—Es que tampoco yo entiendo de esos negocios.
—Tú saldrás adelante. Escucha: te voy a describir a ese Gorstkine. Tengo relaciones comerciales con él desde hace tiempo. Óyeme: has de observar su barba, que es roja y vil. Cuando Gorstkine se exalta hablando y su barba se agita, la cosa va bien: entonces ese hombre dice la verdad y quiere llegar a un acuerdo. Pero si se acaricia la barba con la mano izquierda y a la vez sonríe, es que quiere enredarte. Inútil mirar sus ojos: son como agua turbia. Has de mirar su barba. Su verdadero nombre no es Gorstkine, sino Liagavi [35]. Pero no le llames así, porque se molestaría. Si ves que el negocio puede cerrarse, escríbeme dos letras. Mantén el precio de once mil rublos. En último término, puedes bajar mil, pero no más. Observa que entre ocho mil y once mil hay tres mil de diferencia. Esto representaría para mí un dinero que no esperaba recibir y del que tengo gran necesidad. Si me dices que los tratos van en serio, yo encontraré el tiempo preciso para ir a cerrarlos. ¿Para qué ir ahora, no sabiendo si el pope se ha equivocado? Bueno, ¿vas a ir o no?
—Perdona, pero no tengo tiempo.
—Haz este favor a tu padre y toda la vida te lo estaré agradeciendo. Sois todos unos desalmados. ¿Qué significan para ti un día o dos? ¿Adónde vas tú ahora, a Venecia? No temas que desaparezca del mapa. Habría enviado a Aliocha; ¿pero qué sabe él de esto? En cambio, tú eres astuto: se ve a la legua. Tú no eres traficante en bosques, pero sabes ver las cosas. Lo importante ahora es averiguar si ese hombre habla en serio. Te lo repito: tú mira su barba, y si ves que se agita, habla en serio.
—Es decir, que tú mismo me obligas a ir a esa maldita Tchermachnia —dijo Iván con una sonrisa sarcástica.
Fiodor Pavlovitch no observó o no quiso observar el sarcasmo y se fijó sólo en la sonrisa.
—¿De modo que irás? He de darte un billete.
—No sé si iré. Lo decidiré por el camino.
—¿Por qué por el camino? Decídelo ahora. Una vez arreglado el asunto, ponme dos líneas. Entrégaselas al pope: él se encargará de remitirme tu carta. Después podrás partir libremente para Venecia. El pope te llevará en coche a la estación de Volovia.
El viejo estaba radiante de alegría. Escribió el billete y envió en busca de un coche. Se sirvió un ligero almuerzo y coñac. El júbilo solía hacer expansivo a Fiodor Pavlovitch, pero esta vez el viejo se contenía. Ni una palabra acerca de Dmitri. La separación no le afectaba lo más mínimo y no sabía qué decir. Iván Fiodorovitch se sintió herido. «Le molestaba», pensó. Fiodor Pavlovitch acompañó a su hijo hasta el pórtico. Hubo un momento en que pareció que iba a besarle, pero Iván Fiodorovitch se apresuró a tenderle la mano, con el evidente propósito de evitar el beso. El viejo lo comprendió y se detuvo. Estaban en la escalinata.
—Que Dios te guarde. Supongo que volverás aunque sólo sea una vez. Verte será siempre un placer para mí. Que el Señor te acompañe.
Iván Fiodorovitch subió en el tarantass [36].
—¡Adiós, Iván! ¡No me guardes rencor! —le gritó su padre finalmente.
Smerdiakov, Marta y Grigori habían acudido para decirle adiós. Iván les dio diez rublos a cada uno. Smerdiakov se acercó al coche para arreglar la alfombra.
—¿Ves? Voy a Tchermachnia —dijo de pronto Iván, a pesar suyo y con una risita nerviosa. Y se acordó mucho tiempo de esto.
—Entonces es verdad, como se dice, que da gusto conversar con un hombre inteligente —repuso Smerdiakov, dirigiendo a Iván una mirada penetrante.
El tarantasspartió al galope. El viajero estaba preocupado, pero miraba ávidamente los campos, los ribazos, una bandada de patos salvajes que volaba a gran altura bajo el claro cielo... De pronto experimentó una sensación de bienestar. Intentó charlar con el cochero y se interesó vivamente por una de sus respuestas, pero enseguida se dio cuenta de que su atención estaba en otra parte. Se calló y respiró con placer el aire fresco y puro. El recuerdo de Aliocha y de Catalina Ivanovna cruzó su mente. Sonrió dulcemente y de un soplo desvaneció los queridos fantasmas.
«Más adelante», se dijo.
Llegaron pronto al puesto de relevo, donde se engancharon nuevos caballos para continuar el viaje a Volovia.
«¿Por qué habrá dicho que da gusto conversar con un hombre inteligente? —se preguntó de súbito—. ¿Qué estaría pensando al decir esto? ¿Y por qué le habré dicho yo que iba a Tchermachnia?»
Cuando llegaron a Volovia, Iván bajó del coche y varios cocheros le rodearon. Concertó el precio para la visita a Tchermachnia: doce verstas por un camino vecinal. Ordenó que engancharan, entró en el local, miró a la encargada y volvió a salir al pórtico.
—No voy a Tchermachnia. ¿Puedo llegar a las siete a la estación, muchachos?
—A sus órdenes. ¿Hay que enganchar?
—Ahora mismo. ¿Va mañana a la ciudad alguno de vosotros?
—Sí, Dmitri ha de ir.
—¿Quieres hacerme un favor, Dmitri? Se trata de ir a casa de mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, y decirle que no he ido a Tchermachnia,
—Lo haré. Conocemos a Fiodor Pavlovitch desde hace mucho tiempo.
—Toma la propina, pues no hay que esperar que él te la dé— dijo alegremente Iván Fiodorovitch.
—Desde luego —exclamó Dmitri, echándose a reír—. Gracias, señor. Cumpliré su encargo.
A las siete de la tarde, Iván subió al tren de Moscú. «¡Olvidemos todo el pasado! Olvidémoslo para siempre. No quiero volver a oír hablar de él. Voy hacia un nuevo mundo, hacia nuevas tierras, sin volver la vista atrás.»
Pero, de súbito, una nube envolvió su alma y una tristeza tan profunda como nunca había sentido le oprimió el corazón. Estuvo toda la noche pensativo. Hasta la mañana siguiente, a su llegada a Moscú, no se recobró.
«Soy un miserable», se dijo.
Después de marcharse su hijo, Fiodor Pavlovitch respiró. Durante dos horas, con ayuda del coñac, se sintió poco menos que feliz. Pero entonces se produjo un incidente enojoso que lo consternó. Smerdiakov, al bajar al sótano, resbaló en el primer escalón de la escalera. Marta Ignatievna, que estaba en el patio, no vio la caída, pero oyó el grito extraño del epiléptico presa de un ataque: conocía bien este grito. Si el ataque le había acometido en el momento de poner el pie en la escalera y había sido la causa de que cayera rodando hasta abajo, o si había sido la caída y la conmoción consiguiente lo que había provocado el ataque, no era posible saberlo. Lo cierto es que lo encontraron en el sótano presa de horribles convulsiones y echando espuma por la boca. Al principio se creyó que estaba herido, que se había roto algún miembro; pero «el Señor lo había protegido», según dijo Marta Ignatievna. Estaba indemne.
Sin embargo, no fue cosa fácil llevarlo arriba. Se consiguió con la ayuda de algunos vecinos. Fiodor Pavlovitch, que presenciaba la operación, echó una mano. Estaba trastornado.
El enfermo había perdido el conocimiento. Habían cesado las sacudidas, pero pronto empezaron de nuevo. Se llegó a la conclusión de que el ataque era como el del año anterior, cuando se cayó del granero. Entonces se le puso hielo en la cabeza. Esta vez Marta Ignatievna volvió a aplicar el remedio, pues encontró un poco de hielo en la bodega.
Al atardecer, Fiodor Pavlovitch envió en busca del doctor Herzenstube, que acudió sin pérdida de tiempo. Después de haber examinado al enfermo atentamente (era el médico más minucioso de la comarca, un viejecito respetable), dijo que el ataque no era de los corrientes, «que podía tener complicaciones», que no veía la cosa clara y que al día siguiente, si la medicación prescrita no había producido efecto, probaría otro tratamiento.
Se acostó al enfermo en el pabellón, en un cuartito inmediato al de Grigori. A continuación, Fiodor Pavlovitch empezó a sufrir una serie de contrariedades. El cocido hecho por Marta Ignatievna resultó una especie de agua sucia comparado con el de costumbre. La gallina, reseca, no se podía comer. A los amargos y justificados reproches de su amo, Marta Ignatievna contestó que la gallina era vieja y que ella no era una cocinera profesional.
Al anochecer, Fiodor Pavlovitch recibió un nuevo disgusto: Grigori, que se sentía mal desde hacía dos días, se había tenido que meter en la cama, a causa de su lumbago. Se apresuró a tomar el té y se encerró en sus habitaciones, agitadísimo. Estaba casi seguro de que precisamente aquella noche se presentaría Gruchegnka. Por lo menos, Smerdiakov le había anunciado aquella mañana que la joven lo había prometido.
El incorregible viejo notaba el violento palpitar de su corazón mientras iba y venía por las vacías habitaciones aguzando el oído. Había que vigilar; a lo mejor, Dmitri estaba espiando por los alrededores; por lo tanto, apenas oyese llamar a la ventana (Smerdiakov le había dicho que Gruchegnka conocía las señales), debía abrir, para evitar que la visitante sintiera miedo al verse sola en el vestíbulo y se diera a la fuga.
Fiodor Pavlovitch era presa de una profunda agitación, pero, al mismo tiempo, jamás una esperanza tan dulce había mecido su alma: estaba seguro de que esta vez acudiría Gruchegnka.
LIBRO VI
UN RELIGIOSO RUSO
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CAPITULO PRIMERO
El staretsZósimo y sus huéspedes
Cuando Aliocha entró ansiosamente en la celda del starets, su sorpresa fue extraordinaria. Esperaba encontrarlo agonizante, tal vez sin conocimiento, y lo vio sentado en un sillón, débil, pero con semblante alegre y animoso, rodeado de varios visitantes con los que conversaba apaciblemente. El anciano se había levantado un cuarto de hora antes a lo sumo de la llegada de Aliocha. Los visitantes, reunidos en la celda, habían esperado el momento en que el staretsdespertara, pues el padre Paisius les había asegurado que «el maestro se levantaría, sin duda alguna, para hablar una vez más con las personas que contaban con su cariño, como había prometido aquella mañana». El padre Paisius creía tan firmemente en esta promesa —como en todo lo que el staretsdecía—, que si lo hubiera visto sin conocimiento, e incluso sin respiración, habría dudado de su muerte y esperado a que volviera en sí para cumplir su palabra. Aquella misma mañana, el staretsZósimo les había dicho al irse a descansar:
—No moriré sin hablar una vez más con vosotros, mis queridos amigos. Quiero tener el placer de volver a veros, aunque sea por última vez.
Los que se habían reunido en la celda para aquella última conversación eran los mejores amigos del staretsdesde hacía muchos años. Estos amigos eran cuatro, tres de ellos padres: José, Paisius y Miguel. Este último era un hombre de edad avanzada, menos inteligente que los otros, de modesta condición, carácter firme, enérgico y cándido a la vez. Tenía aspecto de hombre rudo, pero su corazón era tierno, aunque él disimulara poderosamente esta ternura.
El cuarto era el hermano Antimio, simple monje, ya viejo, hijo de unos pobres campesinos, de escasa instrucción, taciturno y bondadoso, el más humilde entre los humildes, que parecía en todo momento sobrecogido por un profundo terror. Este hombre temeroso era muy querido por el staretsZósimo: siempre había sentido gran estimación por él, aunque habían cambiado muy pocas palabras. A pesar de este silencio, habían viajado juntos durante años enteros por la Rusia santa. De esto hacía cuatro años. Entonces el staretscomenzaba su apostolado, y a poco de entrar en el oscuro y pobre monasterio de la provincia de Kostroma, acompañó al hermano Antimio en sus colectas en provecho del monasterio.
Los visitantes se hallaban en el dormitorio del starets, sumamente reducido como hemos dicho ya, de modo que había el espacio justo para el starets, los cuatro religiosos mencionados, sentados alrededor de su sillón, y el novicio Porfirio, que permanecía de pie. Anochecía. La habitación estaba iluminada por las lamparillas y los cirios que ardían ante los iconos.
Al ver a Aliocha, que se detuvo tímidamente en el umbral, el staretssonrió gozoso y le tendió la mano.
—Buenas tardes, amigo mío. Ya sabía yo que vendrías.
Aliocha se acercó a él, se prosternó hasta tocar el suelo y se echó a llorar. Sentía el corazón oprimido, se estremecía todo él interiormente, los sollozos le estrangulaban.
—Espera, no me llores todavía —dijo el starets, bendiciéndolo—. Como ves, estoy aquí sentado, hablando tranquilamente. Acaso viva todavía veinte años, como me deseó aquella buena mujer de Vichegoria, que vino a verme con su hija Elisabeth. ¡Acuérdate de ellas, Señor! —y se santiguó—. Porfirio, ¿has llevado la ofrenda de esa mujer adonde te he dicho?
La limosna consistía en sesenta copecs. La buena mujer los había entregado alegremente para que se le dieran a otra persona más pobre que ella. Estas ofrendas son penitencias que uno se impone voluntariamente, y es necesario que el donante las haya obtenido con su trabajo. El staretshabía enviado a Porfirio a casa de una pobre viuda, reducida a la mendicidad con sus hijos, a consecuencia de un incendio. El novicio respondió al punto que había cumplido el encargo, entregando el donativo «de parte de una donante anónima», como se le había ordenado.
—Levántate, mi querido Alexei —dijo el starets—, que yo pueda verte. ¿Has visitado a tu familia, has visto a tu hermano?
A Aliocha le sorprendió que le preguntara por uno de sus hermanos, aunque no sabía por cuál. Acaso era este hermano el motivo de que le hubiera enviado dos veces a la ciudad.