Desesperación - Набоков Владимир Владимирович 4 стр.


Ya basta... prosigamos... las carcajadas estentóreas no son precisamente mi especialidad. Ya basta, no es todo tan sencillo como estabas imaginando, so cerdo. Desde luego que sí, pienso maldecirte, nadie puede prohibirme que te maldiga. ¡Y también me asiste todo el derecho a no tener ningún espejo en mi habitación! Cierto, aun en el supuesto de que me enfrentase a semejante objeto (bah, ¿qué he de temer?), sólo reflejaría a un barbudo desconocido, porque esa barba que me he dejado ha crecido lo suyo, ¡y en poquísimo tiempo! Estoy tan perfectamente disfrazado que soy invisible para mí mismo. Me brotan pelos por todos y cada uno de mis poros. Debía de haber un bien provisto almacén de vello en mi interior. Ahora me escondo en la selva natural que me ha crecido. No hay nada que temer. ¡Tontas supersticiones!

Miren, voy a escribir otra vez esa palabra. Espejo. Espejo. Y bien, ¿ha ocurrido algo? Espejo, espejo, espejo. Tantas veces como quieran, no tengo ningún miedo. Un espejo. Ver la propia imagen en un espejo. Estaba refiriéndome a mi esposa cuando ha aparecido este tema. La verdad, no es fácil hablar con interrupciones constantes.

Por cierto, también ella era propensa a las supersticiones. La moda del «tocar madera». Apresuradamente, con aires de determinación, apretados los labios, miraba a todas partes en busca de algún fragmento de madera desnuda y sin barnizar, no encontraba más que la cara inferior de la mesa, la tocaba con sus dedos gordezuelos (almohaditas de carne en torno a las uñas color fresa que, aunque lacadas, jamás estaban del todo limpias; uñas de niña), la tocaba rápidamente, antes de que la mención de la felicidad dejara de flotar en el aire. Creía además en los sueños: soñar que se te caía un diente anunciaba la muerte de algún conocido; y si el diente estaba manchado de sangre, el muerto era un pariente. Un prado con margaritas predecía el reencuentro con el primer novio. Las perlas significaban lágrimas. Verse en la cabecera de una mesa era muy mala señal. El barro significaba dinero; un gato, traición; el mar, problemas anímicos. Disfrutaba contando sus sueños, con todo detalle, larga y tediosamente. ¡Ay! Estoy escribiendo acerca de ella en pasado. Permítanme que cierre un agujero más la hebilla de mi relato.

Lydia odia a Lloyd George; de no haber sido por él, jamás habría caído el Imperio Ruso; y, generalizando: «Seria capaz de estrangular a esos ingleses con mis propias manos.» Los alemanes reciben lo suyo por ese tren sellado en el que iba enlatado el bolchevismo, y que sirvió para que Lenin fuese importado por Rusia. Hablando de los franceses: «Sabes, dice Ardalion [un primo suyo que combatió con el Ejército Blanco] que durante la evacuación de Odesa se comportaron como unos sinvergüenzas.» Al propio tiempo, no obstante, cree que las caras inglesas son (después de la mía) las más bonitas del mundo; respeta a los alemanes por ser trabajadores y amantes de la música; y declara que adora París, en donde sólo pasó unos pocos días, y por pura casualidad. Todas estas opiniones suyas se mantienen tan tiesas como estatuas en sus nichos. Por el contrario, su actitud en relación con el pueblo ruso ha experimentado, en su conjunto, cierta evolución. En 1920 aún decía: «El auténtico campesino ruso es monárquico»; ahora dice: «El auténtico campesino ruso es una especie extinguida.»

Tiene poca cultura y poca capacidad de observación. Un día descubrimos que la palabra «bastión» tenía cierta vaga relación con «bastón» y con «devastación» y «abasto», pero en realidad Lydia no tenía ni la menor idea de qué significaba «bastión». El único tipo de árbol que era capaz de identificar, el abedul, le recuerda, suele decir, a su bosque nativo.

Es una gran tragona de libros, pero sólo lee basura, no memoriza nada y se salta todas las descripciones. Se surte de libros en una biblioteca rusa; en cuanto llega allí, toma asiento y se pasa muchísimo tiempo eligiendo; revuelve los libros que encuentra en la mesa; toma un volumen, lo hojea, se lo mira de reojo, como una gallina de espíritu científico; lo deja a un lado, coge otro, lo abre... y todo esto lo hace sobre la misma mesa, y con una sola mano; luego se da cuenta de que ha abierto el libro del revés, momento en el cual le imprime un giro de noventa grados, ni uno más, porque lo abandona a fin de lanzarse como un rayo hacia el volumen que el bibliotecario le está ofreciendo en este instante a otra dama; toda esta operación dura más de una hora, e ignoro qué pueda ser lo que motiva en último extremo su decisión. Tal vez el título.

En una ocasión, tras un viaje en ferrocarril, llegué a casa con una repugnante novela policíaca en cuya cubierta aparecía una araña roja en medio de una telaraña negra. Mi esposa se zambulló en ese libro y lo encontró increíblemente emocionante, no se sintió capaz de reprimir sus deseos de echarle una ojeada al final, pero a sabiendas de que así lo malograría todo, cerró bien fuerte los ojos y rompió el libro en dos y ocultó la segunda mitad, la que contenía el final; más tarde, sin embargo, olvidó cuál era el escondite y se pasó mucho, muchísimo tiempo buscando por toda la casa al criminal que ella misma había ocultado, y repitiendo sin parar, en voz muy baja: «Era tan emocionante, tan emocionante; como no lo encuentre me voy a morir, lo sé...»

Ahora ya lo ha encontrado. Aquellas páginas que lo explicaban todo estaban muy bien escondidas; de todas formas, fueron encontradas... todas excepto, quizás, una sola. Y, en efecto, son muchas las cosas que han ocurrido; y que ahora han hallado la debida explicación. E incluso llegó a ocurrir lo que más temía ella en el mundo. El más espeluznante de todos los signos agoreros. Un espejo roto. Sí, ocurrió, aunque no de la forma corriente. Pobre mujer. Pobre difunta.

Tum-ti-tum. Y otra vez: ¡TUM! No, no es que me haya vuelto loco. Sólo que emito alegres ruiditos. Alegres, con la alegría de quien le ha hecho una inocentada a alguien. Y, en efecto, menuda inocentada le he hecho a alguien. ¿A quién? Querido lector, mírate al espejo, ya que tanto parecen gustarte los espejos.

Y ahora, de repente, me siento triste: esta vez de verdad. Acabo de visualizar, con estremecedor realismo, ese cactus que teníamos en el balcón, esas habitaciones azules, las del piso que habitábamos en una de aquellas casas nuevas a estrenar y construidas en el llamado estilo moderno, una de esas pequeñas cajas sin espacio y sin-nada-que-no-sea-estrictamente-útil. Y allí, en mi mundo pulcro y ordenado, todo el desorden que Lydia era capaz de crear, el zarpazo dulzón de su barato perfume. Pero sus defectos, su inocente insipidez, esa su costumbre de internado de chicas consistente en entregarse a las risillas tontas y excitadas cuando se metía en la cama, no llegaron en realidad a fastidiarme mucho. Jamás nos peleábamos, jamás le formulé una sola queja... por grave que fuese el disparate que dijera en público, por malo que fuese su gusto para vestir. La pobrecilla, era todo lo contrario de un genio a la hora de distinguir matices. Le parecía que era suficiente con usar un solo color básico, y en cuanto lo conseguía ya había satisfecho por completo su sentido de la armonía; así, era capaz de combinar un sombrero de fieltro verde hierba con un vestido verde oliva o verde agua-del-Nilo. Le gustaba que todo tuviese «ecos». Si, por ejemplo, se ponía un fajín negro, creía imprescindible que hubiese algún detalle negro, aunque sólo fuera un pespunte o un volante del cuello. Durante los primeros años de nuestro matrimonio usaba siempre vestidos con encajes suizos. Era perfectamente capaz de ponerse un vestidito delicadísimo con unos gruesos zapatones otoñales; en fin, carecía por completo del sentido de los misterios de la armonía, lo cual estaba íntimamente relacionado con su desdichada falta de pulcritud. Su desaliño se le notaba hasta en su mismísima forma de caminar, pues solía pisar con el pie izquierdo completamente torcido.

Siempre me estremecía de horror al abrir su cómoda, en cuyos cajones solía serpentear un revuelto fárrago de trapos, cintas, trozos de seda, el pasaporte, un tulipán marchito, pedazos sueltos de pieles comidas por las polillas, un amplio surtido de anacronismos (polainas, por ejemplo, de las que llevaban las jovencitas hace siglos) y otras muestras no menos disparatadas de porquerías mil. Frecuentemente, además, caía sobre el maravillosamente organizado cosmos de mis cosas un diminuto y sucísimo pañuelo de encaje, o alguna media suelta y rota. Cualquiera hubiese dicho que sus duras rodillas eran capaces de romper todo cuanto rozaban.

Tampoco entendía ni jota acerca del funcionamiento de un hogar. Sus fiestas eran espantosas. Siempre había, en un platillo, chocolatinas rotas, como las que ofrecería a sus invitados una pobre familia de provincias. A veces me preguntaba a mí mismo ¿por qué la amo? Tal vez por el cálido iris avellana de sus plumosos ojos, o por el ondulado natural de su cabello castaño, o tal vez debido a cierto ademán especial de sus redondeados hombros. Pero probablemente la verdad fuese que la amaba porque ella me amaba a mí. Para ella yo era el hombre ideal: inteligente, con agallas. Y no había ninguno que vistiese mejor que yo. Recuerdo que, cuando estrené mi smoking, ella entrelazó las manos, se hundió en una butaca, y murmuró: «Oh, Hermann...» Aquel embeleso rozaba casi la adoración.

Con el tal vez inadecuado propósito de, embelleciendo más incluso la imagen del hombre al que ella amaba, hacerle un favor a Lydia y proporcionarle una felicidad aún mayor, me aproveché de la confianza que tenía en mi palabra para, durante los diez años que vivimos juntos, contarle un número de mentiras sobre mí, mi pasado y mis aventuras tan disparatado que excedía con mucho la capacidad de almacenamiento de mi mente, siempre presta para toda clase de referencias. Pero ella lo olvidaba todo. Su paraguas pasaba, por turnos, temporadas en casa de todos nuestros conocidos; su barra de labios aparecía en lugares tan incomprensibles como el bolsillo de la camisa de su primo; la noticia que yo había leído en el diario de la mañana me la contaba por la noche, más o menos de la siguiente forma: «Veamos, dónde lo leí, y qué era exactamente... Ay..., pero si lo tenía en la punta de la lengua... ¡Anda, ayúdame tú, por favor!» Darle una carta para que ella se encargase de echarla al correo equivalía a tirarla al río y dejar el resto a la intuición de la corriente y a los ocios piscatorios del destinatario.

Mezclaba fechas, nombres, caras. Una vez hecha una invención, jamás volvía yo sobre ella; y Lydia la olvidaba enseguida, y la anécdota se hundía hasta el fondo de su conciencia, pero siempre quedaban en la superficie los permanentemente renovados anillos de su humilde y cautivada admiración. Su amor casi cruzaba la frontera que limitaba todos sus demás sentimientos. Ciertas noches, cuando rimaban junio y plenilunio, sus pensamientos más profundamente posados se convertían en tímidos nómadas. Esta situación no duraba, y esos pensamientos no llegaban muy lejos, y el mundo volvía a cerrarse con cerrojo; un mundo, por otro lado, muy simple, tanto que la mayor complicación que podía albergar apenas si era la búsqueda de un número de teléfono que Lydia había anotado en una de las páginas de un libro que ella misma le había prestado precisamente a la persona a quien quería llamar.

Era rolliza, baja, bastante amorfa, pero a mí sólo me excitan las gorditas. De nada me sirve la señorita alargada, la moderna descarnada, la orgullosa puta lista que sube y baja por Tauentzienstrasse con sus relucientes botas bien atadas. No sólo me he sentido siempre eminentemente satisfecho por mi sumisa compañera de lecho, por sus querubínicos encantos, sino que últimamente he notado, con agradecimiento hacia la naturaleza y un estremecimiento de sorpresa, que la violencia y la dulzura de mis alegrías nocturnas crecían hasta alcanzar un vértice exquisito gracias a cierta aberración que, al parecer, no es tan infrecuente entre treintañeros hipersensibles como al principio creí. Me refiero a un conocido tipo de «disociación». En mí empezó de manera fragmentaria unos meses antes del viaje a Praga. Por ejemplo, me encontraba en cama con Lydia, llegando ya a la conclusión de la breve serie de caricias preparatorias a las que se suponía que ella tenía derecho, cuando de repente mi conciencia me decía que aquel diablillo de la Escisión se había hecho con el poder. Sepultado mi rostro en los pliegues del cuello de Lydia, y mientras sus piernas comenzaban a entrelazarme, el cenicero, golpeado, caía al suelo desde la mesilla de noche, el universo entero caía tras él... y al mismo tiempo, incomprensible y deliciosamente, me encontraba en pie, plantado en el centro mismo de la habitación, apoyada una mano en el respaldo de la silla en donde ella había dejado las medias y las bragas. La sensación de encontrarme en dos sitios a la vez me proporcionaba una excitación extraordinaria; pero esto no fue nada comparado con lo que tenía que venir después. En mi impaciencia por escindirme, me llevaba a Lydia a la cama tan pronto como terminábamos la cena. La disociación había alcanzado ahora su fase perfecta. Me sentaba en una butaca a media docena de pasos de la cama en la que Lydia había sido adecuadamente instalada y distribuida y, desde mi mágico punto de vista, contemplaba las ondulaciones y estremecimientos que recorrían de arriba abajo mi musculosa espalda, a la luz de laboratorio de una potente lámpara que, desde la mesilla de noche, hacía resaltar un destello madreperla en el rosa de sus rodillas, un brillo bronceado en la melena que se le diseminaba por la almohada... que eran los únicos pedacitos de ella que conseguía ver mientras esa espalda mía tan ancha no se apartaba para mostrar de nuevo su jadeante cara frontal al atento público. La fase siguiente llegó cuando comprendí que cuanto mayor era el intervalo que separaba mis dos yoes, mayor también era mi éxtasis; por consecuencia, decidí sentarme cada noche unos cuantos centímetros más apartado de la cama, y pronto las patas traseras de la butaca llegaron al umbral de la abierta puerta del dormitorio. Con el tiempo llegué a encontrarme sentado en la salita, mientras seguía haciendo el amor en la habitación. No bastaba. Anhelaba descubrir algún medio que me permitiera alejarme al menos cien metros del iluminado escenario en donde yo mismo estaba actuando; anhelaba contemplar esa escena del dormitorio desde un remoto anfiteatro perdido en la neblina azul bajo las alegorías flotantes de una estrellada cúpula; contemplar a una pareja, pequeña pero bien perfilada y activa, por medio de unos anteojos de ópera, unos prismáticos de campaña, un tremendo telescopio, algún instrumento óptico de poder hasta ahora desconocido y que iría creciendo en proporción a mi cada vez mayor arrobamiento. De hecho, jamás retrocedí más allá de la cómoda de la salita, e incluso en esta posición me encontré con que mi visión de la cama quedaba obstaculizada por el marco de la puerta, a no ser que abriese el armario del dormitorio y obtuviese así una visión del reflejo de la cama en el espejo o spiegeloblicuo. Hasta que, ay, una noche de abril, mientras las arpas de la lluvia gorgoteaban afrodisíacamente en la orquesta, y estaba sentado yo a la máxima distancia, en la fila quince, dispuesto a contemplar un espectáculo excepcional —y que, en efecto, había comenzado ya, con mi yo escénico en colosal forma, y más imaginativo que nunca—, me llegó, procedente de la lejana cama en la que yo creía encontrarme, el bostezo de Lydia y su voz estúpida diciéndome que, si no pensaba meterme en cama aún, le llevase el libro rojo que se había dejado en la salita. El libro se encontraba, efectivamente, en la consola junto a mi butaca, y más que llevárselo lo arrojé hacia la cama con un revoloteo de páginas agitadas. Este sobresalto tan extraño como espantoso rompió el hechizo. De repente yo era como un ave insular perteneciente a una especie que ha perdido la capacidad de elevarse en el aire y que, como el pingüino, vuela sólo en sueños. Hice los mayores esfuerzos por recobrar la escisión, y tal vez lo habría logrado a la postre, si no hubiera sido porque una obsesión nueva y maravillosa obliteró en mí todo deseo de reanudar aquellos divertidos pero más bien triviales experimentos.

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