Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 19 стр.


»—¿Cuatro mil quinientos rublos? Fue una broma. Usted ha contado con ellos demasiado pronto, señorita. Doscientos rublos, bueno: se los daría enseguida y de buen grado. Pero cuatro mil quinientos es demasiado dinero, una cifra que no se da así como así. Se ha tomado usted una molestia inútil.

»Desde luego, lo habría perdido todo, porque ella habría salido huyendo; pero esta venganza diabólica habría sido para mí una compensación más que suficiente. Le habría hecho esta jugada aunque después hubiera tenido que lamentarla toda la vida.

»En semejantes circunstancias, puedes creerlo, yo no he mirado nunca a una mujer, fuera de la índole que fuere, con odio. Pues bien, lo juro sobre la cruz que durante unos segundos miré a Katia con un odio intenso, con ese odio que sólo por un cabello está separado del amor más ardiente.

»Me acerqué a la ventana y apoyé la frente en el cristal helado. Recuerdo que aquel frío me produjo el efecto de una quemadura. Tranquilízate: no la retuve mucho tiempo. Me acerqué a mi mesa, abrí un cajón y saqué una obligación de cinco mil rublos al portador, que estaba entre las páginas de mi diccionario de francés. Sin decir palabra, se la mostré, la doblé y se la di. Luego abrí la puerta y me incliné profundamente. Ella se estremeció de pies a cabeza, me miró fijamente unos instantes, se puso blanca como un lienzo y, sin despegar los labios, sin ninguna brusquedad, sino con dulce y suave ternura, se prosternó a mis pies hasta tocar el suelo con la frente, no como una señorita educada en un pensionado, sino al estilo ruso. Después se levantó y huyó.

»Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entusiasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría...? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda...

»Podría haberme callado todo esto. Por otra parte, me parece que me he extendido demasiado, jactanciosamente, al explicarte las luchas de mi conciencia. ¡Pero qué importa! ¡Al diablo todos los espías del corazón humano! He aquí mi aventura con Catalina Ivanovna. Sólo tú e iván la conocéis.

Dmitri se levantó, dio unos pasos vacilantes, sacó el pañuelo, se enjugó la frente y se volvió a sentar, pero en otro sitio, en el banco que corría junto a la otra pared, de modo que Aliocha tuvo que volverse por completo para poder mirarlo.

CAPÍTULO V

Confesión de un corazón ardiente. La cabeza baja

—Bien —dijo Aliocha—; ya conozco la primera parte de la historia.

—Es decir, un drama que ocurrió allá lejos. La segunda parte será una tragedia y se desarrollará aquí.

—No comprendo en absoluto lo que puede ser esa segunda parte.

—¿Crees que yo comprendo algo?

—Oye, Dmitri, hay en esto un punto importante: ¿eres todavía su novio?

—Yo no me puse en relaciones con ella enseguida, sino tres meses después. Al día siguiente, me dije que el asunto estaba liquidado, que no tendría continuación. Ir a pedirla en matrimonio me pareció una bajeza. Ella, por su parte, no dio señales de vida en las seis semanas que todavía pasó en nuestra ciudad. Sólo al día siguiente de su visita, su doncella vino a mi casa y, sin decir palabra, me entregó un sobre dirigido a mí. Lo abrí y vi que contenía el sobrante de los cinco mil rublos. Se habían restituido los cuatro mil quinientos, y las pérdidas en la venta de la obligación rebasaban los doscientos. Me devolvió... creo que doscientos sesenta, no lo recuerdo exactamente, y sin una sola palabra explicativa. Busqué en el sobre un signo cualquiera, una señal en lápiz, pero no había nada. Me gasté alegremente las sobras de mi dinero, tan alegremente, que el nuevo jefe del batallón me tuvo que reprender. El teniente coronel había presentado la caja intacta, ante el estupor general, pues nadie creía que esto fuera posible. Después cayó enfermo, estuvo tres semanas en cama y, finalmente, murió en cinco días a causa de un reblandecimiento cerebral. Se le enterró con todos los honores militares, pues aún no se le había retirado. Diez días después de los funerales, Catalina Ivanovna se fue a Moscú con su hermana y con su tía. Yo no había vuelto a ver a ninguna de ellas. El día de la partida recibí un billete azul, con esta única línea escrita en lápiz:

» “Le escribiré. Espere. C.”

»En Moscú se le arreglaron las cosas de un modo rápido e inesperado, como en un cuento de Las mil y una noches. La principal pariente de Catalina Ivanovna, una generala, perdió en una sola semana, a consecuencia de la viruela, a dos sobrinas que eran sus herederas más próximas. Trastornada por el dolor, empezó a tratar a Katia como si fuera su propia hija, viendo en ella su única esperanza. Rehízo el testamento en su favor y le entregó en mano ochenta mil rublos como dote, para que dispusiera de ellos a su antojo. Es una mujer histérica: tuve ocasión de observarla más adelante en Moscú.

»Una mañana recibí por correo cuatro mil quinientos rublos, lo que me sorprendió sobremanera, como puedes suponer. Tres días después llegó la carta prometida. Todavía la tengo y la conservaré mientras viva. ¿Quieres que te la enseñe? No dejes de leerla. Katia se ofrece espontáneamente a compartir mi vida.

»Te amo locamente, me dice. Si tú no me amas, no me importa: me basta con que seas mi marido. No temas, que no te causaré molestia alguna. Seré uno de tus muebles, la alfombra que pisas. Quiero amarte eternamente y salvarte de ti mismo.

»Aliocha —continuó Dmitri—, no soy digno de transmitirte estas líneas en mi vil lenguaje y en el tono del que jamás he podido corregirme. Desde entonces esta carta no ha cesado de traspasarme el corazón, y ni siquiera hoy me siento tranquilo. Le contesté enseguida, pues me era imposible trasladarme entonces a Moscú. Le escribí con lágrimas. Me avergonzaré eternamente de haberle dicho que entonces ella era rica y yo estaba sin recursos. Debí contenerme, pero mi pluma me arrastró. Escribí también a Iván, que entonces estaba en Moscú, y le expliqué todo lo que me fue posible en una carta de seis páginas, en la que le pedía que fuera a verla. ¿Por qué me miras? Ya sé que Iván se enamoró de Katia y que sigue enamorado de ella. Hice una tontería desde el punto de vista de la gente, pero tal vez esa tontería nos salve a todos. ¿No ves que ella le admira y le aprecia? ¿Crees que ahora que nos ha comparado puede querer a un hombre como yo, y menos después de lo que pasó aquí?

—Estoy seguro —dijo Aliocha— de que es a ti a quien ella debe amar, y no a un hombre como Iván.

—Es a su propia virtud a quien ella ama y no a mí —dijo Dmitri como a pesar suyo, irritado.

Se echó a reír y sus ojos empezaron a brillar de súbito. Enrojeció y descargó en la mesa un fuerte puñetazo.

—¡Te lo juro, Aliocha! —exclamó en un arrebato de sincero furor contra sí mismo—. Puedes creerme o no creerme, pero, tan verdad como Dios es santo y Cristo es Dios, y aunque yo me haya burlado de sus nobles sentimientos..., tan verdad como esto es que yo no dudo de su angelical sinceridad, y que sé que mi alma es un millón de veces más vil que la suya. En esta certidumbre estriba la tragedia. Una bella desgracia que se presta al tono declamatorio. Yo declamo y, sin embargo, soy completamente sincero. En cuanto a Iván, tan inteligente, creo que debe de estar maldiciendo a la naturaleza... ¿Quién ha sido el preferido? Un monstruo como yo, que no he podido corregirme del libertinaje, siendo el blanco de todas las miradas, y cuando sabía que mi propia prometida lo observaba todo. Sí yo he sido el preferido. ¿Por qué? ¡Porque esa joven, llevada de su gratitud, quiere sacrificarse a mí para toda su vida! Esto es absurdo. Yo no he hablado nunca de esto a Iván, y él tampoco ha hecho a ello la menor alusión. Pero el destino se cumplirá. Cada cual tendrá lo que merece: el réprobo se hundirá definitivamente en el cieno que le atrae. Estoy diciendo muchos desatinos, mis palabras no responden a mis pensamientos, pero lo que pienso se realizará: yo me hundiré en el lodo y Katia se casará con Iván.

—Escucha, Dmitri —dijo Aliocha en un estado de agitación extraordinario—. Hay un punto que tú no me has explicado todavía. Sigues siendo su prometido. ¿Cómo puedes romper si ella se opone?

—Cierto que soy su prometido. Ya hemos recibido la bendición oficial en Moscú, con gran ceremonia, ante los iconos. La generala nos bendijo e incluso felicitó a Katia. «Has elegido bien —le dijo—. Leo en su corazón.» Iván no le fue simpático: no le dirigió ningún cumplido. En Moscú tuve largas conversaciones con Katia. Me describía a mi mismo tal como era, con toda sinceridad. Ella me escuchó atentamente.

»Fue una turbación encantadora.

hubo tiernas palabras...

»También hubo palabras altivas. Me arrancó la promesa de que me corregiría. Y a esto se redujo todo.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Acuérdate de que te he llamado y te he traído aquí para enviarte hoy mismo a casa de Catalina Ivanovna y...

—¿Para qué?

—Para decirle que no volveré a ir a verla nunca y la saludes de mi parte.

—¿Es posible?

—No, es imposible: me es imposible ir yo mismo. Por eso te ruego que vayas tú en mi lugar.

—¿Y tú adónde irás?

—Volveré a mi cenagal.

—¡Es decir, a Gruchegnka! —exclamó tristemente Aliocha, enlazando las manos—. O sea, que Rakitine tenía razón. ¡Y yo que creía que esto era solamente un capricho pasajero!

—¡Un prometido tener un enredo! ¿Es esto posible, siendo la novia quien es, y a la vista de todo el mundo? No he perdido todo el honor. Desde el momento en que me uní a Gruchegnka dejé de ser novio y hombre honesto: me di de ello perfecta cuenta. ¿Por qué me miras? La primera vez que fui a su casa iba con el propósito de pagarle. Me había enterado, y ahora sé positivamente que era verdad, de que aquel capitán que representaba a mi padre había enviado a Gruchegnka un pagaré firmado por mí. Pretendían perseguirme judicialmente, con la esperanza de asustarme y obtener mi renuncia. Yo ya sabía algo de Gruchegnka. Es una mujer que no impresiona desde el primer momento. Conozco la historia de ese viejo mercader que es su amante. No vivirá mucho tiempo y le dejará una bonita suma. Yo sabía que era codiciosa, que prestaba dinero con usura, que era una trapacera y una bribona sin corazón. Fui, pues, a su casa con ánimo de darle su merecido... y me quedé. Esa mujer es la peste. Yo me he contaminado de ella y siento como si la llevara en la piel. Todo ha terminado para mí; no tengo otro camino. El ciclo del tiempo está trastornado. Ya ves mi situación. Como hecho expresamente, yo tenía entonces tres mil rublos en el bolsillo. Nos fuimos a Mokroie, que está a veinticinco verstas de aquí. Llamé a una orquesta y obsequié con champán a los campesinos y a todas las mujeres del lugar. Tres días después no me quedaba un céntimo. ¿Crees que obtuve alguna compensación de ella? Ninguna. Es una mujer todo repliegues, palabra. ¡La muy bribona! Su cuerpo recuerda el de una culebra. Hasta el dedo meñique de su pie izquierdo lleva este sello. Lo vi y lo besé, pero esto fue todo, te lo juro. Entonces ella me dijo: «¿Quieres que me case contigo porque eres pobre? Pues bien, si me prometes no pegarme y dejarme hacer todo lo que quiera, tal vez me decida.» Y se echó a reír. Hoy todavía se ríe.

Dmitri Fiodorovitch se puso en pie, presa de una especie de desesperación. Tenía el aspecto de estar bebido. Sus ojos estaban rojos de sangre.

—En serio, ¿estás decidido a casarte con ella?

—Si accede, me casaré enseguida; si me rechaza, seguiré con ella, aunque sea como criado. En cuanto a ti, Aliocha...

Se detuvo ante él, lo cogió por los hombros y empezó a sacudirlo violentamente.

—En cuanto a ti, has de saber que todo esto es una locura que ha de terminar en tragedia. Oye, Aliocha, yo soy un hombre perdido, de bajas pasiones; pero yo, Dmitri Karamazov, no seré nunca un estafador ni un vulgar ratero. Pues bien, Aliocha, he sido una vez un estafador, un vulgar ratero. Cuando me disponía a ir a casa de Gruchegnka para vapulearla, Catalina Ivanovna me llamó y me pidió secretamente, aunque no sé por qué, que fuera a la capital del distrito y enviara tres mil rublos a su hermana, que estaba en Moscú. En la localidad nadie debía saberlo. Me fui a casa de Gruchegnka con los tres mil rublos en el bolsillo, y me sirvieron para pagar nuestra excursión a Mokroie. Después fingí que me trasladaba a la capital del distrito. En cuanto al recibo, «me olvidé» de llevárselo, a pesar de que se lo había prometido. ¿Qué te parece? ¿Tú irás a decirle:

»—Un saludo de parte de mi hermano.

»Ella te preguntará:

»—¿Envió el dinero?

»Y tú le contestarás:

»—Es un hombre vil, sensual, incapaz de contenerse. En vez de mandar su dinero, no pudo resistir la tentación de malgastarlo.

»Si tú pudieras añadir:

»—Pero Dmitri Fiodorovitch no es un ladrón y le devuelve los tres mil rublos. Envíelos usted misma a Ágata Ivanovna y reciba las gracias de mi hermano...

»Si pudieras decirle esto, el mal no sería tan grave. En cambio, si ella te pregunta:

»—¿Dónde está el dinero?

Aliocha le interrumpió:

—Dmitri, has tenido una desgracia, pero no tan irremediable como crees. No te desesperes.

—¿Crees acaso que me voy a levantar la tapa de los sesos si no logro devolver esos tres mil rublos? De ningún modo: no tengo la resolución necesaria para hacer una cosa así. Más adelante, tal vez. Pero, por el momento, voy a casa de Gruchegnka, donde me dejaré hasta la piel.

—¿Pero qué harás allí?

—Hacerla mi esposa si ella quiere. Y cuando lleguen sus amantes, pasaré a la habitación de al lado. Estaré en la casa para dar cera a sus botas, para preparar el samovar, para hacer los recados...

—Catalina Ivanovna lo comprenderá todo —afirmó gravemente Aliocha—. Comprenderá tu profundo pesar y te perdonará. Es un alma generosa y verá que no hay en el mundo ser más desgraciado que tú.

—No me perdonará: he hecho algo que ninguna mujer perdona.

—¿Sabes qué sería lo mejor?

—¿Qué?

—Que devolvieras los tres mil rublos.

—¿Pero de dónde los puedo sacar?

—Escucha: yo tengo dos mil. Iván te dará mil, y habrás reunido la cantidad completa.

—¿Cuándo tendría en mi poder el dinero? Eres todavía un chiquillo... Aliocha, es preciso que rompas con ella en mi nombre hoy mismo, pueda o no pueda yo devolver el dinero. A tal extremo han llegado las cosas, que esa ruptura no admite retraso. Mañana sería demasiado tarde. Ve a casa del viejo.

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