Sus superiores y la justicia se vieron obligados a llevar adelante el asunto, pero pronto se archivó el proceso. Aunque las cartas y objetos presentados eran dignos de tenerse en cuenta, se estimó que, aun suponiendo que estas pruebas fuesen auténticas, no podían servir de base para una acusación en toda regla. La misma difunta podía habérselas confiado. Supe que su autenticidad había sido confirmada por numerosas amistades de la víctima. Pero tampoco esta vez llegaría el asunto a su fin. Cinco días después se supo que el infortunado estaba enfermo y que se temía por su vida. De su enfermedad sólo sé que se atribuía a trastornos cardíacos. A petición de su esposa, los médicos examinaron su estado mental y llegaron a la conclusión de que estaba loco. Yo no presencié ninguno de estos hechos. Sin embargo, me abrumaban a preguntas. Intenté visitarlo, pero se me negó la entrada. Esta prohibición duró largo tiempo, especialmente por la voluntad de su esposa.
—Ha sido usted —me dijo ésta— el que ha provocado su ruina moral. Mi marido fue siempre un hombre taciturno. En este último año su agitación y su extraña conducta han sorprendido a todo el mundo. Ha sido usted el causante de su perdición. Durante el mes pasado no ha cesado usted de inculcarle sus ideas. Mi esposo le ha visitado a diario.
No era sólo su mujer la que me acusaba, sino también todos los habitantes de la ciudad.
—La culpa es suya —me decían.
Yo callaba, con el corazón lleno de gozo por esta manifestación de la misericordia divina ante un hombre que se había condenado a sí mismo. No creí en su locura. Al fin me permitieron entrar en su casa. Él lo había pedido insistentemente, con el deseo de despedirse de mí. En seguida vi que sus días estaban contados. Era visible su agotamiento. Tenía la tez amarilla y las manos temblorosas. Respiraba con dificultad. Sin embargo, su mirada estaba saturada de emoción y de alegría.
—Ya está hecho —me dijo—. Hace tiempo que deseaba verte. ¿Por qué no has venido?
No quise decirle que no me habían permitido entrar.
—Dios se ha compadecido de mí y me llama a su lado. Sé que voy a morir, pero me siento feliz y tranquilo por primera vez desde hace muchos años. Después de mi confesión me sentí como en un paraíso. Ahora ya me atrevo a querer a mis hijos y a abrazarlos. Nadie me cree, nadie me ha creído; ni mi esposa ni los jueces. Mis hijos no lo creerán nunca. Veo en ello una prueba de la misericordia divina hacia esas criaturas. Heredarán un nombre sin tacha. Ahora presiento a Dios. Mi corazón rebosa de gozo... He cumplido con mi deber.
Estuvo unos momentos jadeante, sin poder hablar. Me estrechaba las manos, me miraba con un brillo de exaltación en los ojos. Pero no pudimos seguir hablando mucho tiempo. Su mujer nos vigilaba furtivamente. No obstante, mi amigo pudo murmurar:
—¿Te acuerdas de aquella vez que volví a tu casa a medianoche? ¿Te acuerdas de que te dije que no lo olvidaras? Pues bien, ¿sabes por qué volví? Porque había decidido matarte.
Me estremecí.
—Después de dejarte, empecé a vagar en la oscuridad, luchando conmigo mismo. De pronto, sentí un odio intolerable hacia ti. Pensé: «Estoy en sus manos. Es mi juez. Estoy obligado a entregarme a la justicia, pues lo sabe todo.» No es que temiera que me denunciases. Ni siquiera pensé en ello. Es que me decía: «No me atreveré a mirarle si no confieso.» Aunque hubieras estado en los antípodas, la sola idea de que existías, lo sabías todo y me juzgabas, me habría sido insoportable. Sentí un odio a muerte hacia ti; te consideraba culpable de todo. Volví a tu casa al recordar que había visto un puñal en la mesa. Me senté y te pedí que te sentaras. Estuve un minuto reflexionando. Si te mataba, me perdería aunque no confesara mi crimen anterior. Pero yo no pensaba, no quería pensar en ello en aquel momento. Te odiaba y ardía en deseos de vengarme de ti. Pero el Señor triunfó en mi corazón sobre el diablo. Sin embargo, te aseguro que nunca has estado tan cerca de la muerte como entonces.
Murió una semana después. Toda la ciudad fue al cementerio tras su ataúd. El sacerdote pronunció una alocución conmovedora, lamentándose de la cruel enfermedad que había puesto fin a los días del difunto. Pero, después del entierro, todo el mundo se volvió contra mí. Incluso se negaban a recibirme. Sin embargo, algunos —y su número fue creciendo— admitieron la veracidad de la confesión. Más de uno vino a interrogarme con maligna curiosidad, pues la caída y el deshonor de los justos suele causar satisfacción. Pero yo guardé silencio y pronto me marché de la ciudad. Cinco meses después, el Señor me consideró digno de entrar en el buen camino y yo le bendije por haberme guiado de un modo tan manifiesto. En cuanto al infortunado Miguel, lo incluyo todos los días en mis oraciones.
CAPÍTULO III
Resumen de las conversaciones y la doctrina del staretsZósimo
e) El religioso ruso y su posible papel
Padres y maestro, ¿qué es un religioso? En la actualidad, las gentes más esclarecidas pronuncian esta palabra con ironía y, a veces, incluso como una injuria. El mal va en aumento. Verdad es, ¡ay!, que entre los monjes no faltan los holgazanes, los sensuales, los vagabundos desvergonzados. «No sois más que unos vagos, miembros inútiles de la sociedad, que vivís del trabajo ajeno; unos mendigos sin escrúpulos.» Sin embargo, ¡cuántos hay que son dulces y humildes, que buscan la soledad para entregarse a sus fervientes oraciones! De éstos apenas se habla; algunos ni siquiera los nombran. Por eso muchos se asombrarán si les digo que, en caso de que vuelva a salvarse la tierra rusa, a ellos se deberá. Pues están verdaderamente separados para «el día y la hora, el mes y el año». En su soledad, estos monjes conservan la imagen de Cristo espléndida e intacta, en toda la pureza de la verdad divina, legada por los padres de la Iglesia, los apóstoles y los mártires, y cuando llegue la hora, la revelarán a este resquebrajado mundo. Es una idea grandiosa. Esta estrella brillará en Oriente.
He aquí lo que yo pienso de los religiosos. Tal vez sea una simple suposición mía; tal vez me equivoque. Pero observad a esa gente que se eleva por encima del pueblo cristiano. ¿No han alterado la imagen de Dios y su verdad? Esos hombres poseen la ciencia, pero una ciencia supeditada a los sentidos. Al mundo espiritual, la mitad superior del género humano, se le rechaza alegremente, incluso con odio. Sobre todo en estos últimos años, el mundo ha proclamado la libertad. ¿Pero qué significa esta libertad? La esclavitud y el suicidio. Pues se dice: «Tienes necesidades: satisfácelas. Posees los mismos derechos que los grandes y los ricos. No temas satisfacer tus necesidades. Incluso las puedes aumentar.» Éstas son las enseñanzas que se dan ahora. Así interpretan la libertad. ¿Y qué consecuencias tiene este derecho a aumentar las necesidades? En los ricos, la soledad y el suicidio espirituales; en los pobres, la envidia y el crimen, pues se conceden derechos, pero no se indican los medios para satisfacer las necesidades. Se dice que la humanidad, acortando las distancias y transmitiéndose los pensamientos por el espacio, se unirá cada vez más estrechamente, y que reinará la fraternidad. Pero no creáis en esta unión de los hombres. Al considerar la libertad como el aumento de las necesidades y su pronta saturación, se altera su sentido, pues la consecuencia de ello es un aluvión de deseos insensatos, de costumbres e ilusiones absurdas. Esos hombres sólo viven para envidiarse mutuamente, para la sensualidad y la ostentación. Ofrecer banquetes, viajar, poseer objetos valiosos, grados, sirvientes, se considera como una necesidad a la que se sacrifica el honor, el amor al prójimo e incluso la vida, pues, al no poder satisfacerla, habrá quien llegue al suicidio. Lo mismo ocurre a los que no son ricos ni pobres. En cuanto a estos últimos, ahogan por el momento en la embriaguez la insatisfacción de las necesidades y la envidia. Pero pronto no se embriagarán de vino, sino de sangre: éste es el fin al que se les lleva. ¿Pueden considerarse libres estos hombres? Un campeón de esta doctrina me contó un día que, estando preso, se encontró sin tabaco y que esta privación le resultó tan insoportable, que estuvo a punto de hacer traición a sus ideas para fumar. Pues bien, este individuo pretendía luchar por la humanidad. ¿De qué podía ser capaz? A lo sumo, de un esfuerzo momentáneo, de escasa duración. No es sorprendente que los hombres hayan encontrado la servidumbre en vez de la libertad, y que lejos de alcanzar la fraternidad y la unión, hayan caído en la desunión y la soledad, como me dijo antaño mi visitante misterioso. La idea de la devoción a la humanidad, de la fraternidad, de la solidaridad, va desapareciendo gradualmente en el mundo. En realidad, se la recibe incluso con escarnio, pues ¿quién puede desprenderse de sus hábitos? ¿Dónde irá ese prisionero de las múltiples y ficticias necesidades que se ha creado él mismo? A este ser aislado apenas le preocupa la colectividad. En resumidas cuentas, sus bienes materiales han aumentado, pero su alegría ha disminuido.
La vida del religioso es muy diferente. Hay quien se burla de la obediencia, del ayuno, de la oración... Sin embargo, ése es el único camino de la verdadera libertad. Yo suprimo las necesidades superfluas, domo y flagelo mi voluntad altiva y egoísta por medio de la obediencia, y así, con la ayuda de Dios, consigo la libertad del alma y, con ella, la alegría espiritual. ¿Quién es más capaz de enaltecer una idea, de ponerse a su servicio, el rico aislado espiritualmente o el religioso que se ha liberado de la tiranía de las costumbres? Se censura al religioso su aislamiento. «Al retirarte a un monasterio —se le dice—, desertas de la causa fraternal de la humanidad.» Pero veamos quién sirve mejor a la fraternidad. Pues el aislamiento no nace en nosotros, sino en los acusadores, aunque ellos no se den cuenta.
De nuestro medio salieron antaño los hombres de acción del pueblo. ¿Por qué no ha de suceder hoy lo mismo? Esos ayunadores, esos seres taciturnos, bondadosos y humildes, se levantarán por una causa noble. El pueblo será el salvador de Rusia, y los monasterios rusos estuvieron siempre al lado del pueblo. El pueblo está aislado, nosotros lo estamos también. El pueblo comparte nuestra fe. Los políticos sin fe nunca harán nada en Rusia, aunque sean sinceros y geniales: no olviden esto. El pueblo acabará con el ateísmo, y Rusia se unificará en la ortodoxia. Preservad al pueblo y velad por su corazón. Instruidlo acerca de la paz. Ésta es vuestra misión de religiosos. Nuestro pueblo lleva a Dios consigo.
f) ¿Pueden llegar a ser hermanos en espíritu amos y servidores?
Hay que confesar que el pueblo es también víctima del pecado. La corrupción aumenta visiblemente de día en día. El mal del aislamiento invade al pueblo; aparecen los acaparadores y las sanguijuelas. El comerciante experimenta una avidez creciente de honores. Pretende mostrar una instrucción que no posee, y lo hace desdeñando los usos antiguos y avergonzándose de la fe de sus padres. Va a casa de los príncipes, aunque no es más que un mujikdepravado. El pueblo ha perdido la moral por efecto del alcohol y no puede dejar este vicio. ¡Cuántas crueldades han de sufrir las esposas y los hijos por culpa de la bebida! Yo he visto en las fábricas niños de nueve años, débiles, atrofiados, hundido el pecho y ya corrompidos. Un local asfixiante, el fragor de las máquinas, el trabajo incesante, la obscenidad, las bebidas... ¿Es esto lo que conviene al alma de un muchacho? El niño necesita sol, los juegos propios de su edad, buenos ejemplos y un poco de simpatía. Es preciso que esto termine. Religiosos, hermanos míos, hay que poner fin a los sufrimientos de los niños. Orad para que así sea.
Pero Dios salvará a Rusia, pues el bajo pueblo, aunque pervertido y agrupado en torno al pecado, sabe que el pecado repugna a Dios y se siente culpable ante Él. Así, nuestro pueblo no ha cesado de creer en la verdad: admite a Dios y derrama ante Él lágrimas de ternura. No ocurre lo mismo entre los privilegiados. Éstos son adictos a la ciencia y quieren organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón, prescindiendo de Cristo. Ya han proclamado que no existe el pecado ni el crimen. Desde su punto de vista tienen razón, pues, si no hay Dios, ¿cómo puede existir el delito? En Europa, el pueblo se levanta ya contra los ricos. En todas partes, sus jefes lo incitan al crimen y le dicen que su cólera es justa. Pero «maldita sea su cólera por ser cruel. El Señor salvará a Rusia, como la ha salvado tantas veces. La salvación vendrá del pueblo, de su fe, de su humildad. Padres míos, preservad la fe del pueblo. No estoy soñando. Siempre me ha impresionado la noble dignidad de nuestro gran pueblo. He visto esa dignidad y puedo atestiguarla. Nuestro pueblo no es servil, aun habiendo sufrido dos siglos de esclavitud. Es desenvuelto en su porte y en sus ademanes, pero sin ofender a nadie con esta desenvoltura. No es ni vengativo ni envidioso. Piensa: «Eres distinguido, rico, inteligente... Que Dios te bendiga. Te respeto, pero has de saber que también yo soy un hombre. El hecho de que te respete sin envidiarte te revelará mi dignidad humana.» El pueblo no lo dice así (todavía no sabe decirlo), pero obra de este modo. Lo he visto, lo he experimentado. Creedme: cuanto más pobre y humilde es el ruso, más claramente se observa en él esta noble verdad, pues los ricos, los acaparadores, por lo menos en su mayoría, han caído en la inmoralidad, y nuestra negligencia, nuestra indiferencia han contribuido a ello en buena parte. Pero Dios salvará a los suyos, porque Rusia es grande, y su grandeza es hija de su humildad. Pienso en nuestro porvenir y me parece estar viendo lo que ocurrirá. El rico más depravado acabará por avergonzarse de su riqueza ante el pobre, y el pobre, conmovido por este rasgo de humildad, será comprensivo y responderá generosamente, amistosamente, a semejante prueba de noble confusión. No les quepa duda de que ocurrirá así, pues se progresa en esa dirección. La igualdad sólo existe en la dignidad espiritual, y esto únicamente nosotros lo comprenderemos. Cuando haya hermanos, reinará la fraternidad, y sin fraternidad, jamás podremos compartir nuestros bienes. Conservamos la imagen de Cristo, que resplandecerá a los ojos del mundo entero como un magnífico diamante... ¡Así sea!
Padres y maestros, una vez me sucedió algo emocionante. Durante mis peregrinaciones, y cuando ya llevaba ocho años separado de mi antiguo asistente Atanasio, me encontré con él en la ciudad de K... Esto ocurrió en el mercado. Al verme, me reconoció y corrió hacia mi lleno de alegría. «¿Pero es usted, padre? ¡Qué feliz encuentro!» Me llevó a su casa. Al terminar el servicio se había casado y tenía ya dos niños pequeños. Su mujer y él vivían de una pequeña industria de cestería. Su vivienda era pobre, pero alegre y limpia. Me obligó a sentarme, preparó el samovar y envió en busca de su esposa, como si mi visita fuese una solemnidad. Me presentó a sus dos hijos.
—Bendígalos, padre.
—No soy quién para bendecirlos —repuse—, pues sólo soy un humilde religioso. Lo que haré es orar por ellos. A ti, Atanasio Paulovitch, te he tenido siempre presente en mis oraciones desde aquel día inolvidable, pues tú fuiste la causa de todo.
Le expliqué lo ocurrido. Él me miraba como si no pudiese creer que su antiguo dueño, un oficial, estuviera ante él vestido de monje. Incluso lloraba.
—¿Por qué lloras? —le pregunté—. ¿No te he dicho que no puedo olvidarte? Alégrate conmigo, querido, pues mi camino está lleno de luz de felicidad.
Él no hablaba apenas, pero suspiraba y movía la cabeza enternecido.
—¿Qué ha hecho usted de su fortuna?
—La he entregado al monasterio: vivimos en comunidad.
Después del té me despedí de ellos. Atanasio me entregó cincuenta copecs para el monasterio y luego me puso otros cincuenta en la mano.
—Es para usted —me dijo—. Usted viaja y puede necesitarlo, padre.
Acepté la limosna, me despedí del matrimonio y me fui con el alma llena de alegría. Por el camino iba pensando: «Sin duda, él está haciendo en su casa lo que yo hago en el camino: suspirar y reír lleno de júbilo. Somos felices al recordar que Dios hizo que nos encontrásemos. Yo era su dueño, él era mi servidor, y ahora, al abrazarnos llenos de emoción, un noble lazo nos ha unido.»