—Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha. Tú la llevas en el lado derecho, lo que me parece una incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños. Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.
—Es que es zurdo —contestó inmediatamente otro, que debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.
—Tira las piedras con la mano izquierda —observó un tercero.
En este momento pasó una piedra junto a los niños, rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.
—¡Hala, Smurov! —gritaron todos—. ¡A él!
El zurdo no necesitó más para replicar al agresor debidamente. Su piedra fue a dar en el suelo, lejos del objetivo. El adversario respondió con un guijarro que alcanzó a Aliocha en un hombro. A pesar de que el chiquillo estaba a treinta pasos de distancia, se veía que llevaba llenos de piedras los bolsillos de su gabán.
—Le ha tirado a usted porque usted es un Karamazov —dijeron los del grupo echándose a reír—. ¡Todos a la vez! ¡Fuego!
Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también los bolsillos llenos de piedras.
—¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó Aliocha—. ¡Seis contra uno! Lo vais a matar.
Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado del río. Tres o cuatro suspendieron el combate momentáneamente.
—¡Es él quien ha empezado! —gritó agriamente el chico que llevaba una blusa roja—. Hace un rato, cuando estábamos en clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor. Hay que darle una paliza.
—¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?
—Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro —gritó uno de los niños—. Ahora le está mirando a usted para tirarle una piedra. ¡Hala! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!
El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de San Miguel. Uno del grupo gritó:
—¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a correr!
—Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo sería poco.
—¿Es un soplón?
Los chicos cambiaron miradas burlonas.
—Si va usted por la calle de San Miguel —continuó el mismo muchacho—, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le espera.
—Sí, le está mirando —dijeron los demás.
—Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje de preguntárselo.
Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó mirándolos y los niños lo miraron a él.
—No vaya; le hará algo malo —dijo noblemente Smurov.
—Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo, pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le odiáis tanto.
—¡Entérese, entérese! —gritaron los niños entre risas.
Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la cuesta bordeando la empalizada, en dirección al detestado colegial.
—¡Cuidado! —le gritó uno de los del grupo—. ¡Mire que no le teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!
El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil, endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos, oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho, sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en hablar.
—¡Yo solo contra seis! —exclamó con ojos centelleantes—. ¡Les zumbaré a todos!
—Has recibido una pedrada que debe de haberte hecho daño —dijo Aliocha.
—También yo le he acertado a Smurov en la cabeza —replicó el chiquillo.
—Me han dicho que tú me conoces y que la pedrada que me has dado la has dirigido adrede contra mí.
El niño le miraba con expresión huraña.
—Yo no te conozco —siguió diciendo Aliocha—. ¿Me conoces tú acaso?
—¡Déjame en paz! —exclamó de pronto el niño, con voz áspera y mirada hostil.
Pero no se movía del sitio. Parecía esperar algo.
—Bien. Ya me voy —dijo Aliocha—. Pero conste que no te conozco y que no te quiero molestar, aunque me sería fácil, porque tus compañeros me han explicado cómo lo podría hacer.
—¡Vete al diablo con tus sotanas! —gritó el niño, siguiendo a Aliocha con su mirada provocativa y llena de odio.
Acto seguido se puso a la defensiva, creyendo que el novicio se iba a arrojar sobre él. Pero Aliocha se volvió, lo miró y siguió su camino. Aún no había dado tres pasos cuando recibió en la espalda la piedra más grande que el niño había encontrado en el bolsillo de su gabán.
—Conque por la espalda, ¿eh? Ya veo que es verdad lo que me han dicho: que atacas a traición.
Aliocha, que se había vuelto hacia el niño, vio que éste le arrojaba una piedra apuntándole a la cara. Hizo un rápido movimiento para eludir el disparo y la piedra le dio en el codo.
—¿No te da vergüenza? —gritó—. ¿Qué te he hecho yo?
El rapaz esperaba, silencioso y con gesto agresivo, seguro de que esta vez Aliocha iba a contestarle. Pero viendo que su víctima no se movía, se enfureció y se lanzó sobre él. Antes de que Aliocha pudiera hacer el menor movimiento, la fierecilla se había apoderado de su mano izquierda y le había clavado los dientes en un dedo. Aliocha profirió un grito de dolor y trató de retirar la mano. El chiquillo le soltó al fin y volvió al sitio donde antes estaba. El mordisco, próximo a la uña, era profundo. Brotaba la sangre. Aliocha sacó su pañuelo y se envolvió fuertemente la mano herida.
En esto empleó cerca de un minuto. Sin embargo, el bribonzuelo seguía esperando. Aliocha le miró con sus apacibles ojos.
—Bueno —dijo—, ya ves la dentellada que me has dado. Creo que es suficiente, ¿no? Ahora dime qué te he hecho yo.
El niño le miró asombrado. Aliocha continuó con su calma de siempre:
—Yo no te conozco: es la primera vez que te veo. Pero sin duda te he molestado en algo: no es posible que me hayas agredido sin ninguna razón. Anda, dime qué es lo que te he hecho, qué falta he cometido contigo.
Por toda respuesta, el niño se echó a llorar y huyó. Aliocha le siguió lentamente por la calle de San Miguel y pudo ver que corrió un buen trecho sin cesar de llorar y sin volverse.
Se prometió a sí mismo buscar a aquel chiquillo cuando tuviera tiempo, a fin de aclarar el enigma.
CAPITULO IV
En casa de los Khokhlakov
Aliocha no tardó en llegar a casa de la señora de Khokhlakov. Esta casa, de piedra y de dos pisos, era una de las mejores de nuestra ciudad. La señora de Khokhlakov habitaba con más frecuencia una finca que poseía en otro distrito o en su casa de Moscú. La que tenía en nuestra población era una antigua propiedad de familia. Por lo demás, la mayor de sus tres haciendas estaba en nuestro distrito, pero la propietaria la había visitado muy pocas veces hasta entonces. Corrió al encuentro de Aliocha en el vestíbulo.
—¿Ha recibido usted la carta en que le explico el nuevo milagro? —preguntó nerviosamente.
—Sí, la he recibido.
—¿Ha hecho correr la noticia? ¡Ha devuelto un hijo a su madre!
—Seguramente morirá hoy —dijo Aliocha.
—Ya lo sé. Estaba deseando hablar de esto con usted o con otro... No, con usted, con usted... ¡Qué contrariedad! ¡No poder ir a verlo!... Toda la ciudad está en tensión, esperando... Oiga, ¿sabe usted que Catalina Ivanovna está aquí, en nuestra casa?
—¡Me alegro! —exclamó Aliocha—. Tenía que ir a verla hoy.
—Lo sé, lo sé. Me han contado detalladamente lo que ocurrió ayer en su casa..., la horrible escena con esa... mujer. C'est tragique. En su lugar, yo no sé lo que habría hecho. Y su hermano Dmitri..., ¡qué hombre, Dios mío! ¡Oh Alexei Fiodorovitch, estoy aturdida! No le he dicho que su hermano está aquí. No me refiero a ese hombre terrible, sino al otro, a Iván. Está hablando de cosas importantes con Catalina Ivanovna... ¡Si usted supiera lo que les sucede a los dos! ¡Es espantoso, desgarrador, increíble! ¡Se atormentan a conciencia! Lo saben, pero encuentran en ello una acerba satisfacción. Le esperaba a usted, estaba sedienta de su presencia. No puedo seguir soportando esta situación. Se lo voy a contar todo... ¡Ah! Me olvidaba de lo más importante. Lise sufre una crisis nerviosa. ¿Por qué? Está así desde que ha sabido que ha llegado usted.
—Eres tú la que tiene los nervios de punta, mamá; no yo —dijo de pronto la voz de Lise desde la habitación vecina, a través de la estrecha abertura de la puerta.
Era una voz aguda que al parecer ocultaba un violento deseo de reír. Aliocha había visto aquella rendija y supuesto que por ella le observaba Lise desde su sillón.
—Desde luego, tus caprichos podrían ocasionarme un ataque de nervios. Lo cierto es, Alexei Fiodorovitch, que ha estado enferma toda la noche... Fiebre, gemidos y... ¡qué sé yo! ¡Con qué impaciencia he esperado que se hiciera de día y viniese el doctor Herzenstube! El doctor ha dicho que no sabe lo que tiene y que hay que esperar. Siempre dice lo mismo. Cuando usted ha llegado, Lise ha lanzado un grito y ha dicho que la llevaran a su habitación.
—Mamá, yo no sabía que había venido Alexei Fiodorovitch. Si he dicho que me llevaran a mi habitación no ha sido para huir de él.
—Eso no es verdad, Lise. Julia estaba espiando y se ha apresurado a anunciarte la llegada de Alexei Fiodorovitch.
—No está bien que digas eso, mamaíta. Mejor sería que le dijeses a nuestro amable visitante que ha demostrado tener muy poca cabeza viniendo a esta casa después de lo ocurrido ayer. Todo el mundo se burló de él.
—Te estás pasando de la raya, Lise. Te aseguro que tomaré medidas rigurosas. Nadie se burla de Alexei Fiodorovitch. Y me alegro de veras de que haya venido, pues no sólo lo necesito, sino que me es indispensable. ¡Oh Alexei Fiodorovitch! ¡Qué desgraciada soy!
—¿Por qué, mamaíta? ¿Qué te pasa?
—Me están matando tus caprichos, tu inconstancia, tu enfermedad, tus horribles noches de fiebre, ese espantoso doctor Herzenstube que siempre dice lo mismo..., en fin, todo, todo... Además, ese milagro... ¡Cómo me ha impresionado, mi querido Alexei Fiodorovitch! ¡Cómo me ha conmovido!... ¡Y esa tragedia que se ha desarrollado en el salón..., mejor dicho, esa comedia!... Dígame: ¿cree que el staretsZósimo vivirá todavía mañana?... ¿Pero qué me ocurre, Dios mío? A cada momento cierro los ojos y me digo que esto es absurdo, completamente absurdo...
—Le agradeceré —dijo de pronto Aliocha— que me dé un trapito para envolverme este dedo. Me he herido y me hace mucho daño.
Aliocha descubrió su dedo mordido y dejó ver el pañuelo manchado de sangre. La señora de Khokhlakov profirió un grito y cerró los ojos.
—¡Dios santo, qué herida tan espantosa!
Apenas vio el dedo de Aliocha por la rendija, Lise abrió la puerta por completo.
—¡Venga aquí! —le ordenó—. ¡Basta ya de tonterías! ¿Por qué ha tardado usted tanto en decirlo? Habría podido desangrarse, mamá... ¿Cómo se ha hecho eso?... Ante todo hay que traer agua para lavar la herida. Meterá el dedo en agua fría para calmar el dolor y lo tendrá dentro del agua un buen rato... ¡Pronto, mamá: agua en una taza! ¡Pronto, pronto!
Hablaba con nerviosa celeridad. La herida de Aliocha la había impresionado profundamente.
—¿Y si enviáramos en busca del doctor Herzenstube? —preguntó la señora de Khokhlakov.
—¡Acabarás conmigo, mamá! ¿Para qué quieres que venga el doctor? ¿Para que diga que no comprende nada? ¡El agua, mamá; el agua, por el amor de Dios! Ve a ver qué hace Julia que no la trae. Esa mujer nunca llega a tiempo. ¡Corre, mamá!
—¡Pero si no es nada! —dijo Aliocha, asustado ante la inquietud de Lise y su madre.
Llegó Julia con el agua. Aliocha sumergió el dedo.
—¡Por favor, mamá; trae hilas y esa agua turbia que usamos para los cortes! No recuerdo cómo se llama. ¡Tenemos, mamá, tenemos! ¿Sabes dónde está? En tu dormitorio, en el armario, a la derecha. Allí hay un gran frasco. Y también están las hilas.