Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 30 стр.


—Ya voy, Lise, ya voy. Pero no grites, no te exaltes. Observa la serenidad con que Alexei Fiodorovitch soporta el dolor. ¿Cómo se ha hecho eso, Alexei Fiodorovitch?

Y se marchó sin esperar la respuesta. Lise no deseaba otra cosa.

—Ante todo —dijo la joven rápidamente—, contésteme a esta pregunta: ¿dónde se ha herido? Después hablaremos de otras cosas. ¡Hable!

Aliocha comprendió que no había tiempo que perder, a hizo un relato exacto, aunque resumido, de su encuentro con los colegiales. Lise le escuchó sin interrumpirle. Luego enlazó las manos.

—¿Cómo se le ha ocurrido, y más vistiendo ese hábito, mezclarse con unos chiquillos? —exclamó, indignada, como si tuviera algún derecho sobre él—. Me ha demostrado usted que es más chiquillo que ellos. Sin embargo, no deje de enterarse de quién es ese rapaz de malos instintos y cuéntemelo todo después. Ahí debe de haber algún secreto. Ahora, a otra cosa. ¿Puede usted hablar cuerdamente de nimiedades a pesar del dolor?

—¡Claro que sí! Además, el dolor no es muy fuerte.

—Porque tiene usted el dedo en el agua. Por cierto, que hay que cambiarla enseguida, antes de que se caliente. Julia, ve a buscar un poco de hielo a la cueva y otro tazón de agua... Ya se ha marchado. Voy a decirle lo que le quería decir. Mi querido Alexei Fiodorovitch, hágame el favor de devolverme inmediatamente mi carta. Mi madre volverá de un momento a otro y no quiero que...

—No la llevo encima.

—Eso no es verdad; sí que la lleva. Sabía que me daría usted esa contestación. Toda la noche he estado arrepintiéndome de mi estúpida broma. Devuélvame la carta enseguida. ¡Devuélvamela!

—Me la he dejado en mi habitación.

—Sin duda, después de la tontería que he cometido, usted habrá pensado que soy una niña. Perdóneme. Y devuélvame la carta. Si es de verdad que no la lleva encima, tráigamela hoy mismo.

—Hoy me es imposible, pues he de volver al monasterio y quedarme allí. No podré venir a verla de nuevo hasta dentro de dos, de tres o tal vez de cuatro días. El staretsZósimo...

—¿Cuatro días? ¡Qué disparate! Dígame: ¿se ha reído mucho de mí?

—Nada absolutamente.

—¿Por qué?

—Porque creo ciegamente lo que me dice en la carta.

—Me ofende usted.

—Apenas la leí, me dije que todos sus deseos se realizarían. Cuando el staretsZósimo muera, tendré que dejar el monasterio. Luego acabaré mis estudios, me examinaré y, cuando tengamos la edad que señala la ley, nos casaremos. La querré mucho. Aunque no he tenido tiempo de pensar en ello, he comprendido que nunca hallaré una esposa mejor que usted. Tengo que casarme porque el staretsme lo ha ordenado.

—Soy una persona anormal, un monstruo —objetó Lise riendo y con las mejillas arreboladas—. Han de llevarme en un sillón de ruedas.

—Yo mismo empujaré el sillón. Pero estoy seguro de que entonces ya estará usted completamente bien.

—¿Está usted loco? —exclamó Lise nerviosamente—. ¡Forjar planes sobre una simple broma!... Aquí llega mamá. Oportunamente, por cierto... ¿Cómo has tardado tanto, mamá? Y aquí tenemos también a Julia con el agua.

—¡Por todos los santos, Lise, no grites! La cabeza me va a estallar... La culpa de que haya tardado tanto es tuya: has cambiado de sitio las hilas... He estado mucho tiempo buscándolas... Sin duda lo has hecho expresamente.

—¿Expresamente? ¿Es que yo sabía que Alexei vendría con un mordisco en un dedo? ¡Qué cosas tan chocantes dices, mamá!

—Admito que sean chocantes; pero te aseguro que hablo con el corazón, al ver ese dedo de Alexei Fiodorovitch y todo lo demás que aquí está sucediendo. Mi querido Alexei Fiodorovitch, no son los detalles por separado lo que me trastorna, no es ese Herzenstube por si solo el que me inquieta, sino el conjunto. Esto es lo que no puedo soportar.

—Deja en paz a Herzenstube, mamá —dijo Lise riendo alegremente—, y dame el agua y las hilas. Esto es agua blanca, Alexei Fiodorovitch: ahora me acuerdo del nombre. ¡Un excelente remedio! Mamá, ¿sabes lo que ha hecho?: pelearse con unos chiquillos en la calle. Uno de ellos le ha mordido. ¿No te parece que esto demuestra que también él es un chiquillo? ¿Y crees que un joven que hace estas cosas puede casarse? Pues se quiere casar, ¿sabes? ¡Alexei casado! ¡Es para morirse de risa!

Y Lise reía con su risita nerviosa, mientras miraba a Aliocha maliciosamente.

—¿Qué dices, Lise? No debes hablar así. Y menos teniendo en cuenta que ese bribonzuelo que le ha mordido puede estar rabioso.

—¡Como si hubiera niños rabiosos!

—¡Pues claro que los hay! A ese muchacho puede haberle mordido un perro rabioso. Entonces él ha contraído la rabia y ha mordido como el perro... ¡Qué bien lo ha curado mi hija, Alexei Fiodorovitch! Yo no habría sabido hacerlo como ella. ¿Le duele?

—Muy poco.

—¿No le da miedo el agua? —preguntó la joven.

—¡Pero Lise! Porque se me ha ocurrido, sin duda imprudentemente, recordar que existe la hidrofobia, al hablar de ese muchacho, sólo Dios sabe lo que has supuesto... Oiga, Alexei Fiodorovitch: Catalina Ivanovna se ha enterado de su llegada y tiene gran interés en verle.

—¡Oh mamá! Ve tú sola. Él no puede: le duele mucho la herida.

—No me duele en absoluto —protestó Aliocha—. Puedo ir perfectamente.

—¿Conque quiere marcharse? Está bien.

—Cuando haya terminado con ella, volveré y charlaremos cuanto le plazca. Quiero ver enseguida a Catalina Ivanovna, porque así podré regresar antes al monasterio.

—¡Llévatelo, mamá! Alexei Fiodorovitch, no se moleste en venir a verme después de haber hablado con Catalina Ivanovna. Váyase enseguida al monasterio, pues allí está su vocación. Además, estoy deseando irme a dormir: no he pegado los ojos en toda la noche.

—Ya veo que no hablas en serio, Lise —dijo su madre—. Sin embargo, te convendría dormir un poco.

—Si usted quiere —balbuceó Aliocha—, me estaré aquí tres o cuatro minutos más, hasta cinco.

—¡Llévatelo enseguida, mamá! ¡Es un monstruo!

—¡Lise! ¿Has perdido el juicio? Vámonos, Alexei Fiodorovitch. Hoy está demasiado nerviosa y no quiero que se acalore más. Una mujer nerviosa es una verdadera desgracia... Pero acaso sea verdad que quiere dormir. Ha sido una suerte que su presencia haya bastado para que sienta sueño.

—Eres muy amable, mamá. Te mando un beso por lo que acabas de decir.

—Te lo devuelvo, Lise.

Y murmuró a Aliocha con acento misterioso, mientras se alejaban:

—Alexei Fiodorovitch, no quiero anticiparle nada para no influir en usted. Usted mismo lo verá: es algo espantoso, el drama más desgarrador que se puede concebir. Catalina Ivanovna está enamorada de su hermano Iván y quiere convencerse a sí misma de que ama a Dmitri. Le acompañaré y, si me lo permiten, me quedaré.

CAPÍTULO V

Escena en el salón

En el salón había terminado la conferencia. Catalina Ivanovna estaba agitadísima, pero conservaba su actitud resuelta. Cuando Aliocha y la señora Khokhlakov aparecieron, Iván Fiodorovitch se puso en pie para marcharse. Estaba un poco pálido. Su hermano le miró, inquieto. Acababa de hallar la solución de un enigma que le atormentaba desde hacía algún tiempo. En el mes último le habían insinuado varias veces que su hermano Iván estaba enamorado de Catalina Ivanovna y, sobre todo, decidido a «birlar» la novia a Mitia. Al principio, esto pareció a Aliocha una monstruosidad y le inquietó profundamente. Quería a sus dos hermanos y le intranquilizaba su rivalidad. Sin embargo, Dmitri le había dicho el día anterior que Iván le hacia un gran favor siendo su rival y que esta oposición le hacía feliz. ¿Por qué? ¿Porque se podría casar con Gruchegnka? Esto era un anhelo desesperado. Además, hasta la tarde anterior, Aliocha había creído firmemente en el amor vehemente y obstinado de Catalina Ivanovna por Dmitri. Juzgaba que Catalina Ivanovna no podía querer a un hombre como Iván y que amaba a Dmitri tal como era, a pesar de lo que este amor tenía de extraño. Pero a raíz de su escena con Gruchegnka había cambiado de opinión.

La señora de Khokhlakov había empleado la expresión «drama desgarrador», y Aliocha se estremeció al oírla, pues aquella mañana, al despertarse cuando amanecía, él había pronunciado dos veces la palabra «desgarradora», seguramente obsesionado por sus sueños de aquella noche, que habían girado alrededor de la escena provocada por Gruchegnka. La afirmación categórica de la dama de que Catalina Ivanovna amaba a Iván y que su amor por Dmitri no era sino una ilusión, un penoso deber que se imponía a sí misma por gratitud había impresionado profundamente a Aliocha, que se decía que tal vez fuera verdad. Pero, entonces, ¿en qué situación quedaba Iván? Aliocha se decía que una mujer del carácter de Catalina Ivanovna necesitaba dominar, y este dominio lo podía ejercer sobre Dmitri, pero no sobre Iván. Dmitri podría someterse algún día a ella por su propia felicidad, y Aliocha deseaba que así fuese. En cambio, Iván, ni se sometería, ni esta sumisión podía hacerle feliz, según el concepto que Aliocha tenía de él.

Aliocha entró en el salón acosado por estos pensamientos. De súbito acudió a su mente otra idea: ¿y si Catalina Ivanovna no quisiera a ninguno de los dos? Hagamos constar que Aliocha se avergonzaba de estos pensamientos, que le asaltaban de vez en cuando desde hacía unas semanas. «¿Cómo puedo hacer estas deducciones no entendiendo nada del amor ni de las mujeres?», se decía cada vez que pensaba en ello. Sin embargo, la reflexión se imponía, y Aliocha comprendía que su rivalidad tenía una importancia capital en el destino de sus dos hermanos. «Los reptiles se devoran unos a otros», había dicho Iván el día anterior en un momento de irritación, refiriéndose a su padre y a su hermano. Así, tal vez desde hacía mucho tiempo, Dmitri era un reptil para Iván. ¿No habría nacido en él esta idea cuando conoció a Catalina Ivanovna? Sin duda, la frase se le había escapado, pero esto aumentaba su gravedad. En estas condiciones, ¿qué paz podía haber en la familia cuando surgieran nuevos motivos de odio? ¿Y a quién podía compadecer? Los quería a todos por igual, ¿pero qué podía desear a cada uno de ellos en aquel laberinto de contradicciones? Aliocha se perdía en aquel dédalo y su corazón no podía soportar la incertidumbre que lo agitaba, pues su amor tenía siempre un carácter activo. Al ser incapaz de querer pasivamente, su cariño se traducía siempre en ayuda. Mas para prestar esta ayuda era necesario tener una finalidad, saber lo que convenía a cada cual y obrar en consecuencia. Y él no podía encontrar ningún fin en medio de aquella confusión. Le habían hablado del afán de torturarse uno mismo. Pero tampoco esto lo comprendía. Decididamente, la clave del enigma no estaba a su alcance.

Al ver a Aliocha, Catalina Ivanovna dijo vivamente a Iván Fiodorovitch, que se había levantado para marcharse:

—¡Un momento! Quiero conocer la opinión de su hermano, en quien tengo plena confianza. Catalina Osipovna —añadió dirigiéndose a la señora de Khokhlakov—, quédese usted también.

Ésta se situó al lado de Iván Fiodorovitch, y Aliocha enfrente, junto a Catalina Ivanovna.

—Ustedes son amigos míos, los únicos que tengo en el mundo —empezó a decir la joven con voz ardiente, empañada de un dolor sincero que le atrajo de nuevo las simpatías de Aliocha—. Usted, Alexei Fiodorovitch, presenció ayer aquella escena horrible. Ignoro lo que habrá pensado de mí, pero sé que si tal situación se repitiera, mi conducta y mis palabras serían las mismas. Usted recordará que tuvo que contenerme —y al decir esto enrojeció y brillaron sus ojos—. Le confieso, Alexei Fiodorovitch, que estoy en un mar de confusiones. ¿Le quiero? Lo ignoro. Le compadezco, y esto es un mal indicio para el amor. Si todavía le amara, no sería piedad lo que ahora sentiría por él, sino odio.

Su voz temblaba; las lágrimas brillaban en sus pestañas. Aliocha estaba emocionado. «Esta muchacha es noble, sincera —se decía—, y no quiere a Dmitri.»

—Exacto, exacto —exclamó la señora de Khokhlakov.

—Un momento, mi querida Catalina Osipovna. Aún no le he dicho lo más importante: la resolución que he tomado esta noche. Me doy cuenta de que esta decisión puede ser terrible para mí, pero advierto también que no la modificaré por nada del mundo. Iván Fiodorovitch, que es para mí un generoso y amable consejero, un confidente y el mejor amigo, ha aprobado enteramente y alabado mi resolución.

—Sí, la apruebo —dijo Iván Fiodorovitch en voz baja pero firme.

—No obstante, quiero que Aliocha..., ¡oh, perdone que le haya llamado así!..., quiero que Alexei Fiodorovitch me diga delante de ustedes si obro bien o mal.

Y exaltada, cogiendo con su ardiente mano la fría del joven, añadió:

—Estoy segura, Aliocha, hermano mío (pues un hermano es usted para mí), de que su juicio, su aprobación, me tranquilizará, que sus palabras me traerán la calma y la resignación.

—No sé lo que usted me pregunta —respondió Aliocha enrojeciendo—. Lo único que puedo decirle es que cuenta usted con mi estimación y que deseo para usted más felicidad que para mí. Pero le advierto que no entiendo de esas cosas —se apresuró a decir sin saber por qué.

—Lo principal en todo esto es el honor y el deber y también algo más elevado que supera tal vez al deber mismo. Mi corazón me ha impuesto un sentimiento pavoroso que me arrastra irresistiblemente. En una palabra, que he tomado una resolución irrevocable. Aunque se case con esa... mujer, a la que yo no podré perdonar nunca, no le abandonaré. ¡No, no le abandonaré jamás! —exclamó, presa de una exaltación morbosa—. Pero no crean ustedes que tengo la intención de perseguirle, de imponerle mi presencia, de importunarle. ¡No, de ningún modo! Me iré a otra parte, a otra población cualquiera, y desde allí no dejaré de interesarme por él. Cuando sea desgraciado con la otra, cosa que no tardará en ocurrir, podrá volver a mi lado y encontrará en mí una amiga, una hermana... Sí, sólo una hermana, y para toda la vida, una hermana que le querrá y sacrificará por él su existencia entera. A fuerza de perseverancia, conseguiré que al fin me tenga afecto y me lo cuente todo sin sonrojarse.

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