—¡Calla! Espera a que me haya marchado. No difames en mi presencia a la más honesta de las mujeres. ¡No lo consentiría!
Se ahogaba de furor.
—¡Oh Mitia! —exclamó Fiodor Pavlovitch, haciendo esfuerzos por llorar—. ¿Es que te olvidas de la maldición paterna? ¿Qué será de ti si te maldigo?
—¡Miserable hipócrita! —rugió Dmitri Fiodorovitch.
—¡Ya ven ustedes cómo trata a su padre, a su propio padre! ¿Qué hará con los demás? Escuchen, señores: hay un hombre pobre, pero honorable; un capitán separado del ejército a consecuencia de una desgracia, no de un juicio; un hombre honorable que tiene a su cargo una familia numerosa. Pues bien, hace tres semanas, Dmitri Fiodorovitch lo cogió de la barba en una taberna, lo sacó a rastras a la calle y lo golpeó delante de todo el mundo, únicamente porque este hombre está encargado de mis intereses en cierto asunto.
—¡Todo eso es falso! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, temblando de cólera—. La parte exterior es verdad, pero el fondo es todo una mentira. No pretendo justificar mi conducta. Declaro que me conduje brutalmente con ese capitán y que ahora lo lamento y me horrorizo de mi brutalidad. Pero ese capitán, el encargado de tu negocio, visitó a esa mujer que tú llamas «sirena» y le propuso en tu nombre endosar los pagarés firmados por mí que tienes en tu poder, con objeto de perseguirme y hacerme detener, en caso de que yo apretase demasiado en el arreglo de nuestras cuentas. Si quieres verme en la cárcel, es sólo por celos, porque has rondado a esa mujer. Estoy al corriente de todo: ella misma lo ha contado, burlándose de ti. Así es, reverendos padres, este hombre, este padre que acusa a su hijo de proceder mal. Ustedes son testigos. Perdonen mi cólera. Ya presentía yo que este pérfido viejo nos había convocado aquí para provocar un escándalo. He venido con la intención de perdonarlo si me hubiera tendido la mano, de perdonarlo y de pedirle perdón. Pero como acaba de insultarme y de insultar a esa noble joven, cuyo nombre, por respeto, no quiero pronunciar, puesto que no es necesario, he decidido desenmascararlo públicamente, aunque sea mi padre.
No pudo continuar. Sus ojos centelleaban y respiraba con dificultad. Todos los reunidos daban muestras de emoción, excepto el starets, y todos se habían levantado nerviosamente. Los religiosos habían adoptado una expresión severa, pero esperaban oír a su viejo maestro. Éste estaba pálido, no de emoción, sino a causa de su enfermedad. Una sonrisa de súplica se dibujaba en sus labios. A veces había levantado la mano para poner freno a la violencia de la disputa. Hubiera podido poner fin a la escena con un solo gesto, pero, con los ojos impávidos, parecía esforzarse en comprender algún detalle que no veía claro. Al fin, Piotr Alejandrovitch se sintió definitivamente herido en su dignidad.
—Todos somos culpables de este escándalo —declaró con vehemencia—; pero yo no preveía esto cuando venía hacia aquí, aunque sabía en compañía de quién estaba. Hay que terminar enseguida. Reverendo starets, le aseguro que yo no conocía exactamente todos los detalles que aquí se han revelado: no podía creer en ellos. El padre tiene celos del hijo a causa de una mujer de mala vida, y procura entenderse con esta mujer para encarcelar al hijo... ¡Y se me ha hecho venir aquí en compañía de semejante hombre...! Se me ha engañado, lo mismo que se ha engañado a los demás.
—Dmitri Fiodorovitch —gritó de pronto Fiodor Pavlovitch con una voz que no parecía la suya—, si no fueras mi hijo, ahora mismo lo retaría a un duelo, a pistola, a tres pasos y a través de un pañuelo, ¡si, a través de un pañuelo! —repitió en el colmo del furor.
Los viejos farsantes que han mentido durante toda su vida, se compenetran a veces de tal modo con su papel, que tiemblan y lloran de emoción, aunque en el mismo momento, o inmediatamente después, puedan decirse: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; sigues representando un papel, a pesar de tu indignación sincera.»
Dmitri Fiodorovitch miró a su padre con un desprecio indecible.
—Mi propósito era —le dijo en voz baja— regresar a mi tierra natal con mi prometida, ese ángel, para alegrar los días de tu vejez, y me encuentro con un viejo depravado y un vil farsante.
—¡Nos batiremos! —gritó el viejo, jadeando y babeando a cada palabra—. En cuanto a usted, Piotr Alejandrovitch, ha de saber que en toda su genealogía no hay seguramente una mujer más noble, más honesta..., ¿lo oye usted?, más honesta que esa a la que se ha permitido llamar de «mala vida». Y tú, Dmitri Fiodorovitch, que has reemplazado a tu novia por esa mujer, habrás podido comprobar que tu prometida no le llega a la suela de los zapatos.
—¡Es vergonzoso! —dijo el padre José.
—¡Es una vergüenza y una infamia! —exclamó una voz juvenil, trémula de emoción.
Era la voz de Kalganov, que hasta entonces había guardado silencio y cuya cara había enrojecido de pronto.
—¿Por qué existirá semejante hombre? —exclamó sordamente Dmitri Fiodorovitch, al que la cólera trastornaba, y alzando los hombros de tal modo que parecía jorobado—. Díganme: ¿se le puede permitir que siga deshonrando al mundo?
Y miró en torno de él, mientras señalaba a su padre con el brazo extendido. Hablaba lentamente, con gran aplomo.
—¿Lo oyen ustedes? —exclamó Fiodor Pavlovitch mirando al padre José—. Ahí tiene usted la respuesta a su exclamación. «¡Es vergonzoso!» Esa mujer «de mala vida» es tal vez más santa que todos ustedes, señores religiosos, que viven entregados a Dios. Cayó en su juventud, víctima de su ambiente, pero ha amado mucho, y Jesucristo perdonó a aquella mujer que había amado mucho [16].
—No fue un amor de ese género el que Jesucristo perdonó —replicó, perdiendo la paciencia, el bondadoso padre José.
—Sí, señores monjes. Ustedes, porque hacen vida conventual y comen coles, se consideran sabios. También comen gobios, uno diario, y creen que con estos pescados comprarán a Dios.
—¡Esto es intolerable! —exclamaron varias voces.
Pero esta ruidosa escena quedó interrumpida del modo más inesperado. De súbito, el staretsse levantó. Alexei, tan aterrado que apenas podía mantenerse en pie, tuvo fuerzas, sin embargo, para sostener a su anciano maestro, cogiéndole del brazo.
El staretsse fue hacia Dmitri Fiodorovitch, y cuando llegó ante él, se arrodilló. Aliocha creyó que había caído ya sin fuerzas, pero no era así. Una vez arrodillado, el staretsse inclinó ante los pies de Dmitri Fiodorovitch. Fue un saludo profundo, consciente, preciso, en el que su frente casi tocó el suelo. Aliocha se quedó tan atónito, que ni siquiera le ayudó a levantarse. En los labios del staretsse dibujaba una débil sonrisa.
—Perdónenme, perdónenme todos —dijo a sus huéspedes, haciendo inclinaciones a derecha e izquierda.
Dmitri Fiodorovitch estuvo unos instantes petrificado. ¡Prosternarse ante él! ¿Qué significaba esto...? Al fin, exclamó: «¡Dios mío!» Se cubrió la cara con las manos y salió corriendo de la celda. Todos sus compañeros le siguieron presurosos, y tan aturdidos, que ni siquiera se acordaron de despedirse del jefe de la casa. Sólo los religiosos se acercaron a él para recibir su bendición.
—¿Por qué se habrá prosternado? ¿Será algún acto simbólico?
Así intentó Fiodor Pavlovitch, que de súbito se había calmado, reanudar la conversación. Pero no se atrevió a dirigirse a nadie particularmente. En este momento cruzaban la puerta del recinto de la ermita.
—No sé nada de esas locuras —repuso inmediatamente y con aspereza Piotr Alejandrovitch—. Lo que puedo asegurarle, Fiodor Pavlovitch, es que me desligo de usted, y para siempre. ¿Dónde está ese monje que nos acompañaba?
El monje por el que preguntaba Piotr Alejandrovitch y que les había invitado a comer con el padre abad no se hizo esperar. Se unió a los visitantes en el momento en que éstos bajaban los escalones del pórtico. Al parecer, los había estado esperando durante todo el tiempo que había durado la reunión.
Piotr Alejandrovitch le dijo, sin ocultar su irritación:
—Tenga la bondad, reverendo padre, de transmitir al padre abad la expresión de mi más profundo respeto y presentarle mis excusas. Circunstancias imprevistas me impiden, muy a pesar mío, aceptar su invitación.
—La circunstancia imprevista soy yo —intervino al punto Fiodor Pavlovitch—. Oiga, padre: Piotr Alejandrovitch no quiere estar conmigo; de lo contrario, habría ido de buena gana. Vaya usted, Piotr Alejandrovitch, y buen provecho. Soy yo el que me voy. Vuelvo a mi casa, donde podré comer, cosa que me sería imposible hacer aquí, mi querido pariente.
—Yo no soy ni he sido jamás pariente suyo, hombre despreciable.
—Lo he dicho expresamente para irritarle, porque sé que a usted le molesta este parentesco. Sin embargo, usted, a pesar de sus arrogantes protestas, es pariente mío, y lo puedo probar con documentos... Te enviaré el coche si quieres, Iván... Piotr Alejandrovitch, su buena educación le obliga a acudir a la mesa del padre abad, y no olvide que debe excusarme de las tonterías que hemos cometido.
—¿De veras se marcha usted? ¿No nos engaña?
—¿Cree usted que puedo atreverme a bromear después de lo que ha pasado? Me he dejado llevar de los nervios, señores; perdónenme. Estoy confundido, avergonzado. Lo mismo se puede tener el corazón de Alejandro de Macedonia que el de un perrito. Yo me parezco al chuchito Fidele. La timidez se ha apoderado de mí. Después de lo ocurrido, no puedo comer los guisos del monasterio. Estoy avergonzado. Perdónenme, pero no me es posible acompañarles.
«¿No será todo una farsa? Sólo el diablo sabe de lo que es capaz este hombre.»
Mientras se hacía esta reflexión, Miusov se detuvo y siguió con la mirada perpleja al payaso que se alejaba. Éste se volvió y, viendo que Piotr Alejandrovitch le observaba, le envió un beso con la mano.
—¿Viene usted a comer con el padre abad? —preguntó Miusov a Iván Fiodorovitch.
—¿Por qué no? Estoy invitado personalmente desde ayer.
—Desgraciadamente, me siento obligado a asistir a esa maldita comida —dijo Miusov con amarga irritación, sin preocuparse de que el monjecillo le escuchaba—. Por lo menos, tenemos que excusarnos de lo que ha ocurrido y explicar que no ha sido cosa nuestra. ¿No le parece?
—Sí, hay que explicar que no ha sido cosa nuestra. Además, mi padre no asistirá —observó Iván Fiodorovitch.
—¡Sólo faltaba que asistiera su padre! ¡Maldita comida!
Sin embargo, todos iban hacia el monasterio. El monjecillo escuchaba en silencio. Al atravesar el bosque, dijo que el padre abad les esperaba desde hacía un buen rato, que ya llevaban más de media hora de retraso. Nadie le contestó. Miusov observó a Iván Fiodorovitch con una expresión de odio.
«Va a la comida como si nada hubiese ocurrido —pensó—. Cara de vaqueta y conciencia de Karamazov.»
CAPÍTULO VII
Un seminarista ambicioso
Aliocha condujo al staretsa su dormitorio y lo sentó en su lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple manta hacia las veces de colchón. En un rincón se veían varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el Evangelio. El staretsse dejó caer, exhausto. Una vez sentado, miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:
—Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El padre abad te necesita. Has de servir la mesa.
—Permítame que me quede —dijo Aliocha con voz suplicante.
—Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has de saber, hijo mío —al staretsle gustaba llamarle así—, que en el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto, muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de comparecer ante él, deja el monasterio, márchate enseguida.
Aliocha se estremeció.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el starets—. Tu puesto no es éste por el momento. Tienes una gran misión que cumplir en el mundo, y yo te bendigo y te envío a cumplirla. Peregrinarás durante mucho tiempo. Tendrás que casarte: es preciso. Habrás de soportarlo todo hasta que vuelvas. La empresa no será fácil, pero tengo confianza en ti. Sufrirás mucho y, al mismo tiempo, serás feliz. Esta es tu vocación: buscar en el dolor la felicidad. Lucha, lucha sin descanso. No olvides mis palabras. Todavía hablaré otras veces contigo, pero mis días, e incluso mis horas, están contados.
El semblante de Aliocha reflejó una viva agitación. Sus labios temblaban.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, sonriendo, el starets—. Que las personas mundanas lloren a sus muertos. Aquí nos alegramos cuando un padre agoniza. Nos alegramos y rogamos por él. Déjame. Tengo que rezar. Vete, vete pronto. Debes estar al lado de tus hermanos; no sólo de uno, sino de los dos.
El staretslevantó la mano para bendecirle. Aunque experimentaba grandes deseos de quedarse, Aliocha no se atrevió a hacer ninguna objeción ni a preguntar lo que significaba la profunda inclinación del staretsante su hermano Dmitri. Sabía que el staretsse lo habría explicado espontáneamente si hubiera podido. Si no se lo decía era porque no se lo debía decir. Aquella prosternación hasta tocar el suelo había dejado estupefacto a Aliocha. Tenía alguna finalidad misteriosa. Misteriosa y a la vez terrible. Cuando hubo salido del recinto de la ermita sintió oprimido el corazón y tuvo que detenerse. Le parecía estar oyendo las palabras del staretsque predecían su próximo fin. Las predicciones minuciosas del staretsse cumplirían: Aliocha lo creía ciegamente. ¿Pero cómo podría vivir sin él, sin verlo ni oírlo? ¿Y adónde iría? El staretsle había ordenado que no llorase y que dejara el monasterio. ¡Señor, Señor...! Hacía mucho tiempo que Aliocha no había experimentado una angustia semejante.