Annotation
Krug se detuvo en el portal y contempló la cara de ella, vuelta hacia arriba. El movimiento (pulsación, radiación) de sus facciones (diminutas ondas arrugadas) se debía a que estaba hablando, y él se dio cuenta de que este movimiento duraba ya desde hacía un rato. Posiblemente, desde que estaban bajando las escaleras del hospital. Con sus marchitos ojos azules y su largo y arrugado labio superior, la mujer se parecía a alguien que él conocía desde hacía años pero a quien no podía recordar —curioso. Una vía lateral de indiferente conciencia le permitió reconocerla como la enfermera jefe. La continuación de su voz se hizo real, como si una aguja hubiese encontrado el surco. Su surco en el disco de la mente de él. De su mente que había empezado a girar al detenerse él en el portal y mirar hacia abajo, a la cara levantada de ella. El movimiento de sus facciones era ahora audible.
Vladimir Nabokov
BEND SINISTER
Traducción de
J. FERRER ALEU
Este libro se ha publicado originalmente en inglés con el título de
BEND SINISTER
INTRODUCCIÓN
El libro quedó terminado una cálida noche de lluvia, más o menos como la que describió al final del capítulo XVIII. Un amable amigo, Edmund Wilson, leyó la copia mecanograliada y recomendó el libro a Alien Tate, el cual lo hizo publicar por Holt en 1947. Yo estaba profundamente sumido en otros trabajos, pero no dejé de advertir el poco ruido que armó. Que recuerde, sólo dos semanarios, Timey The New Yorker, según creo, lo alabaron.
El término «barra siniestra» significa una faja o tira heráldica que parte del ángulo siniestro (y que, común pero incorrectamente, se considera signo de bastardía). Su elección como título fue un intento de sugerir un perfil quebrado por refracción, una distorsión en el espejo del ser, un mal giro dado por la vida, un mundo siniestro, en ambos sentidos de la palabra. El inconveniente del título está en que el lector solemne, que busca en una novela «ideas generales» o «interés humano» (que es casi lo mismo), se sienta inducido a buscarlos en ésta.
Existen pocas cosas más aburridas que una discusión de ideas generales, impuesta por el autor o el lector, sobre una obra de ficción. El objeto de este prólogo no es mostrar que Barra siniestrapertenece o deja de pertenecer a la «literatura seria» (que es un eufemismo de la profundidad superficial y de la siempre bien recibida vulgaridad). Nunca me ha interesado la llamada literatura de comentario social (en la jerga periodística y comercial: «grandes libros»). No soy «sincero». No soy «provocador». No soy «satírico». No soy didáctico ni suelo alegorizar. La política y la economía, las bombas atómicas, las formas de arte primitivas o abstractas, todo el Oriente, los síntomas de «deshielo» en la Rusia soviética, el Futuro de la Humanidad, etc., me dejan absolutamente indiferente. Como en el caso de mi Invitation to a Beheading—con el cual tiene este libro visibles afinidades—, una comparación automática de Barra siniestracon las creaciones de Kafka o los tópicos de Orwell sólo serviría para demostrar que el autómata no ha leído al gran escritor germano ni al mediocre escritor inglés.
De manera parecida, la influencia de mi época en el presente libro es tan insignificante como la influencia de mis libros, o al menos de éste, en mi época. Desde luego, pueden percibirse ciertos reflejos en el cristal, causados directamente por los idiotas y despreciables regímenes que todos conocemos y que me rozaron en el curso de mi vida: mundos de tiranía y de tortura, de fascistas y bolcheviques, de pensadores filisteos y de mandriles de botas altas. También es indudable que, sin estos infames modelos ante mí, no habría podido mechar esta fantasía con fragmentos de discursos de Lenin, un trozo de la Constitución soviética y pedazos de seudoeficiencia nazi.
Aunque el sistema de retener personas como rehenes es tan viejo como la más antigua guerra, se introduce un matiz más nuevo cuando un Estado tiránico está en guerra con sus propios subditos y puede tomar a cualquier ciudadano como rehén, sin ninguna ley que lo restrinja. E incluso hubo un perfeccionamiento más reciente, consistente en el uso sutil de lo que llamaré «la palanca del amor» —diabólico método (aplicado con gran éxito por los soviéticos) de atar a un rebelde a su desdichado país con las retorcidas cuerdas de su propio corazón. Sin embargo, es de observar que, en Barra siniestra, el todavía joven Estado policíaco de Paduk —donde cierto embotamiento del ingenio es un rasgo nacional del pueblo (aumentando con ello las posibilidades de confusiones y chapucerías, tan típicas, a Dios gracias, de todas las tiranías)— va retrasado, en relación con los regímenes actuales, en el empleo afortunado de esta palanca del amor, el cual busca al principio bastante a tientas, perdiendo tiempo en la inútil persecución de los amigos de Krug, y sólo advirtiendo por casualidad (en el capítulo XV) que, apoderándose de su hijo pequeño, se le puede obligar a hacer lo que se quiera.
El argumento de Barra siniestrano gira realmente alrededor de la vida y la muerte en un grotesco Estado policíaco. Mis personajes no son «tipos» ni portadores de tal o cual «idea». Paduk, el abyecto dictador y ex condiscípulo de Krug (indefectiblemente atormentado por los chicos, indefectiblemente mimados por el celador del colegio); el doctor Alexander, agente del Gobierno; el inefable Hustav; el frío Crystalsen y el desventurado Kolokololiteishchikov; las tres hermanas Bachofen; el chusco policía Mac; los brutales e imbéciles soldados: todos ellos son sólo absurdos espejismos, ilusiones opresivas para Krug, durante su breve lapso de existencia, pero que se desvanecen, inofensivos, cuando yo despido a los actores.
El tema principal de Barra siniestra lo constituyen, pues, los latidos del amante corazón de Krug, la tortura y la intensa ternura a que se ve sometido..., y, si se escribió este libro y creo que debe ser leído, es por mor de las páginas referentes a David y su padre. Otros dos temas acompañan al principal: el tema de la estúpida brutalidad que frustra su propio objetivo al destruir al niño verdadero y conservar el equivocado; y el tema de la bendita locura de Krug, cuando percibe súbitamente la simple realidad de las cosas y sabe, aunque no puede expresarlo en palabras de su mundo, que él y su hijo y su esposa y todos los demás son meramente antojos y jaquecas míos.
¿Formulo por mi parte algún juicio, pronuncio alguna sentencia, doy alguna satisfacción al sentido moral? Si unos imbéciles y unos brutos pueden castigar a otros brutos e imbéciles, y si el crimen conserva aún un significado objetivo en el mundo insensato de Paduk (todo lo cual es muy dudoso), podemos afirmar que el crimen es castigado al final del libro, cuando los uniformados muñecos de cera padecen de verdad, y los testaferros sufren por fin un terrible dolor, y la linda Mariette sangra lentamente, pinchada y desgarrada por la lujuria de cuarenta soldados.
La trama empieza a fraguarse en el caldo brillante de un charco de lluvia. Krug observa el charco desde una ventana del hospital donde se está muriendo su esposa. El charco oblongo, con la forma de una célula a punto de escindirse, reaparece como una música temática a lo largo de toda la novela, como un borrón de tinta en el capítulo IV; como una mancha de tinta en el capítulo V; como leche derramada en el XI; como un pensamiento ciliado, parecido a un infusorio, en el XII; como la huella fosforescente de un pie de un isleño en el capítulo XVIII, y como la marca que deja un alma en la textura íntima del espacio, en el párrafo final. El charco, avivado y reavivado de esta suerte en la mente de Krug, permanece ligado a la imagen de su esposa, no sólo porque él ha contemplado el inserto ocaso desde el lecho de muerte de ella, sino también porque este charquito le hace evocar vagamente el eslabón que nos une: un desgarrón en este mundo, que conduce a otro mundo de ternura, de brillantez y de belleza.
Una imagen contigua, que habla aún más elocuentemente de Olga, es la visión de ésta despojándose de sí misma, de sus joyas, del collar y la tiara de la vida terrena, delante de un resplandeciente espejo. Este cuadro aparece seis veces en el curso de un sueño, entre el líquido, recuerdos refractados por el sueño, de la muchachez de Krug (capítulo V).
La paranomasia es una especie de epidemia verbal, una enfermedad contagiosa en el mundo de las palabras; no es de extrañar que éstas aparezcan monstruosa y torpemente retorcidas en Padukgrado, donde cada cual es simplemente un anagrama de todos los demás. El libro abunda en distorsiones estilísticas, como retruécanos cruzados con anagramas (en el capítulo II, la circunferencia rusa, krug, se convierte en un pepino teutónico, gurk, con una alusión adicional a Krug invirtiendo su trayecto sobre el puente); sugestivos neologismos (la amorandola —una guitarra local); parodias de tópicos narrativos («que había oído las últimas palabras» y «que parecía ser el jefe del grupo», capítulo II); transposiciones («silencio» y «ciencia», saltando a la una la mula en el capítulo XVII, y, desde luego, hibridación de lenguas.
El idioma del país, tal como se habla en Padukgrado y en Omigod, y también en el valle del Kur, en los montes Sakra y en la región del Lago Malheur, es una mezcla híbrida de eslavo y germánico, con un fuerte acento kuraniano en todo él (especialmente acusado en las eyaculaciones de dolor); pero el ruso y el alemán familiares son también empleados por representantes de todos los grupos, desde el vulgar soldado elkwilistahasta el intelectual discriminador. Por ejemplo, Ember, en el capítulo VII, da a su amigo una muestra de los tres primeros versos del soliloquio de Hamlet(Acto III, Escena I) traducidos a la lengua vernácula (con una seudoerudita interpretación del primer verso, tomado para referirse a la proyectada muerte de Claudius, a saber, «¿tiene que ser o no ser el asesinato?»). Lo cual continúa con una versión rusa de parte del parlamento de la Reina en el Acto IV, Escena VII (también con la introducción de un escolio) y una espléndida traducción al ruso del pasaje en prosa del Acto III, Escena II, que empieza «Would not this, Sir, and a forest of feathers...». Los problemas de traducción, las fluidas transiciones de una lengua a otra, las semánticas transparencias que tienden capas de un sentido que se encoge o se dilata, son tan características de Sinisterbad como lo son los problemas monetarios de tiranías más conocidas.
Es este espejo deformante de terror y de arte, una seudocita tomada de oscuros shakespearinismos (capítulo III) produce de algún modo, a pesar de su falta de significación literal, la confusa imagen diminutiva de la acrobática hazaña que, tan espléndidamente, nos da un brillante final con vistas al capítulo siguiente. Una selección casual de incidentes yámbicos entresacados de la prosa de Moby Dick aparece disfrazada de «un famoso poema americano» (capítulo II). Si el «almirante» y su «flota», en un manido discurso oficial (capítulo IV), son mal interpretados por el viudo, que oye «animal» y sus «pies», esto se debe a que la casual referencia que acaba de hacerse a un hombre que pierde a su esposa, oscurece y deforma la frase siguiente. Cuando Ember recuerda, en el capítulo III, cuatro novelas de gran éxito, el alerta viajero no puede dejar de advertir que los títulos de tres de ellas forman, aproximadamente, la orden fijada en los lavabos de No Tirar de la Cadena cuando el Tren pasa por Ciudades y Pueblos, mientras que el cuarto alude a la vana Canción de Bernadette, de Werfel, medio santita y medio bombón. De manera parecida, al principio del capítulo VI, donde se mencionan otras novelas populares del día, una ligera desviación en el espectro del significado sustituye el título Lo que el viento se llevó (sisada de Cynara, de Dowson) por el de Rosas lanzadas (sisada del mismo poema), y una fusión de dos novelas baratas (de Remarque y Solojov) produce la límpida Sin novedad en el Don.
Stephan Mallarmé dejó tres o cuatro bagatelas inmortales, entre las que se cuenta L'Aprés-Midi d'un Faune(La siesta de un fauno) (redactada por primera vez en 1865). Krug está obsesionado por un pasaje de esta voluptuosa égloga, donde el fauno acusa a la ninfa de desprenderse de su abrazo «sans pitié du sanglot dont j'étais encore ivre» («sin apiadarse del sollozo que aún me emborrachaba»). Fragmentos de este verso resuenan en todo el libro, brotando, por ejemplo, en el malarma ne don jedel lamento del doctor Azureus (capítulo IV) y en el donje te zankorivde Krug, cuando, con aire de disculpa, interrumpe el beso del estudiante y su pequeña Carmen (prefiguración de Mariette), en el mismo capítulo. También la muerte es una despiadada interrupción; la fuerte sensualidad del viudo busca una patética salida en Mariette, pero, cuando ase ávidamente las caderas de la improvisada ninfa a la que está a punto de gozar, el ensordecedor ruido en la puerta rompe para siempre el palpitante ritmo.
Tal vez me preguntaréis si vale la pena que un autor cree y distribuya estas delicadas marcas, cuya naturaleza exige que no sean demasiado visibles. ¿Quién se molestará en advertir que Pankrat Tzikutin, el andrajoso y viejo pogromista (capítulo XIII), es Sócrates Hemlocker; que «el niño es atrevido», en la alusión a la inmigración (capítulo XVIII), es una frase hecha que se emplea para probar la habilidad en la lectura de un presunto ciudadano americano; que Linda no hurtó a fin de cuentas el pequeño buho de porcelana (principio del capítulo X); que los pihuelos del patio (capítulo VII) han sido dibujados por Saul Steinberg; que el «padre de otra doncella del río» (capítulo VII) es James Joyce, que escribió El lago Winnipeg( ibid.), y que la última palabra del libro no es un error de imprenta (como supuso, en el pasado, al menos un corrector de pruebas)? A la mayoría, ni siquiera les importará haber pasado todo esto por alto; los hombres de buena voluntad traerán sus propios símbolos y móviles, y radios portátiles, a mi pequeña fiesta; los irónicos señalarán la fatuidad fatal de mis explicaciones en este prólogo y me aconsejarán que ponga notas la próxima vez (las notas siempre parecen cómicas a ciertas mentalidades). Sin embargo, a la larga, lo único que cuenta es la satisfacción privada del autor. Raras veces releo mis libros, y, cuando lo hago, es con el fin utilitario de revisar una traducción o de comprobar una nueva edición; pero, cuando los repaso, lo que más me gusta es el murmullo, en la orilla, de este o aquel tema escondido.