—¿De nuestro padre?
—Sí, ve primero a verle a él y pídele los tres mil rublos.
—Nunca te los dará, Dmitri.
—Ya lo sé. ¿Pero sabes tú lo que es la desesperación?
—Sí.
—Escucha: legalmente, el viejo no me debe nada. He recibido ya mi parte, bien lo sé. ¿Pero acaso no tiene una deuda moral conmigo? Los veintiocho mil rublos de mi madre le sirvieron para ganar cien mil. Que me dé tres mil rublos, nada más que tres mil, y habrá salvado mi alma del infierno, y a él se le perdonarán muchos pecados. Te juro que me conformaré con esta cantidad y que el viejo ya no volverá a oír hablar de mí. Le ofrezco por última vez la oportunidad de ser un padre. En realidad, es Dios quien se la ofrece: díselo así.
—Dmitri, de ningún modo te dará ese dinero.
—Ya lo sé, estoy seguro. Y menos ahora. Estos días se ha enterado por primera vez en serio(fíjate bien en esta palabra) de que Gruchegnka no bromeaba cuando dejó entrever que podía volverle la espalda y casarse conmigo. Conoce muy bien el carácter de esa gata. ¿Cómo puede darme un dinero que favorecería mis planes, estando él loco por ella? Y esto no es todo. Escucha: hace cinco días que tiene apartados tres mil rublos en billetes de cien en un gran sobre lacrado con cinco sellos y atado con una cinta de color de rosa. Ya ves que estoy bien enterado. En el sobre hay esta inscripción: «Para Gruchegnka, mi ángel, si se decide a venir a mi casa.» Él mismo ha garabateado estas palabras a escondidas, y nadie sabe nada de este dinero, excepto Smerdiakov, su sirviente, del que está tan seguro como de sí mismo. Ya hace tres o cuatro días que espera que Gruchegnka acuda a buscar el sobre. Ella le ha dicho que tal vez vaya. Y si Gruchegnka va a casa del viejo, yo no podré casarme con ella. ¿Comprendes ahora por qué me oculto aquí y a quién acecho?
—¿A ella?
—Sí. Esas desgraciadas han cedido un cuartucho a Foma, que fue soldado de mi batallón. Foma está al servicio de ellas: monta guardia por la noche y tira a los gallos silvestres durante el día. Yo soy su huésped. Tanto él como esas mujeres ignoran mi secreto, o sea, que estoy aquí para vigilar.
—¿Lo sabe Smerdiakov?
—Sí. Y me advertirá si Gruchegnka visita al viejo.
—Lo del sobre, ¿lo sabes por Smerdiakov?
—Sí. Pero esto es un gran secreto. Ni siquiera Iván lo sabe. El viejo va a enviar a nuestro hermano a Tchermachnia para dos o tres días. Le ha salido un comprador para el bosque y le ofrece ocho mil rublos. El viejo ha pedido a Iván que le ayude, que vaya a ver al comprador en su nombre. Lo que en realidad desea es alejarlo para recibir a Gruchegnka.
—¿La espera hoy?
—No, hay ciertos indicios de que hoy no vendrá —repuso Dmitri—. Así lo cree también Smerdiakov. El viejo está ahora en la mesa, bebiendo en compañía de Iván. Ve a pedirle los tres mil rublos, Alexei.
Aliocha se levantó de un salto al ver el semblante extraviado de Dmitri. En el primer momento creyó que su hermano se había vuelto loco.
—¿Qué te pasa, Mitia?
—Nada. No creas que he perdido el juicio —respondió Dmitri, mirándole grave y fijamente—. No temas: sé muy bien lo que digo. Creo en los milagros, Aliocha.
—¿En los milagros?
—Sí, en los milagros de la Providencia. Dios lee en mi corazón, ve que estoy desesperado. ¿Crees que puede consentir que se realice tal monstruosidad? Ve, Aliocha. Creo en los milagros.
—Iré. ¿Me esperarás aquí?
—Sí. Sin duda, tardarás. No se puede abordar la cuestión de buenas a primeras. Ahora está bebido. Esperaré aquí tres, cuatro, cinco horas. Pero te advierto que hoy mismo, aunque sea a medianoche, has de ir a casa de Catalina Ivanovna, con el dinero o sin él, para decirle: «Dmitri Fiodorovitch me ha rogado que la salude en su nombre.» Deseo que repitas estas palabras exactamente.
—Oye, Mitia: ¿qué piensas hacer si Gruchegnka viene hoy, o mañana, o pasado mañana?
—¿Si viene Gruchegnka? Como vigilo, la veré. Entonces forzaré la puerta e impediré que el viejo se salga con la suya.
—Pero si él...
—Entonces mataré: no lo podré resistir.
—¿A quién matarás?
—Al viejo. A ella ni siquiera la tocaré.
—¿Qué dices, Mitia?
—No lo sé, no lo sé. Quizá la mate, quizá no. Pero temo no poder soportar la expresión de su cara en esos momentos. Odio su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Todo eso me repugna. Ésta es la razón de mi inquietud: temo no poder contenerme.
—Voy a verlo, Mitia. Creo que Dios lo arreglará todo lo mejor posible y nos evitará todos estos horrores.
—Yo espero un milagro. Pero si no se produce...
Aliocha se dirigió, pensativo, a casa de su padre.
CAPITULO VI
Smerdiakov
Aliocha encontró a Fiodor Pavlovitch todavía en la mesa. Como de costumbre, la comida se había servido en el salón y no en el comedor. Era la pieza mayor de la casa y estaba amueblada con cierta presunción de estilo añejo. Los muebles, muy antiguos, eran de madera blanca y estaban tapizados con una tela roja, mezcla de seda y algodón. Se veían entrepaños con marcos ostentosos, esculpidos a la moda antigua y de tonos blancos y dorados. En los muros, cuyo blanco empapelado presentaba desgarrones aquí y allá, había dos grandes retratos: uno de un antiguo gobernador de la provincia, y otro de un prelado, fallecido hacia ya mucho tiempo. En el rincón que quedaba enfrente de la puerta de entrada había varios iconos, ante los cuales ardía una lamparilla durante la noche, menos por devoción que por dar luz a la estancia.
Fiodor Pavlovitch se acostaba muy tarde, a las tres o a las cuatro de la madrugada. Hasta entonces se paseaba por la casa o se absorbía en sus meditaciones, sentado en su sillón. Esto se había convertido en un hábito. Pasaba muchas noches solo, después de haber despedido a los criados, pero esta soledad era relativa, pues Smerdiakov, su sirviente, solía dormir en la antesala, echado sobre un largo arcón.
Al presentarse Aliocha, la comida llegaba a su fin: se habían servido ya los dulces y el café. A Fiodor Pavlovitch le gustaban las golosinas, acompañadas de coñac, después de las comidas.
En aquel momento, Iván estaba tomando el café con su padre. Los sirvientes Grigori y Smerdiakov permanecían al lado de la mesa. Señores y criados estaban, visiblemente, de excelente humor. Fiodor Ravlovitch reía a carcajadas. Desde el vestíbulo, Aliocha reconoció aquella risa estridente que le era tan familiar. Y se dijo que su padre, aunque todavía no estaba ebrio, se hallaba en excelente disposición de ánimo.
—¡Al fin ha llegado! —exclamó Fiodor Pavlovitch, encantado de la presencia de Aliocha—. Ven y siéntate con nosotros. ¿Quieres café? Está hirviendo y es exquisito. No te ofrezco coñac porque sé que eres abstemio. Sin embargo, si quieres... No, te daré un licor estupendo. Smerdiakov, ve al aparador. Lo encontrarás en el segundo anaquel, a la derecha. Toma las llaves. ¡Hala!
Aliocha rechazó el licor.
—Bueno, si tú no quieres, lo servirán para nosotros. Dime: ¿has comido?
Aliocha contestó que sí. En efecto, había comido un trozo de pan y bebido un vaso de kvassen la cocina del padre abad.
—Tomaré una taza de café.
—¡El muy bribón El café no lo rechaza. ¿Hay que calentarlo? No: está todavía hirviendo. Es el famoso café de Smerdiakbv. Es un maestro para el café, la sopa de pescado y las tortas. Has de venir un día a comer sopa de pescado con nosotros. Avísame antes. Pero, ahora que caigo, ¿no te he dicho que trajeras el colchón y las almohadas hoy mismo? ¿Dónde están?
—No los he traído —repuso Aliocha, sonriendo.
—¡Ah! Has tenido miedo; confiesa que has tenido miedo. ¿Es posible que me mires con temor, querido?... Oye, Iván, cuando me mira a los ojos sonriendo, no lo puedo resistir. Sólo de verlo, la alegría dilata mi corazón. ¡Lo quiero! Aliocha, ven a recibir mi bendición.
Aliocha se puso en pie, pero Fiodor Pavlovitch había cambiado de opinión.
—No. Me limitaré a hacer la señal de la cruz. Así. Anda, ve a sentarte. Oye, te voy a dar una alegría: la burra de Balaam ha hablado sobre cosas que a ti te llegan al corazón. Escúchalo un poco y te reirás.
La burra de Balaam era el sirviente Smerdiakov, joven de veinticuatro años, insociable, taciturno, arrogante y que parecía despreciar a todo el mundo. Ha llegado el momento de decir algunas palabras de este personaje. Criado por Marta Ignatievna y Grigori Vasilievitch, el rapaz —«naturaleza ingrata», según la expresión de Grigori— había crecido como un salvaje en su rincón. Le gustaba colgar a los gatos y enterrarlos con gran ceremonia: se echaba encima una sábana a guisa de casulla y cantaba, agitando un supuesto incensario sobre el cadáver, todo ello con el mayor misterio. Grigori lo sorprendió un día y le azotó duramente. Durante una semana el chiquillo estuvo acurrucado en un rincón, mirando de reojo.
—Este monstruo no nos quiere —decía Grigori a Marta—. Es más, no quiere a nadie.
Y un día dijo a Smerdiakov:
—¿Eres verdaderamente un ser humano? No, has nacido de la humedad del invernadero.
Smerdiakov, como se verá después, no le perdonó nunca estas palabras.
Grigori le enseñó a leer y le dio lecciones de historia sagrada desde que tuvo doce años. Fue un intento inútil. Un día, en una de las primeras lecciones, el rapaz se echó a reír.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo por encima de los lentes.
—Nada. Que si Dios creó el mundo el primer día, y el cuarto hizo el Sol, la Luna y las estrellas, ¿de dónde salía luz el primer día?
Grigori se quedó perplejo. El chiquillo miraba a su maestro con un gesto lleno de ironía. Incluso parecía provocarlo con la mirada. Grigori no pudo contenerse.
—Ahora verás de dónde salía —exclamó. Y le dio una fuerte bofetada.
El niño no protestó, pero estuvo de nuevo en su rincón varios días. Una semana después tuvo su primer ataque de epilepsia, enfermedad que ya no le dejó en toda su vida. Fiodor Pavlovitch modificó inmediatamente su conducta con el chico. Hasta entonces le había mirado con indiferencia, aunque nunca le reñía y le daba un copec cada vez que se encontraba con él. Cuando estaba de buen humor, le enviaba postres de su mesa. La enfermedad del niño provocó su solicitud. Llamó a un médico y Smerdiakov siguió un tratamiento, pero su mal era incurable. Sufría un ataque al mes, por término medio y con intervalos regulares. Estas crisis eran de intensidad variable: unas ligeras, otras violentas. Fiodor Pavlovitch prohibió terminantemente a Grigori que le pegara y permitió al enfermo entrar en sus habitaciones. Le prohibió también el estudio hasta nueva orden. Un día —Smerdiakov tenía entonces quince años—, Fiodor Pavlovitch lo sorprendió leyendo los títulos de su biblioteca a través de los cristales. Fiodor Pavlovitch tenía un centenar de volúmenes, pero nadie le había visto nunca con ninguno en la mano. En seguida dio las llaves de su biblioteca a Smerdiakov.
—Toma —le dijo—, tú serás mi bibliotecario. Siéntate y lee. Esto será para ti mejor que estar sin hacer nada en el patio. Empieza por éste.
Y Fiodor Pavlovitch le entregó el libro Las tardes en la quinta próxima a Dikaneka.
Esta obra no gustó al muchacho. La terminó con un gesto de desagrado y sin haberse reído ni una sola vez.
—¿Qué? ¿No te ha hecho gracia? —le preguntó Fiodor Pavlovitch.
Smerdiakov guardó silencio.
—¡Responde, imbécil!
—Aquí no se cuenta más que mentiras —gruñó Smerdiakov sonriendo.
—¡Vete al diablo, cretino! Mira, aquí tienes la Historia universalde Smaragdov. Todo lo que aquí se dice es verdad.
Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas. La historia le pareció pesada. No había que pensar en la biblioteca. Poco tiempo después, Marta y Grigori informaron a Fiodor Pavlovitch de que Smerdiakov se había vuelto muy quisquilloso. Cuando le ponían delante el plato de sopa, la examinaba atentamente, llenaba la cuchara y la miraba a la luz.
—¿Algún gusano? —preguntaba a veces Grigori.
—¿O tal vez una mosca? —insinuaba Marta Ignatievna.
El escrupuloso joven no contestaba, pero hacia lo mismo con el pan, la carne y toda la comida. Pinchaba un trozo con el tenedor, lo examinaba a la luz como si lo mirara con el microscopio, y, tras un momento de meditación, se decidía a llevárselo a la boca.
—Como si fuera el hijo de un personaje —murmuraba Grigori, mirándole.
Cuando se enteró de semejante manía, Fiodor Pavlovitch afirmó al punto que Smerdiakov tenía vocación de cocinero y lo envió a Moscú para que aprendiera el arte culinario. Pasó allí varios años, y, cuando volvió, su aspecto había cambiado mucho. Estaba prematuramente envejecido. Su piel aparecía arrugada, amarilla. Semejaba un skopets [25]. En el aspecto moral, era casi el mismo que antes de su marcha: un salvaje que huía de la gente. Más tarde se supo que en Moscú apenas había despegado los labios. La ciudad le había interesado muy poco. Fue una noche al teatro y no le gustó. Su ropa, tanto la exterior como la interior, no presentaba la menor señal de negligencia. Cepillaba cuidadosamente su traje dos veces al día y lustraba sus elegantes botas de piel de becerro con un betún inglés especial que les daba un brillo de espejo. Se reveló como un excelente cocinero. Fiodor Pavlovitch le asignó un salario que él invertía casi enteramente en ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Hacia tan poco caso de las mujeres como de los hombres. Se mostraba con ellas huraño e inabordable.