Les esperaba a la hora de comer del día siguiente. El timbre sonó en el momento previsto, pero la amiga de aquella ya difunta persona apareció sola en el umbral (adelantando sus huesudas manos y utilizando la excusa del fuerte resfriado para justificar el incumplimiento de los deberes de la condolencia): ni su esposo ni «la pobrecita huérfana» habían podido ir porque estaban ambos en cama, con gripe. La decepción que él sintió quedó aliviada por la idea de que era mejor así; ¿por qué malograrlo todo? La presencia de la niña en medio de los complicados estorbos del funeral le hubiera resultado tan dolorosa como lo fuera, antes, su llegada para la boda, y sería mucho más sensato dedicar los próximos días a encargarse de todas las formalidades y preparar un salto radical hacia un mundo de seguridad absoluta. Lo único que le irritó fue que la mujer dijera «ambos», que hubiera esa referencia al vínculo de la enfermedad (como si dos pacientes estuvieran compartiendo un lecho común), al vínculo del contagio (quizá aquel tipo tan ordinario tenía por costumbre cuando subía en pos de ella por una escalera empinada, lanzar sus garras contra los desnudos muslos).
Fingiendo encontrarse absolutamente abrumado —que era lo más fácil de todo, como bien saben los asesinos—, permaneció sentado como lo hubiera hecho un aturdido viudo, dejando colgar sus enormes manos, sin mover apenas los labios cuando por fin contestó al consejo que ella le dio, en el sentido de que debía esforzarse por aliviar con lágrimas el estreñimiento del dolor, y la contempló con ojos turbios cuando la mujer se sonó las narices (eran los tres quienes estaban unidos por el resfriado: no sonaba tan mal). Cuando, al tiempo que atacaba distraída pero glotonamente el jamón, ella le dijo cosas como que «Al menos sus sufrimientos no han durado mucho» o «Menos mal que aún no había vuelto en sí», dando apresuradamente por supuesto que el sufrimiento y el sueño eran el destino natural de los humanos, que los gusanos tenían caritas amables, y que la suprema flotación supina era algo que ocurría en una feliz estratosfera, a punto estuvo él de contestarle que la muerte, como tal, siempre había sido y siempre sería una obscena idiota, pero comprendió a tiempo que esto podía hacer que su consoladora abrigara desagradables dudas acerca de su aptitud para impartirle a la niña una educación religiosa y moral.
Hubo poca gente en el funeral (aunque, por motivos inexplicables, se presentó cierto amigo de tiempos remotos, un orfebre, en compañía de su esposa), y más tarde, en el coche que les devolvía a casa, una señora rolliza (que también estuvo en aquella farsa de boda) le dijo, compasiva pero inequívocamente (mientras su inclinada cabeza iba siendo sacudida por el traqueteo del coche), que ahora, por fin, había llegado el momento de hacer algo respecto a la anormal situación de la niña (entretanto, la amiga de su fallecida esposa fingía mirar a la calle por la ventanilla), y que, sin duda, las preocupaciones paternales le proporcionarían el imprescindible consuelo, y una tercera mujer (pariente infinitamente remota de la difunta) intervino a su vez para decir, «¡Y hay que ver lo bonita que es la pequeña! Tendrá que vigilarla usted como un halcón, ya está muy crecida para su edad, y en cuanto pasen otros tres años, los chicos revolotearán a su alrededor como moscas, no sabe la de preocupaciones que le traerá», y él, entretanto, se reía interiormente a carcajadas y flotaba en el lecho de plumas de la felicidad.
El día anterior, en respuesta a un segundo telegrama («Preocupado por tu salud. Besos», en donde este beso escrito en el impreso del telegrama fue sin duda el primer beso de verdad), les había llegado la noticia de que ninguno de los dos tenía ya fiebre, y antes de partir de regreso a su casa, la amiga de nariz todavía goteante le mostró una cajita y le preguntó si podía llevársela a la niña (contenía unas cuantas chucherías maternas procedentes del más remoto y sagrado pasado), tras lo cual ella quiso saber el qué y el cómo de lo que iba a ocurrir ahora. Sólo entonces, hablando de forma extremadamente lenta e inexpresiva, con frecuentes pausas, como si cada una de las sílabas tuviese que vencer la mudez impuesta por el dolor, él le anunció ese qué y ese cómo: después de darle las gracias por el año de cuidados, le informó de que en el plazo de exactamente dos semanas iría a recoger a su hija (esta fue la palabra que empleó) para llevársela al sur y luego, con toda probabilidad, al extranjero.
—Sí, me parece muy adecuado —repuso la otra con alivio (algo matizado, pero a causa solamente, o eso al menos supuso él, de que ella había estado obteniendo unos interesantes beneficios a costa de su pupila)—. Váyase, distráigase, que no hay nada como un viaje para calmar el dolor.
Él necesitaba esas dos semanas para organizar sus negocios de modo que no tuviera que pensar en ellos durante al menos un año; luego, ya vería. Se vio forzado a vender algunos artículos de su colección personal. Y mientras preparaba el equipaje encontró casualmente en su escritorio una moneda con la que había tropezado en cierta ocasión (la cual, por cierto, resultó ser falsa). Sonrió: el talismán había cumplido con su tarea.
Cuando subió al tren, sus señas de pasado mañana seguían pareciendo el perfil de una costa oculta tras una tórrida neblina, un símbolo preliminar del futuro anonimato. Lo único que trató de planear fue el sitio en donde pasarían la noche de camino hacia aquel reverberante Sur; no le pareció en cambio necesario predeterminar sus subsecuentes alojamientos. El lugar no importaba, siempre estaría adornado por un piececillo desnudo; el punto de destino daba lo mismo, con la sola condición de que pudiera esconderse con ella en un vacío azur. Los postes de telégrafos, que le recordaban el puente en el que se apoyan las cuerdas del violín, pasaban volando a su lado con espasmos de música gutural. La palpitación de los tabiques del vagón era como el crujido de unas alas tremendamente abombadas. Viviremos lejos, unas veces en las colinas, otras junto al mar, en un invernadero cálido donde la desnudez salvaje será automáticamente habitual, perfectamente solos (¡nada de criados!), sin ver a nadie, nosotros dos en un eterno cuarto de niños, y de esta manera descargaremos el golpe fatal contra cualquier resto de vergüenza que pudiera quedar. Habrá diversiones constantes, brincos, besos matutinos, peleas en la cama compartida, una única y enorme esponja derramando sus lágrimas en cuatro hombros, chorreando en medio de risas por entre cuatro piernas.
Mientras disfrutaba bajo los concentrados rayos de un sol interior, reflexionó acerca de aquella deliciosa alianza entre la premeditación y el puro azar, acerca de los edénicos descubrimientos que le esperaban a la niña, acerca de lo extraordinarios pero también naturales y familiares que acabarían siendo para ella, vistos de cerca, los graciosos rasgos propios de los cuerpos pertenecientes a sexos distintos, aunque las sutiles distinciones de la pasión más refinadamente complicada no serían para ella, durante una larga época, más que el alfabeto de las más inocentes caricias: sólo la entretendría con imágenes de libros de cuentos (el gigante juguetón, el bosque de las hadas, el saco con su tesoro), y con las divertidas consecuencias que se producirían cuando ella toqueteara con sus dedos ese juguete cuyo truco le resultaría muy pronto conocido, pero nunca tedioso. Estaba convencido de que, mientras prevaleciera la novedad y ella no volviese la vista hacia el exterior, sería fácil, por medio de nombres infantiles y bromas caseras, confirmar la esencial gratuidad de ciertas rarezas, desviar la atención que las niñas normales proyectan hacia ese futuro de comparaciones, generalizaciones y preguntas que podría provocar cierta frase mal oída con anterioridad, o cierto sueño, o su primera menstruación, a fin de preparar una indolora transición desde el mundo de semiabstracciones acerca del cual lo más probable era que ella no tuviera más que cierto pequeño grado de conciencia (cosas como la correcta interpretación del repentino abultamiento autónomo del vientre de una vecina, o la pasión de colegiala que podían haber provocado en ella los rasgos de la jeta de algún cantante de tres al cuarto), desde todo aquello que estuviera más o menos directamente relacionado con el amor adulto, a la realidad de la diversión agradable, en la medida en que el decoro y la moral, ignorantes ambos tanto de lo que estaba ocurriendo como del lugar en donde ocurría, se abstuvieran de visitarles.
Levantar los puentes levadizos sería un sistema eficaz de protección hasta que llegara el momento en el que, desde el mismo foso en flor, una rama robusta y joven alcanzara la altura de la habitación. No obstante, debido precisamente a que en el curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo, tendría que ser especialmente cauto, no permitirle que saliera nunca sola, cambiar frecuentemente de domicilio (lo ideal sería un chaletito rodeado de un jardín ciego), vigilar que no trabara amistad con otros niños ni tuviera ocasión de ponerse a charlar con la verdulera o la asistenta, pues no habría modo de saber qué impúdico elfo podría escapar de los labios de la hechizada inocencia, ni qué monstruo podría llevarse consigo el oído de algún desconocido para someterlo luego al análisis y la discusión de los sabios. Aunque, ¿acaso se le podría hacer algún reproche al hechicero?
Sabía que encontraría en ella suficientes placeres como para no tener que deshechizarla prematuramente, ni que forzarla, con indebidas manifestaciones de arrobamiento, a tomar conciencia de ninguno de sus propios encantos, ni que abrirse paso con excesiva insistencia hacia algún camino sin salida en el curso de su interpretación del paseo monacal. Sabía que no trataría de forzar su virginidad en el más estrecho y rosado sentido del término hasta que la evolución de sus mutuas caricias hubiese dado cierto invisible paso. Aguantaría hasta aquella mañana en la que, sin dejar de reír, comenzara ella a prestar oído a sus propios impulsos y, enmudeciendo de repente, le exigiera que la búsqueda del oculto acorde musical fuese llevada a cabo de forma conjunta.
Mientras iba imaginando los años posteriores, seguía viéndola como una adolescente, pues ese era el postulado carnal. Sin embargo, sorprendiéndose a sí mismo en el acto de mantener esta premisa, comprendió sin dificultades que, incluso si el paso putativo del tiempo suponía una contradicción, por ahora, para ese fundamento permanente de sus sentimientos, el gradual progreso de los sucesivos placeres garantizaría las naturales renovaciones de su pacto con la felicidad, que, además, tenía en cuenta la adaptabilidad de todo amor vivo. A la luz de esta felicidad, fuera cual fuese la edad que ella alcanzara —diecisiete, veinte años—, su imagen actual seguiría transparentándose siempre a través de sus metamorfosis, alimentaría desde ese manantial interno sus estratos translúcidos. Y este mismo proceso le permitiría, sin ninguna pérdida ni mengua, saborear cada nueva inmaculada etapa de las sucesivas transformaciones que ella fuera experimentando. Además, ella misma, esbozada y prolongada en la feminidad adulta, jamás podría volver a disociar, ni en su conciencia ni en su memoria, su propio desarrollo del de su compartido amor, ni sus recuerdos infantiles del recuerdo que tendría de su masculina ternura. En consecuencia, pasado, presente y futuro aparecerían a los ojos de la niña como un único y radiante fulgor emanado, al igual que ella, sólo de él, de su vivíparo amante.
Así vivirían años y años, riendo, leyendo, maravillándose ante las doradas luciérnagas, conversando acerca del florido cerco que sería la prisión del mundo, y él le contaría cuentos, y ella, su pequeña Cordelia, le escucharía, y el mar jadearía no muy lejos bajo la luna... Y de forma extraordinariamente lenta, al principio con toda la sensibilidad de sus labios, y más adelante con todo su fervor, con todo su peso, más al fondo, sólo así —por primera vez— hasta lo más recóndito de tu inflamado corazón, así, abriéndome paso a la fuerza, así, sumergiéndome hasta el final, entre los casi derretidos bordes...
Por alguna razón desconocida, la señora que había estado sentada delante de él se levantó de repente y se fue a otro compartimiento; echó una ojeada al vacío rostro de su reloj de pulsera —ya no faltaba mucho— y poco después ya estaba subiendo una cuesta, junto a un muro blanco coronado de cegadores pedazos de cristal, justo cuando una bandada de golondrinas sobrevolaba su cabeza.
Le recibió en el porche la amiga de aquella persona recientemente fallecida, quien le explicó la presencia de un montón de cenizas y leños chamuscados en un rincón del jardín diciendo que aquella noche se había producido un incendio; a los bomberos les había costado mucho trabajo controlar las llamas, habían tenido que talar un joven manzano, y nadie, por supuesto, había podido dormir. Justo entonces salió ella,con un vestido oscuro de punto (¡con este calor!) ceñido por un reluciente cinturón de cuero, y con una cadenita en el cuello, con negros calcetines largos, la pobre, y en este preciso instante tuvo él la impresión de que ya no era tan bonita como antaño, que al crecer se le había arremangado la nariz y que ya no tenía las piernas tan bien proporcionadas. Sombría, rápidamente, con apenas un leve sentimiento de aguda ternura por su luto, le rodeó los hombros y le besó el cabello.
—¡Podría haber ardido todo! —exclamó ella, alzando su sonrosado rostro luminoso de ojos desorbitados, en los que centelleaban los líquidos reflejos transparentes del sol y el jardín.
Ella aceptó contenta la protección de su brazo cuando entraron en la casa tras los pasos de la parlanchina y vociferante anfitriona, mas la espontaneidad ya se había evaporado, ya estaba él doblando torpemente el brazo (¿o fue el de ella?), y, en el umbral de la sala, en donde resonaba el monólogo que les había precedido, acompañado ahora de aberturas de contraventanas, él liberó su mano y, fingiendo que le daba una caricia distraída (pero en realidad completamente concentrado por un instante en el sabroso y firme tacto, con hoyuelo incluido), le dio un golpecito amable en la cadera —como diciéndole, anda, niña, vete a correr— y luego ya se encontraba sentado, apoyaba su bastón, alzaba el rostro sonriente, buscaba un cenicero, pronunciaba algunas palabras en respuesta a una pregunta, rebosante en todo momento de una exultación salvaje.
Rechazó el té, diciendo que de un momento a otro llegaría el coche que había alquilado en la estación, y en el que ya se encontraba su equipaje (este detalle, como ocurre en los sueños, tuvo para él cierto brillo de significado), y que «pronto estaremos tú y yo en una playa», frase que pronunció casi a voz en grito en dirección hacia la niña que, volviéndose a mitad de un paso, a punto estuvo de tropezar con un taburete, parra al instante recobrar ágilmente el equilibrio, volverse de el todo, y dejarse caer sobre el taburete, que su falda, al posarse, ocultó.
—¿Qué? —preguntó, apartándose el cabello hacia atrás al tiempo que miraba de soslayo a la señora (el taburete ya se había roto una vez).
El repitió la frase, y ella enarcó alegremente las cejas: no tenía ni idea de que hoy sería así.
Y yo que esperaba —mintió la anfitriona— que se quedase usted a dormir aquí esta noche.
¡No, no! —gritó la niña, precipitándose sobre él por medio de un alegre deslizamiento por el parquet, y luego añadió con inesperada rapidez—: ¿Aprenderé a nadar pronto? Dice una amiga mía que se puede aprender enseguida, que basta con perder el miedo, pero me parece que necesitaré un mes entero para perderlo...
Pero la mujer ya estaba empujándola con el codo, apremiándola a que fuese, con María, a terminar de meter en la maleta las cosas que aún quedaban en la parte izquierda del armario.