Por lo demás, mi felicidad conyugal era completa. Ella me amaba sin reservas, sin volver la vista atrás; su devoción parecía formar parte de su naturaleza misma. No tengo ni idea del motivo por el cual he vuelto a recaer en el tiempo pasado; pero, sea como fuere, mi pluma se siente más cómoda de ese modo. Sí, ella me amaba, me amaba fielmente. Le gustaba examinar mi rostro desde aquí y desde allí; con el índice y el pulgar formando un a modo de compás, medía mis rasgos: la zona más bien espinosa que se extendía entre la base de la nariz y el labio superior, con su alargado surco central; la espaciosa frente, con sus relieves gemelos en las cejas; y la uña de su meñique seguía los pliegues que se formaban a ambos lados de mi boca, siempre cerrada e insensible a sus cosquilieos. Una cara grande y no precisamente sencilla; modelada con cierto orden especial; provista de cierto brillo en los pómulos, y con las mejillas levemente ahuecadas y, cuando llevaba dos días sin rasurar, cubiertas por un rastrojo piratesco, rojizo bajo ciertas iluminaciones, exactamente igual que la barba de él. Sólo nuestros ojos no eran del todo idénticos, pero el parecido que los unía era un simple lujo; porque los de él permanecían cerrados en aquel su cuerpo tumbado en tierra ante mí, y aunque nunca he visto en realidad, sólo sentido, mis párpados cerrados, sé que no diferían en absoluto de sus aleros oculares. Bonita expresión ésta, algo recargada pero magnífica; bienvenida sea a mi prosa. No, no me estoy excitando en lo más mínimo; mantengo un perfecto control sobre mí mismo. Si de vez en cuando aparece mi cara, como asomándose tras un seto, tal vez para fastidio del lector mojigato, en realidad sólo es para beneficio de éste: que vaya acostumbrándose así a mi semblante; entretanto, yo me reiré bajito cada vez que no sepa si se trata de mi cara o de la de Félix. ¡Estoy aquí! Y ahora he vuelto a desaparecer; ¡o quizá no fuese yo! Sólo gracias a este método puedo confiar en enseñarle una lección al lector, demostrarle que nuestro parecido no era imaginario, sino una posibilidad real, más aún... un hecho real, sí, un hecho, por fantasioso y absurdo que pueda parecer.
A mi vuelta de Praga, me encontré a Lydia metida en la cocina y dedicada a batir un huevo en un vaso, o «glugli-glogli», como lo llamábamos nosotros. «Dolor de garganta», me dijo con su voz infantil; luego dejó el vaso encima de la cocina, se secó sus labios amarillos con el revés de la muñeca, y pasó a besarme la mano. Llevaba un vestido rosa, medias rosadas, zapatillas viejas. El sol del ocaso cuadriculaba la cocina. Comenzó otra vez a revolver con la cucharilla aquella pasta espesa y amarillenta, haciendo crujir levemente los granitos de azúcar, la mezcla se mantenía aún grumosa, la cucharilla no giraba libremente ni con la aterciopelada ovalidad requerida. Sobre la cocina reposaba un viejo libro abierto. En el margen había una nota escrita por algún desconocido, con un lápiz despuntado: «Triste pero cierto», seguido por tres signos de admiración con otros tantos y vertiginosos puntos en su base. Leí por encima la frase que tan atractiva le había parecido a uno de los predecesores de mi esposa: «El amor al prójimo —dijo Sir Reginald— es un valor muy poco cotizado actualmente en la bolsa de las relaciones personales.»
—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó Lydia mientras volvía a mover enérgicamente el mango, y con la pieza en forma de caja sujeta entre las piernas. Los granos de café crujieron, intensamente olorosos; el molinillo seguía funcionando con un esfuerzo sordo y rechinante; hasta que se produjo una suavización, una aceptación; toda resistencia había desaparecido; vacío.
No sé cómo, me sentí confundido. Al igual que en un sueño. Lo que ella hacía no era moler café sino revolver un glugli - glogli.
—Habría podido ser peor —le dije, refiriéndome al viaje—. ¿Y a ti, qué tal te ha ido?
¿Por qué no le conté mi increíble aventura? Yo, capaz de inventar para ella millones de mentiras, parecía no atreverme a contarle, con aquellos mis contaminados labios, un portento verdadero. O quizá fuese otra cosa la que me contuvo. Ningún escritor le muestra al público su primer boceto; al bebé que está en la matriz nadie le llama Tom o Linda; los salvajes no les ponen nombres a los objetos de significación misteriosa o de carácter equívoco; a la misma Lydia le molestaba que yo empezara a leer un libro que ella no había terminado todavía.
Durante varios días me sentí agobiado por ese encuentro. Curiosamente, me trastornaba la idea de que, durante todo aquel tiempo, mi doble pudiese estar arrastrándose por caminos que yo ignoraba, que pasara hambre y frío y se mojara bajo la lluvia... o que incluso hubiese pillado un catarro. Anhelaba que encontrase empleo: habría sido más dulce saber que estaba abrigado y alimentado... o que, al menos, se encontraba sano y salvo en prisión. A pesar de todo, no entraba en mis cálculos tomar medidas que pudiesen mejorar sus circunstancias. No me apetecía en lo más mínimo pagarle su manutención, y habría sido de todo punto imposible encontrarle trabajo en Berlín, pues la ciudad estaba plagada de granujas. Es más, para ser del todo franco, debo decir que me parecía en cierto modo preferible mantenerle a cierta distancia de mí, como si cualquier clase de proximidad hubiese podido malograr nuestro parecido. De vez en cuando podía mandarle algo de dinero, para evitar que resbalara y pereciera en el curso de sus lejanos extravíos, y de este modo dejara de ser mi fiel representante, la copia viva y andante de mi cara... Ideas tan amables como inútiles, pues aquel hombre carecía de señas estables. Aguardemos, pues (me dije a mí mismo), hasta que, un día cualquiera de otoño, pase por la oficina de correos de cierta población de la Sajonia.
Transcurrió mayo, y el recuerdo de Félix terminó curado en mi mente. Noto, personalmente complacido, el suave discurrir de la anterior frase: el trivial tono narrativo de las dos primeras palabras, y luego ese largo suspiro de imbécil satisfacción. Los amantes de las grandes sensaciones, sin embargo, quizás estén interesados en saber que, por lo general, la palabra curar se refiere a enfermedades o heridas. Pero menciono esto sólo de pasada, y no pretendo causarle daño a nadie. Hay además otra cosa que me gustaría resaltar, a saber, que escribir está resultándome cada vez más fácil: mi relato ha cobrado ímpetu. Ya me he subido a ese autobús (mencionado al principio), y, es más, tengo un cómodo asiento de ventanilla. Y así es como solía ir cada día a mi despacho hasta que adquirí el automóvil.
Ese verano tuvo que trabajar duro el pequeño y reluciente Icaro azul. Sí, mi nuevo juguete me cautivaba. Lydia y yo solíamos montarnos en su zumbido y recorrer así el campo durante todo el día. Siempre nos llevábamos a ese primo suyo, Ardalion, que era pintor: un alma alegre, pero un pintor horrible. En cualquier caso, era pobre como un gorrión. Cuando alguien decidía salir en un retrato pintado por él, se trataba siempre de un acto de pura y simple caridad, o de debilidad de carácter (ya que el pintor llegaba a odiosos extremos de insistencia). Yo, y también seguramente Lydia, le prestaba dinero en pequeñas cantidades; y siempre se las arreglaba, claro está, para quedarse a cenar. Debía permanentes atrasos del alquiler, y cuando lo pagaba era en especie. Más exactamente, en bodegones: manzanas cuadradas sobre manteles inclinados, o fálicos tulipanes en jarrones torcidos. Todo esto era enmarcado, pagando de su propio bolsillo, por su casera, cuyo comedor me recordaba una de esas hipócritas exposiciones vanguardistas. Se alimentaba en un restaurante ruso que había sido, por utilizar su propia expresión, «abofeteado» por él, es decir, decorado con sus cuadros; a veces empleaba frases más pintorescas incluso, pues procedía de Moscú, ciudad cuyos vecinos aprecian cierto argot zumbón, saturado de jugosas trivialidades (y que no pienso tratar siquiera de reproducir aquí).
Lo más gracioso de todo era que, pese a su pobreza, se las había arreglado para comprar un pedazo de tierra, a tres horas de Berlín; mejor dicho, había logrado pagar una entrada de cien marcos, y se despreocupó del resto; de hecho, jamás tuvo intención de desembolsar ni un solo céntimo más, pues consideraba que esa tierra, fertilizada por su primer pago, había pasado a ser suya desde ese momento hasta el día del juicio. Medía de largo, aquel terreno, como dos pistas y media de tenis, y desembocaba en un lago bastante bonito. Un par de inseparables abedules con el tallo en forma de Y (o un par de parejas, si contamos también sus reflejos) crecía en esa orilla; junto con varios matorrales de aliso negro; algo más lejos se elevaban cinco pinos, y aún más allá, tierra adentro, comenzaba un brezal, cortesía del bosque cercano. El terreno no estaba vallado, por falta de dinero con el que pagar la operación. Yo abrigaba sospechas de que Ardalion esperaba que sus dueños respectivos vallasen antes las dos parcelas vecinas, con lo cual quedarían automáticamente legitimados los límites de su propiedad, y obtendría de paso la necesaria valla de forma gratuita; pero esos terrenos vecinos seguían esperando comprador. En las orillas de ese lago no había mucho negocio pues se trataba de un sitio húmedo, infestado de mosquitos y alejado del pueblo; tampoco había ninguna pista que lo uniese a la carretera, ni nadie sabía tampoco cuándo sería construida esa pista.
Fue, lo recuerdo bien, una mañana de domingo, mediado junio, cuando, cediendo a la arrobada elocuencia de Ardalion, fuimos por primera vez a ver su terreno. De camino hacia allí nos paramos a recogerle. Me pasé un buen rato haciendo mec - mec, con la vista fija en su ventana. Ventana que dormía profundamente. Lydia se llevó las manos a los labios y gritó con voz trompetera:
— ¡ Ardally -o-o!'
En una de las ventanas más bajas, justo sobre el cartel del bar (que, por su aspecto, insinuaba que Ardalion le debía dinero al local) un visillo fue violentamente apartado, y un notable con pinta de Bismarck y ataviado con un batín con brochaduras de pasamanería se asomó a mirar provisto de una trompeta de verdad.
Dejé a Lydia en el automóvil, que ahora ya había dejado de latir, y subí a llamar a su primo. Le encontré dormido. Dormía en su bañador de una pieza. Ardalion se levantó de la cama y, con silenciosa rapidez, procedió a calzarse las sandalias, ponerse una camisa azul y unos pantalones de franela; luego agarró una cartera provista de un sospechoso bulto en mitad de su mejilla, y descendimos. La expresión solemne y soñolienta de Ardalion no contribuía precisamente a añadirle encantos a su rostro de carnosa nariz. Le acomodamos en el asiento trasero descubierto.
Yo no conocía el camino. El dijo conocerlo tan bien como el Padrenuestro. Tan pronto como salimos de Berlín perdimos el rumbo. El resto del paseo consistió en ir preguntando.
—¡Feliz perspectiva para el terrateniente! —exclamó Ardalion cuando, al mediodía, pasamos por Koenigsdorf y luego, acelerando más, cruzamos una carretera que dijo conocer—. Ya te avisaré cuando tengas que torcer. ¡Ah, mis viejos árboles, yo os saludo!
—No hagas el tonto, Ardy —le dijo plácidamente Lydia.
A ambos lados se extendían unos baldíos de la variedad arena-y-brezo, con algún que otro pino joven de vez en cuando. Luego, más adelante, el paisaje cambiaba un poco; teníamos ahora a nuestra derecha un sembrado corriente, con un borde oscuro y boscoso a cierta distancia. Ardalion volvió a alborotar. En el lado derecho de la carretera crecía un poste de color amarillo muy vivo, y en ese punto se ramificaba en ángulo recto una pista apenas discernible, el fantasma de una carretera en desuso, que más adelante expiraba entre lampazo y avena.
—En este recodo hemos de torcer —dijo Ardalion dándose muchos aires, y luego, con un repentino gruñido, cayó proyectado sobre mí, pues yo había aplicado los frenos.
¿Sonríes, amable lector? Sí, ¿acaso hay algo que te lo impida? Un día agradable de verano y un pacífico paisaje campestre; un artista tan tonto como bienhumorado y un poste junto a la carretera... Ese poste amarillo... Erigido por el vendedor de las parcelas, perfectamente visible en su brillante soledad, hermano errante de esos otros postes pintados que, diecisiete kilómetros más lejos, camino del pueblo de Waldau, guardaban como centinelas unas hectáreas más tentadoras y caras, ese poste amarillo llegó a convertirse posteriormente para mí en una idea fija. Claramente recortado y amarillo en mitad del paisaje borroso, se alzó a partir de entonces en mis sueños. Y su posición sirvió para orientar mis fantasías. Todos mis pensamientos revertían al poste, y el poste comenzó a brillar, fiel faro, en la oscuridad de mis especulaciones. Hoy tengo la sensación de que, cuando lo vi por vez primera, lo reconocí: me resultó tan familiar como una cosa futura. Tal vez me equivoco; tal vez la mirada que le eché fue del todo indiferente, y mi única preocupación consistió en no rozarlo con el guardabarros al describir la curva; de todos modos, cuando hoy lo recuerdo no consigo separar ese primer encuentro de su más maduro desarrollo.
El camino, tal como ya he indicado, se perdía, se borraba; el auto crujió, enfadado, al rebotar en los baches; frené y me encogí de hombros.
—Sugiero, Ardy —dijo Lydia—, que lo dejemos correr y nos vayamos a Waldau; ¿no dijiste que allí había un lago muy grande con una cafetería o algo así?
—De eso nada —replicó excitadamente Ardelion—. En primer lugar, porque por ahora la cafetería no es más que un proyecto, y en segundo lugar porque yo también tengo un lago. Vamos —prosiguió, dirigiéndose a mí—, pon en marcha este cacharro. No te arrepentirás.
Frente a nosotros, en un terreno algo más elevado, y a una distancia de unos noventa metros, comenzaba un pinar. Lo miré y... bueno, juro que tuve la misma impresión que si ya lo conociese. Sí, eso es, ahora consigo expresarlo con claridad: tuve sin duda esa extraña sensación; no he añadido este detalle posteriormente. Y ese poste amarillo... Qué significativamente me miró cuando volví la vista hacia él... como diciéndome: «Estoy aquí, a tu servicio...» Y esos pinos que me miraban con una corteza que parecía una tensa y rojiza piel de serpiente, y ese pellejo verde, erizado del revés por el viento; y ese abedul desnudo al borde del bosque (vamos a ver, ¿por qué he escrito «desnudo»? No había llegado todavía el invierno, el invierno era aún remoto), y el día tan balsámico y casi desprovisto de nubes, y las tartamudeantes cigarras tratando celosamente de decir algo que empezaba por z... Sí, no hay engaño posible: todo aquello tenía un significado.
—¿Te molesta que te pregunte... por dónde quieres que vaya? No veo ningún camino.
—Oh, no seas tan quisquilloso —dijo Ardalion—. Adelante, hijo, sigue recto al frente, desde luego. Por allí, por esa abertura. En cuanto lleguemos al bosque, no queda más que una corta carrera hasta mis posesiones.
—¿No sería mejor apearse e ir andando? —propuso Lydia.
—Tienes toda la razón —repliqué yo—. A nadie se le ocurriría, ni soñando, robar un coche nuevo abandonado en un sitio como éste.