Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 43 стр.


—¿Cómo? ¿Es que tú se las has dicho? ¿Cómo te has atrevido?

—Tengo miedo. No he podido guardar el secreto. Dmitri Fiodorovitch me decía todos los días: «Me engañas, me ocultas algo. Te voy a partir la cabeza.» Yo he procurado convencerlo de mi lealtad, de que no lo engaño, sino todo lo contrario...

—Bien; si tú crees que quiere entrar utilizando la contraseña, impídeselo.

—¿Cómo se lo podré impedir si me da el ataque? Eso suponiendo que me atreva. ¡Es tan violento!

—¡Vete al diablo! ¿Cómo puedes saber con tanta seguridad que mañana te va a dar un ataque? Te estás burlando de mí.

—Nunca me atrevería. Además, el momento no se presta a las burlas. Presiento que sufriré un ataque y que el miedo lo provocará.

—Si tú estás en cama, se encargará de vigilar Grigori. Ponle al corriente de todo y él le impedirá entrar.

—Sin el permiso de mi señor, no me atrevo a revelarle las contraseñas a Grigori Vasilievitch. Además, Grigori Vasilievitch está enfermo desde ayer y Marta Ignatievna se dispone a cuidarlo. Es algo curioso. Esa mujer tiene el secreto, y lo guarda, de una infusión muy fuerte que hace con cierta hierba. Tres veces al año administra este remedio a Grigori Vasilievitch cuando sufre sus ataques de lumbago y queda casi paralizado. Empapa un trapo en esta infusión y está frotándole la espalda durante media hora, hasta que la piel se enrojece e incluso se hincha. Lo que sobra se lo hace beber mientras murmura una plegaria. Marta Ignatievna bebe también un poco, y como ninguno de los dos está acostumbrado a beber, caen inmediatamente en un profundo y largo sueño. Cuando se despiertan, Grigori Vasilievitch suele estar curado. En cambio, su esposa tiene jaqueca. De modo que si mañana Marta Ignatievna hace use del remedio y llega Dmitri Fiodorovitch, no lo oirán, porque estarán dormidos, y lo dejarán entrar.

Iván Fiodorovitch frunció las cejas.

—Comprendo tus intenciones —exclamó—. Todo se arreglará a medida de tus deseos: tú habrás sufrido un ataque y ellos estarán dormidos. Todo eso es un plan que te has forjado.

—¿Cómo podría combinar todas esas cosas? Además, ¿con qué objeto, siendo así que todo depende exclusivamente de Dmitri Fiodorovitch...? Si él quiere hacer algo, lo hará. Si no quiere, seré yo el que vaya a buscarlo para que venga a casa de su padre.

—¿Pero por qué ha de venir, y además a escondidas, si, como tú mismo dices, Agrafena Alejandrovna no viene? —prosiguió Iván Fiodorovitch pálido de cólera—. Yo siempre he creído que esto era una fantasía del viejo, que esa joven no vendría nunca aquí. ¿Por qué, pues, ha de venir Dmitri a forzar la puerta? Habla; quiero conocer tu pensamiento.

—Usted sabe perfectamente por qué vendrá. ¿Qué le importa lo que yo piense? Vendrá por animosidad o por desconfianza. Vendría, sin duda, si yo estuviera enfermo. Dejándose llevar de sus Judas, querrá explorar las habitaciones de Fiodor Pavlovitch como hizo ayer, para ver si ella ha entrado sin que él lo haya advertido. Dmitri Fiodorovitch sabe también que su padre ha puesto tres mil rublos en un gran sobre que ha sellado con tres sellos y atado con una cinta. Y en el sobre ha escrito de su puño y letra: «Para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Tres días después añadió: «Para mi paloma.»

—¡Qué absurdo! —exclamó Iván Fiodorovitch fuera de sí—. Dmitri no vendrá a matar a su padre para robarle. Ayer lo pudo matar, porque estaba loco a causa de Gruchegnka, pero no lo hará para robarle.

—Está muy necesitado de dinero, Iván Fiodorovitch —dijo Smerdiakov con perfecta calma y gran claridad—. Usted no sabe hasta qué punto lo necesita. Además, considera que esos tres mil rublos le pertenecen. «Mi padre me debe exactamente tres mil rublos», me ha dicho. Además, Iván Fiodorovitch, piense en esto: su hermano está casi seguro de que Agrafena Alejandrovna, si así lo desea, obligará a su padre a casarse con ella. Por eso yo creo que no vendrá, pero que es muy posible que quiera convertirse en una dama. Sé que su amante, el especulador Sarnsonov, le ha dicho francamente que este matrimonio no sería un mal negocio. Gruchegnka no es tonta y no puede ver ninguna razón para casarse con un hombre arruinado como Dmitri Fiodorovitch. Si Agrafena Alejandrovna se casa con su padre, Iván Fiodorovitch, lo hará para ponerlo todo a su nombre, y en este caso, ni usted ni sus hermanos heredarán un solo rublo. En cambio, si su padre muriese ahora, recibirían ustedes cuarenta mil rublos cada uno, sin excluir a Dmitri Fiodorovitch, a quien él tanto detesta, pues todavía no ha hecho testamento... Dmitri Fiodorovitch está al corriente de todo esto.

Las facciones de Iván se crisparon; su rostro enrojeció.

—¿Por qué —preguntó agriamente— me has aconsejado que me fuera a Tchermachnia? ¿En qué estabas pensando? Después de mi marcha, podría suceder algo aquí...

Se detuvo jadeante.

—Precisamente por eso —dijo pausadamente Smerdiakov, sin apartar la vista de Iván Fiodorovitch.

—¿Cómo precisamente por eso? —exclamó Iván Fiodorovitch, tratando de contenerse y con una expresión amenazadora en la mirada.

—He dicho eso porque deseo su bien —repuso Smerdiakov con desenfado—. Si yo estuviera en su lugar, procuraría apartarme de este mal asunto.

Los dos guardaron silencio.

—Tienes el aspecto de un perfecto imbécil y de un granuja.

Iván Fiodorovitch se levantó de un salto y se dirigió a la puerta, pero se detuvo y volvió hacia Smerdiakov. Entonces ocurrió algo extraño: Iván Fiodorovitch se mordió los labios, apretó los puños y faltó muy poco para que se arrojara sobre Smerdiakov. Éste se dio cuenta a tiempo, se estremeció y se echó atrás. Pero no ocurrió nada desagradable. Iván Fiodorovitch, silencioso y perplejo, se dirigió de nuevo a la puerta.

—Mañana salgo para Moscú, ¿oyes?; mañana por la mañana —gruñó, y se sorprendió en el acto de haber dicho esto a Smerdiakov.

—Bien pensado —respondió el sirviente como si esperase esta declaración—. No obstante, estando usted en Moscú, se le podría llamar por telégrafo si ocurriese algo.

Iván Fiodorovitch dio de nuevo media vuelta. En Smerdiakov se había operado un cambio súbito. Su negligente familiaridad había desaparecido. Su semblante expresaba una profunda atención y una ávida espera, aunque conservaba una timidez servil. En su mirada fija en Iván se leía esta pregunta: «Bueno, ¿no tienes nada más que decir?»

—¿Es que no me llamarían igualmente a Tchermachnia si sucediera algo? —preguntó Iván Fiodorovitch, levantando la voz sin saber por qué.

—Sí, también le llamarían a Tchermachnia —murmuró Smerdiakov sin apartar la vista de los ojos de Iván.

—Claro que Moscú está lejos y Tchermachnia cerca. ¿Pretendes que me vaya a Tchermachnia para ahorrarme gastos de viaje y no tener que dar una gran vuelta?

—Exactamente —dijo Smerdiakov con voz insegura y sonrisa servil, mientras se disponía a saltar hacia atrás nuevamente.

Pero, para sorpresa suya, Iván Fiodorovitch se echó a reír a carcajadas. Después de cruzar la puerta, aún se reía. Nadie que lo estuviera observando habría atribuido su risa al alborozo. Ni él mismo habría podido explicar lo que sentía. Andaba maquinalmente.

CAPITULO VII

Da gusto conversar con un hombre inteligente

Incluso iba hablando a solas. Al ver a Fiodor Pavlovitch en el salón, le gritó: «¡No entro: me voy a mi habitación! ¡Adiós!» Y pasó de largo, sin mirar a su padre. Sin duda, se habla dejado llevar de la aversión que el viejo le inspiraba, y esta animosidad expresada con tanta insolencia sorprendió a Fiodor Pavlovitch. Éste tenía que decir algo urgente a su hijo, y con esta intención había ido a su encuentro. Ante la inesperada acogida de Iván, se detuvo y le siguió con una mirada irónica hasta que hubo desaparecido.

—¿Qué le pasa? —preguntó a Smerdiakov, que llegó en ese momento.

—Está enojado, Dios sabe por qué —repuso Smerdiakov, evasivo.

—¡Que se vaya al diablo con su enfurruñamiento! Ve a prepararle el samovar y vuelve. ¿Alguna novedad?

Entonces vinieron las preguntas referentes a la visitante esperada, de que Smerdiakov acababa de quejarse a Iván Fiodorovitch. No hace falta que las repitamos.

Media hora después, las puertas estaban cerradas, y el trastornado viejo iba de un lado a otro, con el corazón palpitante, esperando la señal convenida. A veces miraba por las oscuras ventanas, pero sólo veía las sombras de la noche.

Era ya muy tarde a Iván Fiodorovitch aún no se habla dormido. Meditaba y no se acostó hasta las dos. No expondremos aquí sus pensamientos: no ha llegado el momento de penetrar en el alma de este hombre. Ya llegará la ocasión. La empresa no será fácil, pues no eran ideas lo que le inquietaban, sino una especie de vaga agitación. Él era el primero en darse cuenta de que no pisaba terreno firme. Extraños deseos le atormentaban. A medianoche experimentó el de bajar, abrir la puerta, ir al pabellón y dar una paliza a Smerdiakov, y si le hubieran preguntado por qué, no habría podido señalar ningún motivo razonable: solamente el de que odiaba a aquel bellaco como si hubiera recibido de él la más grave ofensa del mundo.

Por otra parte, una timidez inexplicable, humillante, le asaltó varias veces, dejándolo exhausto. La cabeza le daba vueltas, le hostigaba una sensación de odio, un deseo de vengarse de alguien. Detestaba incluso a Aliocha, al acordarse de su reciente conversación con él, y en algunos momentos se odiaba a sí mismo. Se había olvidado de Catalina Ivanovna y se asombraba de ello al recordar que el día anterior, cuando se jactaba ante ella de partir al día siguiente para Moscú, se decía a sí mismo: «¡Qué disparate! No te marcharás: no romperás tan fácilmente con ella, fanfarrón.»

Mucho tiempo después, Iván Fiodorovitch recordó con repugnancia que aquella noche iba sin hacer ruido, como si temiera que lo oyesen, hacia la puerta, la abría, salía al rellano de la escalera y escuchaba cómo su padre iba y venía en la planta baja. Estaba un buen rato escuchando con una extraña curiosidad, conteniendo la respiración y el corazón latiéndole con violencia. Él era el primero en no saber por qué obraba así. Durante toda su vida calificó este proceder de indigno, considerándolo en el fondo de su alma como el acto más vil de que se podía acusar. En aquella ocasión no sentía ningún odio por Fiodor Pavlovitch, sino solamente una viva curiosidad. ¿Qué haría allá abajo? Lo veía mirando por las ventanas oscuras, deteniéndose de pronto en medio de la habitación con el oído atento, por si alguien llamaba.

Iván Fiodorovitch salió dos veces al rellano para acechar. A eso de las dos, cuando todo estaba en calma, se acostó con un ávido deseo de dormirse, pues estaba extenuado. Se durmió profundamente, sin ensueños, y cuando despertó ya era de día. Al abrir los ojos se sorprendió de sentir una energía extraordinaria, se levantó, se vistió rápidamente y empezó a hacer la maleta. Precisamente la lavandera le había traído la ropa lavada. Sonrió al pensar que nada se oponía a su repentina marcha. Bien podía calificarse de repentina. Aunque Iván Fiodorovitch hubiera dicho el día anterior a Catalina Ivanovna, Aliocha y Smerdiakov que saldría al día siguiente para Moscú, recordaba que, al acostarse, no tenía el propósito de partir; por lo menos, no sospechaba que al levantarse empezaría inmediatamente a hacer la maleta. Al fin, tanto ésta como su maletín estuvieron listos. Eran ya las nueve cuando apareció Marta Ignatievna para preguntarle como de costumbre:

—¿Toma usted el té aquí o abajo?

Bajó casi alegremente, aunque sus palabras y sus ademanes denunciaban cierta agitación. Saludó afablemente a su padre, incluso le preguntó por su salud, pero, sin esperar su respuesta, le manifestó que partiría al cabo de una hora para Moscú, y le rogó que hiciera preparar los caballos. El viejo le oyó sin la menor muestra de asombro, sin ni siquiera adoptar, por cumplido, un aire de pesar. En cambio, recordó, no sin placer, cierto importante asunto que podía encargarle.

—¡Qué raro eres! Ayer no me dijiste nada. Pero no importa, todavía hay tiempo. Hazme un gran favor: pasa por Tchermachnia. No tienes más que doblar a la izquierda en la estación de Volovia. Recorres una docena de verstas a lo sumo, y ya estás allí.

—Perdona, pero no puedo. De aquí a la estación hay ochenta verstas; el tren de Moscú sale a las siete; tengo el tiempo justo.

—Tiempo tendrás de ir a Moscú. Hoy ve a Tchermachnia. ¿Qué te cuesta tranquilizar a tu padre? Si yo no estuviera ocupado, habría ido ya, pues el asunto es urgente. Pero... no puedo ausentarme ahora... Óyeme, tengo dos porciones de bosque, una en Begutchev y otra en Diatchkino, en las landas. Los traficantes Maslov, padre a hijo, sólo ofrecen ocho mil rublos por la tala. El año pasado se presentó un comprador que daba doce mil. Pero no era de aquí: observa este detalle. Aquí no hay compradores de bosques. Los Maslov tienen centenares de miles de rublos y son los que hacen la ley. Hay que aceptar sus condiciones: nadie se atreve a pujar sus ofertas. Pues bien, el padre Ilinski me anunció el jueves pasado la llegada de Gorstkine, otro traficante. Lo conozco. Tiene la ventaja de no ser de aquí, sino de Pogrebov, por lo que no teme a los Maslov. Ofrece once mil rublos, ¿comprendes? Estará allí una semana a lo sumo, según me dice el pope en su carta. Tú arreglarás el asunto con él.

—Escribe al pope diciéndole que se encargue de ello.

—No lo haría bien: no entiende de estas cosas. Vale su peso en oro, yo le confiaría veinte mil rublos sin recibo; pero no tiene olfato; se diría que es un niño. Sin embargo, es nada menos que un erudito. El tal Gorstkine tiene el aspecto de un mendigo, lleva una mísera blusa azul; pero es un pícaro redomado. Miente, y a veces hasta tal punto, que no se comprende la razón de tales mentiras. Una vez dijo que su mujer había muerto y que él se había vuelto a casar. Y no había ni una palabra de verdad en esto: su mujer vive todavía y él la zurra regularmente. Ahora la cuestión es averiguar si está verdaderamente dispuesto a dar por la tala once mil rublos.

Назад Дальше