El hechicero - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


Se encontraron frente al edificio con un hombre sin afeitar y provisto de un maletín, un hombre tan descarado y tan gris como su esposa, de modo que entraron los cuatro a la vez, ruidosamente. El caballero esperaba encontrarse con una mujer enferma, emaciada, sentada en una butaca, pero salió a recibirle una dama alta, pálida y de anchas caderas, con una verruga sin pelo junto a una de las aletas de su bulbosa nariz: una de esas caras acerca de cuyos ojos o labios no consigues, cuando intentas describirlas, decir nada porque cualquier mención de esos rasgos —incluso ésta— sería una contradicción involuntaria de su absoluta inexistencia.

En cuanto averiguó que el desconocido era un comprador en potencia le condujo sin perder un instante hacia el comedor, explicándole, mientras caminaba con paso lento y cojeando ligeramente, que no necesitaba un piso de cuatro habitaciones, que en invierno pensaba mudarse a otro de dos, y que le encantaría desembarazarse de aquella mesa extensible, de las sillas sobrantes, del sofá de la salita (que había servido de cama para sus visitas), de una gran étagére,y de un pequeño baúl. Él dijo que le gustaría ver esto último, que resultó estar en la habitación que ocupaba la niña, a la que encontraron tendida en la cama, mirando al techo, acunando al unísono las rodillas, dobladas y entrelazadas por ambos brazos.

—¡Baja de la cama! ¿Se puede saber qué significa esto?

Ocultando apresuradamente la suave piel de su trasero y la diminuta cuña de sus tensas braguitas, la niña rodó al suelo (Ah, ¡cuántas libertades le toleraría yo!, pensó él).

Dijo que compraría el baúl —era un precio ridículo a cambio de haber conseguido el acceso a la casa— y posiblemente alguna otra cosa, pero tenía que decidir cuál o cuáles. Si a ella no le parecía mal, pasaría de nuevo a echar una ojeada dentro de un par de días y haría que se lo llevaran todo de una vez, y ésta, por cierto, era su tarjeta.

Cuando le acompañó a la puerta, ella mencionó, sin sonreír (era evidente que no sonreía casi nunca) pero de forma cordial, que su amiga y su hija ya le habían hablado de él, y que el esposo de su amiga estaba incluso un poco celoso.

Faltaría más —dijo este último, asomándose al vestíbulo—. Me encantaría regalarle mi media naranja al primero que se muestre dispuesto a cargar con ella.

Pues vigila —dijo su esposa, saliendo de la misma habitación que él—. ¡Cualquier día podrías arrepentirte de tus palabras!

De acuerdo, será bienvenido el día que usted quiera —dijo la viuda—. Estoy siempre en casa, y quizá le interese la lámpara, o la colección de pipas: son magníficas, y me apena tener que separarme de todo eso, pero así es la vida.

«¿Y ahora qué?», pensó el caballero mientras regresaba a su casa. Hasta este momento había tocado de oído, casi irreflexivamente, siguiendo los dictados de una intuición ciega, como el jugador de ajedrez que penetra y acomete al contrario en cuanto la posición de éste parece vacilante o acorralada. Pero, ¿y ahora qué? Pasado mañana se llevan a mi pequeña, lo cual descarta toda clase de beneficio directo a partir de mi conocimiento de la madre... Pero regresará, y quizá hasta podría quedarse a vivir definitivamente aquí, y para entonces seré un invitado muy bien recibido... Pero si a esa mujer le queda menos de un año de vida (según los indicios que me han dado), todo se irá al traste... Debo decir que no me parece especialmente decrépita, pero, si se viese obligada a guardar cama, se desmoronarían tanto el escenario como las circunstancias de una amistad potencialmente jovial, y luego, cuando muriese, todo se habría terminado: ¿cómo podría encontrar entonces a su hija, con qué pretexto? No obstante, su instinto le decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso contra el rincón más débil del tablero.

En consecuencia, a la mañana siguiente se encaminó al parque cargado con una atractiva caja de marrons glacésy violetas de azúcar como regalo de despedida para la niña. Su razón le decía que esto era un tópico de lo más tonto, que había elegido un mal momento para reclamar su atención, aunque quien lo hiciera fuese un excéntrico desinhibido, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ahora —acertadamente— apenas si le había hecho caso (hacía tiempo que era un maestro en el arte de disimular relámpagos), se había abstenido de parecerse a uno de esos clásicos viejos pútridos que siempre llevan encima unos caramelos para engatusar a las chiquillas, de modo que a pesar de todo se fue para allí con su regalo, siguiendo un secreto impulso más exacto que la razón.

Pasó una hora entera en el banco, pero no llegaron. Debían de haber partido un día antes de lo previsto. Y a pesar de que un encuentro más con ella no habría en modo alguno aliviado la opresión que había estado acumulándose en su pecho durante la última semana, sufrió la misma mortificación abrasadora que un amante traicionado.

Sin dejar de seguir ignorando la voz de la razón, que le decía que estaba equivocándose otra vez, corrió a casa de la viuda y compró la lámpara. Cuando se fijó en la respiración extrañamente jadeante del caballero la mujer le invitó a sentarse y le ofreció un cigarrillo. Mientras buscaba su encendedor, el caballero tropezó con la caja rectangular y, como el personaje de un libro, dijo:

—Quizás le parezca extraño, ya que hace muy poco tiempo que nos conocemos, pero permítame de todos modos ofrecerle esta fruslería, unos dulces, creo que son bastante buenos. Me sentiría muy honrado si los aceptara.

Ella sonrió por primera vez —en apariencia se sentía más adulada que sorprendida—, y le explicó que le estaban vedadas todas las cosas dulces que ofrecía la vida y que se los daría a su hija.

Oh, creía que ya se habían...

No, mañana por la mañana —continuó la viuda, jugueteando, no sin pesar, con la cinta dorada—. Mi amiga, que la malcría horriblemente, se la ha llevado hoy a una exposición de artesanía.

Suspiró y, remilgadamente, como si fuese un objeto muy frágil, dejó el obsequio en una mesita cercana, mientras su exquisito y encantador invitado le preguntaba qué cosas podía tomar y cuáles no, y escuchaba luego la epopeya de su enfermedad, comentaba las variantes, e interpretaba con notable agudeza las más recientes distorsiones del texto.

A partir de la tercera visita (se dejó caer por allí para comunicarle que el camión de mudanzas no podría pasar antes del viernes) tomó el té con ella y le informó a su vez acerca de sí mismo y de su elegante y límpida profesión. Resultó que tenían un conocido en común, el hermano de un abogado que había muerto el mismo año que el esposo de ella. De forma objetiva y sin remordimientos insinceros la viuda habló de su marido, acerca de quien él ya conocía algunas cosas: fue un bon vivant yun experto en asuntos notariales; se llevaba bien con su esposa, pero había hecho los mayores esfuerzos por permanecer en casa lo menos posible.

El jueves compró el sofá y las dos sillas, y el sábado pasó a recogerla, según lo acordado, para llevarla a dar un tranquilo paseo por el parque. Sin embargo, ella se encontraba muy mal, estaba en la cama con una bolsa de agua caliente, y le habló, a través de la puerta cerrada, con una entonación salmódica. El le pidió a la tenebrosa vieja que aparecía periódicamente por la casa para cocinar y cuidarla que le informase en tal número de teléfono acerca de cómo había pasado la noche la paciente.

De este modo transcurrieron unas cuantas y ajetreadas semanas más, semanas de susurros, exploraciones, persecuciones, intensas reorganizaciones de aquella otra soledad tan manejable. Ahora avanzaba hacia un objetivo concreto, pues, desde el momento en el que le ofreció los dulces, comprendió de repente cuál era el lejano destino que parecía señalarle silenciosamente cierto extraño dedo sin uña (abocetado en un muro), y dónde se hallaba el verdadero escondrijo de aquella oportunidad tan auténtica como cegadora. El camino era tan escasamente atractivo como carente de dificultades, y la visión de aquella carta semanal a Mamá, escrita con una letra todavía vacilante y retozona, abandonada con descuido inexplicable en un sitio cualquiera, bastó para poner fin a toda clase de dudas.

Pudo averiguar gracias a otras fuentes que la madre había hecho sus comprobaciones acerca de él, con resultados que sólo podían haberle parecido satisfactorios, y entre los que ocupaba un lugar no desdeñable cierta generosa cuenta bancaria. Por el modo en que ella le enseñó, bajando reverencialmente la voz, antiguas y rígidas instantáneas que mostraban, en diversas poses más o menos aduladoras, a una jovencita con zapatos de tacón, rostro redondo y agradable, bello y rotundo pecho, y el cabello peinado hacia atrás desde la misma frente (también estaban las fotos de la boda, en todas las cuales salía el novio, con una expresión siempre felizmente sorprendida y unos ojos rasgados cuya inclinación le resultaba vagamente familiar), dedujo que la viuda estaba volviendo subrepticiamente el deslucido espejo del pasado hacia diversos rincones, en busca de algo que pudiera, aun ahora, conferirle el derecho a reclamar la atención masculina, y debió de decidir que la aguda vista de un tasador de facetas y reflejos sería sin duda capaz de discernir las huellas de sus pasados encantos (que, por cierto, ella había exagerado), unas huellas que resultarían más visibles incluso después de esta retrospectiva de la recién casada.

A la taza de té que le sirvió, echó la viuda un delicado terrón de confidencialidad; y consiguió insuflar tales dosis de romanticismo a sus detalladísimos informes sobre sus diversas indisposiciones que apenas si pudo él resistirse a formularle cierta grosera pregunta; y a veces ella hacía una pausa, aparentemente abstraída en sus pensamientos, y luego reanudaba la conversación con una interrogación tardía, reaccionando así a las palabras cautas, de puntillas, que él había pronunciado.

Él se sentía a la vez compadecido y repelido pero, como comprendía que la materia prima, aparte de su función específica, carecía de todo valor, se limitó a desempeñar tercamente su pesado papel, el cual exigía por lo demás tal concentración, que los aspectos físicos de esta mujer se disolvieron y desaparecieron (si se hubiese cruzado con ella por la calle en otro barrio de la ciudad no la habría reconocido), y su lugar fue ocupado fortuitamente por los protocolarios rasgos afectados de la novia abstracta de las instantáneas, tan conocidos ahora que habían acabado perdiendo todo significado (de modo que, al final, resultó que los patéticos cálculos de la viuda consiguieron su propósito).

El asunto funcionó a las mil maravillas y, una tarde lluviosa de finales de otoño, después de que ella escuchara —impasiblemente, sin ofrecer ni una sola vez sus consejos femeninos— sus vagas quejas acerca de los anhelos de un soltero que contempla con envidia el smoking y el aura neblinosa de la boda de otro, y piensa entonces sin proponérselo en la solitaria tumba que le aguarda al final de su solitario camino, el caballero terminó diciendo que había llegado el momento de llamar a los embaladores. Entretanto, sin embargo, soltó un suspiro y cambió de tema, y, un día después, qué sorpresa no se llevaría ella cuando el silencioso té para dos (él se había acercado un par de veces a la ventana, como si estuviera meditando alguna cosa) fue interrumpido por el potente timbrazo del transportista de muebles. Y así regresaron a casa las dos sillas, el sofá, la lámpara, y el baúl, como cuando, al tratar de resolver un problema de matemáticas, empezamos por dejar cierta cifra al margen para trabajar con mayor libertad, para después volver a insertarla en la matriz de la solución.

—No lo entiende usted. Esto significa solamente que la propiedad de las pertenencias de un matrimonio es compartida. En otras palabras, le ofrezco a la vez lo que esconde la manga y el as de corazones en carne y hueso.

Mientras, los dos obreros que habían devuelto los muebles andaban ruidosamente atareados no lejos de la salita, y ella se retiró castamente a una habitación contigua.

—¿Sabe qué? —dijo ella—. Váyase a casa y duerma largo y tendido.

Él intentó, con una risilla en sus labios, tomarle la mano entre las suyas, pero ella la escondió detrás de su espalda, y repitió resueltamente que todo aquello era absurdo.

Muy bien —replicó él, sacándose del bolsillo un poco de suelto y preparando la propina— . Muy bien, me iré, pero, si decide usted aceptar, tenga la amabilidad de comunicármelo. De lo contrario no se tome ninguna molestia: la libraré para siempre de mi presencia.

Espere un momento. Deje que antes se vayan. Elige usted los momentos más inoportunos para tratar de asuntos como éste.

Momentos después, tras haberse dejado caer pesada y remilgadamente en el recién recobrado sofá (mientras él se instalaba a su lado, sentándose encima de su pierna doblada y cogiendo los cordones del zapato que asomaban por debajo), ella añadió:

—Y ahora discutamos racionalmente la cuestión. En primer lugar, amigo mío, como ya sabe, soy una mujer enferma, gravemente enferma. Hace ya un par de años que mi vida ha tenido que estar rodeada de constantes atenciones médicas. La operación que me hicieron el veinticinco de abril fue, casi con absoluta seguridad, la penúltima; dicho en otras palabras, la próxima vez me llevarán directamente del quirófano al cementerio. No, no, nada de quitarle importancia a lo que le estoy diciendo. Demos incluso por supuesto que duro unos cuantos años más, ¿cambiarían mucho las cosas? Estoy condenada a sufrir hasta el día de mi muerte todos los tormentos de una dieta infernal, y tengo toda mi atención centrada en mi estómago y mis nervios. Todo esto me ha estropeado el humor hasta extremos irrecuperables. Hubo tiempos en los que me reía sin parar... Pero siempre me he quejado de todo el mundo, y ahora me quejo de todo: de los objetos materiales, del perro de mis vecinos, de cada minuto de mi existencia, que no me sirve para lo que yo querría. Ya sabe usted que estuve casada siete años. No recuerdo ningún momento que fuese especialmente feliz. Soy una mala madre, pero ya me he aceptado así, y sé que mi muerte se adelantaría si rondase por aquí una niña traviesa, pero al mismo tiempo siento una necia y dolorosa envidia de sus musculosas piernecitas, de su sonrosada tez, de su buena digestión. Soy pobre: sólo puedo dedicar la mitad de mi pensión a la enfermedad; la otra la gasto en deudas. Aun suponiendo que tuviese usted el tipo de carácter y sensibilidad..., oh, en una palabra, los diversos rasgos que podrían hacer de usted el marido que me conviene a mí, ya ve que subrayo «a mí», ¿qué clase de vida le daría una esposa así? Por muy joven que me sienta espiritualmente, y aunque no sea del todo monstruosa a los ojos de los demás, ¿no cree que acabaría hartándose de tener que cuidar permanentemente de una persona tan quisquillosa como yo, de no contradecirla nunca jamás, de respetar sus costumbres y excentricidades, su ayuno, y también todas las demás normas que rigen su vida? Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¡Para encontrarse, a lo peor dentro de unos seis meses, viudo y cargando con la hija de otro!

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