Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 48 стр.


Estas conversaciones apasionantes ocupaban enteramente nuestras vidas. Incluso abandoné a la sociedad, a la que sólo acudía de tarde en tarde. Por otra parte, empecé a pasar de moda. No lo digo en son de queja, pues todos seguían demostrándome afecto y mirándome con buenos ojos; pero no cabe duda de que la moda desempeña un papel preponderante en el mundo. Acabé por sentirme entusiasmado ante mi misterioso visitante: su inteligencia me seducía. Además, mi intuición me decía que aquel hombre tenía algún proyecto, que se preparaba para realizar algún acto heroico. Sin duda, sabía que yo no tenía el propósito de desvelar su secreto, y que ni siquiera aludiría a él. Finalmente, advertí que le atormentaba el deseo de hacerme una confidencia. Esto ocurrió al cabo de un mes aproximadamente.

—¿Sabe usted —me preguntó un día— que somos el blanco de la curiosidad general? Mis frecuentes visitas a esta casa han atraído la atención de la gente... En fin, pronto se explicará todo.

A veces, le asaltaba repentinamente una agitación extraordinaria. Entonces casi siempre se levantaba y se iba. En otras ocasiones, fijaba en mí una mirada larga y penetrante. Yo me decía: «Ahora va a hablar.» Pero se arrepentía y empezaba a comentar algún hecho sin importancia.

Se quejaba de dolores de cabeza. Un día, tras una charla larga y vehemente, vi que palidecía de pronto. Sus facciones se contrajeron y me miró con gesto huraño.

—¿Qué le ocurre? —le pregunté—. ¿Se siente mal?

—No, es que yo... es que yo... he cometido un asesinato.

Hablaba sonriendo. Estaba blanco como la cal. Antes de que en mi pensamiento se restableciera el orden, una pregunta atravesó mi cerebro. «¿Por qué sonreirá?» Y también yo palidecí.

—¿Habla en serio? —exclamé.

Mi visitante seguía sonriendo tristemente.

—Me ha costado empezar, pero continuar no me será difícil.

Al principio no lo creí. Sólo le di crédito al cabo de tres días, cuando me lo hubo contado todo detalladamente. Empecé creyendo que estaba loco; después, con dolor y sorpresa, me convencí de que decía la verdad.

Hacía catorce años había asesinado a una dama rica, joven y encantadora, viuda de un terrateniente, que poseía una finca en los alrededores de nuestra ciudad. Se enamoró de ella apasionadamente, le declaró su amor y le pidió que se casara con él. Pero ella había entregado ya su corazón a otro, a un distinguido oficial que estaba en campaña y que había de regresar muy pronto. Rechazó la petición del pretendiente y le rogó que dejara de visitarla. El despechado conocía la disposición de la casa, y una noche se introdujo en ella. Atravesó el jardín y subió al tejado, con una audacia increíble, exponiéndose a que lo descubrieran. Pero suele ocurrir que los crímenes más audaces son los que más éxito tienen. Entró en el granero por un tragaluz y bajó a las habitaciones por una escalerilla, sabiendo que los sirvientes no cerraban siempre con llave la puerta de comunicación. Contó —y acertó— con la negligencia de los criados. A través de las sombras, se dirigió al dormitorio, donde ardía una lamparilla. Como hecho adrede, las dos doncellas habían salido a escondidas para asistir a una fiesta en casa de una amiga. Los demás domésticos estaban acostados en la planta baja. Al ver dormida a la dama, su pasión se despertó; después, los celos y el deseo de venganza se adueñaron de él y lo llevaron a clavarle un cuchillo en el corazón. Ella ni siquiera pudo gritar.

Con infernal astucia, hizo todo lo necesario para que las sospechas recayeran en los sirvientes. Se apoderó del monedero de la víctima, abrió la cómoda con las llaves que encontró bajo la almohada y robó, como un criado ignorante, el dinero y las joyas, eligiendo éstas por su volumen: desdeñó las más preciosas y tampoco tocó los valores. Se llevó también algunos recuerdos de los que hablaré más adelante. Realizada la fechoría, salió de la casa por el mismo camino que había seguido para entrar. Ni al día siguiente, cuando se conoció el hecho, ni más adelante tuvo nadie la menor idea de quién era el verdadero culpable. Se ignoraba su pasión por la víctima, pues era un hombre taciturno, encerrado en sí mismo y que no tenía amistades. Se le consideraba simplemente como conocido de la muerta, a la que, por cierto, no había visto desde hacía quince días. Se sospechó inmediatamente de un criado llamado Pedro, y todas las circunstancias contribuyeron a confirmar estas sospechas, pues el tal Pedro sabía que la dueña del lugar estaba decidida a incluirlo entre los reclutas que debía entregar, ya que era soltero y de mala conducta. Estando ebrio, había amenazado de muerte a una persona en la taberna. Dos días antes del asesinato había desaparecido y, al siguiente, lo encontraron en las cercanías de la ciudad, junto a la carretera, borracho perdido. Llevaba un cuchillo encima y en su mano derecha había manchas de sangre. Dijo que había sufrido un derrame nasal, pero no lo creyeron. Las doncellas declararon que habían salido y que habían dejado la puerta exterior abierta para poder entrar cuando regresaran. Se acumularon otros indicios análogos, que provocaron la detención del criado inocente. Se instruyó un proceso, pero, transcurrida una semana, el procesado contrajo unas fiebres y murió en el hospital sin haber recobrado el conocimiento. El sumario se archivó, se puso la causa en manos de Dios, y todos, jueces, autoridades y público, quedaron convencidos de que el autor del crimen había sido el difunto sirviente.

Entonces empezó el castigo. El misterioso visitante, ya unido a mí por lazos de amistad, me explicó que al principio no había sentido el menor remordimiento. Se limitaba a lamentar haber matado a una mujer querida, ya que, al darle muerte, había matado a su propio amor, un amor apasionado que hacía circular por sus venas una corriente de fuego. Casi se olvidaba de que había derramado sangre inocente, de que había dado muerte a un ser humano. No podía tolerar la idea de que su víctima hubiera sido la esposa de otro. Así, estuvo mucho tiempo convencido de que había obrado como tenía que obrar. La detención del criado le inquietó en el primer momento, pero su enfermedad y su muerte le tranquilizaron, ya que el desgraciado había muerto no a causa de la acusación que pesaba sobre él, sino por efecto de una pulmonía, contraída al permanecer toda una noche tendido sobre la tierra húmeda. El robo de joyas y dinero no le inquietaba, puesto que no había obrado por codicia, sino para alejar de si las sospechas. La cantidad era insignificante. Además, pronto entregó una suma mayor a un hospicio que se había fundado en nuestra ciudad. Hizo esto para descargar su conciencia, y lo consiguió —cosa notable— para mucho tiempo. Por su propia conveniencia, redobló sus actividades. Consiguió que le confiasen una ardua misión que duró dos años, y, gracias a la entereza de su carácter, casi se olvidó de su delito. A ello le ayudó su empeño de apartar de su mente la ingrata idea. Se dedicó a las buenas obras a hizo muchas en nuestra localidad. Su fama de filántropo llegó a las capitales, y en Petersburgo y en Moscú fue nombrado miembro de varias instituciones benéficas.

Al fin, se sintió dominado por vagas y dolorosas preocupaciones que eran superiores a sus fuerzas. Entonces se prendó de una encantadora muchacha con la que se casó muy pronto, con la esperanza de que el matrimonio, al poner fin a su soledad, disiparía sus angustias, y de que, al entregarse de lleno a sus deberes de esposo y de padre, desterraría los malos recuerdos. Pero sucedió todo lo contrario de lo que él esperaba. Desde el primer mes de matrimonio empezó a obsesionarle una idea atormentadora. «Mi mujer me quiere, pero ¿qué sucedería si lo supiera todo?» Cuando su esposa le anunció que estaba encinta de su primer hijo, él se turbó. «Yo que he quitado la vida, ahora la doy.» Cuando ya tenía más de un hijo, se preguntó: «¿Cómo puedo atreverme a quererlos, a educarlos, a hablarles de la virtud, yo que he matado?» Sus hijos eran hermosos. Anhelaba acariciarlos. «No puedo mirar sus caras inocentes; no soy digno de mirarlas.» Finalmente tuvo una visión siniestra y amenazadora de la sangre de su víctima, que clamaba venganza; de la vida joven que había aniquilado. Empezó a tener horribles pesadillas. Su entereza de ánimo le permitió resistir largo tiempo este suplicio. «Este sufrimiento secreto es la expiación de mi crimen.» Pero esta idea era una vana esperanza: su sufrimiento iba aumentando a medida que pasaba el tiempo. La gente lo respetaba por sus actividades filantrópicas, aunque su cara sombría y su carácter severo inspiraban temor. Pero cuanto más crecía este general respeto, más intolerable le resultaba. Me confesó que había pensado en el suicidio. Otra idea empezó a torturarle, una idea que al principio le pareció descabellada y absurda, pero que acabó por formar parte de su ser hasta el punto de no poder expulsarla. Esta idea fue la de confesar públicamente su crimen. Pasó tres años presa de esta obsesión que se presentaba de diversas formas. Al fin, creyó con toda sinceridad que esta confesión descargaría su conciencia y le devolvería la paz interior para siempre. Pero, pese a esta seguridad, se sintió atemorizado. ¿Cómo lo haría? Entonces se produjo el incidente de mi desafío.

—Ante su conducta —me dijo—, he decidido no retrasar mi confesión.

—¿Cómo es posible —exclamé juntando las manos— que un suceso tan insignificante haya engendrado semejante determinación?

—La tengo tomada desde hace tres años. Su conducta sólo ha servido para darle impulso.

Añadió rudamente:

—Al conocerlo a usted, me he colmado a mí mismo de reproches y le he envidiado.

—Pero han pasado ya catorce años: nadie le creerá.

—Tengo pruebas abrumadoras. Las exhibiré.

Me eché a llorar y lo abracé.

—Sólo quiero que me aconseje sobre un punto —me dijo como si todo dependiera de mi—. ¡Mi mujer, mis hijos...! Ella acaso muera de pesar. Mis hijos conservarán su categoría social, su fortuna; pero siempre serán los hijos de un presidiario. Y ya puede usted suponer el recuerdo que esos niños guardarán de mí.

Yo no respondí.

—Además, me resisto a separarme de ellos, a dejarlos para siempre...

Yo decía mentalmente una oración. Al fin, me levanté, aterrado.

—Contésteme —me dijo, mirándome fijamente.

—Haga su confesión pública —repuse—. Todo pasa; sólo la verdad permanece. Cuando sean mayores, sus hijos comprenderán la nobleza de su acto.

Al marcharse, no daba la menor muestra de irresolución. Sin embargo, estuvo quince días viniendo a verme todas las noches. Se preparaba para cumplir su propósito, pero no se decidía. Sus palabras me llenaban de angustia. A veces llegaba con un gesto de resolución y me decía, enternecido:

—Estoy seguro de que cuando lo haya confesado todo, me parecerá vivir en un paraíso. Durante catorce años he vivido en un infierno. Quiero sufrir. Cuando acepte este sufrimiento, empezaré a vivir. Ahora no me atrevo a amar al prójimo, no me atrevo a amar ni siquiera a mis hijos. Señor, estos niños se percatarán de lo mucho que he sufrido y no me censurarán.

—Todos comprenderán su proceder, si no ahora, más adelante, pues usted habrá rendido un servicio a la verdad, a la verdad superior, que no es la verdad de este mundo.

Se marchaba aparentemente consolado, pero volvía al día siguiente con semblante huraño, pálido y expresándose con amarga ironía.

—Cada vez que entro aquí, usted me observa con curiosidad. «¿Todavía no ha dicho nada?», parece preguntarme. Tenga calma y no me desprecie. No es tan fácil como usted supone. A lo mejor, no hago mi confesión nunca. Usted no me denunciará, ¿eh?

¡Denunciarle yo, que, lejos de sentir una curiosidad maligna, ni siquiera me atrevía a mirarle! Me sentía afligido, atormentado, con el alma llena de lágrimas. Por las noches no podía dormir.

—Hace un momento estaba con mi mujer. ¿Sabe usted lo que es una esposa? Al marcharme, me han gritado los niños: «Adiós, papá. Vuelve pronto para darnos clase de lectura.» No, usted no puede comprender esto. Las desgracias ajenas no nos instruyen.

Sus ojos centelleaban, temblaban sus labios. De pronto, aquel hombre tan reposado dio un fuerte puñetazo en la mesa. Todo lo que había sobre ella tembló.

—¿Debo denunciarme a mí mismo? ¿Es necesario que lo haga? No se ha condenado a nadie por mi crimen, no se ha enviado a nadie a presidio. El criado murió de enfermedad. He expiado con mis sufrimientos la sangre vertida. Por otra parte, no se me creerá, no se dará crédito a mis pruebas. ¿Debo confesar? Estoy dispuesto a expiar mi crimen hasta el fin con tal que no repercuta en mi mujer y mis hijos. ¿Es justo que los haga partícipes de mi perdición? ¿No sería esto un delito? ¿Dónde está la verdad? ¿Es capaz la gente de reconocerla, de apreciarla?

Yo me dije: «¡Pensar en la opinión ajena en estos momentos... !»

Me inspiraba tanta compasión, que de buena gana habría compartido su suerte sólo por aliviarlo. El pobre estaba profundamente trastornado. Me estremecí, pues lo comprendía y me daba perfecta cuenta de lo que para él suponía tomar semejante determinación.

—¡Dígame lo que debo hacer! —exclamó.

—Vaya a entregarse —murmuré con acento firme, aunque me faltaba la voz.

Cogí de la mesa la Biblia y le mostré el evangelio de San Juan, señalándole el versículo 24 del capítulo 12, que dice:

«En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo caído en la tierra no muere, quedará solo; pero si muere, producirá mucho fruto.»

Cuando él llegó, yo acababa de leer este versículo. Él lo leyó también.

—Es una gran verdad —dijo con una amarga sonrisa. Y añadió tras una pausa—: Es tremendo lo que dicen estos libros. Se le pueden poner a uno ante las narices. ¿Es posible que los escribieran los hombres?

—Todo fue obra del Espíritu Santo.

—Es muy fácil hablar —dijo, sonriendo de nuevo, pero casi con odio.

Volví a coger el libro, lo abrí por otra página y le mostré la Epístola a los Hebreos, capítulo 10, versículo 31.

«Es terrible caer en las manos de Dios viviente.»

Apartó de sí el libro, temblando.

—Es un versículo aterrador. ¡Bien ha sabido usted escogerlo!

Se levantó.

—Bueno, adiós. Acaso ya no vuelva a venir. Ya nos veremos en el paraíso. Sí, hace ya catorce años que «caí en manos de Dios viviente». Mañana suplicaré a estas manos que me suelten.

Mi deseo era abrazarlo, besarlo, pero no me atrevía. Daba pena ver sus facciones contraídas. Se marchó.

«¡Señor! —me dije—. ¿Adónde irá?»

Caí de rodillas ante el icono y rogué por él a la Santa Madre de Dios, mediadora y auxiliadora. Pasé una media hora entre lágrimas y rezos. Era ya tarde, casi medianoche. De pronto, se abrió la puerta. Era él. No pude ocultar mi sorpresa.

—¿Usted? —exclamé.

—Creo que me he dejado aquí el pañuelo... Pero eso poco importa: aunque no me lo hubiera dejado, permítame que me siente.

Se sentó. Yo permanecí en pie ante él.

—Siéntese usted también.

Lo hice. Estuvimos así dos largos minutos. Él me miraba fijamente. De pronto, sonrió. Después me estrechó entre sus brazos y me besó.

—Acuérdate de que he venido sólo para volver a verte. ¿Entiendes? Acuérdate.

Era la primera vez que me tuteaba. Se marchó. Yo me dije: «Mañana...» Y acerté. Como no me había movido de casa en los últimos días, ignoraba que al siguiente se celebraba su cumpleaños. Asistió toda la ciudad y la fiesta transcurrió como todas las de este género. Después del banquete, se situó en medio de la sala, entre sus invitados. Tenía en sus manos un escrito dirigido a sus superiores, que estaban presentes. Empezó a leer para toda la concurrencia. El escrito era un relato detallado de su crimen. Sus últimas palabras fueron: «Como corresponde a un monstruo, me separo de la sociedad. Dios me ha visitado. Quiero sufrir.» Seguidamente depositó sobre la mesa las pruebas guardadas durante catorce años: las joyas robadas a la víctima para desviar las sospechas, un medallón y una cruz que la muerta llevaba al cuello, su cuaderno de notas y dos cartas, una de su prometido, en la que le anunciaba su próxima llegada, y la de respuesta que ella había empezado con el propósito de cursarla al día siguiente. ¿Por qué se había apoderado de estas dos cartas y las había conservado durante catorce años, en vez de destruirlas, para presentarlas como pruebas? ¿Qué significaba esto? Todos se estremecieron de asombro y horror, pero no lo creyó nadie. Se le escuchó con extraordinaria curiosidad, como se escucha a un enfermo. Días después, todo el mundo había convenido que aquel hombre estaba loco.

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