El hechicero - Набоков Владимир Владимирович 5 стр.


Ahora rondaba bajo la estremecedora indigencia de la noche de noviembre, por entre la niebla de unas calles que, desde los tiempos del Diluvio, han quedado inmersas en un estado de humedad permanente. Tratando de distraerse, se concentró en su contabilidad, sus prismas, su profesión, magnificando artificialmente la importancia que todo aquello tenía en su vida, pero enseguida se le disolvían estos pensamientos en el puré flotante, en el febril frío de la noche, en el dolor de las luces ondulantes. Sin embargo, debido precisamente a que cualquier clase de felicidad quedaba descartada por ahora, comenzó a ver otra cosa con la más absoluta claridad. Midió con exactitud la distancia que había recorrido, evaluó la total inestabilidad y espectralidad de sus cálculos, toda esta locura tranquila en la que se había metido, el evidente error de su obsesión, que sólo fluía libre y auténtica en los estrechos confines de la fantasía pero que ahora se había desviado y ya se encontraba lejos de esa otra forma, la única legítima, para embarcarse (con la patética diligencia del chiflado, del tullido, del niño obtuso... ¡Sí, de un momento a otro le regañarían, le darían unos buenos azotes!) en planes y actos que se hallaban situados en otro plano, el de la vida adulta, material. ¡Y aún estaba a tiempo de salir de allí! Huir de inmediato, remitirle luego una carta urgente a esa persona, explicarle en ella que era absolutamente incapaz de toda cohabitación (cualquier razón serviría), que sólo cierto sentimiento de excéntrica compasión (desarrollar este tema) le había conducido a aceptar el compromiso de darle su apoyo, y que ahora, una vez legitimado para siempre tal compromiso (ser más concreto), había decidido retirarse de nuevo a su oscuridad de cuento de hadas.

«Por otro lado —continuó mentalmente, creyendo que seguía desarrollando el mismo y sobrio razonamiento (y sin haberse dado cuenta de que un proscrito ser de pies descalzos se le había colado por la puerta trasera)—, qué sencillo sería todo si mamá muriese mañana mismo. Pero no, no tiene ninguna prisa, le ha hincado los dientes a la vida y resistirá, así colgada, ¿y qué podría yo ganar si se tomase todo el tiempo del mundo para morir, y quien acudiera a su funeral fuese una mírame-y-no-me-toques de dieciséis años, o una desconocida de veinte? Qué sencillo sería todo —reflexionó, haciendo una pausa, muy apropiada, a la luz del escaparate de una farmacia— si tuviera algún veneno a mano... La verdad, no necesitaría una cantidad muy grande. ¡Si una simple taza de chocolate es para ella tan mortal como la estricnina! Pero el envenenador deja la ceniza de su pitillo en el ascensor... Además, seguro que, de pura costumbre, la abrirían de arriba abajo.» Y aunque rivalizaran entre sí la razón y la conciencia (incitándole por turnos), para afirmar que, en cualquier caso, aunque encontrase un veneno ilocalizable, no era capaz de cometer un asesinato (a no ser, quizá, que el veneno fuera completa, absolutamente ilocalizable, y aun en ese caso —en esa hipótesis extrema— con el único fin de abreviar los tormentos de una esposa que, de todos modos, ya estaba condenada), dio rienda suelta al desarrollo teórico de cierto imposible plan, mientras su mirada ausente tropezaba con diversos frascos impecablemente empaquetados, y luego con la maqueta de un hígado, con un despliegue panóptico de jaboncillos, con las sonrisas recíprocas y de color espléndidamente coralino de un par de cabezas, masculina y femenina, mirándose con expresión agradecida. Después entrecerró los ojos, carraspeó, y, al cabo de un momento de vacilación, entró en la farmacia.

Cuando regresó a casa el apartamento estaba a oscuras; un rayo de esperanza le dijo que quizá ella ya se hubiese dormido, mas, ay, la puerta de su dormitorio estaba subrayada con precisión de regla por una finísima línea de luz.

«Charlatanes... —pensó con una sombría contorsión—. Habrá que atenerse a la versión original. Le daré las buenas noches a la querida difunta e iré a acostarme.» (Pero, ¿y mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Y todos los días que vendrán después?)

A mitad, sin embargo, de los discursos de despedida acerca de su jaqueca que pronunció al lado del exuberante cabezal de la cama, las cosas, repentina, inesperada y espontáneamente, dieron un giro muy cerrado y la identidad de aquella persona se desvaneció, de modo que, consumados los hechos, se encontró, considerablemente asombrado, con el cadáver de la milagrosamente derrotada giganta y se quedó mirando la faja de muaré que ocultaba casi completamente su cicatriz.

En la última época ella se había encontrado tolerablemente bien (la única queja que todavía la atormentaba eran los eructos), pero, durante los primeros días de su matrimonio, reaparecieron calladamente los dolores que había conocido el invierno anterior. De forma no exenta de poesía, ella formuló la hipótesis de que el enorme y malhumorado órgano que, por así decirlo, se había adormilado «como un perro viejo» en medio de todos aquellos cuidados incesantes, sentía ahora celos de su corazón, el rival recién llegado que, por otra parte, «no había recibido más que una sola caricia». Sea como fuere, se pasó un mes largo en cama, con el oído muy atento a este alboroto interior, a los intentos de escarbar y a los cautos hociqueos; después se calmó el ambiente, llegó incluso a levantarse de la cama, hojeó las cartas de su primer marido, quemó algunas de ellas, y separó unas cuantas cosillas antiquísimas: un dedal de niña; un monedero de malla que había pertenecido a su madre; otra cosa que era un objeto delgado, dorado, fluido como el tiempo. Cuando llegaron las Navidades se puso enferma otra vez, y la proyectada visita de su hija quedó en nada.

Él se mostraba indefectiblemente atento. Emitió murmullos consoladores y aceptó las torpes caricias con disimulado odio cuando, en una ocasión, trató aquella persona de explicarle, haciendo vanos esfuerzos por sonreír, que no era ella sino éste(un dedito señaló su vientre) el responsable de su separación nocturna, y lo dijo de un modo que parecía que estuviese embarazada (una falsa preñez, la preñez de su propia muerte). Siempre ecuánime, siempre controlado, mantuvo él ese tono de calma que adoptó desde el principio, y ella se mostró agradecida por todo, por la anticuada galantería con la que la trataba; por su educado empeño en no apearle el tratamiento, lo cual, según ella, proporcionaba una dimensión de dignidad a la ternura; por su modo de satisfacer sus caprichos; por la nueva radiogramola; por la dócil aquiescencia con la que estuvo él dispuesto a cambiar dos veces las enfermeras contratadas para atenderla las veinticuatro horas del día.

Si se trataba de recados sin importancia, ella le permitía desaparecer de su vista para ir, como muy lejos, a la habitación de la esquina, mientras que, cuando le reclamaban asuntos de negocios, establecían conjuntamente y de antemano la duración exacta de su ausencia y, como su trabajo no le imponía unos horarios fijos, en cada ocasión tenía él que combatir —alegremente, pero con los dientes apretados— para ganar cada pizca de tiempo. Una rabia impotente serpenteaba dentro de él, y se ahogaba entre las cenizas de las malogradas combinaciones que había fantaseado, pero ya estaba harto de sus intentos de precipitar la defunción; la esperanza misma de que se produjera había llegado a vulgarizarse de tal modo que ahora prefería cortejar su antítesis: quizás en primavera se recobraría aquella persona hasta tal punto que le daría permiso para llevar a la niña a la playa durante unos días. Pero, ¿cómo podía preparar el terreno? Al principio había imaginado que nada sería más fácil que, con la excusa de un viaje de negocios, pasar por aquella ciudad de la iglesia negra y de los jardines reflejados en el río; pero cuando en una ocasión dijo que, gracias a un golpe de suerte, seguramente podría visitar a la hija de ella en caso de que tuviera que desplazarse a determinado lugar (y nombró una ciudad próxima), tuvo la sensación de que cierta vaga brasa de celos, muy diminuta, casi subconsciente, se avivaba de pronto en los ojos hasta entonces inexistentes de aquella persona. Cambió apresuradamente de tema, y se contentó pensando que también ella parecía haber olvidado rápidamente aquel destello de estúpida intuición, que, por supuesto, no había que atizar en modo alguno.

La regularidad de las fluctuaciones de su salud eran, para él, la encarnación misma de la mecánica de su existencia; esa regularidad se convirtió en la regularidad de la misma vida; por su parte, notó que su trabajo, la precisión de su vista, y la poliédrica transparencia de sus deducciones, habían comenzado a mermar a consecuencia de la constante vacilación de su alma entre la desesperación y la esperanza, del perpetuo ondear de sus deseos insatisfechos, del doloroso peso de su enrollada y almacenada pasión..., de todo el salvaje y entumecedor peso de la existencia que él, y sólo él, había elegido.

A veces, cuando pasaba junto a un grupo de niñas que estaban jugando, alguna de ellas, muy bonita, atraía su mirada; pero lo que sus ojos percibían era el movimiento insensatamente uniforme de una película en cámara lenta, y él mismo se maravillaba de lo insensible y ocupado que estaba, y, sobre todo, de cómo todas las sensaciones reclutadas aquí y allá —melancolía, avidez, ternura, locura— se concentraban ahora en la imagen de ese ser absolutamente único e irreemplazable que antaño corriera ante su mirada mientras el sol y la sombra luchaban por conquistar su vestido. Y a veces, por la noche, cuando todo estaba en silencio —la radiogramola, el agua del baño, las suaves pisadas blancas de la enfermera, ese sempiternamente prolongado ruido (peor que cualquier estrépito) con el que cerraba las puertas suavemente, el cauteloso tintineo de una cucharilla, el clic con el que se cerraba el armarito de las medicinas, los lamentos lejanos y sepulcrales de aquella persona— cuando todo se quedaba por fin quieto, se tendía en posición supina y evocaba la imagen única, entrelazaba a su sonriente víctima con ocho manos, que se transformaban en ocho tentáculos que hacían presa de cada uno de los detalles de su desnudez, hasta que al final se le disolvía en una niebla negra y la perdía en la negrura, y la negrura se extendía por todas partes, y ya no era más que la negrura de la noche en su solitario dormitorio.

La enfermedad pareció agravarse cuando llegó la primavera; hubo una consulta, y fue llevada al hospital. Allí, la víspera de la operación, ella le habló con toda la claridad necesaria, a pesar de sus sufrimientos, acerca de la herencia, del abogado, de lo que tenía que hacer en caso de que mañana... Le hizo jurar dos veces —sí, dos veces— que trataría a la niña como si fuese su propia... Y que cuidaría de que no alimentara ningún tipo de resentimiento contra su difunta madre.

—Quizá esta vez tendríamos que hacerla venir —dijo él, alzando la voz más de lo que pretendía— , ¿no te parece?

Pero ella ya había terminado de darle sus instrucciones, y cerró fuertemente sus ojos en un gesto de dolor; él se quedó un rato junto a la ventana, soltó un suspiro, besó el puño amarillo que reposaba sobre la sábana, y se fue.

A primera hora de la mañana siguiente le telefoneó uno de los médicos del hospital, quien le informó de que la operación acababa de concluir, que había sido en apariencia un éxito total que superaba hasta las mayores esperanzas del cirujano, pero que sería mejor que no fuera a visitarla hasta el otro día.

—Éxito, ¿eh? Total, ¿eh? —murmuró él de forma absurda mientras corría de habitación en habitación—. Pues, fantástico... Tendríamos que felicitarnos... Ahora pasaremos la convalecencia, nos recuperaremos... ¿Se puede saber qué está pasando? —exclamó bruscamente con voz gutural, mientras le propinaba a la puerta del lavabo tamaño empujón que hasta la cristalería del comedor reaccionó con pánico—. Veremos qué pasa —prosiguió, caminando entre atemorizadas sillas—. Sí señor... ¡Ya te daré yo éxito! ¡A mí con éxitos de mierda! —Y se puso a imitar los acentos del destino lacrimógeno—: Divino. Y ahora seguiremos viviendo y prosperando, y casaremos a tu hija, pronto y bien... No importa que sea una chica un poco frágil porque el novio será un tipo vigoroso que entrará a saco en su fragilidad... ¡No! ¡Estoy harto de todo esto! ¡No soporto ni una burla más! ¡También yo tengo voz en el asunto! Voy a... —y de repente su rabia dispersa encontró una inesperada presa.

Se quedó congelado, dejaron de hormiguearle los dedos, puso por un instante los ojos en blanco, y regresó de este breve momento de estupor con una sonrisa:

—Estoy harto —repitió varias veces, pero ahora en un tono diferente, casi propiciatorio.

Obtuvo de inmediato la información necesaria: había a las 12,23 un expreso perfecto que llegaba exactamente a las cuatro de la tarde. La combinación para el regreso no era tan sencilla..., tendría que alquilar un automóvil y partir enseguida; y por la noche ya estaremos de vuelta, los dos, lejos del mundo, y la pobrecilla estará cansada y adormilada, desnúdate ahora mismo, te acunaré y te dormirás, eso es todo, no será más que un abrazo cariñoso, a nadie le gusta que le sentencien a trabajos forzados (aunque, por cierto, mejor sería cumplir ahora una pena de trabajos forzados que vivir un futuro bastardo)..., el silencio, sus clavículas desnudas, los delgados tirantes, los botones en la espalda, el vello sedoso y rojizo entre sus omóplatos, sus somnolientos bostezos, sus calientes axilas, sus piernas, su dulzura; no debo perder la cabeza... aunque, ¿acaso hay algo más natural que traer a casa a mi pequeña hijastra, tomar, al fin y al cabo, esta decisión..., acaso no han rajado a su madre? El más corriente sentido de responsabilidad, el más normal celo paterno, y, además, su propia madre me ha pedido que «cuide de la niña», ¿no? Y mientras que la otra reposa tranquilamente en el hospital, ¿podría —repito—, podría haber nada más natural que traerla aquí, para que mi pequeña no tenga que molestar absolutamente a nadie? Al propio tiempo, así estará cerca, no se sabe nunca, tenemos que estar preparados para esa eventualidad... ¿Dijeron que había sido un éxito? Mejor que mejor, el carácter de estos enfermos suele mejorar cuando comienzan la convalecencia, y si la señora decide que quiere enfurecerse, ya se lo explicaremos nosotros, se lo explicaremos, queríamos hacer lo más apropiado, quizá nos pusimos un poco nerviosos, lo admitimos, pero todo fue con la mejor...

Con jubilosas prisas, cambió las sábanas de su cama (que estaba en el que había sido el cuarto de la niña); arregló sumariamente la habitación; se dio un baño; suspendió una reunión de negocios; despidió a la asistenta; se tomó un rápido tentempié en su restaurante «de soltero»; compró abastecimientos, dátiles, jamón cocido, pan de centeno, nata batida, pasas —¿se le olvidaba alguna cosa?— y, cuando llegó a su casa, se desintegró en múltiples paquetes y comenzó a visualizar el momento en el que ella entraría por aquí y se sentaría allá, con sus rizos y su piel bronceada, enlazaría los delgados brazos desnudos a su espalda para utilizarlos de muelle y saltar otra vez; y en este momento hubo una llamada del hospital en la que se le pedía, después de todo, que pasara un momento; de camino hacia la estación se detuvo allí a regañadientes, y se enteró de que aquella persona había dejado de existir.

Al principio tuvo un ataque de furiosa decepción: aquello significaba que sus planes se habían malogrado, que le habían robado esta noche de cálida y dulce intimidad, y que cuando, tras la recepción del telegrama, llegara la niña, sería sin duda en compañía de aquella bruja y del marido de aquella bruja, y que los dos se quedarían con ellos durante una semana larga. Pero la naturaleza misma de su primera reacción, la fuerza de esta miope avalancha emocional, creó un vacío, ya que no era posible pasar inmediatamente de la vejación que su muerte había traído consigo (ya que produjo un fortuito aplazamiento), al agradecimiento que llegó a sentir luego (por el curso que, en lo fundamental, había adoptado el destino). Entretanto, ese vacío se fue llenando de una alegría preliminar, agrisadamente humana. Sentado en un banco del jardín del hospital, mientras iba calmándose poco a poco, y preparándose para los diversos pasos relativos a la organización del funeral, volvió a contemplar con tristeza de circunstancias lo que acababa de ver con sus propios ojos: la bruñida frente, las translúcidas aletas nasales con la perlada verruga a un lado, el crucifijo de ébano, todo el enjoyamiento de la muerte. Dejó despectivamente a un lado la cirugía y comenzó a pensar en lo soberbio que había sido el período que había vivido aquella persona bajo su tutela, en la circunstancial y auténtica felicidad con la que él le había permitido iluminar los últimos días de su existencia vegetativa, y una vez ahí no hacía falta más que un solo paso para felicitar al destino por la inteligencia que había demostrado con su espléndido comportamiento, o para notar en su sangre el primer y delicioso latido: el lobo solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela.

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