Barra siniestra - Набоков Владимир Владимирович 2 стр.


Así, en el segundo párrafo del capítulo V, aparece la primera insinuación de que hay «alguien que sabe» —un misterioso intruso que aprovecha el sueño de Krug para transmitir su propio y peculiar mensaje cifrado. El intruso no es el Charlatán Vienes (todos mis libros deberían ser titulados de Freudianos, Prohibido el Paso), sino una deidad antropomorfa encarnada por mí. En el último capítulo del libro, esta deidad siente una punzada de piedad por sus criaturas y se apresura a actuar. Krug, en un súbito estallido de locura, comprende que está en buenas manos: nada importa realmente en el mundo, no hay nada que temer, y la muerte sólo es una cuestión de estilo, un simple recurso literario, una resolución musical. Y mientras la rosada alma de Olga, simbolizada ya en un capítulo anterior (IX), zumba en la húmeda oscuridad de la ventana iluminada de mi habitación, Krug regresa tranquilamente al seno de su Hacedor.

9 de setiembre de 1963

VLADIMIR NABOKOV

Montreux

CAPÍTULO PRIMERO

Un charco oblongo engastado en el tosco asfalto; como la caprichosa huella de un pie llena hasta el borde de azogue; como un agujero espatulado a través del cual puede verse el cielo inferior. Rodeado, según advierto, por una difusa y negra humedad tentacular, en los lugares donde se habían pegado algunas pardas y opacas hojas muertas. Ahogadas, diría yo, antes de que el charco se redujese a su tamaño actual.

Yace en la sombra, pero contiene una muestra del brillo más alejado, de un sitio donde hay árboles y dos casas. Mirad desde más cerca. Sí, refleja un fragmento de pálido cielo azul —un tono suave e infantil de azul— que pone un regusto de leche en mi boca, porque, hace treinta y cinco años, tenía yo una taza de este color. También refleja una breve maraña de ramitas desnudas y la parda cavidad de una rama más gruesa cortada por su borde, y una barra transversal de brillante color crema. Se te ha caído algo, esto es tuyo, casa cremosa bajo el sol en la lejanía.

Cuando el viento de noviembre tiene uno de sus recurrentes estremecimientos helados, un rudimentario torbellino de ondas diminutas arruga la brillante superficie del charco. Dos hojas, trilobuladas, que parecen dos bañistas temblorosos que llegan corriendo para nadar, son arrastrados por su ímpetu hasta el centro, donde amaran de súbito y flotan completamente planas. Las cuatro y veinte minutos. Vista desde una ventana de hospital.

Árboles de noviembre, álamos, según creo, dos de los cuales brotan directamente del asfalto: todos ellos bajo el frío y brillante sol, con sus cortezas relucientes y llenas de estrías, y una intrincada red de innumerables ramitas pulidas y desnudas —oro viejo—, pues ellas son las que reciben mayor cantidad del falsamente suave sol de allá en lo alto. Su inmovilidad contrasta con el espasmódico temblor del reflejo en el charco —pues la emoción visible de un árbol es la masa de sus hojas, y apenas si quedan más de treinta y siete o cosa así, aquí y allá, en uno de los lados del árbol. Sólo llamean un poco; su matiz es neutro, pero bruñido por el sol hasta darle el mismo, color de icono de los enredados trillones de ramitas. Desmayado azul del cielo cruzado por pálidos e inmóviles mechones de nubes superpuestas.

La operación no ha tenido éxito y mi esposa va a morir.

Más allá de una valla baja, al sol, en la brillante desolación, la fachada de una casa pizarreña tiene como marco dos pilastras laterales de color crema y una ancha, vacía y descuidada cornisa: la capa de azúcar de un pastel que ha envejecido en la tienda. De día, las ventanas parecen negras. Son en número de trece; celosía blanca, postigos verdes. Todo muy claro, pero el día ya no durará. Algo se ha movido en la negrura de una ventana: un ama de casa sin edad abre —abe, solía decir mi dentista, un tal doctor Wollison, cuando yo tenía aún los dientes de leche— la ventana, sacude algo, y ya puede cerrar.

La otra casa (a la derecha, más allá de un garaje que sobresale) es ahora completamente dorada. Los álamos de mil ramas proyectan sus ascendentes tiras de sombra de alambique sobre ella, entre sus propios miembros extendidos y curvados, pulidos y sombreados de negro. Pero todo se desvanece, se desvanece; ella solía sentarse en el campo, a pintar una puesta de sol que nunca permanecía, y un rapazuelo campesino, muy pequeño y callado y vergonzoso a pesar de su persistencia de ratón, se quedaba plantado junto a su codo, y miraba el caballete, los colores y el húmedo pincel de acuarela, erguido como la lengua de una serpiente —pero el ocaso se iba, dejando sólo una barahúnda de purpúreos restos del día, amontonados de cualquier manera —ruinas, chatarra.

La moteada fachada de aquella otra casa está cruzada por una escalera exterior, y la buharda a la que conduce aparece ahora tan brillante como lo estaba el charco —pues éste ha cambiado ahora a un blanco líquido y opaco, de modo que parece una copia acromática de la pintura que antes hemos visto.

Probablemente, nunca olvidaré el verde mate del estrecho prado de delante de la primera casa (la moteada se levanta a uno de sus lados, oblicuamente). Un prado desgreñado y ralo, con una raya de asfalto en medio, y todo incrustado de pálidas hojas pardas. Los colores se van. Hay un último destello en la ventana a la que todavía conducen los peldaños del día. Pero todo ha acabado y si encendiesen las luces en el interior, éstas matarían lo que queda del día exterior. Los jirones de nubes se tiñen con rubor de carne, y los trillones de ramitas se están volviendo sumamente distintas: y ahora ya no hay color aquí abajo: las casas, el prado, la valla, las vistas intermedias, todo ha sido atenuado hasta un gris castaño rojizo. ¡Oh!, el cristal del charco es de un malva brillante.

Han encendido las luces en la casa en que estoy, y se ha extinguido la vista de la ventana. Todo tiene una negrura de tinta, bajo un cielo de tinta azul pálida —«sale azul, escribe negro», como se decía en un frasco de tinta; pero no lo hacía, como no lo hace el cielo, y sí los árboles con sus trillones de ramitas.

CAPITULO II

Krug se detuvo en el portal y contempló la cara de ella, vuelta hacia arriba. El movimiento (pulsación, radiación) de sus facciones (diminutas ondas arrugadas) se debía a que estaba hablando, y él se dio cuenta de que este movimiento duraba ya desde hacía un rato. Posiblemente, desde que estaban bajando las escaleras del hospital. Con sus marchitos ojos azules y su largo y arrugado labio superior, la mujer se parecía a alguien que él conocía desde hacía años pero a quien no podía recordar —curioso. Una vía lateral de indiferente conciencia le permitió reconocerla como la enfermera jefe. La continuación de su voz se hizo real, como si una aguja hubiese encontrado el surco. Su surco en el disco de la mente de él. De su mente que había empezado a girar al detenerse él en el portal y mirar hacia abajo, a la cara levantada de ella. El movimiento de sus facciones era ahora audible.

Pronunció la palabra que significaba «luchando» con acento noroccidental: fakhtungen vez de fahtung. La persona (¿varón?) a quien se parecía se asomó entre la niebla y desapareció antes de que él pudiese identificarla o identificarle.

—Todavía están luchando —dijo—...oscura y peligrosa.

La ciudad está a oscuras, las calles son peligrosas. En realidad, debería pasar aquí la noche... En una cama del hospital ( gospitalisha kruvka) —de nuevo aquel acento de las tierras pantanosas, y él se sintió como un pesado cuervo ( kruv) volando contra el ocaso—. Por favor. O al menos podría esperar al doctor Krug, que tiene coche.

—No es pariente mío —dijo él—. Pura coincidencia.

—Lo sé —dijo ella—, pero, en todo caso, usted no debería no debería no debería —(la palabra siguió rodando, como si hubiese gastado su sentido).

—Tengo un salvoconducto. —dijo él.

Y, abriendo su cartera, consiguió desplegar el papel en cuestión con dedos temblorosos. Tenía unos dedos gruesos y (veamos) chapuceros (esto es) que siempre temblaban ligeramente. Chupaba metódicamente el interior de sus mejillas, y éstas chascaban también ligeramente, cuando desplegaba algo. Krug —pues éste era el hombre— mostró a la mujer el borroso papel. Era un hombrón cansado, que andaba algo encorvado.

—Esto no le servirá de nada —gimió ella—. Una bala perdida puede alcanzarle.

(Como puede verse, la buena mujer pensaba que las balas estaban todavía flukhtung en la noche, como restos meteóricos del tiroteo terminado hacía tiempo.)

—No me interesa la política —dijo él—. Y sólo tengo que cruzar el río. Un amigo mío vendrá a arreglar las cosas mañana por la mañana.

Dio una palmada en el codo de la mujer y siguió su camino.

Cedió, con todo el placer que podía haber en el acto, a la suave y cálida presión de las lágrimas. Pero la sensación de alivio duró poco, pues, en cuanto las dejó fluir, se volvieron atrozmente cálidas y abundantes, hasta el punto de cortarle la visión y la respiración. Caminó a través de una niebla espasmódica por la empedrada calle de Omigod, en dirección al malecón. Trató de aclararse la garganta, pero esto sólo provocó otro sollozo entrecortado. Ahora lamentaba haber cedido a aquella tentación, pues ya no podía dejar de ceder y el hombre palpitante que llevaba dentro estaba empapado. Como de costumbre, distinguió entre el hombre tembloroso y el que miraba hacia delante: miraba hacia delante con interés, con simpatía, con un suspiro o con blanda sorpresa. Ésta era la última fortaleza de un dualismo que aborrecía. La raíz cuadrada de uno es uno. Notas marginales, recordatorios. El desconocido observando en silencio los torrentes de dolor local desde una orilla abstracta. Una figura familiar, aunque anónima y solitaria. Me vio llorar cuando yo tenía diez años y me condujo a un espejo, en una habitación no utilizada (con una jaula de loro vacía en el rincón), de modo que pudiese estudiar mi cara deshecha. Me había escuchado, arqueando las cejas, cuando yo decía cosas que no hubiese debido decir. En todas las máscaras que yo probaba, había rendijas para sus ojos. Incluso en todos los momentos en que me mecía la convulsión más apreciada por los hombres. Mi salvador. Mi testigo. Y ahora buscó Klug el pañuelo, que era una confusa burbuja blanca en las profundidades de su noche particular. Habiéndolo sacado al fin de un laberinto de bolsillos, restregó y enjugó el oscuro cielo y las casas amorfas; y entonces vio que se acercaba al puente.

Otras noches, solía haber una hilera de luces ligeramente cantarínas, una incandescencia métrica que cada paso escandía y prolongaba con reflejos sobre el agua negra y serpenteante. Esta noche sólo había un resplandor difuso en el punto en que un Neptuno de granito se erguía sobre su cuadrada roca, la cual continuaba como parapeto, el cual se perdía entre la niebla. Al acercarse Krug, arrastrando regularmente los pies, dos soldados ekwilistas le cerraron el paso. Otros acechaban en los alrededores, y, cuando una linterna se movió, con arrogancia, para escrutarle, Krug descubrió a un hombrecillo vestido de meshchaniner(pequeño burgués) que, cruzado de brazos, esbozaba una sonrisa enfermiza. Los soldados (curiosamente, ambos tenían la cara picada de viruela) pedían, según comprendió Krug, su documentación (la de Krug). Mientras buscaba desmañadamente el salvoconducto, le dijeron que se diese prisa y mencionaron una breve aventura amorosa que habían tenido, o que tendrían, o que le invitaban a tener con su madre.

—Dudo —dijo Krug, mientras seguía hurgando en sus bolsillos— de que estas fantasías que surgieron como gorgojos de antiguos tabúes pudiesen transformarse realmente en actos, y esto por varias razones. Aquí está (casi se me cayó cuando hablaba con la huérfana..., quiero decir, la enfermera).

Lo agarraron como si hubiese sido un billete de cien coronas. Mientras sometían el salvoconducto a una minuciosa inspección, él se sonó la nariz y empezó a meter despacio el pañuelo en el bolsillo izquierdo de su abrigo, pero lo pensó mejor y lo pasó al bolsillo derecho del pantalón.

—¿Qué es esto? —preguntó el más gordo de los dos, señalando una palabra con la uña del pulgar aplicado sobre el papel.

Krug, calándose las gafas para leer, miró por encima de la cabeza del hombre.

—Universidad —contestó—. Un lugar donde enseñan cosas. Nada importante.

—No; esto —dijo el soldado.

—¡Oh! «Filosofía». Usted ya sabe. Cuando trata de imaginar un mirok (pequeña patata rosada) sin la menor referencia a cualquiera de lo que ha comido o comerá.

Hizo un vago ademán con las gafas y las deslizó en su rincón de lectura (bolsillo de la chaqueta).

—¿Adónde va? ¿Por qué está haraganeando cerca del puente? —preguntó el soldado gordo, mientras su compañero trataba a su vez de descifrar el salvoconducto.

—Todo tiene explicación —respondió Krug—. Desde hace unos diez días, he ido todas las mañanas al «Hospital Prinzin». Asunto particular. Ayer, mis amigos me dieron este documento, porque pensaron que el puente estaría vigilado después de anochecer. Mi casa está en el lado sur. Hoy regreso a ella más tarde que de costumbre.

—¿Paciente o doctor? —preguntó el soldado más flaco.

—Permitan que les lea lo que dice este papel —replicó Krug, alargando una mano solícita.

—Léalo y yo lo sostendré —dijo el flaco, sosteniendo el papel cabeza abajo.

—La inversión —dijo Krug— no me preocupa, pero necesito mis gafas.

Y volvió a la acostumbrada pesadilla del abrigo, la chaqueta, los bolsillos del pantalón, y encontró un estuche de gafas vacío. Se dispuso a continuar la búsqueda.

—¡Manos arriba! —gritó el soldado gordo, con histérica brusquedad.

Krug obedeció, sosteniendo el estuche en alto.

La parte izquierda de la luna estaba tan sombreada que resultaba casi invisible en la charca de claro pero oscuro éter a través de la cual parecía navegar rápidamente, ilusión debida al movimiento en dirección a la luna de unas nubéculas de chinchilla; en cambio, la parte derecha, un lado o mejilla algo porosa pero bien empolvada con talco, permanecía vivamente iluminada por el resplandor, aparentemente artificial, de un sol invisible. Un efecto de conjunto muy notable.

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