Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 5 стр.


Aliocha sabía que el pueblo siente e incluso razona así, y estaba tan seguro como aquellos aldeanos y aquellas mujeres enfermas que acudían con sus hijos de que el staretsZósimo era un santo y un depositario de la verdad divina. El convencimiento de que el staretsproporcionaría después de su muerte una gloria extraordinaria al monasterio era en él más profundo acaso que en los monjes. Desde hacía algún tiempo, su corazón ardía, y esta llama interior era cada vez más poderosa. No le sorprendía ver el aislamiento en que vivía el starets. «Eso no importa —se decía—. En su corazón se encierra el misterio de la renovación para todos, ese poder que instaurará al fin la justicia en la tierra. Entonces todos serán santos y todos se amarán entre sí. No habrá ricos ni pobres, personas distinguidas ni seres humildes. Todos serán simples hijos de Dios y entonces conoceremos el reinado de Cristo.» Así soñaba el corazón de Aliocha.

En Alexei había producido extraordinaria impresión la llegada de sus dos hermanos. Había simpatizado más con Dmitri, aunque éste había llegado más tarde. En cuanto a Iván, se interesaba mucho por él, pero no congeniaban. Ya llevaban dos meses viéndose con frecuencia, y no existía entre ellos ningún lazo de simpatía. Aliocha era un ser taciturno que parecía estar siempre esperando no se sabía qué y tener vergüenza de algo. Al principio, Iván lo miró con curiosidad, pero pronto dejó de prestarle atención. Aliocha quedó entonces algo confuso, y atribuyó la actitud de su hermano a sus diferencias de edad e instrucción. Pero también pensó que la indiferencia que le demostraba Iván podía proceder de alguna causa que él ignoraba. Iván parecía absorto en algún asunto importante, en algún propósito difícil. Esto justificaría la falta de interés con que le trataba. Aliocha se preguntó igualmente si en la actitud de su hermano no habría algo del desprecio natural en un sabio ateo hacia un pobre novicio. Este desprecio, si existía, no le podía ofender, pero Aliocha esperaba, con una vaga alarma que no lograba explicarse, el momento en que su hermano pudiera intentar acercarse a él. Dmitri hablaba de Iván con un profundo y sincero respeto. Explicó a Aliocha con todo detalle el importante negocio que los había unido estrechamente. El entusiasmo con que Dmitri hablaba de Iván impresionó profundamente a Aliocha, ya que Dmitri, comparado con su hermano, era poco menos que un ignorante. Sus caracteres eran tan distintos, que no podían existir dos seres más dispares.

Entonces se celebró en la celda del staretsla reunión de aquella familia tan poco unida, reunión que influyó en Aliocha extraordinariamente. El pretexto que la motivó fue, en realidad, falso. El desacuerdo entre Dmitri y su padre sobre la herencia de su madre había llegado al colmo. Las relaciones entre padre a hijo se habían envenenado hasta resultar insoportables. Fue Fiodor Pavlovitch el que sugirió, chanceándose, que se reunieran todos en la celda del starets. Sin recurrir a la intervención del religioso se habría podido llegar a un acuerdo más sincero, ya que la autoridad y la influencia del staretspodían imponer la reconciliación. Dmitri, que no había estado nunca en el monasterio ni visto al staretsZósimo, creyó que su padre le quería atemorizar, y aceptó el desafío. En ello influyó tal vez el hecho de que se reprochaba a si mismo secretamente ciertas brusquedades en su querella con Fiodor Pavlovitch. Hay que advertir que Dmitri no vivía, como Iván, en casa de su padre, sino en el otro extremo de la población.

A Piotr Alejandrovitch Miusov, que estaba pasando una temporada en sus posesiones, le sedujo la idea. Este liberal a la moda de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y ateo, tomó parte activa en el asunto, tal vez porque estaba aburrido y vio en ello una diversión. De súbito le acometió el deseo de ver el convento y al «santo». Como su antiguo pleito con el monasterio no había terminado aún —el litigio se basaba en la delimitación de las tierras y en ciertos derechos de pesca y tala de árboles—, pudo utilizar el pretexto de que pretendía resolver el asunto amistosamente con el padre abad. Un visitante animado de tan buenas intenciones podía ser recibido en el monasterio con muchos más miramientos que un simple curioso. Todo ello dio lugar a que se pidiera insistentemente al staretsque aceptara el arbitraje, aunque el buen viejo, debido a su enfermedad, ya no salía nunca de su celda ni recibía a ningún visitante. El staretsZósimo dio su consentimiento y fijó la fecha.

—¿A quién se le ha ocurrido nombrarme juez en este asunto? —se limitó a preguntar a Aliocha con una sonrisa.

Ante el anuncio de esta reunión, Aliocha se sintió profundamente inquieto. El único de los asistentes que podía tomar en serio la conferencia era Dmitri. Los demás acudirían para divertirse y su conducta podía ser ofensiva para el starets. Aliocha estaba seguro de ello. Su hermano Iván y Miusov irían al monasterio por pura curiosidad, y su padre para hacer el payaso. Aunque Aliocha hablaba poco, conocía a su padre perfectamente, pues, como ya he dicho, este muchacho no era tan cándido como se creía. Por eso esperaba con inquietud el día señalado. No cabía duda de que sentía verdaderos deseos de que cesara el desacuerdo en su familia, pero lo que más le preocupaba era su starets. Temía por él, por su gloria; le desazonaba la idea de las ofensas que pudieran causarle, especialmente las burlas de Miusov y las reticencias del erudito Iván. Pensó incluso en prevenir al starets, en hablarle de los visitantes circunstanciales que iba a recibir; pero reflexionó y no le dijo nada.

La víspera del día señalado, Aliocha mandó a decir a Dmitri que lo quería mucho y que esperaba que cumpliera su promesa. Dmitri, que no se acordaba de haber prometido nada, le respondió —en una carta en la que le decía que haría todo lo posible por no cometer ninguna «bajeza»; que aunque sentía gran respeto por el staretsy por Iván, veía en aquella reunión una trampa o una farsa indigna. «Sin embargo, antes me tragaré la lengua que cometer una falta de respeto contra ese hombre al que tú veneras», decía Dmitri finalmente.

Esta carta no tranquilizó a Aliocha.

LIBRO II

UNA REUNIÓN FUERA DE LUGAR

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CAPITULO PRIMERO

Llegada al monasterio

Terminaba el mes de agosto. El tiempo era excelente: temperatura agradable y cielo despejado. La reunión en la celda del staretsse tenía que celebrar inmediatamente después de la última misa, a las once y media. Los conferenciantes llegaron a la hora fijada, en dos vehículos. El primero, una elegante calesa tirada por dos magníficos caballos, lo ocupaban Piotr Alejandrovitch Miusov y un pariente lejano suyo, Piotr Fomitch Kalganov. Éste era un joven de veinte años que se preparaba para ingresar en la universidad. Miusov, que lo tenía en su casa, le propuso llevarlo a Zurich o a Jena para que completara sus estudios; pero él no se había decidido aún. Era un joven pensativo y distraído, de fisonomía agradable, constitución robusta, aventajada estatura y mirada impasible, como es propio de las personas que no prestan atención a nada. Podía estar mirándonos durante largo rato sin vernos. Era un ser taciturno que a veces, cuando dialogaba a solas con alguien, se mostraba de pronto locuaz, vehemente, alborozado, sabe Dios por qué. Pero su imaginación era como un relámpago, como un fuego que se encendía y apagaba en un segundo. Vestía bien y con cierto atildamiento. Poseía una modesta fortuna y tenía esperanzas de aumentarla. Sostenía con Aliocha amistosas relaciones.

Fiodor Pavlovitch y su hijo llegaron en un coche de alquiler deteriorado, aunque bastante espacioso, tirado por dos viejos caballos que seguían a la calesa a una respetuosa distancia. A Dmitri se le había anunciado el día anterior la hora de la reunión, pero aún no había llegado. Los visitantes dejaron sus coches en la posada, inmediata a los muros del recinto, y cruzaron a pie la gran puerta de entrada. Excepto Fiodor Pavlovitch, ninguno de ellos había visto el monasterio. Miusov, que no había entrado en una iglesia desde hacía treinta años, miraba a un lado y a otro con una mezcla de curiosidad y despreocupación. Aparte la iglesia y las dependencias —y éstas eran bastante vulgares—, el monasterio no ofreció nada de particular a su espíritu observador. Los últimos fieles que salían de la iglesia se descubrían y se santiguaban. Entre la gente del pueblo había algunas personas de más altas esferas: dos o tres damas y un viejo general, que habían dejado también sus coches en la posada.

Los mendigos rodeaban a los visitantes, pero nadie les daba nada. Sólo Kalganov sacó diez copecs de su monedero y, turbado no se sabía por qué, los entregó rápidamente a una buena mujer, a la que dijo en voz baja:

—Para que os lo repartáis.

Ninguno de sus compañeros hizo el menor comentario, y esto aumentó su confusión.

Parecía lógico que alguien hubiera acudido a recibir a nuestros visitantes, e incluso a testimoniarles cierta consideración. Uno de ellos había entregado en fecha reciente mil rublos al monasterio; otro era un rico propietario que tenía a los monjes bajo su dependencia en lo referente a la pesca y a la tala de árboles, y los tendría hasta que se fallara el pleito. Sin embargo, allí no había ningún elemento oficial para recibirlos.

Miusov miraba con expresión distraída las losas sepulcrales diseminadas en torno de la iglesia. Estuvo a punto de hacer la observación de que los ocupantes de aquellas tumbas debían de haber pagado un alto precio por el derecho de ser enterrados en un lugar tan santo, pero guardó silencio: su irritación se había impuesto a su ironía habitual. Luego murmuró como si hablara consigo mismo:

—¿A quién diablos hay que dirigirse en esta casa de tócame Roque? Necesitamos saberlo, porque el tiempo pasa.

De pronto se presentó ante ellos un personaje de unos sesenta años, que llevaba una amplia vestidura estival, calvo, de mirada amable. Con el sombrero en la mano, se presentó. Dijo ceceando que era el terrateniente Maximov, de la provincia de Tula. Se había compadecido del desconcierto de los visitantes.

—El staretsZósimo habita en la ermita que está a cuatrocientos metros de aquí, al otro lado del bosquecillo.

—Ya lo sé —respondió Fiodor Pavlovitch—, pero hace tiempo que no he estado aquí y no me acuerdo del camino.

—Salgan por esa puerta y atraviesen en línea recta el bosquecillo. Permítanme que les acompañe. Yo también... Por aquí, por aquí.

Salieron del recinto y se internaron en el bosque. El hacendado Maximov avanzaba, mejor dicho, corría al lado del grupo, examinándolos a todos con una curiosidad molesta. Al mirarlos, abría desmesuradamente los ojos.

Miusov dijo fríamente:

—Hemos de ver al staretspara un asunto particular. Hemos obtenido, por decirlo así, audiencia de ese personaje. Por lo tanto, y a pesar de lo muy agradecidos que le estamos a usted, no podemos invitarle a que entre con nosotros.

—Yo lo he visto ya —repuso el modesto hidalgo—. Un chevalier parfait.

—¿Quién es ce chevalier? —preguntó Miusov.

—El starets, el famoso staretsZósimo, gloria y honor del monasterio. Ese starets...

Su locuacidad fue interrumpida por la llegada de un monje con cogulla, bajito, pálido, débil. Fiodor Pavlovitch y Miusov se detuvieron. El religioso los saludó con extrema cortesía y les dijo:

—Caballeros, el padre abad les invita a almorzar después de la visita de ustedes a la ermita. El almuerzo será exactamente a la una. Usted también está invitado —dijo a Maximov.

—Iré —afirmó Fiodor Pavlovitch, encantado de la invitación—. Me guardaré mucho de faltar. Ya sabe que todos hemos prometido portarnos correctamente... ¿Usted vendrá, Piotr Alejandrovitch?

—Desde luego. ¿Para qué estoy aquí sino para observar las costumbres del monasterio? Lo único que lamento es estar en compañía de usted.

—Y Dmitri Fiodorovitch sin llegar.

—Lo mejor que puede hacer es no venir. Ni usted ni su pleito familiar me divierten.

Y añadió, dirigiéndose al monje:

—Iremos a almorzar. Dé las gracias al padre abad.

—Perdone, pero he de conducirlos a presencia del starets—dijo el monje.

—En tal caso, yo voy a reunirme con el padre abad —dijo Maximov—. Sí, estaré con él hasta que ustedes vayan.

—El padre abad está muy ocupado en estos momentos —manifestó el monje, un tanto confundido—, pero haga usted lo que le parezca.

—Este viejo es un plomo —dijo Miusov cuando Maximov se hubo marchado camino del monasterio.

—Se parece a Von Sohn —afirmó inesperadamente Fiodor Pavlovitch.

—¡Vaya una ocurrencia! ¿En qué se parece a Von Sohn? Además, ¿acaso ha visto usted a Von Sohn?

—Sí, en fotografía. Las facciones no son iguales, pero tienen una semejanza oculta. Sí, es un segundo Von Sohn; basta verle la cara para comprenderlo.

—Es posible. Sin embargo, Fiodor Pavlovitch, acaba usted de recordar que hemos prometido portarnos correctamente. ¿Lo ha olvidado? Procure dominarse. Si le gusta hacer el payaso, a mi me molestaría que se creyera que yo era igual que usted.

—Ya está usted viendo cómo es este hombre. Me inquieta presentarme con él ante personas respetables.

En los pálidos labios del monje apareció una leve sonrisa impregnada de cierto matiz irónico. Pero el religioso no dijo palabra, evidentemente por respeto a su propia dignidad.

Miusov frunció todavía más las cejas.

«¡Que el diablo se lleve a todos estos hombres de cara modelada por los siglos y que sólo llevan dentro charlatanismo y falsedad!», se dijo en su fuero interno.

—¡He aquí la ermita! —exclamó Fiodor Pavlovitch—. ¡Hemos llegado!

Y empezó a hacer la señal de la cruz con desaforados movimientos de brazo ante los santos pintados en la parte superior y a ambos lados del portal.

—Cada uno vive como le place —continuó—. Hay un proverbio ruso que dice atinadamente: «Al religioso de otra orden no se le impone en modo alguno tu regla.» Aquí hay veinticinco padres que siguen el camino de la salvación, comen coles y se miran los unos a los otros. Lo que me sorprende es que ninguna mujer franquee estas puertas. Sin embargo, he oído decir que el staretsrecibe mujeres. ¿Es cierto? —preguntó dirigiéndose al monje.

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