Desesperación - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


—Siento decirle que de momento no puedo hacer gran cosa por usted —contesté con frialdad—. Pero déjeme su dirección.

Saqué mi cuaderno y mi lápiz de plata.

El rió con expresión triste:

—De nada me serviría decir que vivo en un chalet; es mejor dormir en un pajar que sobre el musgo de los bosques, pero también es mejor el musgo que un duro banco.

—De todos modos, me gustaría saber dónde puedo localizarle.

Se lo pensó un poco, y luego dijo:

—Estoy seguro de que el próximo otoño estaré en el mismo pueblo que el año pasado. Mande recado a correos. No está lejos de Tarnitz. Espere, le escribo el nombre.

Resultó llamarse Félix, «el alegre». Cuál pudiera ser su apellido es asunto, querido lector, que no te incumbe. La tosca caligrafía de aquel sujeto parecía a punto de quebrarse a cada curva. Escribió con la izquierda. Ya era hora de irme. Metí diez coronas en la gorra. Con una sonrisa forzada, condescendiente, me tendió la mano, sin tomarse apenas la molestia de enderezarse. Se la estreché solamente porque de ese modo tuve la curiosa sensación de ser Narciso tomándole el pelo a Némesis por medio de la estratagema consistente en retirar su imagen del arroyo.

Luego, casi a la carrera, regresé por donde había venido. Al volver la cabeza atrás vi su flaca y oscura planta entre los matorrales. Estaba tendido decúbito supino, con las piernas cruzadas en el aire y los brazos debajo de la cabeza.

De repente me pareció cojear, sentir vértigo, un cansancio mortal, como después de una orgía prolongada y repugnante. El motivo de este agridulce resplandor final fue la comprobación de que, con fría distracción, se había guardado en su bolsillo mi lápiz de plata. Toda una procesión de lápices de plata desfiló ahora por un túnel interminable de corrupción. Y mientras caminaba por el borde de la carretera, cerré de vez en cuando los ojos hasta casi tropezar y caerme en la cuneta. Más tarde, en la oficina, y mientras celebraba mi conversación de negocios, sentí el simplemente implacable anhelo de decirle a mi interlocutor: «¡Qué cosa tan extraña acaba de ocurrirme! Parece increíble, pero...» Sin embargo, no dije nada, y establecí de este modo un precedente para el silencio.

Cuando regresé por fin a mi habitación del hotel me encontré con que allí, entre sombras mercúricas y enmarcado en ensortijado bronce, estaba aguardándome Félix. Pálido y solemne, se me acercó. Ahora iba afeitado; el pelo bien peinado hacia atrás. Vestía un traje gris paloma con corbata lila. Saqué el pañuelo; él también sacó el suyo. Una tregua para parlamentar.

El campo se me había metido en la nariz. Me soné y me senté al borde de la cama, sin dejar entretanto de consultar el espejo. Recuerdo que las leves señales de existencia consciente, tales como el polvillo que me quedaba en la nariz, la negra suciedad que se me había metido en el hueco que forman la suela y el tacón, el hambre, y más tarde el tosco sabor pardo teñido de limón de la gran chuleta de ternera que me sirvieron en el restaurante, tuvieron la extraña virtud de concentrar mi atención como si estuviese buscando, y encontrando (y dudando todavía un poco), pruebas de que yo era yo, y de que este yo (un industrial de segunda fila, no carente de ideas) estaba realmente en un hotel, cenando, pensando en sus negocios, y no tenía nada que ver con cierto vagabundo que, en ese mismo momento, haraganeaba al pie de un matorral. Pero de nuevo la emoción que me produjo aquel portento hizo que mi corazón se saltase un latido. Ese hombre, sobre todo mientras dormía, mientras sus rasgos permanecían inmóviles, me mostraba mi propio rostro, mi máscara, la imagen inmaculadamente pura de mi cadáver... Utilizo este último término tan sólo porque deseo expresar con la más absoluta claridad... ¿Qué quiero expresar? Que teníamos los mismos rasgos, y que, en perfecto estado de reposo, este parecido era pasmosamente obvio, y qué es la muerte sino una cara en paz... su perfección artística. La vida no hacía más que malograr a mi doble; del mismo modo que la brisa atenúa el éxtasis de Narciso; del mismo modo que, en ausencia del pintor, llega su alumno y, con el tinte superfluo de un color innecesario, desfigura el retrato pintado por el maestro.

Por otro lado, pensé, no me encontraba yo, que conocía y apreciaba mi propio rostro, en mejores condiciones que otros para fijarme en mi doble, pues no todo el mundo es igualmente observador; y ocurre a menudo que cuando algunas personas comentan el extraordinario parecido que hay entre otras dos, éstas, aunque se conocen, ni siquiera sospechan su propia semejanza (y empiezan a negarla acaloradamente en cuanto alguien se la señala). De todos modos, jamás había sospechado hasta entonces la posibilidad de que existiera un parecido tan perfecto como el que había entre Félix y yo. He visto a hermanos que se parecían, he visto a muchos gemelos. He visto en la pantalla a un hombre que se encontraba con su doble; aunque sería mejor decir que he visto a un actor haciendo los dos papeles, con, al igual que en nuestro caso, un ingenuo subrayado de la diferencia de nivel social, de manera que en uno de los papeles ese actor actuaba como un taimado pícaro, y en el otro como un burgués señorial... como si, en realidad, una pareja de vagabundos idénticos, o un par de idénticos caballeros, pudieran haber menguado la diversión. Sí, todo eso he visto, pero el parecido entre los gemelos suele quedar malogrado, como una rima equirradical, por el sello del parentesco, mientras que un actor de cine que interpreta dos papeles jamás podrá engañar a nadie, pues, incluso cuando aparece simultáneamente en ambas caracterizaciones, el ojo, aunque no lo quiera, termina por localizar la raya central que marca el lugar por donde se unen las dos mitades de la película.

Nuestro caso, sin embargo, no era el de los gemelos idénticos (que comparten una sangre que hubiese debido ser para uno solo) ni tampoco correspondía a ningún truco de los que suelen hacer los prestidigitadores del cine.

¡Cuánto ansio convencerles a ustedes! Y lo lograré, ¡les convenceré! Les forzaré a todos, pandilla de canallas, a creer... Aunque me temo que solamente con palabras, debido a su especial naturaleza, no habrá modo de transmitir visualmente un parecido de esa clase: habría que retratar las dos caras la una al lado de la otra, no tanto con palabras como con colores reales, y entonces, y sólo entonces, comprendería el espectador lo que quiero decir. El mayor sueño del escritor consiste en convertir al lector en espectador; ¿lo consigue alguna vez? Los pálidos organismos de los héroes literarios que se alimentan bajo la supervisión del autor, se hinchan poco a poco con la sangre vital del lector; de modo que la genialidad del escritor consiste en otorgarles la facultad de adaptarse a esa —no muy apetitosa— comida y a medrar con ella, a veces durante siglos. Pero en este momento no son métodos literarios lo que necesitaría tener a mi alcance, sino la tosca evidencia del arte pictórico.

Miren, ésta es mi nariz; grande y de tipo nórdico, con un duro hueso un tanto arqueado, y la parte carnosa arremangada hacia arriba y casi rectangular. Y ésta es la nariz de él, réplica perfecta de la mía. Aquí están los dos pliegues profundamente marcados que tengo a ambos lados de la boca, y unos labios tan delgados que parece que la lengua se los haya llevado. También él los tiene. Aquí están los pómulos... Ah, pero esto no es más que una lista de rasgos faciales como las que aparecen en los pasaportes, y carece de significado; una convención absurda. Alguien me dijo una vez que me parezco a Amundsen, el explorador polar. Pues bien, también Félix se parecía a Amundsen. Pero no todo el mundo recuerda la cara de Amundsen. Yo mismo la recuerdo muy vagamente, y no estoy muy seguro de que no se me haya mezclado con la de Nansen. No, no puedo explicar nada.

Lo único que estoy haciendo es sonreír, sonreír como un bobo. Cuando en realidad sé muy bien que ya he demostrado lo que quería demostrar. Todo funciona espléndidamente. Ahora, lector, ya nos ves muy bien a los dos. Somos dos, pero con una sola cara. No debes sin embargo suponer que me avergüenzan los posibles patinazos y errores tipográficos del libro de la naturaleza. Mira más de cerca: tengo unos dientes grandes y amarillentos; los de él son más blancos y están más apretados, aunque, ¿tan importante es este detalle? En mi frente destaca una vena que es como una M mayúscula dibujada con cierta torpeza, pero cuando duermo tengo la frente tan lisa como la de mi doble. Y esas orejas... las circunvoluciones de las suyas muestran sólo levísimas alteraciones en relación con las mías: aquí más comprimidas, allí más holgadas. Tenemos ojos de la misma forma, estrechos y almendrados, con pocas pestañas, pero sus iris son más pálidos que los míos.

Esto es todo lo que, en relación con las peculiaridades distintivas, llegué a discernir en ese primer encuentro. Durante la noche siguiente mi memoria racional no cesó de examinar esas minúsculas imperfecciones, mientras que con la memoria irracional de mis sentidos seguía, a pesar de todo, viéndome, a mí, con el lamentable disfraz del vagabundo, inmóvil el rostro, sombreados por la barba el mentón y las mejillas, como suele ocurrir a la mañana siguiente en el cadáver de un hombre fallecido durante la noche.

¿Por qué me entretuve tanto en Praga? Ya había concluido mis transacciones. Podía regresar a Berlín. ¿Por qué regresé a esas cuestas, a ese camino, a la mañana siguiente? No tuve dificultades cuando traté de localizar el punto exacto en donde él estuvo tumbado el día anterior. Descubrí allí una colilla dorada, una violeta muerta, un pedazo de periódico checo, y... esa huella patéticamente impersonal que el caminante más tosco suele dejar bajo un matorral: grande, recta y viril la una, y más delgada la otra, enroscada sobre la anterior. Varias moscas esmeralda completaban el cuadro. ¿Adonde podía haberse ido? ¿En qué lugar había pasado la noche? Enigmas vacíos. No sé por qué razón me sentí espantosamente incómodo, de una forma vaga y abrumadora, como si aquella experiencia hubiese sido una mala acción. Regresé a buscar la maleta al hotel y me fui apresuradamente a la estación. Allí, al entrar en el andén, vi un par de filas de bonitos bancos con el respaldo curvado, en perfecta armonía con la espalda humana. Había varias personas sentadas en ellos; algunas dormitando. Se me ocurrió que iba a encontrármelo repentinamente allí, completamente dormido, con las palmas abiertas y una última violeta colgándole del ojal. La gente, al vernos juntos, saltaría sobre nosotros, nos rodearía, nos arrastraría a la comisaría más próxima... ¿Por qué? Sí, ¿por qué escribo esto? ¿Sólo por la simple inercia de la pluma? ¿O acaso es un delito grave el hecho mismo de que dos personas se parezcan tanto como dos gotas de sangre?

2

He acabado acostumbrándome a tener una visión exterior de mí mismo, a ser al mismo tiempo pintor y modelo, y no puedo por lo tanto extrañarme de que mi estilo carezca del bendito don de la espontaneidad. Por mucho que lo intente no consigo volver a meterme en mí primer sobre, ni mucho menos sentirme cómodo en mi antiguo yo; el desorden que allí reina es tremendo; las cosas están fuera de sitio, la lámpara está ennegrecida y apagada, hay fragmentos de mi pasado esparcidos por todo el suelo.

Un pasado muy feliz, me atrevo a decir. Yo tenía en Berlín un piso pequeño pero atractivo, de mi propiedad, con tres habitaciones y media, un balcón soleado, agua caliente, calefacción central; Lydia, mi joven esposa, y Elsie, la muchacha que hacía de criada, lo compartían conmigo. Cerca de allí se encontraba el garaje en donde guardábamos aquel delicioso cochecito, un dos plazas azul oscuro, comprado a crédito. En el balcón crecía, valiente aunque lentamente, un cactus canoso de protuberantes formas redondeadas. Solía comprarme el tabaco siempre en el mismo establecimiento, donde me saludaban con sonrisas radiantes. Una sonrisa similar le daba la bienvenida a mi esposa cuando entraba en la tienda que nos proveía de huevos y mantequilla. Las noches de los sábados solíamos ir a un café o a ver películas. Pertenecíamos a la crema de la más presumida clase media, o eso al menos parecía. No acostumbraba yo, sin embargo, quitarme los zapatos al regreso de la oficina y luego tumbarme en el sofá con el diario vespertino. Ni tampoco las conversaciones con mi esposa se limitaban exclusivamente a cifras de pocos ceros. Ni tampoco mis pensamientos rondaban sólo en torno al chocolate de mi fábrica. Puedo incluso confesar que ciertas preferencias bohemias no le resultaban completamente extrañas a mi personalidad.

En cuanto a mi actitud hacia la nueva Rusia, permítaseme declarar inmediatamente que yo no compartía las opiniones de mi esposa. Emitido por sus labios pintados, el término «bolchevique» adquiría un matiz de odio cotidiano y trivial. Aunque quizás «odio» resulte aquí una palabra demasiado fuerte. Era más bien un sentimiento casero, elemental, femenino, porque ella les tenía a los bolcheviques la misma antipatía que se le puede tener a la lluvia (sobre todo los domingos) o a las chinches (sobre todo en un hotel), y el bolchevismo no era para ella más que un fastidio comparable al que pueda producir un resfriado común. Y daba por sentado que la realidad confirmaba su opinión; que la verdad de los hechos era tan obvia que no merecía discusión alguna. Los bolcheviques, además, no creían en Dios; muy feo por su parte, aunque ¿qué otra cosa podía esperarse de aquella pandilla de sádicos y gamberros?

Cuando yo le decía que el comunismo era a largo plazo tan importante como necesario; que la nueva y joven Rusia estaba produciendo unos valores maravillosos, por mucho que, para las mentes occidentales, resultaran ininteligibles, así como inaceptables para los rencorosos y empobrecidos exiliados; que la historia del mundo no había presenciado jamás tanto entusiasmo, tanto ascetismo, tanto altruismo, ni tanta fe en la inminente igualdad de todos... cuando le hablaba así, mi mujer respondía, sin perder la serenidad:

—Lo dices para tomarme el pelo. Y no me parece muy bonito de tu parte.

Pero en realidad yo hablaba muy en serio, pues he creído siempre que el abigarrado enmarañamiento de nuestras esquivas vidas exigía un cambio así de esencial; que el comunismo creará sin duda un mundo bellamente cuadriculado de tipos idénticamente fornidos, anchos de hombros y cortos de seso; y que cualquier hostilidad contra el comunismo era tan infantil como prejuiciada, lo cual me recuerda la cara que mi esposa pone —tensas las aletas de la nariz, enarcada una ceja (la imagen infantil y prejuiciada de una vampiresa)— cada vez que se sorprende en el espejo.

¡Cómo detesto esa palabra, y qué espanto me produce ese objeto! No he vuelto a tener ninguno desde que dejé de afeitarme. En fin, su sola mención acaba de producirme un horrible impacto, y ha interrumpido el fluir de mi relato (imagina tú mismo, por favor, lo que tendría que venir aquí: la historia de los espejos); y es que, encima, hay espejos retorcidos, monstruosos: un cuello, por poco desnudo que esté, se zambulle repentinamente en una catarata descendente de carne a cuyo encuentro corre, desde debajo del cinturón, otro rosado mazapán de desnudez, hasta que ambos se funden en uno solo; los espejos retorcidos te desnudan o te comprimen, y ¡hale-hop!, de repente aparece el hombre-toro, el hombre-sapo, bajo la presión de innumerables atmósferas espejeras; o bien, te estiran primero como si estuvieras hecho de masa de hojaldre, y luego te parten en dos.

Назад Дальше