El hechicero - Набоков Владимир Владимирович 2 стр.


A su izquierda estaba sentada una anciana, morena y enlutada, de frente enrojecida; a su derecha, una mujer de lacio pelo de un rubio deslucido se encontraba muy atareada con su labor de calceta. Mecánicamente, mientras su mirada seguía el revoloteo de los niños en el colorido reverbero, y pensaba de paso en otras cosas —el trabajo que le ocupaba en ese momento, la forma atractiva de su nuevo calzado—, vio por casualidad, junto al tacón de uno de sus zapatos, una gran moneda de níquel cuyo relieve estaba parcialmente borrado por el roce con la gravilla. La recogió. La mostachuda mujer de su izquierda no respondió a su lógica pregunta; la incolora de su derecha dijo:

Guárdesela. En días impares trae suerte.

¿Por qué solamente en días impares?

Eso dice la gente en mi tierra, en...

Nombró un pueblo en el que él había admirado antaño la ornamentada arquitectura de una diminuta iglesia negra.

—Vivimos al otro lado del río. Hay muchos huertos en toda la ladera, es un sitio encantador, sin polvo ni ruido...

Una charlatana, pensó él; parece que tendré que irme.

Y en este momento se alza el telón.

Una niña de doce años (sus cálculos jamás fallaban), vestida de violeta, caminaba rápida y firmemente sobre unos patines que, más que deslizarse por la gravilla, la machacaban a medida que ella iba alzándolos y dejándolos caer con pasitos japoneses, que la dirigían hacia su banco a través del variable azar del sol. Subsecuentemente (y hasta el final de todo lo que siguió), le pareció que desde el principio, a partir de aquel momento mismo, había sabido valorar a la niña de pies a cabeza: la viveza de sus rizos rojizos (recientemente cortados); el brillo de sus grandes y ligeramente vacuos ojos, que, sin saber por qué, le recordaron la piel translúcida de la grosella; su tez alegre y cálida; sus labios rosados, ligeramente entreabiertos, por donde asomaban un par de grandes incisivos apoyados apenas en la protuberancia del labio inferior; el color veraniego de sus brazos desnudos, con brillante vello rojizo en los antebrazos; la apenas insinuada blandura de su todavía estrecho pero ya no completamente plano pecho; la oscilación de los pliegues de su falda con sus concavidades sucintas y suaves; la delgadez y el brillo de sus desaseadas piernas; las toscas correas de los patines.

La niña se detuvo delante de su gárrula vecina, que se giró para revolver en el interior de algo que tenía a la derecha, y sacó luego una rebanada de pan con un pedazo de chocolate encima, y se lo dio a la niña. Ésta, mientras masticaba rápidamente, utilizó la mano que le quedaba libre para desabrocharse las correas y desprenderse de toda la pesada masa de suelas de acero y salidas ruedas. Luego, volviendo a la tierra en la que habitamos todos, se enderezó con una instantánea sensación de celestial descalzamiento, no reconocible inmediatamente como producto de la ausencia de los patines bajo los zapatos, y se fue, caminando a pasos alternativamente vacilantes y decididos, hasta que al final (debido probablemente a que se había terminado el pan), salió corriendo a toda velocidad, balanceando sus liberados brazos, apareciendo y desapareciendo de su vista, confundida con un fraternal juego de luces bajo el violeta y verde de los árboles.

Su hija —observó él insensatamente— ya es toda una moza.

Oh, no... No somos parientes —dijo la calcetera—. No tengo hijos, y no lo lamento.

La anciana de luto rompió a sollozar, y se fue. La calcetera la miró y siguió tejiendo intermitentemente, con veloces movimientos relampagueantes, y arreglando a veces la cola que arrastraba su feto de lana. ¿Valía la pena seguir la conversación?

Las chapas del talón de los patines relucían al pie del banco, y las morenas correas le miraban a los ojos. Esa mirada era la mirada de la vida. Su desesperación se había redoblado. Añadido a todas sus antiguas pero todavía vivísimas desesperaciones, un nuevo y especial monstruo se había presentado ahora... No, no debía quedarse. Inclinó su sombrero («Hasta luego», respondió en tono amistoso la calcetera) y cruzó la plaza. Aunque sabía que había actuado de acuerdo con el instinto de conservación, cierto secreto vendaval seguía empujándole de costado, y su curso, concebido originalmente como una travesía en línea recta, se desvió a la derecha, hacia los árboles. Aunque sabía por experiencia que una nueva ojeada no haría más que exacerbar sus imposibles ansias, completó su giro hacia la sombra iridiscente, buscando furtivamente con la mirada una mancha violeta entre los demás colores.

En el paseo asfaltado se oía el ensordecedor estruendo de los patines. Un grupo jugaba en el bordillo a la pata coja. Y allí, esperando su turno, con un pie extendido hacia un lado, los llameantes brazos cruzados sobre el pecho, inclinada aquella vaporosa cabeza de la que emanaba un vivo fulgor castaño, y desprendiéndose, poco a poco, desprendiéndose de la capa de violeta que se volatilizaba en cenizas bajo la terrible e inadvertida mirada del caballero... Jamás hasta entonces, no obstante, se había visto la causa subordinada de su espantable vida complementada por la principal, y siguió su camino apretando los dientes, sofocando sus exclamaciones y sus gemidos, y luego dirigió una pasajera sonrisa a un crío que apenas si sabía caminar, y que se le había metido entre las dos hojas de tijera que eran sus piernas.

«Sonrisa abstraída —pensó patéticamente—. De todos modos, sólo los seres humanosson capaces de abstraerse.»

Cuando amaneció dejó soñolientamente su libro a un lado como si fuese un pez muerto que dobla su aleta, y comenzó de repente a censurarse a sí mismo: por qué, se preguntó, sucumbiste al abatimiento de la desesperación, por qué no intentaste entablar una conversación, y luego trabar amistad con esa calcetera, la mujer del chocolate, institutriz o lo que fuera; e imaginó a un jovial caballero (que, de momento, sólo se le parecía por sus órganos internos) que por este procedimiento —y gracias a esa misma jovialidad—, propiciaba la ocasión de sentar a ay-qué-traviesa-eres en sus rodillas. Sabía que no era una persona muy sociable, pero también que era un hombre de recursos, persistente, y capaz de resultarle simpático a cualquiera; más de una vez, en otros territorios de su vida, había tenido que improvisar un tono o que emplearse tenazmente y a fondo, sin dejarse desanimar por el hecho de que su objetivo inmediato no estuviera, en el mejor de los casos, más que indirectamente relacionado con su meta más remota. Pero cuando la meta te ciega, te asfixia, te abrasa la garganta, cuando la saludable vergüenza y la enfermiza cobardía analizan cada uno de tus pasos...

La niña cruzaba ruidosamente el asfalto en medio de las demás, correctamente inclinada hacia adelante y haciendo oscilar rítmicamente sus relajados brazos, deslizándose veloz y confiada. Trazó con destreza una curva, y el aleteo de la falda le dejó el muslo al desnudo. Luego se le pegó tanto el vestido al cuerpo que llegó a perfilar una pequeña hendidura en su espalda cuando, con un casi imperceptible movimiento ondulatorio de sus pantorrillas, comenzó a patinar lentamente hacia atrás. ¿Era concupiscencia este tormento que experimentaba mientras la estaba consumiendo con los ojos, maravillado por el sonrojo de su cara y la compacta perfección de cada uno de sus movimientos (especialmente cuando, tras quedarse un instante en congelada inmovilidad, la niña se lanzó de nuevo a la carrera impulsada por el veloz vaivén de sus rodillas)? ¿O era más bien la angustia que siempre acompañaba sus desesperadas ansias de extraer alguna cosa de la belleza, de retenerla un instante, de hacer algo con ella, fuera lo que fuese, a condición de que hubiese algún tipo de contacto, de que algo, fuera como fuese, apagara esas ansias? ¿Por qué devanarse los sesos tratando de descifrar este enigma? La niña comenzaría a correr otra vez y desaparecería, y mañana aparecería otra, como un destello, y así transcurriría su vida, en una sucesión de desapariciones.

¿O sería de otro modo? Vio a la misma mujer haciendo calceta en el mismo banco y, tomando nota de la circunstancia, en lugar de una caballerosa sonrisa le dirigió una mirada maliciosa, dejó asomar bajo su labio azulado un brillante colmillo, y se sentó. No duró mucho tiempo su perturbación ni tampoco el temblor de sus manos. Trabaron una conversación que, por sí misma, le produjo a él una extraña satisfacción; se desvaneció el peso que notaba en el pecho, y comenzó a sentirse casi contento. La niña apareció, caminando pesadamente con sus patines sobre la gravilla, igual que el día anterior. Sus ojos gris claro se posaron en los de él durante un momento, a pesar de que quien hablaba no era él sino la calcetera, y, tras haberle aceptado, se volvió despreocupadamente hacia otro lado. Momentos más tarde estaba sentada al lado de él, agarrada al borde del banco con sus manos rosadas de abultados nudillos, y de repente una vena se movió bajo su piel, y luego se formó un profundo hoyuelo junto a su muñeca sin que se movieran sus hombros, encorvados por la posición, mientras sus pupilas dilatadas seguían la pelota que corría por la gravilla. Al igual que el día anterior, su vecina, tendiendo la mano por delante de él, le pasó un bocadillo a la niña, que, mientras comía, estuvo haciendo entrechocar suavemente sus peladas rodillas.

—...su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos —estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de rizos castaño rojizos que tenía a su izquierda se había inclinado silenciosamente para aproximarse a su mano.

Se le han perdido las manecillas del reloj —dijo la niña.

No —contestó él, carraspeando un poco—. Es así. Se trata de una rareza.

Extendiendo el brazo izquierdo (sostenía el bocadillo con la mano derecha), la niña le cogió la muñeca y examinó la vacía esfera sin centro bajo la cual estaban colocadas las manecillas, de las que sólo asomaban las puntas, apenas un par de gotas negras entre cifras plateadas. Una hoja marchita tembló primero en el pelo de la niña, luego junto a su cuello y cerca de la delicada protuberancia de una vértebra, y durante el posterior insomnio el caballero estuvo apartando de un golpecito el fantasma de esa hoja, cogiéndolo y apartándolo, con dos dedos, con tres, y luego con los cinco.

Al día siguiente, y durante los días posteriores, se sentó en el mismo sitio, haciendo una imitación bastante amateur pero hasta soportable del personaje del solitario: a la hora de siempre, en el lugar de siempre. Todo aquello, la llegada de la niña, su respiración, sus piernas, su cabello, lo que hacía, tanto si se rascaba el mentón y dejaba en él unas marcas blancas, como si lanzaba hacia lo alto una pelotita negra o si le rozaba con el codo desnudo en el momento de sentarse en el banco (mientras él fingía permanecer concentrado en una agradable conversación), le provocaba la insufrible sensación de estar manteniendo con ella una comunión sanguínea, epidérmica, multivascular, como si la monstruosa bisectriz que aspiraba todos los jugos de las profundidades de su ser se extendiese hacia ella, con la palpitación de una línea de puntos, como si esta niña estuviera creciéndole a él, como si, con cada uno de sus despreocupados movimientos, ella tironease y diera fuertes sacudidas a las raíces vitales implantadas en las tripas de su propio ser, de modo que, cuando la niña cambiaba bruscamente de posición o salía corriendo, él notaba un desgarramiento, un bárbaro desgaje, una momentánea pérdida de equilibrio: de repente te encuentras como si estuvieran arrastrándote de espaldas por el suelo, golpeándote la nuca, llevado así a un lugar en donde te van a colgar de tus propias tripas. Y entretanto él iba escuchando, sonriendo, asintiendo tranquilamente con la cabeza, tirando de la pernera del pantalón para liberar la rodilla, haciendo dibujitos en la gravilla con la contera de su bastón, y diciendo «¿En serio?» o «Sí, ya se sabe, son cosas que pasan...», pero enterándose de lo que le decía su vecina solamente cuando la niña no estaba cerca. Gracias a esta parlanchina mujer supo que entre ella y la madre de la niña, una viuda de cuarenta y dos años, existía una amistad que comenzó cinco años atrás (el honor de su propio esposo había sido salvado por el que fuera marido de la viuda); que la pasada primavera, tras una larga enfermedad, la viuda había sido sometida a una importante operación intestinal; que, debido a que había perdido hacía mucho tiempo a todos sus parientes, se había aferrado pronta y tenazmente al ofrecimiento de la pareja, que invitó a la niña a vivir con ellos en su ciudad provinciana; y que ahora ellos habían traído aquí a la pequeña para que viera a su madre, aprovechando la circunstancia de que el esposo de la gárrula señora tenía que atender algún complicado asunto en la capital, pero que pronto llegaría el momento de regresar a casa..., cuanto antes mejor, pues la presencia de la niña no hacía otra cosa que irritar a la viuda, una persona de honestidad a toda prueba, pero que últimamente se mostraba un tanto egoísta.

—Por cierto, ¿verdad que ha mencionado usted que esa dama tiene intención de vender no sé qué muebles?

Esta pregunta (con su continuación) la había preparado el caballero durante la noche, articulándola sotto voce en el silencio ritmado por el tic tac; tras haber logrado convencerse a sí mismo de que sonaba natural, se la repitió al día siguiente a su nueva amiga. Ella contestó afirmativamente y le dijo sin rodeos que no sería inoportuno que la viuda ganase un poco de dinero; su tratamiento médico era, y seguiría siéndolo, muy caro, sus recursos muy limitados, y, aunque se empeñaba en pagar la manutención de su hija, lo hacía de forma tan esporádica —y nosotros tampoco somos ricos— que, en una palabra, parecía como si la deuda de honor, desde el punto de vista de la viuda, ya estuviera saldada.

—De hecho —prosiguió él sin perder ni un segundo—, a mí me convendría adquirir algunos muebles. ¿Cree usted que sería correcto, que no parecería inadecuado que...?

Se había olvidado del resto de la frase pero improvisó con notable agudeza, pues comenzaba a sentirse a gusto practicando el estilo artificial del todavía incompletamente comprensible y complejo sueño en el que ya estaba tan confusa pero tan firmemente atrapado que, por ejemplo, ya no sabía qué era esto, ni de quién: su pierna o el tentáculo de un pulpo.

Ella pareció encantadísima, y se ofreció a llevarle allí en aquel mismo momento, si le iba bien a él: el apartamento de la viuda, en donde también se alojaban ella y su marido, no estaba lejos, justo al otro lado del puente del ferrocarril eléctrico.

Partieron. La niña caminaba delante, haciendo balancear enérgicamente una bolsa de lona por el extremo de una cuerda, y todo en ella era ya, para los ojos de él, aterradora e insaciablemente familiar: la curva de su estrecha espalda, la elasticidad de los dos pequeños músculos redondos situados más abajo, la forma exacta en que los cuadros de su vestido (el otro, el marrón) se estrechaban cuando ella alzaba un brazo, los delicados tobillos, los talones bastante altos. Era quizá un poco introvertida, más animada de movimientos que de conversación, ni tímida ni atrevida, con un alma que parecía estar siempre sumergida, pero en una humedad radiante. Opalescente en superficie pero translúcida en su más íntimo ser, deben de gustarle los dulces, y los perritos, y los trucos inocentes de los noticiarios cinematográficos. A las niñas de piel cálida y pelo rojizo y labios entreabiertos como ella suele venirles la regla muy pronto, y para ellas eso acostumbra a ser algo más que un juego, algo más que dedicarse a limpiar una cocina de juguete... Y la suya no había sido una infancia muy feliz, sino la de una huérfana de padre; la amabilidad de esta severa mujer no era como un chocolate con leche, sino más bien amargo; un hogar sin caricias, orden estricto, síntomas de fatiga, un favor hecho a una amiga que poco a poco empieza a ser una carga pesada... Y por todo esto, por el fulgor de sus mejillas, los doce pares de finas costillas, el vello de su espalda, su alma menuda, esa voz ligeramente ronca, los patines y el día gris, la secreta idea que debió de cruzar su mente mientras se asomaba al puente para mirar una cosa que le resultaba desconocida... Por todo esto él hubiera dado un saco lleno de rubíes, un balde lleno de sangre, todo lo que le pidieran...

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