Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 7 стр.


Mi abuelo se hundía, por períodos cada vez más prolongados, en un estado de inconsciencia; durante uno de ellos fue enviado a su pied-a-terredel Muelle de Palacio en San Petersburgo. Mientras iba recobrando gradualmente la conciencia, mi madre transformó su dormitorio en el que había tenido en Niza. Encontraron algunos muebles parecidos, y un mensajero especial trajo de Niza ciertos artículos, y fueron adquiridas todas las flores a las que sus neblinosos sentidos se habían acostumbrado, con toda su variedad y profusión, y pintaron de blanco luminoso un fragmento de pared que se divisaba desde la ventana, de modo que cada vez que volvía a un estado de relativa lucidez se encontraba a salvo en aquella Riviera artísticamente escenificada por mi madre; y allí, el 28 de marzo de 1904, exactamente dieciocho años antes que mi padre, murió pacíficamente.

Dejó cuatro hijos y cinco hijas. El mayor era Dmitri, que heredó el mayorazgo de los Nabokov en lo que entonces eran dominios polacos del Zar; su primera esposa fue Lidia Eduardovna Falz-Fein, y la segunda Marie Redlich; a continuación venía mi padre; después Sergey, gobernador de Mitau, que se casó con Daria Nikolaevna Tuchkov, tataranieta del mariscal de campo Kutuzov, príncipe de Smolensk. El más pequeño era Konstantin, un solterón empedernido. Las hermanas eran: Natalia, esposa de Ivan de Peterson, cónsul ruso en La Haya; Vera, esposa de Ivan Pihachev, deportista y terrateniente; Nina, que se divorció del barón Rausch von Traubenberg, gobernador militar de Varsovia, para casarse con el almirante Nikolay Kolomeytsev, héroe de la guerra del Japón; Elizaveta, casada con Henri, príncipe de Sayn-Wittgenstein-Berleburg, y, después de su muerte, con Roman Leikmann, que antes fuera preceptor de sus hijos; Nadezhda, esposa de Dmitri Vonlyarlyarski, de quien más tarde se divorció.

El tío Konstantin era miembro del cuerpo diplomático y, durante la última etapa de su carrera, en Londres, libró una enconada y finalmente fracasada batalla con Stablin, para ver cuál de los dos dirigía la legación rusa. Su vida estuvo bastante desprovista de acontecimientos, pero se libró maravillosamente de un par de encerronas del destino, mucho menos inocuas que la corriente de aire de un hospital de Londres que acabó con su vida en 1929. Una vez, el 17 de febrero de 1905, encontrándose en Moscú, cuando un amigo suyo, el gran duque Sergey, le ofreció, medio minuto antes de la explosión, llevarle en su carruaje, y mi tío dijo que no, gracias, que prefería ir andando, y el coche se fue al encuentro de su fatal cita con la bomba de un terrorista; y la segunda vez, siete años más tarde, cuando faltó a otra cita, esta vez con un iceberg, al devolver por casualidad su pasaje para el Titanic. Después de nuestra huida de la Rusia de Lenin le vimos en Londres bastante a menudo. Nuestro encuentro en la estación Victoria, el año 1919, es una viñeta que permanece viva en mi recuerdo: mi padre adelantándose hacia su etiquetero hermano con un envolvente abrazo de oso; él, retrocediendo y diciéndole: «Mi v Anglii, Mi v Anglii[Estamos en Inglaterra].» Su encantador pisito estaba lleno a rebosar de recuerdos de la India, por ejemplo, fotografías de jóvenes oficiales británicos. Es autor de The Ordeal of a Diplomat[La ordalía de un diplomático] (1921), que se puede encontrar fácilmente en las grandes bibliotecas públicas, y de una versión en inglés del Boris Godunovde Pushkin; y aparece retratado, con barba de chivo incluida (y al lado del conde Witte, los dos delegados japoneses y Theodore Roosevelt, con aspecto benévolo), en un mural de la firma del Tratado de Portsmouth que se encuentra en el lado izquierdo del vestíbulo principal del Museo Norteamericano de Historia Natural: un lugar insuperablemente adecuado en donde encontrar mi apellido escrito en caracteres eslávicos de oro, como pude comprobar la primera vez que pasé por allí junto a otro lepidopterólogo que, en respuesta a la exclamación de reconocimiento que yo emití, se limitó a decir: «Cierto, cierto.»

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En forma diagramática, las tres fincas familiares del Oredezh, setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo, pueden ser representadas como tres anillos enlazados que forman una cadena de quince kilómetros que se extiende de oeste a este a uno y otro lado de la carretera de Luga. La de mi madre, Vyra, está en el centro; Rozhestveno, la de su hermano, a la derecha; y Batovo, la de mi abuela, a la izquierda. Los puntos de unión son los puentes que cruzan el Oredezh (o, mejor dicho, Oredezh') que, siguiendo su curso serpenteante y ramificado, bañaba Vyra por ambos lados.

Otras dos fincas, mucho más alejadas, de esta misma región estaban relacionadas con Batovo: la de Druzhnoselie de mi tío el príncipe Wittgenstein, situada pocos kilómetros más allá de la estación de ferrocarril de Siverski, que estaba a nueve kilómetros al nordeste de nuestras tierras; y la de Mityushino, de mi tío Pihachev, que estaba a unos setenta y cinco kilómetros al sur en la carretera de Luga; no estuve allí ni una sola vez, pero recorríamos bastante a menudo los aproximadamente quince kilómetros que nos separaban de los Wittgenstein, y una vez (agosto de 1911) les visitamos en su otra espléndida finca, Kamenka, situada en la provincia de Podolsk, en el sudoeste de Rusia.

La finca de Batovo entra en la historia el año 1805, cuando pasa a ser propiedad de Anastasia Matveevna Rileev, néeEssen. Su hijo, Kondratiy Fyodorovich Rileev (1795-1826), poeta menor, periodista y famoso decembrista que pasaba allí la mayor parte de los veranos, escribió elegías al Oredezh y entonó himnos al castillo del príncipe Aleksey, que era la joya de sus riberas. La leyenda y la lógica, extrañas pero poderosas asociadas, parecen indicar, tal como he explicado más extensamente en mis notas al Onegin, que el duelo a pistola de Rileev con Pushkin, del que tan poco se sabe, se celebró en el parque de Batovo, entre el 6 y el 9 de mayo (calendario juliano) de 1820. Puskin, con dos amigos, el barón Anton Delvig y Pavel Yakovlev, que le acompañaban en el primer tramo de su largo viaje en coche de San Petersburgo a Ekaterinoslav, abandonó sigilosamente la carretera de Luga a la altura de Rozhestveno, cruzó el puente (el golpeteo de los cascos se transformó aquí en una breve trápala), y siguió el antiguo camino lleno de baches que conducía hacia Batovo. Allí, delante de la casa solariega, Rileev les esperaba con impaciencia. Acababa de enviar a su esposa, que estaba en el último mes de su embarazo, a las tierras que ella tenía cerca de Voronezh, y ansiaba que concluyera lo antes posible el duelo para después, si Dios quería, reunirse allí con ella. Puedo notar en mi piel y en mis orificios nasales la deliciosa aspereza campesina de aquel día de primavera norteña que recibió a Pushkin y a sus dos padrinos cuando bajaron del coche y comenzaron a caminar por la avenida de tilos que nacía al otro lado de los arriates de Batovo, que todavía se mantenían virginalmente negros. Veo con la misma claridad a los tres jóvenes (la suma de sus edades equivale a la que yo tengo ahora) siguiendo a su anfitrión y a dos desconocidos hacia el parque. En esas fechas asomaban pequeñas violetas arrugadas por entre la alfombra de hojas muertas del año anterior, y las recién aparecidas punta-anaranjadas se posaban sobre los temblorosos dientes de león. Durante un momento el destino pudo vacilar entre impedir que un heroico rebelde se encaminara hacia la horca, o privar a Rusia de Eugene Onegin; luego, sin embargo, no hizo ni una cosa ni otra.

Un par de décadas después de la ejecución de Rileev en el bastión de la fortaleza Pedro-y-Pablo en 1826, la finca de Batovo le fue comprada al estado por la madre de mi abuela paterna, Nina Aleksandrovna Shishkov, posteriormente baronesa de Korff, a quien mi abuelo se la compró alrededor de 1855. Dos generaciones de Nabokov criados por preceptores e institutrices conocieron cierto sendero de los bosques de las cercanías de Batovo con el nombre de «Le Chemin du Pendu», el paseo favorito del Ahorcado, que es como se llamaba en sociedad a Rileev: cruel pero también eufemística y asombradamente (en aquel entonces no era frecuente que ahorcaran a los caballeros), en lugar de llamarle el Decembrista o el Insurgente. Puedo imaginarme con facilidad al joven Rileev en las verdes madejas de nuestros bosques, paseando y leyendo un libro, que era una forma de ambular propia de la época, con la misma facilidad con que puedo visualizar al temerario teniente que desafía al despotismo en la sombría plaza del Senado, con sus camaradas y sus desconcertadas tropas; pero el nombre de este largo y «adulto » promenadeque tanto ilusionaba a los niños que se habían portado bien, estuvo durante toda nuestra infancia completamente desvinculado para nosotros del destino del desafortunado señor de Batovo: mi primo Sergey Nabokov, que nació en la Chambre du Revenant de Batovo, imaginaba un fantasma convencional, mientras que yo conjeturé ante mi preceptor o institutriz que algún misterioso desconocido había sido hallado balanceándose de una rama del álamo en el que cría una rara esfinge. Que Rileev fuera simplemente el «Ahorcado» ( povesbenrity o visel'nik) para los campesinos del lugar no me parece antinatural; pero en las familias señoriales sólo un extravagante tabú impidió, al parecer, que los padres identificaran al fantasma, como si una referencia específica pudiese introducir un matiz de indecencia en la mágica vaguedad de la frase que designaba un pintoresco paseo por un querido rincón campestre. De todos modos, me resulta curioso ver que incluso mi padre, que poseía tan amplia información acerca de los decembristas y que sentía por ellos una simpatía mucho mayor que sus parientes, no mencionara ni una sola vez, por lo que yo recuerdo, a Kondratiy Rileev durante nuestros paseos y excursiones en bicicleta por los alrededores. Mi primo me hace notar que el general Rileev, hijo del poeta, fue amigo íntimo del Zar Alejandro II y de mi abuelo D. N. Nabokov, y que on ne parle pas de corde dans la maison du pendu.

A partir de Batovo, la vieja carretera llena de baches (que antes hemos seguido con Pushkin y que ahora recorremos en sentido contrario) avanzaba hacia el este durante unos tres kilómetros hasta llegar a Rozhestveno. Justo antes del puente principal se podía o bien girar hacia el norte, campo a través, en dirección a nuestro Vyra y sus dos parques situados a ambos lados del camino, o bien continuar hacia el este, bajando por una fuerte pendiente y pasando junto a un viejo cementerio asfixiado de frambuesos y racemosas, para después cruzar el puente que conduce a la casa de mi tío, tan fría y distante con aquellas columnas blancas en lo alto de su colina.

La finca Rozhestveno, que incluye un pueblo del mismo nombre, grandes terrenos, y una casa solariega que domina el curso del río Oredezh, y la carretera de Luga (o de Varsovia), en el distrito de Tsarskoe Selo (actualmente Pushkin), a unos setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo (actualmente Leningrado), era conocida antes del siglo XVIII con el nombre de heredad Kurovitz, perteneciente al antiguo distrito de Koporsk. Alrededor de 1715 había sido propiedad del príncipe Aleksey, desgraciado hijo de aquel matón de matones que se llamó Pedro I. Parte de un escalier dérobéy otro elemento arquitectónico que no consigo recordar fueron conservados en la nueva anatomía del edificio. He tocado esa barandilla y he visto (¿o pisado?) ese otro detalle olvidado. Siguiendo el camino real que conducía a Polonia y Austria tras haber salido de este palacio, el príncipe logró escapar, pero sólo para ser forzado a regresar por medio de engaños desde el lejanísimo Nápoles a la cámara de torturas de su padre, por culpa de la intervención del agente del Zar, el conde Pyotr Andreevich Tolstoy, que fuera embajador en Constantinopla (en donde obtuvo para su amo el pequeño moro que tendría por biznieto a Pushkin). Rozhestveno perteneció más tarde, según creo, a una favorita de Alexander I, y la casa fue reconstruida parcialmente cuando mi abuelo materno compró la heredad alrededor de 1880, para su hijo mayor Vladimir, que murió no mucho después, a los dieciséis años. Su hermano Vasiliy la heredó en 1901 y pasó allí diez de los quince veranos que todavía le quedaban de vida. Recuerdo en particular que la casa era muy fresca y sonora, y también el piso de losas ajedrezadas del vestíbulo, diez gatos de porcelana en un estante, un sarcófago y un órgano, las claraboyas y las galerías superiores, la coloreada penumbra de sus misteriosas habitaciones, y claveles y crucifijos por todas partes.

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De joven, Carl Heinrich Graun tuvo una bella voz de tenor—, una noche en la que tenía que cantar una ópera escrita por Schurmann, maestro de capilla de Brunswick, le resultaron tan fastidiosas algunas de las arias que las cambió por otras compuestas por él mismo. Aquí siento la conmoción del más alborozado parentesco; sin embargo prefiero a otros dos antepasados míos, al joven explorador que ya he mencionado, y al gran patólogo, abuelo materno de mi madre, Nikolay Illarionovich Kozlov (1814-1889), primer presidente de la Academia Imperial Rusa de Medicina y autor de artículos tales como «Del desarrollo de la idea de enfermedad», o «Coartación del foramen yugular en los dementes». Este momento me parece adecuado para mencionar de paso mis propios artículos científicos, y en especial mis tres preferidos: «Notas sobre las Plebejinaeneotropicales» ( Psyche, Vol. 52. Nos. 1-2 y 3-4, 1945), «Una nueva especie de Cyclargus Nabokov» ( The Entomologist, diciembre de 1948) y «Los individuos neárticos del genus Lycaeides Hübner» ( Bulletin Mus. Comp. Zool., Harvard Coll., 1949), año a partir del cual me resultó físicamente imposible seguir alternando la investigación científica con las conferencias, las belles lettres, y Lolita(porque ya estaba en camino: un parto doloroso, un bebé difícil).

El blasón Rukavishnikov es más modesto, pero también menos convencional que el de los Nabokov. El escudo de armas es una versión estilizada de un domna(primitivo alto horno), alusión, sin duda, a la función de los minerales de los Urales que fueron descubiertos por mis aventureros antepasados. Deseo señalar que estos Rukavishnikov —pioneros de Siberia, buscadores de oro e ingenieros de minas— no estaban emparentados, como han dado descuidadamente por supuesto algunos biógrafos, con los no menos ricos comerciantes moscovitas de la época. Mis Rukavishnikov pertenecían (desde el siglo XVIII) a la aristocracia terrateniente de la provincia de Kazan. Sus minas estaban situadas en Alopaevsk, cerca de Nizhni-Tagilsk, provincia de Perm, en el lado siberiano de los Urales. Mi padre viajó dos veces allí en el antiguo Express Siberiano, un bello tren perteneciente a la familia Nord-Express, y que yo tenía intención de utilizar muy pronto para un viaje no tan mineralógico como entomológico; pero este proyecto chocó con la interferencia de la revolución.

Mi madre, Elena Ivanovna (29 de agosto de 1876-2 de mayo de 1939), era hija de Ivan Vasilievich Rukavishnikov (1841-1901), terrateniente, juez de paz y filántropo, hijo de un industrial millonario, y de Olga Nikolaevna (1845-1901), hija del doctor Kozlov. Tanto el padre como la madre de mi madre murieron de cáncer en el curso del mismo año, él en marzo y ella en junio. De los siete hermanos que tuvo, cinco murieron de pequeños, y de sus dos hermanos mayores Vladimir murió a los dieciséis años en Davos, en la década de los ochenta del siglo pasado, y Vassiliy en París, en 1916. Ivan Rukavishnikov tenía muy mal carácter, y mi madre le temía. Durante mi infancia lo único que conocí de él fueron sus retratos (su barba, la cadena de magistrado que colgaba de su cuello) así como los atributos de su principal pasatiempo, tales como patos de señuelo y cabezas de alce. Un par de osos especialmente grandes que habían sido cazados por él estaban colocados en pie, con las garras delanteras temiblemente alzadas, junto a la barandilla de hierro del vestíbulo de nuestra casa de campo. Todos los veranos medía yo mi estatura según fuera mi capacidad de alcanzar sus fascinantes garras, primero la de la más baja de las patas delanteras, y después la de la más alta. Sus barrigas me parecieron decepcionantemente duras cuando decidí hundir los dedos (acostumbrados a palpar perros vivos o animales de juguete) en su áspero pelo pardo. De vez en cuando sacaban esos osos a un rincón del jardín para sacudirlos y airearlos exhaustivamente, y la pobre Mademoiselle, que llegaba del parque, soltaba un grito de alarma al vislumbrar aquellas dos fieras salvajes aguardándola a la móvil sombra de los árboles. A mi padre no le interesaba en absoluto la caza, y en esto difería profundamente de su hermano Sergey, que era un apasionado deportista que a partir de 1908 fue Montero Mayor de Su Majestad el Zar.

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