Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 8 стр.


Uno de los más felices recuerdos adolescentes de mi madre fue el del viaje que hizo un verano con su tía Praskovia a la península de Crimea, donde su abuelo paterno tenía una finca cerca de Feodosia. Su tía y ella salieron a dar un paseo con él y con otro anciano caballero, Ayvazovski, el conocido pintor de marinas. Mi madre recordaba que el pintor dijo (tal como había sin duda dicho en otras muchas ocasiones) que en 1836, durante una exposición de pintura en San Petersburgo, vio a Pushkin, «un feo tipejo bajito con una esposa alta y guapa». Eso ocurrió más de medio siglo antes, cuando Ayvazovski era estudiante de bellas artes, y menos de un año antes de la muerte de Pushkin. Mi madre recordaba también la pincelada que, con su propia paleta, añadió la naturaleza: la marca blanca dejada por un pájaro en el gris sombrero de copa que llevaba el pintor. Tía Praskovia, que la acompañaba, era la hermana de su madre, y estaba casada con el famoso sifilólogo V. M. Tarnovski (1839-1906), y era también médica y autora de obras sobre psiquiatría, antropología y política social. Un atardecer, en la villa que tenían los Ayvazovski cerca de Feodosia, tía Praskovia invitó a cenar al doctor Anton Chekhov, a quien, durante el transcurso de una conversación sobre medicina, ofendió. Ella era una mujer muy erudita, muy amable, y muy elegante, y resulta difícil imaginar cómo pudo exactamente haber provocado el estallido increíblemente tosco que Chekhov se permite tener en una carta dirigida a su hermana, que fue publicada el 3 de agosto de 1888. Tía Praskovia, o tía Pasha, como la llamábamos nosotros, nos visitaba a menudo en Vyra. Tenía una forma encantadora de saludarnos cuando entraba en las habitaciones de los niños y pronunciaba un sonoro «Bonjour les enfants!» Murió en 1910. Mi madre estaba junto a su lecho de muerte, y las últimas palabras de tía Pasha fueron:

—Qué interesante. Ahora lo entiendo. Todo es agua, vsyovoda.

Vasiliy, el hermano de mi madre, era miembro del cuerpo diplomático, pero no se lo tomaba tan en serio como mi tío Konstantin. Para Vasiliy Ivanovich aquello no era una carrera sino un más o menos plausible ambiente. Sus amigos italianos y franceses, igualmente incapaces de pronunciar su largo apellido ruso, lo redujeron a «Ruka» (con acento en la última sílaba), que le sentaba mucho mejor que su nombre entero. Tío Ruka me parecía en mi infancia formar parte del mundo de los juguetes, los alegres libros ilustrados, y los cerezos cargados de relucientes frutos negros: había construido un invernadero de cristal para todo un huerto situado en un rincón de su finca campestre, que estaba separada de la nuestra por el serpenteante río. Durante el verano, casi todos los días, a la hora del almuerzo, veíamos su coche cruzando el puente y luego acelerando hacia nuestra casa siguiendo un seto de jóvenes abetos. Cuando yo tenía ocho o nueve años, todos y cada uno de los días me sentaba sobre sus rodillas cuando terminaba de comer, y (mientras un par de criados despejaban la mesa en el vacio comedor) él me acariciaba, canturreando y diciendo extrañas palabras cariñosas, y yo sentía vergüenza ajena por él ante los criados, y me sentía muy aliviado cuando mi padre, desde la terraza, le llamaba: «Basile, on vous attend». Una vez fui a buscarle a la estación (debía de tener yo once o doce años) y, cuando se apeaba del largo coche cama internacional, me lanzó una mirada y dijo:

—Qué cetrino y feo ( jaune et laid) te has vuelto, pobrecito.

El día de mi decimaquinta onomástica, se me llevó a un lado y con su francés brusco, preciso y un tanto anticuado me informó que pensaba nombrarme su heredero.

—Y ahora ya puedes irte —añadió—, l'audience est finie. Je n'ai plus rien a vous dire.

Le recuerdo como un hombre flaco y pulcro de tez oscura, ojos verdegrís moteados de manchitas color herrumbre, oscuro y boscoso mostacho, y móvil nuez que asomaba conspicuamente por encima del pasador con un ópalo y una serpiente de oro que sostenía el nudo de su corbata. También llevaba ópalos en los dedos y en los gemelos. Una cadenilla de oro ceñía su frágil y peluda muñeca, y solía llevar un clavel en el ojal de su traje de verano de color gris paloma, gris rata o gris plateado. Yo sólo le veía en verano. Tras una breve estancia en Rozhestveno regresaba a Francia o Italia, a su castillo (llamado Perpigna) cerca de Pau, a su villa (llamada Tamarindo) cerca de Roma, o a su adorado Egipto, desde donde me enviaba postales (palmeras y sus reflejos, puestas de sol, faraones con las manos apoyadas en las rodillas) escritas con su gruesa letra. Luego, al llegar otra vez junio, cuando la fragante cheryomuha(variante europea del cerezo aliso, o simplemente «racemosa», tal como la bautizo en mi obra sobre el «Onegin») estaba en plena y espumosa floración, su bandera personal era izada en lo alto de su bella casa de Rozhestveno. Viajaba con media docena de enormes baúles, sobornaba al Nord-Express para que hiciese una parada especial en nuestra pequeña estación campestre, y tras prometerme un maravilloso regalo, avanzaba con sus pequeños pies de remilgado paso calzados con zapatos blancos de tacón bastante alto hasta el árbol más próximo, le arrancaba una hoja, me la ofrecía y decía:

— Pour mon neveu, la chose la plus belle du monde: une feuille verte.

O bien me traía solemnemente de Norteamérica la colección del Foxy Grandpa, y la de Buster Brown, un olvidado muchacho de traje rojizo: mirando detenidamente se veía que el color era en realidad un denso amontonamiento de puntos rojos. Cada episodio terminaba con una tremenda paliza para Buster, administrada por su Mamá, mujer de cintura de avispa pero muy fuerte, que utilizaba una zapatilla, un cepillo del pelo, un frágil paraguas, cualquier cosa —hasta la cachiporra de un servicial policía—, y arrancaba nubes de polvo de las posaderas del pantalón de Buster. Como a mí no me han azotado nunca, aquellos dibujos me daban la misma impresión que cualquier otra extraña y exótica tortura como, por ejemplo, aquel enterramiento hasta la barbilla en la tórrida arena del desierto de un infeliz de ojos desorbitados, que vi en la portada de un libro de Mayne Reid.

4

Tío Ruka llevó al parecer una vida ociosa y curiosamente caótica. Su carrera diplomática era muy poco clara. Se enorgullecía, sin embargo, de ser un experto en la descodificación de mensajes cifrados en cualquiera de los cinco idiomas que conocía. Un día le sometimos a una prueba, y en un abrir y cerrar de ojos transformó la frase «5.13 24.11 13.16 9.13.5 5.13 24.11» en los primeros versos de un famoso monólogo de Shakespeare.

Vestido con una chaqueta rosa, cabalgaba tras los lebreles en Inglaterra o Italia; envuelto en un abrigo de piel, intentó hacer en coche el recorrido de San Petersburgo a Pau; cubiertos los hombros por una capa de las de ir a la ópera, estuvo a punto de perder la vida en un accidente de aviación ocurrido en una playa cerca de Bayona. (Cuando le pregunté cómo se lo había tomado el piloto del destrozado Voisin, tío Ruka se lo pensó un momento y luego contestó con absoluto aplomo: «II sanglotait assis sur un rocher.») Cantaba barcarolas y tonadillas de moda ( «Ils se regardent tous deux, en se mangeant les yeux... » «Elle est morte en Février, pauvre Colinette!... » «Le soleil rayonnait encore, j'ai voulu revoir les grands bois...», y decenas más). También escribía música, de tipo dulzón y sentimental, y versos en francés, que curiosamente se podían medir como yámbicos ingleses o rusos, y caracterizados por su principesco desdén por las facilidades que ofrece la emuda. Era un extraordinario jugador de poker.

Como tartamudeaba y le costaba pronunciar las labiales, le cambió el nombre a su cochero, que de llamarse Pyotr pasó a ser Lev; y mi padre (que siempre le trataba con cierta mordacidad) le acusó de tener mentalidad de esclavista. Aparte de esto, su forma de hablar era una quisquillosa combinación de francés, inglés e italiano, idiomas que hablaba infinitamente mejor que su lengua materna. Cuando recurría al ruso, siempre cometía equivocaciones, o bien canturreaba alguna expresión especialmente castiza o incluso folklórica, como aquellas veces que en la mesa, soltando un tremendo suspiro (porque siempre tenía motivos de queja: un ataque de fiebre del heno, la muerte de un pavo real, la pérdida de un borzoi):

— Je suis triste et seul comme une bylinka v pole[tan triste y solitario como una «hoja de hierba en un campo»].

Siempre repetía que padecía una afección cardíaca incurable y que, cuando tenía los ataques, sólo conseguía cierto alivio tendiéndose en el suelo. Nadie le tomaba en serio, y después de que muriese de una angina de pecho, encontrándose solo, en París, a finales de 1916, y con cuarenta y cinco años de edad, todos recordamos con una especial punzada de dolor aquellos incidentes que solían producirse en el salón, después de comer, cuando el criado entraba desprevenido con el café turco, mi padre miraba (con burlona resignación) a mi madre, y luego (con desaprobación) a su cuñado, que yacía tendido con las piernas y los brazos abiertos en mitad del camino del criado, y después (con curiosidad) a la graciosa vibración que estremecía el servicio de café que sostenía en la bandeja el criado con sus manos enguantadas.

De otros y más extraños tormentos que le asediaron en el curso de su breve vida, buscó alivio —si es que entiendo correctamente estos asuntos— en la religión, primero en ciertos ramales sectarios de origen ruso, y al final en la iglesia católica. La suya era una de esas pintorescas neurosis que suelen ir acompañadas de la genialidad, pero no en su caso, y de ahí su búsqueda de una sombra viajera. Durante su juventud fue objeto de una intensa antipatía por parte de su padre, aristócrata campestre de la vieja escuela (cacerías de osos, un teatro particular, unos pocos cuadros de viejos maestros rodeados de un buen montón de porquerías), cuyo incontrolable mal carácter llegó a constituir, según los rumores, una auténtica amenaza para la vida del muchacho. Mi madre me habló más adelante de la tensión que se vivió en la Vyra de su adolescencia, de lo atroces que fueron las escenas que se desarrollaban en el despacho de Ivan Vasilievich, una sombría habitación de una esquina de la casa que daba a un viejo pozo con una herrumbrosa rueda de bombeo bajo cinco chopos lombardos. Nadie, aparte de mí, utilizó esa habitación. Yo guardaba mis libros y mis tablas de secado en sus negros estantes, y posteriormente induje a mi madre a que trasladara parte de los muebles de ese cuarto a mi pequeño y soleado estudio del lado del jardín, y hasta allí llegó tambaleante, una mañana, aquel tremendo escritorio, sobre cuyo forro de cuero negro no había más que un enorme abrecartas curvado, una auténtica cimitarra de marfil amarillo hecha con el colmillo de un mamut.

Cuando a finales de 1916 murió tío Ruska, me dejó lo que en la actualidad ascendería a un par de millones de dólares, más su finca campestre, con su mansión de blancas columnas en lo alto de una verde y escarpada colina, y sus ochocientas hectáreas de bosques y turberas. La casa, me han dicho, seguía en pie el año 1940, nacionalizada pero fría y distante, convertida en una pieza de museo para cualquier turista que busque paisajes por la carretera de San Petersburgo a Luga que pasa a sus pies, atraviesa el pueblo de Rozhestveno y cruza los diversos brazos del río. Debido a sus islas flotantes de nenúfares y a sus brocados de algas, el bello Oredezh tenía en este punto un aire festivo. Bajando un poco más por su curso sinuoso, allí donde los aviones zapadores salen disparados de sus agujeros de la elevada orilla roja, sus aguas se adornaban con los reflejos de altos y románticos abetos (los primeros márgenes de Vyra); más abajo todavía, el interminablemente tumultuoso fluir de un molino daba al espectador (acodado en la barandilla) la sensación de estar retrocediendo interminablemente, como si se encontrara en la popa del mismísimo tiempo.

5

Este párrafo no es para el lector en general, sino para el idiota en particular que, porque ha perdido su fortuna en alguna quiebra, cree comprenderme.

Mi antigua (desde 1917) querella con la dictadura soviética no tiene relación alguna con asuntos de propiedad. Mi desprecio para el emigréque «odia a los rojos» porque le «robaron» su dinero y sus tierras no puede ser más absoluto. La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida.

Y finalmente: me reservo para mí mismo el derecho de añorar un nicho ecológico:

... Bajo el cielo

De mi América,

en donde suspirar

Por un lugar de Rusia.

El lector en general puede ahora continuar.

6

Estaba aproximándome a los dieciocho años; luego ya tenía más de dieciocho años; los amoríos y la escritura de poemas ocupaban la mayor parte de mis ratos libres; las cuestiones materiales me dejaban indiferente, y, de todos modos, vista contra el telón de foro de nuestra prosperidad, ninguna herencia podía llamar mucho la atención; y, sin embargo, cuando vuelvo la vista atrás para mirar hacia el otro lado del abismo transparente, me resulta extraño y un poco desagradable pensar que, durante el breve año en el que poseí esa fortuna personal, estuve demasiado absorto en los placeres corrientes de la juventud —una juventud que perdía rápidamente su primer e inusual fervor— tanto para extraer ninguna satisfacción especial de la herencia como para experimentar fastidio alguno cuando la Revolución Bolchevique la abolió de la noche a la mañana. Este recuerdo me produce la sensación de no haberle sido agradecido a mi tío Ruka; de haber participado en esa actitud general de sonriente superioridad que solían adoptar hacia él incluso aquellos que más le apreciaban. Sólo con el más profundo rechazo me obligo a recordar los comentarios sarcásticos que MonsieurNoyer, mi preceptor suizo (por lo demás, un alma amabilísima), solía hacer en relación con la mejor composición de mi tío, un romance de cuya letra y música era autor. Un día, en la terraza de su castillo de Pau, con los ambarinos viñedos al pie y las purpúreas montañas a lo lejos, en una época en la que se sentía asendereado por el asma, las palpitaciones, los temblores y una excoriación proustiana de los sentidos, se débattant, por así decirlo, bajo el impacto de los colores otoñales (descritos en sus propias palabras como una «chapelle ardente de feuilles aux tons violents»), de las lejanas voces del valle, de una bandada de palomas que estriaban el delicado cielo, compuso ese romance (y la única persona que se aprendió de memoria la música y todos los versos fue mi hermano Sergey, en quien él apenas si se fijó nunca, que también tartamudeaba y que ahora también ha muerto).

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