—Puede hacerlo, pero le aseguro que no me atrapará —dijo Aliocha riendo.
—Otra cosa: ¿me obedecerá usted en todo? Esto también hay que decidirlo por anticipado.
—Le obedeceré de buen grado, Lise, pero no en las cosas fundamentales. En este caso, aunque usted no esté de acuerdo conmigo, sólo me someteré a mi conciencia.
—Así debe ser. Sepa usted que yo estoy decidida a obedecerle, no sólo en los casos graves, sino en todo. Se lo juro: en todo y siempre —exclamó Lise apasionadamente—. Y lo haré con alegría. También le juro que no escucharé nunca detrás de las puertas ni leeré sus cartas, pues comprendo que time usted razón. Por mucha que sea mi curiosidad, me contendré, ya que a usted le parece una vileza. Desde ahora será usted mi providencia... Oiga, Alexei Fiodorovitch: ¿por qué está usted tan triste estos días? Yo sé que time usted ciertos pesares, pero, además, observo en usted una tristeza oculta.
—Sí, Lise: tengo una tristeza oculta. Ya veo que me ama: que lo haya adivinado es una buena prueba de ello.
—¿Y cuál es la causa de esa tristeza, si puede saberse? —preguntó tímidamente Lise.
Aliocha se turbó.
—Ya se la diré más adelante, Lise. Ahora no lo comprendería. Y yo no sabría explicarme.
—Sé también que sufre usted a causa de sus hermanos y de su padre.
—Sí, mis hermanos... —murmuró Aliocha, pensativo.
—A mí no me es simpático su hermano Iván.
Esta observación sorprendió a Aliocha, pero no lo manifestó.
—Mis hermanos se perderán —continuó—, y mi padre también. Y arrastrarán a otros tras ellos. Es la «fuerza de la tierra», algo característico de los Karamazov, según dice el padre Paisius; una fuerza violenta y bruta... Ni siquiera sé si el espíritu de Dios domina esa fuerza... Yo sólo sé que soy también un Karamazov... Soy un monje, un monje... Usted ha dicho hace un momento que soy un monje.
—Sí, lo he dicho.
—Pues bien, no sé si creo en Dios.
—¿Qué dice usted? ¿Cómo es posible? —murmuró Lise.
Aliocha no respondió. En sus inauditas palabras había un algo misterioso, demasiado subjetivo tal vez, que ni él mismo comprendía y que le atormentaba.
—Además —dijo al fin—, mi amigo se está muriendo. El más eminente de los hombres va a dejar este mundo. ¡Si supiera usted, Lise, los lazos que me unen a ese hombre! Voy a quedarme solo... Volveré a venir a verla, Lise... Desde ahora estaremos siempre juntos.
—Sí, juntos, juntos. Desde ahora y para toda la vida. Béseme, se lo permito.
Aliocha le dio un beso.
—Ahora váyase —dijo Lise—. ¡Que Dios no le abandone! —e hizo la señal de la cruz—. Vaya a ver a su amigo, ya que todavía hay tiempo. No he debido retenerle: he sido despiadada. Hoy rogaré por él y por usted. Aliocha, ¿verdad que seremos felices?
—Yo creo que sí, Lise.
Aliocha no tenía intención de ver a la señora de Khokhlakov al dejar a Lise, pero se encontró con ella en la escalera. Apenas empezó ésta a hablar, el joven comprendió que la dama le estaba esperando.
—Eso es horrible, Alexei Fiodorovitch: un infanticidio y una necedad. Confío en que usted no se hará ilusiones... ¡Tonterías y nada más que tonterías! —exclamó, irritada.
—Pero no se lo diga a ella. La trastornaría, le haría daño.
—Así habla un joven prudente y razonable. ¿Debo entender que usted le ha llevado la corriente sólo por compasión, porque está enferma, por no irritarla al contradecirla?
—Nada de eso: le he hablado sinceramente —repuso Aliocha con firmeza.
—¿Sinceramente? Pues será inútil. Primero le cerraré la puerta de mi casa; después me la llevaré lejos de aquí.
—¿Por qué? —exclamó Aliocha—. Piense que hay que esperar mucho tiempo, año y medio tal vez.
—Es verdad, Alexei Fiodorovitch. En año y medio pueden reñir ustedes mil veces. ¡Pero soy tan desgraciada! Esto son estupideces, de acuerdo; pero estoy consternada. Me siento como Famusov en la última escena de la comedia de Griboidov. Usted es Tchatski, y ella, Sofía. He venido aquí para encontrarme con usted. En la comedia también ocurre todo en la escalera. Lo he oído y no sé cómo he podido contenerme. Así se explican sus malas noches y las recientes crisis nerviosas. El amor por la hija, la muerte para la madre. Ahora otro punto importante. ¿Qué carta es esa que Lise le ha escrito? Enséñemela enseguida.
—No, ¿para qué? ¿Cómo está Catalina Ivanovna? Me interesa mucho saberlo.
—Sigue delirando y no ha recobrado el conocimiento. Sus tías han venido y no han cesado de lamentarse ni de hacer aspavientos. Herzenstube ha venido y se ha asustado tanto, que yo no sabía qué hacer. Incluso he pensado en enviar en busca de otro médico. Se la han llevado en mi coche. Y para colmo de desdichas, esa carta. Verdad es que en año y medio pueden ocurrir muchas cosas. Alexei Fiodorovitch, en nombre de lo más sagrado, en nombre de su staretsque se está muriendo, enséñeme la carta, a mí, que soy su madre. Téngala en sus manos si quiere. Yo la leeré sin tocarla.
—No, no se la puedo enseñar, Catalina Osipovna. Aunque ella me lo permitiese, no se la enseñaría. Volveré mañana, y entonces hablaremos si usted quiere. Ahora, adiós.
Y Aliocha se marchó precipitadamente.
CAPÍTULO II
Smerdiakov y su guitarra
No había tiempo que perder. Al despedirse de Lise, una idea había acudido a su imaginación. ¿Cómo componérselas para encontrar enseguida a su hermano Dmitri, que parecía huir de él? Eran ya las tres de la tarde. Aliocha estaba ansioso de regresar al monasterio para ver al ilustre moribundo, pero el deseo de ver a Dmitri fue más fuerte: el presentimiento de que iba a ocurrir muy pronto una catástrofe tomaba cuerpo en su alma. ¿Qué catástrofe era ésta y qué quería él decir a su hermano? No lo sabía exactamente. «Es lamentable que mi bienhechor muera sin que yo esté a su lado; pero, por lo menos, no tendré que estar reprochándome toda la vida no haber procurado salvar un alma cuando tenía la oportunidad de hacerlo, haber desperdiciado esta oportunidad, en mi prisa por regresar al monasterio. Por otra parte, obrando así cumplo su voluntad...»
Su plan era sorprender a Dmitri con su presencia. Escalaría la valla como el día anterior, entraría en el jardín y se instalaría en el pabellón. «Si él no está allí, permaneceré oculto, sin decir nada a Foma ni a las propietarias, hasta la noche. Si Dmitri está aún al acecho de la llegada de Gruchegnka, vendrá al pabellón...» Aliocha no se detuvo a estudiar detenidamente los detalles del plan, pero decidió ponerlo en ejecución aunque no pudiera regresar aquella tarde al monasterio.
Todo se desarrolló sin obstáculos. Aliocha franqueó la valla casi por el mismo sitio que el día anterior y se dirigió furtivamente al pabellón. No quería que le viesen. Tanto la propietaria como Foma podían estar de parte de su hermano y seguir sus instrucciones, en cuyo caso, o le expulsarían o advertirían de su presencia a Dmitri apenas le viesen llegar.
Se sentó en el mismo sitio que el día anterior y esperó. El día era igualmente hermoso, pero el pabellón le pareció más destartalado que la víspera. El vasito de coñac había dejado una señal redonda en la mesa verde. A su mente empezaron a acudir ideas extrañas, como ocurre siempre en el tedio de las esperas. ¿Por qué se había sentado en el mismo sitio que el día anterior y no en otro cualquiera? Se apoderó de él una vaga inquietud. Llevaba no más de un cuarto de hora, cuando, desde el matorral que había a unos veinte pasos del pabellón, llegaron a él los acordes de una guitarra. Aliocha se acordó de que el día anterior había visto cerca de la valla, a la izquierda, un banco rústico. De él salían los sonidos musicales. Acompañándose con los acordes de la guitarra, una voz de tenorino cantó con floreos de gañán:
—Una fuerza implacable
me ata a mi bienamada.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.
El cantante enmudeció. Otra voz, ésta de mujer, acariciadora y tímida, murmuró:
—¿Cómo es que le vemos tan poco, Pavel Fiodorovitch? Nos tiene usted olvidadas.
—Eso no —repuso la voz de hombre, firme pero cortésmente.
Se vela que era el hombre el que dominaba y que la mujer se sometía gustosa a este dominio.
«Debe de ser Smerdiakov —pensó Aliocha—. Por lo menos, ésa es su voz. La mujer es sin duda la hija de la propietaria, esa que ha vuelto de Moscú y va con vestido de cola a buscar sopa a casa de Marta Ignatievna.»
—Los versos me encantan cuando son armoniosos —prosiguió la voz de mujer—. Continúe.
La voz del tenor siguió cantando:
—La corona no me importa
si mi amiga se porta bien.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.
—Estaría mejor —opinó la mujer— decir, después de eso de la corona, «si mi amada se porta bien». Resultaría más tierno.
—Los versos son verdaderas simplezas —afirmó Smerdiakov.
—¡Oh, no! Yo adoro los versos.
—No hay nada más tonto. En seguida me dará la razón. ¿Acaso nosotros hablamos en rimas? Si las autoridades nos obligaran a hablar en verso, ¿duraría esto mucho? Los versos no son cosa sería, María Kondratievna.
—¡Qué inteligente es usted! ¿Dónde ha aprendido todo eso? —dijo la voz de mujer con acento cada vez más acariciador.
—Pues aún sabría mucho más si la suerte no me hubiera sido adversa. Y, en este caso, habría matado en duelo a todo el que me llamara desgraciado por no tener padre y haber nacido de una mujer hedionda. Esto me lo echaron en cara en Moscú, donde lo sabían por Grigori Vasilievitch. Grigori me reprocha que me rebele contra mi nacimiento. «Destrozaste las entrañas a tu madre.» Cierto, pero habría preferido morir en su vientre que venir al mundo. En el mercado se decía, como me ha contado su madre con su falta de delicadeza, que la mía era una tiñosa que apenas medía metro y medio de altura... Odio a Rusia, María Kondratievna.
—Si fuese usted húsar, no hablaría así, sino que desenvainaría su sable para defender a Rusia.
—No solamente no quiero ser húsar, María Kondratievna, sino que deseo la supresión de todo el ejército.
—Y si viene el enemigo, ¿quién nos defenderá?
—¿Para qué queremos que nos defiendan? En mil ochocientos doce, Rusia fue víctima de la gran invasión de Napoleón primero, el padre del actual. Fue una lástima que los franceses no nos conquistasen, que una nación inteligente no sojuzgara a un pueblo estúpido. Si nos hubiesen conquistado, ¡qué distinto habría sido todo!
—¿O sea que valen más que nosotros? Pues yo no cambiaría uno de nuestros buenos mozos por tres ingleses —dijo María Kondratievna con voz dulce y sin duda acompañando sus palabras de la mirada más lánguida.
—Eso va en gustos.
—Usted es como un extranjero entre nosotros, el más noble de los extranjeros: no me da vergüenza decírselo.
—Verdaderamente, en la maldad, la gente de allí y de aquí se parece. Todos son unos granujas, con la diferencia de que el bribón extranjero lleva botas lustradas y el bribón ruso vive sumergido en la miseria sin lamentarse. Convendría fustigar al pueblo ruso, como decía ayer Fiodor Pavlovitch, con sobrada razón, aunque esté tan loco como sus hijos.
—Sin embargo, a usted le infunde un gran respeto Iván Fiodorovitch: usted mismo me lo ha dicho.
—No obstante, me ha llamado ganapán maloliente. Me considera un revolucionario, pero está equivocado. Si yo tuviese dinero, haría tiempo que me habría marchado de Rusia. Dmitri Fiodorovitch se conduce peor que un lacayo, es un manirroto, un inútil. Sin embargo, todo el mundo se inclina ante él. Yo no soy más que un marmitón, desde luego, pero, con un poco de suerte, podría abrir un restaurante en Moscú, en la calle de San Pedro. Yo guiso platos a la carta, y en Moscú eso sólo lo saben hacer los extranjeros. Dmitri Fiodorovitch es un desharrapado, pero si desafía a un conde, éste acudirá al campo del honor. Pues bien, ¿qué tiene ese hombre que no tenga yo? El es mucho más ignorante. ¡Cuánto dinero ha despilfarrada!
—¡Un duelo! ¡Qué interesante! —observó María Kondratievna.
—¿Por qué?
—Es impresionante tanta bravura, sobre todo si se enfrentan dos oficiales jóvenes, pistola en mano, por una mujer hermosa. ¡Qué cuadro! Si se permitiera asistir a las mujeres, yo no faltaría.
—Para mirarlo no está mal, pero cuando el blanco es la cabeza de uno, el espectáculo carece de atractivo. Usted echaría a correr, María Kondratievna.
—¿Y usted? ¿Saldría corriendo?
Smerdiakov no se dignó contestar. Tras una pausa, se oyó un nuevo acorde y la voz de falsete entonó la última copla.
—Aunque me pese,
me voy a ir de aquí
para gozar de la vida.
Me estableceré en la capital