Aunque ningún aventurero literario podría tenerse jamás en pie después de poner en duda la autoría de El hechicero,el profesor Struve parece decidido a insistir en esa despistada y quijotesca campaña con la que pretende adscribirle la obra de Agueyev a Nabokov, quien, excepto en el caso de una breve contribución sobre un tema muy diferente en el primer número, no envió ningún material a Números,que le atacó duramente poco después; por otro lado, no había estado nunca en Moscú, ciudad en la que transcurre la acción de la novela, que aporta numerosos detalles locales; jamás tomó cocaína ni ninguna otra droga; y, además, escribía, a diferencia de Agueyev, en el más puro ruso de San Petersburgo. Por si todo esto fuera poco, de haber existido alguna relación entre Nabokov y Novela con cocaína,uno u otro de sus conocidos literarios hubiese tenido algún indicio al respecto, o, al menos, su esposa, primera lectora y mecanógrafa, Véra Nabokov, lo hubiese sabido.
El antepecho estucado de la terraza de Florida en la que escribo en este momento —uno de esos en los que la pintura blanca cubre una superficie deliberadamente rugosa— tiene numerosos dibujos fortuitos. Basta trazar una línea a lápiz aquí y allá para completar un magnífico hipopótamo, un severo perfil flamenco, una pechugona corista, o infinitos monstruos amistosos o desconcertantes de las más variadas cataduras.
Esto es lo que Nabokov, que en una época temprana de su vida había considerado seriamente la posibilidad de ser pintor, hacía maravillosamente bien con, por ejemplo, una pantalla de complicados adornos, o con algún empapelado con un dibujo repetitivo de flores. Rostros cómicos, inexistentes pero plausibles mariposas, y grotescos seres inventados por él, fueron poblando poco a poco las acogedoras paredes de las habitaciones del Montreux-Palace Hotel en donde vivía y trabajaba, y, felizmente, algunos de esos dibujos todavía subsisten, conservados debido a nuestras instrucciones expresas o gracias a la limitada capacidad de observación de las brigadas de limpieza que, cada tarde, como si se tratara de la línea defensiva de su equipo de rugby, tomaban por asalto esas habitaciones. Algunos dibujos especialmente buenos han sido, ay, detergenteados hace tiempo de los azulejos que hay junto a la bañera que, ante la aparente consternación de Field, mi padre usaba cada día.
Este subrayado y esta modificación de patrones fortuitos es, en un sentido amplio, uno de los elementos esenciales de la síntesis creativa de Nabokov. La observación fortuita, la anomalía psicológica, imaginada o conocida por datos ajenos, y posteriormente elaborada por la imaginación del artista, tuvo en él un desarrollo autónomo y armonioso a medida que el embrión de la obra se iba alejando de la imagen, de la noticia de prensa o de la ensoñación que había comenzado, tras el primer sobresalto, a desarrollar el proceso de multiplicación de sus células.
Al igual que algunas de las demás obras de Nabokov, El hechiceroes un análisis de la locura vista a través de los pensamientos del loco. Las aberraciones en general, tanto físicas como psicológicas, eran algunas de las diversas fuentes de materia prima que alimentaban la fantasía artística de Nabokov. La paidofilia criminal del protagonista —como la del posterior Humbert en una obra nueva que transcurre en un escenario diferente; como las ilusiones asesinas de Hermann en Desesperación;como las anomalías sexuales que son uno sólo de los elementos que forman parte de Pálido fuegoy otras obras; como la locura del maestro de ajedrez Luzhin [13] y la del músico Bachmann; [14] como las deformaciones del Duende de la Patata, [15] y la de los hermanos siameses de «El monstruo doble» [16] — no fue más que uno de los muchos temas seleccionados por Nabokov para utilizarlos en el proceso creador de la combinatoria narrativa.
Quizá lo que importe no sea en absoluto el dolor o la felicidad humanas, sino, más bien, el juego de luces y sombras sobre un cuerpo vivo, la armonía formada a partir de la reunión de cosas insignificantes... de un modo único e inimitable.
Esto es lo que escribe Nabokov en la frase que cierra su relato de 1925 titulado «El combate». [17] Esta temprana articulación, tan discreta como nulamente dogmática, de lo que seguiría siendo uno de los más duraderos aspectos de su actitud estética, está, sospecho, destinada a ser frecuentemente citada, y no siempre con su contexto.
«Quizá», la palabra con la que Nabokov introduce esta idea, matiza profundamente su aserto. Nabokov decidió analizar, desde el punto de vista del narrador, y no desde el de periodista, sociólogo o psicoanalista, los fenómenos que observaba a su alrededor a través de la lente refractaria del arte; al propio tiempo, su código para la creación literaria es tan preciso como la pureza científica de sus investigaciones lepidopterológicas. Pero el hecho de que subraye los «placeres combinatorios» que se pueden permitir los artistas, no significa en modo alguno que Nabokov sintiera indiferencia hacia los horrores de la tiranía, el asesinato y el abuso de los niños; hacia la tragedia de la injusticia social o individual; o hacia la desdicha de aquellos que han sido en cierto modo estafados por el Destino.
No es indispensable haber conocido personalmente a mi padre para entender todo esto; basta con haber leído sus libros con un mínimo de atención. Para Nabokov, que era un poeta, su vehículo preferido de expresión no era la declaración abstracta sino la experiencia concreta del arte. Sin embargo, si lo que se pretende es encontrar frases citables de su credo, el diálogo socrático en miniatura que aparece en el relato «El pasajero», de 1927, [18] permite asomarse a la esencia de su actitud ética. «La vida tiene más talento que nosotros —dice el primer personaje, un escritor—. ¿Cómo vamos a competir con esa diosa? Sus obras son intraducibies, indescriptibles.» Por esta razón:
No nos queda otro remedio que tratar sus creaciones de la misma manera que tratan los productores cinematográficos las novelas famosas, modificándolas hasta tal punto que luego resultan irreconocibles..., con el solo propósito de conseguir que la película sea entretenida y se vaya desplegando sin sobresaltos, y que castigue la virtud al principio y el pecado al final... con un desenlace inesperado pero que lo resuelva todo... Creemos que la representación de la Vida es excesivamente exagerada, excesivamente desigual, que su ingenio carece de la necesaria pulcritud. Para satisfacer a nuestros lectores tomamos de las enmarañadas novelas de la Vida nuestros propios y acicalados cuentecillos para colegiales. Permítame, de paso, impartirle la siguiente experiencia...
Al final del relato, el sabio crítico que es su interlocutor, contesta:
Hay en la vida muchas cosas casuales, y también muchas que son inusuales. La Palabra tiene el sublime derecho de hacer resaltar el azar y de convertir lo trascendental en algo que no es consecuencia de un accidente.
Pero la idea final del escritor expresa otras dos consideraciones diferentes aunque inseparables, la curiosidad artística y la compasión humanitaria:
Lo malo es que no llegué a enterarme, ni jamás llegaré a saber, por qué lloró el pasajero.
El lector sospecha, poco después de haber empezado El hechicero,que la historia no acabará bien, que el cínico y despreciable protagonista recibirá su merecido, y, por si hiciera falta una moraleja patente, basta con esta premonición. Sin embargo, aparte de que en cierto sentido es una historia de terror, también es desde otro punto de vista un relato de intriga: el Destino juega con el loco, frustrando unas veces sus propósitos, facilitándolos otras, o proporcionándole una espeluznante forma de escapatoria; a medida que se desarrollan los acontecimientos, no sabemos aún por qué lado vendrá el desastre, pero notamos cada vez más su inminencia.
El personaje es un soñador como los demás, aunque en este caso se trata de sueños especialmente viles. Por desagradable que nos resulte, no obstante, uno de los niveles más intensos de la narración es el de su introspección, tan objetiva en algunos momentos. Se podría incluso llegar al extremo de decir que la narración consiste en esa introspección; y, por medio de esta introspección llevada a cabo por parte de este protagonista básicamente malvado, Nabokov consigue transmitirnos la compasión, no sólo para con las víctimas, sino también, hasta cierto punto, para con el propio malvado. Cierto anhelo de honestidad brilla de vez en cuando en mitad del obsesivo cinismo del personaje, y provoca en él patéticos intentos de justificación; aunque las líneas fronterizas se disuelven bajo el ímpetu de sus impulsos, no puede dejar de reconocer efímeramente que es un monstruo. Y aunque la mujer con la que contrae matrimonio no sea más que un medio para conseguir un fin repulsivo, y la niña sólo un instrumento para su gratificación, también aparecen otros matices. El punto de vista adoptado por el texto —al igual que otros muchos aspectos de la historia— puede resultar a veces deliberadamente ambiguo, pero el propio loco no deja de comprender, en aturdidos momentos de lucidez, el lado patético tanto de la madre como de la hija. La piedad que le inspira aquélla se transparenta, por medio de una utilización diríase que invertida del ruso, a través de la misma repugnancia a la que tan a menudo se refiere él; y hay un conmovedor momento de piedad cuando la vemos, a través de los ojos del protagonista, como si estuviera preñada «de su propia muerte». En cuanto a la niña, cierto fragmento frágil y honrado del alma del personaje masculino quisiera sentirpor ella un auténtico amor paternal.
Aunque sea un mago maléfico, el hechicero vive parcialmente en un mundo hechizado. Y, tanto si está loco como si no lo está, se percibe a sí mismo, en cierto plano especial, poético, como un rey loco (pues, en cualquier caso, lo que sí sabe es que está loco), un rey que a veces nos recuerda a esos otros monarcas solitarios de Nabokov, relacionados temáticamente con éste; también es algo así como un lascivo rey Lear que viviera recluido, como los de los cuentos de hadas, junto al mar y junto a su «pequeña Cordelia», a quien, por un pasajero instante, imagina como una inocente hija a la que él ama inocentemente. Pero, como siempre, lo paternal se ensombrece enseguida para convertirse en infernal, y su parte de fiera le sumerge en una fantasía paidofílica tan intensa que sus consecuencias hacen que la mujer que ocupaba el mismo compartimiento del tren lo abandone para irse a otro.
En dolorosos momentos de introspección reconoce a la fiera y trata de vencerla por la sola fuerza de su voluntad. Unas imágenes ingeniosamente adecuadas se van repitiendo hasta formar un contrapunto de animalidad: la hiena en la higiene; los tentáculos onanísticos; la risa del lobo en lugar de la pretendida sonrisa; el relamerse los labios de sólo pensar en su presa indefensa y dormida; todo el leitmotiv del Lobo a punto de devorar a su Caperucita Roja, donde ni siquiera falta el horripilante eco final. Esta oscura fiera que guarda dentro de sí, esta bestia negra, tiene que ir siendo construida a través de las percepciones que implícitamente tiene el personaje de sí mismo, y, en sus momentos de racionalidad, es lo que más teme el Hechicero; así, sorprendiéndose a sí mismo en una sonrisa abstraída, postula, con una esperanza tan patética como débil, que «sólo los seres humanos son capaces de estar abstraídos» y que por lo tanto también él podría no ser al fin y al cabo sino humano.
Es notable la estratificación de la historia a través de sus imágenes de doble y triple fondo. Es cierto, en un sentido, que algunos pasajes delicados son más explícitos que en ninguna otra obra de Nabokov. Pero también hay momentos en los cuales la corriente subterránea de lo sexual no es más que la reluciente faceta de un símil o el momentáneo descarrilamiento de un tren de ideas que avanza en pos de un destino completamente diferente. Ya es sabido que, con frecuencia, en Nabokov aparecen múltiples niveles y sentidos. Pero el hilo que enhebra aquí es fino como la hoja de una navaja, y el virtuosismo se ejerce en la deliberada vaguedad de los elementos verbales y visuales cuya suma produce esta compleja e indefinible, pero absolutamente precisa, unidad de comunicación.
A veces el autor utiliza un tipo análogo de ambigüedad, cuyos fines y síntesis son de nuevo expresión exacta de un concepto complejo, para transmitir los pensamientos que concurren —y entran en conflicto — en el cerebro del protagonista. Como ejemplo límpido de aquello a lo que me estoy refiriendo, permítaseme citar un fragmento cuyas paradojas, a primera vista, desafían por igual al lector y al traductor, pero que, cuando se contemplan de modo que el principio de selectividad no cierre la aguja que da paso a ciertas vías de pensamiento que circulan paralelamente a la que al principio parece ser la vía principal, nos regalan con una totalidad cristalina cuyas dimensiones son mayores que la simple suma de las partes que la integran; la receptividad abierta que hace falta aquí, y que quizá supondría la derrota para textos más convencionales, es comparable a la que un oído sensible dedicaría a un contrapunto de Bach o a las texturas temáticas de Wagner, o a la que una mirada testaruda le impondría a un cerebro recalcitrante cuando su poseedor se da cuenta de que los mismos elementos de un dibujo engañoso pueden ser vistos como, por ejemplo, un mono mirando tristemente el exterior desde su lado de los barrotes de la jaula, y una pelota que rebota, lejos de todo alcance, por entre los reflejos del ocaso, en las repetitivas ondulaciones de un mar azul.
El protagonista, en lugar de enfrentarse a sus odiosas obligaciones nupciales, ha salido a rondar en plena noche. Ha considerado diversas posibilidades que le permitirían librarse de su recién adquirida, pero ya superflua, esposa, que se encuentra prometedoramente enferma, pero cuya existencia le aparta ,momento a momento, de la niña que desea. Se le ha ocurrido usar veneno, ha entrado, presumiblemente, en una farmacia, quizás haya llegado a comprarlo. A su regreso ve una línea de luz bajo la puerta de la «querida difunta», y se dice a sí mismo «Charlatanes... Habrá que atenerse a la versión original». Las ideas concurrentes podrían ser resumidas en esta lista:
Siente una decepción al ver que ella no se ha dormido.