Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 37 стр.


y no me lamentaré,

no, no me lamentaré.

En este momento se produjo un incidente. Aliocha estornudó. En el banco se hizo el silencio. Alexei se levantó y fue hacia la pareja. Entonces pudo ver que, en efecto, el cantante era Smerdiakov. Iba vestido de punta en blanco, con el pelo abrillantado, e incluso rizado, al parecer, y relucientes las botas. María Kondratievna, la hija de la propietaria, no era fea, pero tenía la cara redonda y sembrada de pecas. Llevaba un vestido azul claro con una cola que no se acababa nunca.

—¿Vendrá pronto mi hermano Dmitri? —preguntó Aliocha con toda la calma que pudo aparentar.

Smerdiakov se levantó lentamente. Su compañera hizo lo mismo.

—Yo no estoy enterado de las idas y venidas de Dmitri Fiodorovitch, porque no soy su guardián —repuso Smerdiakov con gran aplomo y cierto matiz de desdén.

—Lo he preguntado por si acaso usted lo sabía —dijo Aliocha.

—Ni sé dónde está ni quiero saberlo.

—Mi hermano me ha dicho que usted le informa de todo lo que sucede en la casa y que, además, le ha prometido avisarle si llega Agrafena Alejandrovna.

Smerdiakov, impasible, alzó la vista y la fijó en Aliocha.

—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar? Hace una hora que el cerrojo está echado.

—He saltado la valla. Perdóneme, María Kondratievna. Deseo ver a mi hermano cuanto antes.

—¿Habrá alguien capaz de quererle mal? —murmuró la joven, halagada—. Así suele introducirse Dmitri Fiodorovitch en el pabellón. Cuando uno lo ve, ya está instalado.

—Voy en su busca. Necesito verle. ¿No podrían decirme dónde está en este momento? Se trata de un asunto importante y que le interesa.

—Nunca nos dice adónde va —balbuceó María Kondratievna.

—Incluso aquí, en esta casa amiga, su hermano me acosa con sus preguntas sobre mi amo. Qué pasa en su casa, quién viene, quién sale, si hay alguna novedad... Dos veces me ha amenazado de muerte.

—¿Es posible? —exclamó Aliocha, atónito.

—Un hombre de su carácter no se detiene ante nada. ¡Si lo hubiese oído ayer! «Si Agafrena Alejandrovna logra burlarme y pasar la noche en casa con el viejo, no respondo de tu vida», me dijo. Me da tanto miedo su hermano, que si me atreviera lo denunciaría. Es capaz de todo.

—El otro día —añadió María Kondratievna— le dijo: «Te machacaré en un mortero.»

—Eso es hablar por hablar —respondió Aliocha—. Si pudiera verle, le diría algo sobre esto.

—Le voy a decir lo que sé —dijo Smerdiakov, después de reflexionar un momento—. Vengo aquí con frecuencia como vecino. No hay ningún mal en ello. Iván Fiodorbvitch me ha enviado hoy, a primera hora, a casa de Dmitri Fiodorovitch, calle del Lago, para decirle que acudiese sin falta a la taberna de la plaza, donde comerían juntos. He ido, pero ya no le he encontrado. Eran las ocho. Su patrón me ha dicho textualmente: «Ha venido y se ha marchado.» Cualquiera diría que están de acuerdo. En este momento tal vez esté en la taberna con Iván Fiodorovitch, que no ha venido a comer a casa. Fiodor Pavlovitch hace ya una hora que ha comido y ahora está durmiendo la siesta. Pero le ruego encarecidamente que no diga nada de esto. Es capaz de matarme por cualquier nimiedad.

—¿De modo —dijo Aliocha— que mi hermano Iván ha citado a Dmitri en la taberna?

—Sí.

—¿En esa taberna que hay en la plaza y que se llama «La Capital» ?

—Exactamente.

Aliocha daba muestras de gran agitación.

—Gracias, Smerdiakov. La noticia es importantísima. Voy ahora mismo a la taberna.

—No me descubra.

—Descuide. Me presentaré allí como por casualidad.

—¿Adónde va por ahí? —exclamó María Kondratievna—. Voy a abrirle la puerta.

—No, por aquí es más corto el camino. Saltaré la valla.

Impresionado por la noticia de la cita, Aliocha corrió a la taberna. No le parecía prudente entrar tal como iba vestido; preguntaría en la escalera por sus hermanos y los haría salir. Cuando se acercaba a la taberna, se abrió una ventana y desde ella le gritó Iván:

—¡Aliocha!, ¿puedes venir para estar conmigo un rato? Te lo agradeceré de veras.

—No sé si con este hábito...

—Estoy en un comedor particular. Entra en la escalera. Voy a tu encuentro.

Un momento después, Aliocha estaba sentado a la mesa en que Iván comía solo.

CAPITULO III

Los hermanos se conocen

El comedor particular consistía simplemente en que la mesa de Iván, próxima a la ventana, estaba protegida por un biombo de las miradas indiscretas. Se hallaba al lado del mostrador, en la primera sala, por la que circulaban los camareros continuamente. El único cliente era un viejo militar que tomaba el té en un rincón. De las otras salas llegaba el rumoreo propio de esta clase de establecimientos: llamadas, estampidos de botellas al descorcharse, el choque de las bolas en las mesas de billar. Se oía un organillo. Aliocha sabía que a su hermano no le gustaban estos locales, y no iba a ellos casi nunca. Por lo tanto, su presencia allí no tenía más explicación que la cita que había dado a Dmitri.

—Voy a decir que traigan una sopa de pescado a otra cosa. No vas a vivir de té solamente —dijo Iván, que parecía encantado de la presencia de Aliocha. Había terminado ya de comer y estaba tomando el té.

—De acuerdo. Y después de la sopa, té —dijo alegremente Aliocha—. Tengo apetito.

—Y cerezas en dulce, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo te gustaban cuando eras niño y estabas en casa de Polienov?

—¿Conque te acuerdas? Sí, quiero cerezas: todavía me gustan.

Iván llamó al camarero y pidió una sopa de pescado, té y cerezas en dulce.

—Me acuerdo de todo, Aliocha. Entonces tú tenías once años y yo quince. A esta edad, y con cuatro años de diferencia, la camaradería entre los hermanos es imposible. Ni siquiera sé si te quería. Durante los primeros años de mi estancia en Moscú no pensaba en ti. Luego, cuando tú llegaste, creo que sólo nos vimos una vez. Y ahora, en los tres meses que llevo aquí, hemos hablado muy poco. Mañana me voy, y hace un momento estaba pensando cómo podría verte para decirte adiós. O sea que has llegado oportunamente.

—¿De veras deseabas verme?

—Lo anhelaba. Quiero que nos conozcamos mutuamente. Pronto nos separaremos. A mi juicio, conviene que tú me conozcas a mí y yo a ti antes de separarnos. Durante estos tres meses no has cesado de observarme. En tus ojos leía una fiscalización continua, y esto es lo que me mantenía a distancia. Al fin, comprendía que merecías mi estimación. He aquí un hombrecito de carácter firme, pensé. Te advierto que, aunque me ría, hablo muy seriamente. Me gustan los que demuestran poseer un carácter firme, sea como fuere, e incluso teniendo tu edad. Al fin, tu mirada escudriñadora dejó de contrariarme, e incluso me resultó agradable. Cualquiera diría que me tienes afecto, Aliocha. ¿Es así?

—Así es, Iván. Dmitri dice que eres una tumba; a mí me pareces un enigma. Incluso ahora me lo pareces. Sin embargo, esta mañana te he empezado a comprender.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Iván entre risas.

—¿No te enfadarás si te lo digo? —preguntó a su vez, y también riendo, Aliocha.

—Habla.

—Pues bien, he advertido que tú eres un joven semejante a todos los que andan por los veintitrés años, que son los que tú tienes; un muchacho rebosante de simpática ingenuidad. ¿De veras no te hieren mis palabras?

—Nada de eso —exclamó Iván con calor—. Por el contrario, veo en ello una sorprendente coincidencia. Desde nuestra entrevista de esta mañana, sólo pienso en la candidez de mis veintitrés años, y ahora esto es lo primero que me dices, como si hubieras adivinado mi pensamiento. ¿Sabes lo que me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo menos hasta que tenga treinta años. Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien... Oye, Aliocha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos; cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia. Caeré de rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama..., es el vientre... Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud... ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliocha? —terminó con una carcajada.

—Lo comprendo todo perfectamente, Iván: desearíamos amar con el corazón y con el vientre: lo has expresado a la perfección. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi entender, se debe amar la vida por encima de todo.

—¿Incluso más que al sentido de la vida?

—Desde luego. Hay que amarla antes de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender su sentido. He aquí lo que hace ya mucho tiempo que he entrevisto. La mitad de tu misión está cumplida, Iván: ya amas la vida. Dedícate a realizar la segunda parte: en ella está tu salvación.

—No te apresures tanto a salvarme. Acaso no esté todavía perdido. ¿En qué consiste esa segunda parte?

—En resucitar a tus muertos, que acaso tienen aún algo de vida. Dame una taza de té. Me encantada esta conversación, Iván.

—Veo que estás hablador. Me seducen estas professions de foien un novicio. Eres un carácter enérgico, Alexei. ¿Es verdad que te propones dejar el monasterio?

—Sí, mi staretsme ha enviado al mundo.

—Entonces, no nos volveremos a ver hasta que yo tenga treinta años y empiece a dejar la copa. Nuestro padre no quiere privarse de ella hasta que tenga setenta a ochenta años. Lo ha dicho con toda seriedad, aunque sea un payaso. Está aferrado a su sensualidad como a una roca. Ciertamente, acaso la vida no tenga otro atractivo para él desde hace treinta años, pero es una vileza que un hombre siga entregado a la sensualidad a los setenta. Es preferible poner término a ello a los treinta. Así se conserva una apariencia de dignidad, aunque uno se engañe a sí mismo. ¿No has visto a Dmitri hoy?

—No, pero he visto a Smerdiakov.

Y Aliocha hizo a su hermano un relato detallado de su encuentro con el sirviente.

Iván le escuchó pensativo y se hizo repetir algunos detalles.

—Me ha pedido —añadió Aliocha— que no cuente a Dmitri lo que me ha dicho de él.

Iván frunció las cejas: estaba visiblemente preocupado.

—¿Es Smerdiakov quien te preocupa?

—Sí. ¡Que se lo lleve el diablo! Quería ver a Dmitri —dijo Iván, y añadió contra su voluntad—: Pero ya es inútil.

—¿De veras te vas enseguida?

—Sí.

—¿Cómo terminará la querella entre Dmitri y nuestro padre? —preguntó Aliocha, inquieto.

—Esa idea te tiene obsesionado —replicó Iván sin ocultar su irritación—. ¿Qué puedo hacer en este asunto? ¿Acaso soy el guardián de Dmitri? —sonrió amargamente y añadió—: Es la respuesta de Caín a Dios. Esto estabas pensando, ¿verdad? Pero, ¡qué diablo!, yo no puedo quedarme aquí para vigilarlos. He terminado mis asuntos y me voy. Supongo que no creerás que envidio la suerte de Dmitri, ni que he estado intentando quitarle la novia durante estos tres meses. No, no; yo tenía aquí mis asuntos. Los he terminado y me voy. ¿Te has fijado en lo que ha ocurrido?

—¿Con Catalina Ivanovna?

—Sí. Me he deshecho de ella en un momento. No he tenido que preocuparme por Dmitri, porque esto no le afecta lo más mínimo. Yo tenía asuntos personales con Catalina Ivanovna. Ya sabe que Dmitri se ha conducido como si estuviera en connivencia conmigo. Yo no le he pedido nada. El mismo Dmitri me la cedió con su bendición. Es algo que mueve a risa. Tengo la sensación de que me han quitado un peso de encima. He estado a punto de pedir una botella de champán para celebrar estos primeros momentos de libertad. Casi seis meses de esclavitud, y de pronto me veo libre. Ayer no me imaginaba que fuera tan fácil terminar.

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