Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 47 стр.


—¡Mírame, amigo! —exclamé—. Tienes ante ti a un vencedor.

Me sentía alborozado. Hablaba continuamente, no sé de qué. El teniente me miraba.

—¡Bravo, camarada! Eres un valiente. Ya veo que mantendrás el honor del uniforme.

Llegamos al terreno del desafío, donde ya nos esperaban. Nos colocaron a doce pasos uno de otro. Mi adversario dispararía primero. Yo permanecía frente a él, alegremente, sin parpadear y dirigiéndole una mirada afectuosa. Tiró, y el disparo no tuvo más consecuencia que levantarme la piel de la mejilla y la oreja.

—¡Alabado sea Dios! —exclamé—. No ha matado usted a un hombre.

Acto seguido arrojé al suelo mi pistola y dije a mi adversario:

—Caballero, perdone a este estúpido joven que lo ha ofendido y obligado a disparar contra él. Es usted superior a mí. Repita estas palabras a la persona que usted respeta más que a ninguna otra en el mundo.

Apenas hube terminado de hablar, mi adversario y los dos padrinos empezaron a lanzar exclamaciones.

—Oiga —dijo mi rival, indignado—: si no quería usted batirse, nos podríamos haber ahorrado todas estas molestias.

Le respondí alegremente:

—Es que ayer era un necio. Hoy soy más razonable.

—Creo lo de ayer. En cuanto a lo de hoy, me es más difícil admitirlo.

—¡Bravo! —exclamé; aplaudiendo—. Estoy completamente de acuerdo con usted. Merezco lo que me ha dicho.

—Oiga, señor: ¿quiere disparar o no quiere disparar?

—No lo haré. Vuelva usted a tirar si quiere. Pero será mejor que no lo haga.

Los padrinos empezaron a vociferar. El mío sobre todo:

—¡Deshonrar a su regimiento pidiendo perdón sobre el terreno! ¡Si yo lo hubiese sabido...!

Yo dije entonces gravemente y dirigiéndome a todos:

—Pero, señores, ¿tan asombroso resulta en nuestra época encontrar a un hombre que se arrepienta de su necedad y reconozca públicamente sus errores?

—No es asombroso, pero eso no debe hacerse en el terreno del desafío —dijo mi compañero de regimiento.

—Mi deber era pedir perdón apenas llegamos aquí, antes de que mi adversario disparase, para evitar que pudiera incurrir en pecado mortal. Pero nuestros hábitos son tan absurdos, que no me era posible obrar de ese modo. Mis palabras sólo podían tener valor para ese caballero dichas después de su disparo a doce pasos de distancia. Si las hubiese pronunciado antes, él me habría creído un cobarde indigno de ser escuchado.

Y exclamé con todo mi corazón:

—¡Contemplen las obras de Dios! El cielo es claro; el aire, puro; la hierba, tierna; los pájaros cantan en la naturaleza magnífica e inocente. Sólo nosotros, impíos y estúpidos, no comprendemos que la vida es un paraíso. Bastaría que lo quisiéramos comprender para que este paraíso apareciera ante nosotros. Y entonces nos abrazaríamos los unos a los otros llorando...

Mi propósito era seguir hablando, pero no pude: la respiración me faltaba; jamás había sentido una felicidad tan grande.

—Discretas y piadosas palabras —dijo mi adversario—. Desde luego, es usted un hombre original.

—¿Se burla usted? —pregunté sonriendo—. Algún día me alabará.

—Lo alabo ahora mismo y le ofrezco mi mano, pues me parece usted verdaderamente sincero.

—No, no me dé la mano ahora; ya lo hará más adelante, cuando yo sea mejor y me haya ganado su respeto. Entonces hará bien en estrechármela.

Volvimos a casa. Mi padrino no cesaba de gruñir, y yo lo abrazaba. Mis compañeros fueron informados aquel mismo día de todo y se reunieron para juzgarme.

—Ha deshonrado el uniforme. Debe dimitir.

Algunos me defendieron.

—Ha esperado a que disparasen contra él.

—Sí, pero no ha tenido valor para exponerse a nuevos disparos y ha pedido perdón sobre el terreno.

—Si le hubiese faltado valor —dijo uno de mis defensores—, habría disparado antes de pedir perdón. Lejos de hacerlo, arrojó al suelo la pistola cargada. No, no ha sido falta de valor. Ha ocurrido algo que no comprendemos.

Yo los escuchaba y los miraba regocijado.

—Queridos amigos y compañeros: no os preocupéis por mi dimisión, pues ya la he presentado. Sí, la he presentado esta mañana, y, cuando se me admita, ingresaré en un convento. Sólo con este fin he dimitido.

Al oír estas palabras, todos se echaron a reír.

—¡Haber empezado por ahí! Así todo se comprende. No se puede juzgar a un monje.

No cesaban de reír, pero sin burlarse, con una alegría bondadosa. Todos, sin excluir a mis más implacables acusadores, me miraban con afecto. Luego, durante todo el mes, hasta que pasé a la reserva, me pareció que me paseaban en triunfo.

—¡Mirad a nuestro monje!

Todos tenían para mí palabras amables. Trataban de disuadirme, incluso me compadecían.

—¿Sabes lo que vas a hacer?

Otro decía:

—Es un valiente. Habían disparado contra él y él podía disparar, pero no lo hizo porque la noche anterior había tenido un sueño que le impulsó a ingresar en un convento. Ésta es la clave del enigma.

Algo parecido ocurrió en la sociedad local. Hasta entonces no se me había prestado en ella demasiada atención: me recibían cordialmente y nada más. Ahora todos querían trabar amistad conmigo e invitarme. Se reían de mí, pero con afecto. Aunque se hablaba sin reservas de nuestro duelo, la cosa no había tenido consecuencias, pues mi adversario era pariente próximo de nuestro general, y como no se había derramado sangre y yo había dimitido, se tomó todo a broma. Entonces empecé a hablar en voz muy alta y sin temor alguno, a pesar de las risas que mis palabras levantaban, ya que no había en ellas malicia alguna. Conversaba especialmente con las damas, pues me escuchaban con gusto y obligaban a los hombres a escucharme.

—¿Cómo puedo yo ser culpable ante todos? —me preguntaban, riéndose en mis narices—. Dígame: ¿soy culpable ante usted, por ejemplo?

—Es muy natural que no pueda responderse usted a esas preguntas —les contestaba yo—, pues el mundo entero avanza desde hace tiempo por un camino de perdición. Nos parece verdad la mentira y exigimos a los demás que acepten nuestro modo de ver las cosas. Por primera vez he decidido obrar sinceramente, y ustedes me han tomado por loco. Me tienen simpatía, pero se burlan de mí.

—¿Cómo no sentir simpatía hacia usted? —dijo la dueña de la casa riendo con amable franqueza.

La concurrencia era numerosa. De pronto vi que se levantaba la mujer causante de mi duelo y a la que yo había pretendido hasta hacía poco. No me había dado cuenta de su llegada. Vino hacia mí y me tendió la mano.

—Permítame decirle —declaró— que, lejos de reírme de usted, le estoy verdaderamente agradecida y que me inspira respeto su modo de proceder.

Su marido se acercó a mí, y todas las miradas se concentraron en mi persona. Se me mimaba y yo me sentía feliz. En este momento me abordó un señor de edad madura, que atrajo toda mi atención. Sólo le conocía de nombre: nunca había hablado con él.

d) El visitante misterioso

Era funcionario y ocupaba desde hacía mucho tiempo un puesto importante en nuestra sociedad local. Gozaba del respeto de todos, era rico y tenía fama de altruista. Había hecho donación de una importante cantidad al hospicio y al orfanato y realizaba en secreto otras muchas obras de caridad, cosa que se supo después de su muerte. Contaba unos cincuenta años, tenía un aspecto severo y hablaba poco. Se había casado hacía diez años con una mujer todavía joven y tenía tres hijos de corta edad. Al día siguiente por la tarde, cuando me hallaba en mi casa, la puerta se abrió y entró el caballero que acabo de describir.

Debo advertir que mi alojamiento no era ya el de antes. Tan pronto como se aceptó mi dimisión me instalé en casa de una señora de edad, viuda de un funcionario, cuya doméstica me servía, pues el mismo día de mi desafío había enviado a Atanasio a su compañía, sin atreverme a mirarle a la cara después de lo sucedido, lo que demuestra que el laico desprovisto de preparación religiosa puede avergonzarse de los actos más justos.

—Hace ya varios días —me dijo al entrar— que le escucho con gran curiosidad. Deseo que me honre usted con su amistad y que conversemos detenidamente. ¿Quiere usted hacerme ese gran favor?

—Con mucho gusto —le respondí—. Será para mí un verdadero honor.

De tal modo me impresionó aquel hombre desde el primer momento, que me sentía un tanto atemorizado. Aunque todos me escuchaban con curiosidad, nadie me había mirado con una expresión tan grave. Además, había venido a mi casa para hablar conmigo.

Después de sentarse continuó:

—He observado que es usted un hombre de carácter, ya que no vaciló en decir la verdad en una cuestión en que su franqueza podía atraerle el desprecio general.

—Sus elogios son exagerados.

—Nada de eso. Lo que usted hizo requiere mucha más resolución de la que usted supone. Esto es lo que me impresionó y por eso he venido a verle. Tal vez mi curiosidad le parezca indiscreta, pero quisiera que me describiera usted sus sensaciones, en caso de que las recuerde, al decidir pedir perdón a su adversario en el terreno del duelo. No atribuya usted mi pregunta a ligereza. Es todo lo contrario. Se la hago con un fin secreto que seguramente le explicaré muy pronto, si Dios quiere que se entable entre nosotros una verdadera amistad.

Yo lo escuchaba mirándolo fijamente. De pronto sentí hacia él una confianza absoluta, al mismo tiempo que una viva curiosidad, pues percibí que su alma guardaba un secreto.

—Desea usted conocer mis sensaciones en el momento en que pedí perdón a mi adversario —dije—, pero será preferible que antes le refiera ciertos hechos que no he revelado a nadie.

Le describí mi escena con Atanasio y le dije que finalmente me había arrodillado ante él.

—Esto le permitirá comprender —terminé— que durante el duelo mi estado de ánimo había mejorado mucho. En mi casa había empezado a recorrer un nuevo camino y seguía adelante, no sólo libre de toda preocupación, sino alegremente.

El visitante me escuchó con atención y simpatía.

—Todo esto es muy curioso —dijo—. Volveré a visitarle.

Desde entonces vino a verme casi todas las tardes. En seguida habríamos trabado estrecha amistad si mi visitante me hubiera hablado de sí mismo. Pero se limitaba a hacerme preguntas sobre mí. No obstante, le tomé afecto y le abrí mi corazón. Me decía en mi fuero interno: «No necesito que me confíe sus secretos para estar persuadido de que es un hombre justo. Además, hay que tener en cuenta que es una persona sería y que viene a verme, a escucharme, a pesar de que tiene bastante más edad que yo.»

Aprendí mucho de él. Era un hombre de gran inteligencia.

—Yo también creo desde hace mucho tiempo que la vida es un paraíso —me dijo un día, mirándome y sonriendo—. Estoy incluso más convencido que usted, como le demostraré cuando llegue el momento.

Entonces me dije: «No cabe duda: tiene que hacerme una revelación.»

—Todos —continuó— llevamos un paraíso en el fondo de nuestro ser. En este momento yo llevo el mío dentro de mí y, si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para toda mi vida.

Me hablaba afectuosamente, mirándome con una expresión enigmática, como si me interrogase.

—En cuanto a la culpabilidad de cada hombre ante todos, no sólo por sus pecados, sino por todo, sus juicios son justos. Es asombroso que haya podido concebir esta idea con tanta amplitud. Comprenderla supondrá para los hombres el advenimiento del reino de los cielos, no como un sueño, sino como una auténtica realidad.

—¿Pero cuándo llegará ese día? —exclamé, apenado—. Acaso esa idea no pase nunca de ser un sueño.

—¿Cómo es posible que no crea usted lo que predica? Ha de saber que ese sueño se realizará, pero no ahora, cuando todo está regido por leyes. Es un fenómeno moral, psicológico. Para que el mundo se renueve es preciso que los hombres cambien de rumbo. Mientras cada ser humano no se sienta verdaderamente hermano de su prójimo, no habrá fraternidad. Guiándose por la ciencia y el interés, los hombres no sabrán nunca repartir entre ellos la propiedad y los derechos; nadie se sentirá satisfecho y todos murmurarán, se envidiarán, se exterminarán... Usted se pregunta cuándo se realizará su ideal. Pues bien, se realizará cuando termine la etapa del aislamiento humano.

—¿El aislamiento humano? —pregunté.

—Sí. Hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las demás personalidades, gozar individualmente de la plenitud de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los seres humanos caen en la soledad más completa. En nuestro siglo, todos los hombres se han fraccionado en unidades. Cada cual se aísla en su agujero, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuantas más riquezas reúne, más se hunde en una impotencia fatal. Porque se ha habituado a contar sólo consigo mismo y se ha desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y tiembla ante la sola idea de perder su fortuna y los derechos que ésta le otorga. Hoy el espíritu humano empieza a perder de vista en todas partes, cosa ridícula, que la verdadera garantía del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento terminará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán que su separación es contraria a todas las leyes de la naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto tiempo en las tinieblas, sin ver la luz. Y en ese momento aparecerá en el cielo el signo del Hijo del Hombre... Pero hasta entonces habrá que tener guardado el estandarte y predicar con el ejemplo, aun siendo uno solo el que lo haga. Ese uno deberá salir de su aislamiento y acercarse a sus hermanos, sin detenerse ante el riesgo de que le tomen por loco. Hay que proceder de este modo para evitar que se extinga una gran idea.

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