Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 34 стр.


»Él estaba encantado, sobre todo de tener un caballo. Como usted sabe muy bien, para un muchacho ruso no hay nada mejor que un caballo. “Alabado sea Dios —pensé—. Lo has distraído y lo has consolado.” Pero ayer volvió del colegio más abatido que nunca. Por la tarde, durante el paseo, no despegaba los labios. Hacía viento, el sol se ocultó. Se percibía el otoño en la penumbra que nos rodeaba. Los dos estábamos tristes.

»—Bueno, muchacho; vamos a hacer los preparativos para el viaje.

»Intentaba reanudar la charla del día anterior. Él no dijo ni una palabra, pero su menuda mano temblaba en la mía. “Malo —me dije—. Algo nuevo ha ocurrido.” Llegamos hasta esta piedra que ahora estamos viendo. Yo me senté en ella. En el aire se veían lo menos treinta cometas que el viento azotaba sonoramente. Es ahora el tiempo de remontarlas.

»—También nosotros podríamos hacer volar las cometas del año pasado, Iliucha. Las repararé. ¿Qué has hecho de ellas?

»Él seguía mudo y volvía la cara para no mirarme. De pronto, el viento empezó a zumbar, levantando nubes de tierra. Iliucha se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello con los brazos y me estrechó entre ellos. Así suele ocurrir, señor. El niño taciturno y orgulloso retiene largo tiempo sus lágrimas, pero cuando, al fin, la fuerza del dolor las hace brotar, corren en torrentes. Sus lágrimas ardientes inundaron mi rostro. Sollozaba entre convulsiones, me apretaba contra su pecho.

»—¡Papá —exclamó—, mi querido papá! ¡Cómo te humilló ese hombre!

» Entonces yo también me eché a llorar, y los dos sollozamos abrazados sobre esta gran piedra. Nadie nos vela: sólo Dios. Tal vez me lo tenga en cuenta. Dé las gracias a su hermano, Alexei Fiodorovitch. No, no azotaré a mi hijo por el mal que le ha hecho a usted.

Así terminó su extraña y enrevesada confidencia. Aliocha, tan conmovido que sus ojos estaban húmedos de lágrimas, comprendía que aquel hombre tenía confianza en él y que no se habría franqueado con cualquiera.

—¡Cómo me gustaría hacer las paces con su hijo! —exclamó—. Si usted quisiera intervenir...

—Lo haré —murmuró el capitán.

—Pero no es eso lo que nos interesa ahora. Escuche. Tengo un encargo para usted. Mi hermano Dmitri ha ofendido también a su novia, una muchacha noble de la que usted debe de haber oído hablar. Tengo derecho a revelarle esta afrenta; es más, tengo el deber de hacerlo, pues esa joven, al enterarse de la humillación sufrida por usted, me ha encargado hace un momento... de entregarle un dinero de su parte, no en nombre de Dmitri, que la ha abandonado, ni de mí, su hermano, ni de nadie; de ella y únicamente de ella. Le suplica a usted que acepte su ayuda... A los dos los ha ofendido la misma persona. Esa joven ha pensado en usted únicamente porque ella ha recibido una afrenta tan grave como la que usted ha sufrido. Es como una hermana que acude en ayuda de su hermano. Me ha pedido que le convenza a usted de que acepte estos doscientos rublos de su parte, como los aceptaría de una hermana que conociera su desdichada situación. Nadie se enterará; no tiene usted que temer a las murmuraciones de los malintencionados. He aquí los doscientos rublos. Acéptelos, créame. De lo contrario, habría que admitir que en el mundo sólo tenemos enemigos. Y eso no es verdad: hay también hermanos... Usted debe comprenderlo porque tiene un alma noble.

Y Aliocha le ofreció dos billetes de cien rublos completamente nuevos. El capitán y él estaban entonces precisamente junto a la gran roca cercana al seto. No había nadie en torno a ellos. Los billetes produjeron en el capitán profunda impresión. Se estremeció, aunque al principio el estremecimiento fue sólo de sorpresa: de ningún modo esperaba que el suceso tuviera semejante desenlace; jamás había ni siquiera soñado que pudiera recibir ayuda alguna. Cogió los billetes y durante casi un minuto fue incapaz de responder. Una expresión nueva apareció en su rostro.

—¡Doscientos rublos! ¿Es para mí todo este dinero? ¡Dios Santo! Hacía cuatro años que no veía doscientos rubios juntos. Ha dicho que es como una hermana mía. ¡Vaya si lo es!

—Le juro que todo lo que le he dicho es la pura verdad —afirmó Aliocha.

El capitán enrojeció.

—Escuche, señor, escuche: si acepto, ¿no seré un cobarde, no se lo pareceré a usted? Escuche, escuche —repetía a cada momento, tocando a Aliocha—: usted me pide que acepte el dinero, ya que es una «hermana» quien me lo envía; pero si lo tomo, ¿no me despreciará usted, aunque no lo manifieste?

—¡No y mil veces no! ¡Se lo juro por la salvación de mi alma! Además, esto no lo sabrá nadie nunca, nadie más que nosotros: usted, ella, yo... y una dama que es gran amiga suya.

—Todo eso importa muy poco. Óigame, Alexei Fiodorovitch; es indispensable que me oiga. Usted no puede comprender lo que representan para mí estos doscientos rublos —continuó el infortunado capitán, del que se había ido apoderando poco a poco una tremenda exaltación y que se expresaba con la impaciencia del que teme que no le dejen decir todo lo que desea—. Dejando aparte el hecho de que este dinero es de procedencia limpia, ya que viene de una respetable «hermana», ha de saber usted que ahora podré cuidar a mi esposa y a Nina, mi angelical jorobadita. El doctor Herzenstube vino a mi casa desinteresadamente, impulsado por la bondad de su corazón; la estuvo reconociendo durante una hora y me dijo: «No comprendo nada en absoluto.» Sin embargo, el agua mineral que recetó a mi mujer la alivia mucho. También le prescribió baños de pies con ciertos remedios. Las botellas de agua mineral valen treinta copecs cada una, y se ha de beber unas cuarenta. Yo cogí la receta y la puse en la mesita que hay debajo del icono. Allí está. A Nina le ordenó baños calientes en una solución especial, dos veces al día, mañana y tarde. ¿Cómo es posible seguir semejante tratamiento viviendo realquilados y sin servidumbre, sin agua, sin los utensilios necesarios y sin la ayuda de nadie? La pobre Nina está imposibilitada por el reumatismo. No se lo había dicho todavía, ¿verdad? Por las noches siente fuertes dolores en todo un costado y sufre horriblemente, pero disimula para no inquietarnos, y, para que no nos despertemos, de sus labios no se escapa la menor queja. Comemos lo que buenamente llega a nuestras manos. Pues bien, ella se queda con el último bocado, algo que ni los perros querrían. Es como si dijera: «Ni siquiera este bocado merezco, pues os privo de él a vosotros, a cuya costa vivo.» Eso dice con su mirada de ángel. La atendemos, y ello le pesa. «No merezco estos cuidados. Soy una persona inútil.» ¡No merecerlos ella, cuya dulzura angelical es una bendición para todos! Sin su dulce presencia, nuestra casa sería un infierno. Ha conseguido incluso suavizar el carácter de Varvara. No condene a Varvara. Es también un ángel, un ser desgraciado. Llegó a casa el verano pasado con dieciséis rublos que había ganado dando lecciones y estaban destinados a pagar su regreso a Petersburgo en el mes de septiembre, es decir, ahora. Pero nos hemos comido su dinero y no podía marcharse: ésta es la causa de su mal humor. Por otra parte, no se podía ir, porque está tan ocupada en la casa, que parece una condenada a trabajos forzados. Hemos hecho de ella una acémila. Se ocupa en todo: remienda, lava, barre, acuesta a su madre. Y su madre es caprichosa y llorona, en fin, una perturbada... Ahora, con estos doscientos rublos, podremos tener una sirvienta y no faltarán cuidados a esos dos seres a los que tanto quiero. Enviaré a Varvara a Petersburgo, compraré carne, estableceré un nuevo régimen de vida. ¡Señor, si esto parece un sueño!

Aliocha estaba encantado de haber sido portador de tanta felicidad y de ver que aquel pobre diablo admitía aquel medio de ser feliz.

—Espere, Alexei Fiodorovitch, espere —continuó el capitán, aferrándose a un nuevo sueño—. Sepa que Iliucha y yo podremos llevar a cabo nuestro proyecto. Compraremos un caballo y un carro; un caballo negro, pues así lo quiere él, y nos marcharemos, como decidimos anteayer los dos. Conozco a un abogado en la provincia de K..., un amigo de la infancia. Me he enterado por una persona digna de crédito de que, si me presentara allí, me daría una plaza de secretario. A lo mejor, es verdad que me la da... Mi mujer y Nina irían dentro del carro, Iliucha conduciría y yo iría a pie. Así viajaríamos toda la familia. ¡Señor! Si yo supiera que iba a tener una credencial, esto bastaría para que hiciéramos el viaje.

—¡Lo harán, lo harán! —exclamó Aliocha—. Catalina Ivanovna le enviará más dinero, tanto como usted quiera. Yo también tengo dinero. Acepte lo que le haga falta. Se lo ofrezco como se lo ofrecería a un hermano, a un amigo. Ya me lo devolverá, pues usted se hará rico. No se le ha podido ocurrir nada mejor que este viaje. Será la salvación de ustedes, sobre todo la de su hijo. Deben marcharse enseguida, antes del invierno, antes de los fríos. Ya nos escribirá desde allí; seguiremos siendo hermanos... ¡No, esto no es un sueño!

Aliocha estaba tan contento, que de buena gana habría abrazado al capitán. Pero al fijar la vista en él, quedó paralizado. El capitán, con el cuello estirado y la boca saliente, pálido y lleno de exaltación el semblante, movía los labios, como si quisiera hablar, pero sin emitir ningún sonido.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Aliocra con un repentino estremecimiento.

—Alexei Fiodorovitch..., le voy a... —balbuceó el capitán mirando a Aliocha con un gesto extraño y feroz, el gesto del hombre que va a lanzarse al vacío, al mismo tiempo que sus labios plasmaban una sonrisa—. Le voy a... ¿Quiere usted que le haga un juego de manos? —murmuró acto seguido, con acento firme y como obedeciendo a una súbita resolución.

—¿Un juego de manos?

—Ahora verá —dijo el capitán, crispados los labios, guiñando el ojo izquierdo y taladrando a Aliocha con la mirada.

—¿Qué le pasa? —exclamó Alexei, francamente aterrado—. ¿Qué dice usted de juegos de manos?

—¡Mire! —gritó el capitán.

Le mostró los dos billetes, que mientras hablaba había sostenido entre los dedos pulgar a índice, y de pronto los estrujó cerrando el puño.

—¿Ve usted, ve usted? —exclamó, pálido, frenético. Levantó la mano y, con todas sus fuerzas, arrojó los estrujados billetes al suelo.— ¿Ve usted? —vociferó nuevamente, señalándolos con el dedo—. ¡Ahí los tiene!

Empezó a pisotearlos con furor salvaje. Jadeaba y exclamaba a cada pisotón:

—Mire lo que yo hago con su dinero. ¡Mire, mire!

De súbito dio un salto atrás y se irguió mirando a Aliocha. De todo su cuerpo emanaba un orgullo indecible.

—¡Vaya a decir a los que le han enviado que el «Barbas de Estropajo» no vende su honor! —exclamó con el brazo extendido.

Después giró rápidamente sobre sus talones y echó a correr. Cuando había recorrido unos cinco pasos se volvió y dijo adiós a Aliocha con la mano. Avanzó cinco pasos más y se detuvo de nuevo. Esta vez su rostro no estaba crispado por la risa, sino sacudido por el llanto. En un tono gimiente, entrecortado, farfulló:

—¿Qué habría dicho a mi hijo si hubiese aceptado el pago de nuestra vergüenza?

Dicho esto, echó a correr de nuevo, ya sin volverse. Aliocha le siguió con una mirada llena de profunda tristeza. Comprendió que hasta el último momento el desgraciado no supo que estrujaría y arrojaría los billetes. Aliocha no quiso perseguirlo ni llamarlo. Cuando perdió de vista al capitán, cogió los billetes, arrugados y hundidos en la tierra, pero intactos todavía. Incluso crujieron cuando Aliocha los alisó. Luego los dobló, se los guardó en el bolsillo y fue a dar cuenta a Catalina Ivanovna del resultado de su gestión.

LIBRO V

PRO Y CONTRA

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CAPÍTULO PRIMERO

Los esponsales

Esta vez, Aliocha fue recibido por la señora Khokhlakov, que estaba atareadísima. La crisis de Catalina Ivanovna había terminado con un desvanecimiento, seguido de una profunda extenuación. En aquel momento estaba delirando, presa de alta fiebre. Se había enviado en busca de sus tías y el doctor Herzenstube. Éstas habían llegado ya. La enferma yacía sin conocimiento. En torno de ella reinaba una ansiosa expectación.

Mientras explicaba todo esto, la dama tenía una expresión grave e inquieta. «Es algo serio; esta vez es algo serio», repetía a cada palabra, como si nada de lo que había ocurrido anteriormente tuviera importancia alguna. Aliocha la escuchaba con visible pesar. Quiso contarle su aventura con el capitán, pero ella le interrumpió enseguida. No podía escucharle; se tenía que marchar. Le rogó que, entre tanto, hiciera compañía a Lise.

—Mi querido Alexei Fiodorovitch —le murmuró casi al oído—, hace un momento, Lise me ha sorprendido y enternecido. Por eso, porque me enternece, mi corazón se lo perdona todo. Apenas se ha marchado usted, ha empezado a lamentarse sinceramente de haberle hecho blanco de sus burlas ayer y hoy. Sin embargo, sólo han sido bromas inocentes. Incluso lloraba, cosa que me ha sorprendido de veras. Nunca se había arrepentido de veras de sus burlas, de las que soy su víctima a cada momento. Pero ahora habla en serio. Su opinión le importa mucho, Alexei Fiodorovitch. Trátela con solicitud, si le es posible, y no le guarde rencor. Yo tengo con ella toda clase de miramientos. ¡Es tan inteligente! Hace un momento me decía que usted es su mejor amigo de la infancia. Tiene sentimientos y recuerdos conmovedores, frases, expresiones que surgen cuando menos se espera. Hace un momento ha dicho una verdadera sutileza a propósito de un pino. Cuando ella era muy pequeña todavía, había un pino en nuestro jardín. Pero sin duda aún está allí: no sé por qué hablo de él como de una cosa del pasado. Los pinos no son como las personas; viven mucho tiempo sin hacer ningún cambio. «Mamá —me ha dicho—, me acuerdo de ese pino como en sueños, sosna kak so sna...» [29]. Pero no, debe de haber dicho otra cosa, porque esto no tiene sentido. Estoy segura de que ha dicho algo original e ingenioso que yo no he sabido interpretar. Además, no me acuerdo de lo que ha dicho... Bueno, adiós; esto es para perder la cabeza. Sepa usted, Alexei Fiodorovitch, que he estado loca dos veces y me han curado. Vaya al lado de Lise. Reconfórtela como sólo usted sabe hacerlo. ¡Lise —gritó acercándose a la puerta—, te envío a tu víctima Alexei Fiodorovitch! No está enojado contigo, palabra. Por el contrario, le sorprende que hayas podido creer eso de él.

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