso en aquella época posterior en la que mi madre solía recordar estos tiempos.

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